Originalidad del Fénix

Originalidad del Fénix

El hombre tiene una inclinación natural a ayudar que la sociedad va pervirtiendo, si bien es cierto que algunos nacen tímidos para ayudar, así como otros orgullosos para recibir ayuda.

Me atrevo a declarar que a todos cuando niños, al ver que mamá preparaba los alimentos o que papá hacía las faenas del jardín, una fuerza irresistible nos empujaba a preguntar con una cierta alegría “¿Te ayudo?” De esto no se esperaba nada a cambio más que un “Sí, mira, así se hace”. Cuando llegaba el no, algo en nosotros agonizaba. Aquí nace la paciencia o el fruto agrío que es alimento del rencoroso. La alegría que nos empuja a ayudar al otro, no que nace después de ayudarlo, sino que está antes del acto, es de los rasgos más humanos que yo he visto.

Ayudamos al otro y así aprendemos el bien o pensamos cómo llegar a él.

Ayudar al otro no implica necesariamente que vea a ése en problemas o que lo juzgue de débil o inútil, de lo que nos acusa este rasgo, es de querer que el bien le llegue a otro con más prontitud. Es decir que desde la pasividad del espectador, el bien se ansía más pronto, hasta que ponemos manos a la obra y vemos que tardará un poco más. Por esto, la paciencia es importante. Que se desea ser partícipe del bien del otro es innegable, pero no por egoísmo, ni por sentir autocomplacencia, ni por agriar el bien obtenido entre los dos con un ‘ahora me debes algo’; por un lado se es desconsiderado, por el otro un mercenario del bien. El bien del otro ya es bien mío, pues puse mi cuerpo y mi alma a trabajar de tal manera que ejercitaba la búsqueda y obtención de lo bueno.

No niego que ayudar es difícil y que ha de hacerse considerando la situación, la personalidad del otro y la mía, el fin que se quiere lograr, los inconvenientes que hay en ello, etc., etc., pero sí creo que pensarlo tanto tiempo nos vuelve lentos para actuar. Ofrecer silenciosamente una mano franca, o preguntar cual niños, ¿en qué te ayudo? Es un hábito que no ha de morir. Lo que sí ha de morir es esta llama enloquecida que arde en el pecho.

Cuando terminamos de tender la mano, sabemos que ahí acabó. Sin embargo, el calor de la antigua llama junto al amor que azuza nuestro ánimo, bien pronto encenderían un nuevo bosque tan pronto viéramos a alguien más en apuros. El deseo de ayudar renace con más fuerza, quizá por esta alegría (que se va haciendo hábito) que hay en sacrificar un poco de nosotros por alguien más. En esto es el hombre igual al Fénix. Del Fénix se sabe que nunca morirá, pero sí puede cambiar su plumaje de aurea antorcha, por plumas de un vanidoso cuervo, si no sabe lo que da, y exige lo que no vale el cariz de su estirpe… así el Fénix no moriría, pero viviría eternamente viejo, feo y rencoroso, acumulando vida, riquezas, odios.

Ayudar: arder en alegría mientras se muere por otro, es de los rasgos más auténticamente humanos que yo he visto: ésta es la originalidad del Fénix.

Ésta es la llama que se ha venido apagando en México.

Javel

Cenizas en vilo de un soplo nuevo: En cualquier momento, en cualquier lugar, entre cualquier compañía, te formularás la admirable pregunta de Franklin: “¿Qué bien puedo yo hacer aquí?” Amado Nervo.

 

Loas a la igualdad

Hemos de reconocerlo: nos gusta pensarnos como seres únicos, originales y originarios que siempre destacan del montón, entre el que se encuentra la gran mayoría de seres con los que nos encontramos cotidianamente.

Queremos creer que todo, absolutamente todo lo que hacemos y pensamos es tan original como nosotros, pero a veces nos damos cuenta de que en muchos aspectos nos parecemos a ese montón de sujetos que solemos despreciar y comenzamos a buscar desesperadamente lo que es único entre lo que producimos en serie, y que por único en el mundo nos haga resaltar entre todos los que al ser del montón también se piensan, sin fijarse mucho, como individuos originales, únicos y merecedores de toda la atención debida.

No es de extrañar que en esa búsqueda constante por lo original surja una lucha en busca del reconocimiento del otro, en la que los otros, al igual que nosostros, quieran olvidar lo que somos para dejar por doquier la impronta del yo. Lo que resulta de esa lucha es el reconocimiento de que somos tan originales como todos aquellos con los que nos topamos día a día, por lo que nos vemos en la necesidad de respetar su originalidad como ellos han de respetar la nuestra.

Así pues, entre tantos seres originales y únicos, por originales, no es de extrañar que pronto se pierdan las distinciones entre individuos que acaben apostando por la igualdad de la que tanto huían y que al verse nuevamente iguales pretendan producir diferencias loables donde ya no hay diferencia y donde nada es ya loable.

Considerando que las musas cantaban lo que es loable, y por ende lo que todos reconocían como mejor, no debe de extrañarnos que el hombre productivo deba hechar mano de todos los artefactos que puedan cantar los honores de la igualdad y la ausencia de diferencia, en especial cuando éste sólo tiene cabida en un mundo donde sólo se reconoce como mejor lo que ha sido producido en serie y da la sensación de originalidad al tiempo que genera unidad.

Maigo

A Ciegas

— ¿Y las religiones?… ¿Y cuál es la mejor?  —Verá usted, la mía.
Como te digo una co
, Joaquín Sabina.

Tenemos una adicción como hombres modernos (tal vez sea solo de mexicanos, o incluso solo en mi colonia, pero si hablo del hombre moderno me siento más chido a pesar de estar copiando a los que sí saben de lo que hablan cuando dicen eso) de la cuál no estamos del todo al tanto como la mayoría de los adictos. Creo que el primer paso de los alcohólicos anónimos consiste en aceptarse a uno mismo como alcohólico, no sé para qué sirva esto o qué ventaja traiga, pero los psicólogos dicen que hay que encarar los problemas para dar el primer paso hacia la sanidad, que es algo así como lo bueno, pero sin esa carga tradicional que tanto escozor les causa en la psique que ya no significa alma (porque eso dicen) sino otra cosa que ni siquiera se parece. Bueno, pues quiero que demos los primeros pasos juntos hacia el reconocimiento de esta adicción que todos tarde o temprano llegamos a adoptar. El hombre moderno es adicto a la originalidad (tal vez porque piensa o la confunde con la Verdad, a mí me parece que es esta la causa, aunque yo no sabría distinguir una de otra si alguien me lo preguntara seriamente). Desde niño recuerdo a mis amiguines de la cuadra emocionarse por comprarse sus tenis Jordan originales, ni más ni menos, las copias de Jordan o los tenis Mike que vinieron a hacer la delicia de las burlas en mi adolescencia, no tenían ese valor que solo posee la verdad, digo lo original, ya tiempo después, esta tendencia se extendió a otro tipo de cosas, como ropa, libros, videojuegos, obras de arte, mujeres (porque, ¿quién va a preferir a un travesti como pareja sexual, pudiendo tener una mujer?), la idea de que lo original siempre es mejor, la portamos orgullosos como bandera, ¿verdad?

Cinemex se ha encargado de meternos bien adentro del alma que la piratería es cosa mala, porque termina por devorar a los hombres de los pueblos que asalta, digo, porque es como robar y robar es como malo. No es piratería de a verdad la piratería de la que habla Cinemex o las industrias musicales o Metálica que como la quinceañera del cuento ése de José Revueltas hizo berrinche por perder el Virgo. La piratería que nos venden las compañías del entretenimiento es pirata, ¡quién lo diría! Bueno, a decir verdad es como pirata, pero no es pirata como los piratas originales y eso me basta. Pero eso no importa, lo que importa es que nosotros valoramos la originalidad con más fuerza de lo que valoramos el agua (que es original siempre aunque venga embotellada). El amor por lo original nos ha llevado a muchos extremos, como por ejemplo buscar el amor verdadero a la hora de relacionarnos como pareja (y a muchos dolores de cabeza por tanto reproche femenino al respecto), teniendo por presupuesto que el primer amor es el verdadero (siempre). Nos ha llevado a buscar nuestra vocación original, nuestro verdadero ser. Esas cosas raras orientales que ahora aceptamos como si nada, que consisten en encontrarse a uno mismo, no tendrían tanto éxito si no fuéramos adictos a la originalidad. Buscamos la experiencia genuina, primera, la experiencia verdadera y no viles copias chinas hechas con un montón de arte y poco presupuesto. Exigimos que nuestro maíz sea venido del mismísimo Centeōtl, y no de las inexpertas manos torpes de científicos que no salen de sus laboratorios artificiales para conocer la naturaleza original. Mucho se dice sobre las comidas transgénicas, que causan cáncer (del original, no una copia barata) que causan infertilidad o que a la larga van a causar mutaciones en los seres humanos (porque lo igual engendra lo semejante y los maíces transgénicos son mutaciones de lo original). Vaya, esta adicción nos ha llevado chistosamente a buscar originales hasta en nuestras raíces prehispánicas (que son más nuestras que las de nuestros padres, que por suerte no fueron prehispánicos), y a su vez, un forzado e infértil esfuerzo por adoptar (por no decir copiar) tradiciones genuinamente occidentales como lo es la filosofía a estas raíces salvajes. Vaya, que el príncipe poeta haya hecho filosofía de verdad como la de Nietzsche y que necesite ser anunciada (para darle veracidad, originalidad) por una niña tocando una concha de mar para yo enterarme de que esa es la verdad; no le quita la piratería al asunto.

Pero la copiadera no para ahí, digo, la propagación de la originalidad, porque si seguimos ese asunto nos llegamos a estampar con el problema de si hay cosas más originales que otras (en un principio diríamos que sí, los tenis Nike son más Nike que los Mike), como que las tradiciones de la antigua dinastía Tokugawa son más tradicionales que las que se enseñaban en el Calmecac, o que dar el grito de Independencia en el zócalo en la actualidad. Y podemos expandir este problema a los nórdicos, a los franceses, a los peruanos (que según nos cuenta Locke, devoraban a sus hijos bastardos copiando la moda contemporánea bárbara europea), a las danzas y al amor. Porque, eso de que el amor francés es más amor que el mexicano pues como que no me cuadra, no sé por qué. Vaya, hay que establecer un límite a la originalidad, y hay que marcar desde dónde inicia tanta copiadera, para poder así conservar y reproducir lo que en un principio fue original. Bueno, suficiente con tanta enmarañadería, no vengo a hablar hoy acerca de los problemas de ser más iguales que otros, o ser más distintos que aquestos. No, lo que vengo a hacer en el texto presente, es a platicarles por qué vengo a platicarles sobre lo original.

Hace ya varios otoños, me encontraba jugando póquer con un buen amigo cuyo nombre no mencionaré aquí, pero que la mayoría de los lectores de este blog conocen, y al que le gustan esos problemas de la mímesis. Jugábamos con fichas falsas, bueno, ni eran fichas, eran cartas de otra baraja que representaban fichas de cierta denominación la cuál dictaba el color al reverso de las barajas. Ocupábamos dos, una baraja roja que valía el doble de la baraja azul y jugábamos con la baraja del reverso verde. La partida tuvo la peculiaridad de que en algún momento olvidé quemar una de las cartas de la baraja de juego. Se dice quemar, cuando a la carta superior del mazo se retira para revelar la que le sigue, dando cierta fe de legalidad al juego mostrando que las cartas no están acomodadas de cierta manera que terminará por favorecer a alguno de los jugadores. Bueno, mi amigo protestó porque yo no había quemado una carta en esa ocasión, yo le respondí que eso no importaba porque no había acomodado las cartas y de todos modos yo estaba vencido ya con el as revelado en el river. En tono burlón le comenté que no afectaba la suerte que yo quemara o no las cartas, a lo que él respondió que sí, que a lo mejor no lo podía probar pero que se sentía incómodo sabiendo que al no quemar, la carta revelada no era la que debía revelarse. Seguimos jugando sin más reflexión sobre esto, pero sí con harta incomodidad de su parte porque yo seguí negándome a quemar las cartas correspondientes solo por molestarlo. Vaya, no estoy muy seguro de cómo abordar esto, tal vez se note en la introducción que rebota en muchos sentidos y que no supe encausar bien, pero, desde entonces tengo la duda de si hay modo de hacer más azaroso un juego. Vaya, ¿es cierto que es más azaroso quemar una carta que no quemarla? En aquella ocasión tocamos el tema pero no pasó de unas cuantas risas, porque a decir verdad el problema nos supera.

Bueno, hoy, me volví a topar un problema similar, y es que me parece increíble y chistoso al mismo tiempo, es por eso que quise compartirlo. Pero antes, todavía me resta otro preámbulo que me parece conveniente. A la fecha (no de publicación, sino de cuando escribí esto) llevo jugando póquer tres meses sin perder, más de 20000 manos y tengo más dinero del que tenía cuando comencé. No quiero alardear, lo digo porque me parece pertinente. Cuando uno está aprendiendo a jugar, lo primero que debe saber es que en el Texas Hold em cuando recibe un par de ases por mano, tiene un ochenta porciento de probabilidad de ganar esa mano. Ok, seguro los matemáticos, los ingenieros y los actuarios me resuelven el problema con una mano en la cintura y la otra en una cerveza, pero en lo personal me parece absurdo creer que un par de ases tiene un ochenta por ciento de probabilidad de ganar. La manera que conozco de demostrar que esto es cierto, es sencilla, tomas una muestra de todos los pares de ases que has jugado y verás que has ganado un número cercano al ochenta por ciento, de no ser así, necesitas una muestra más grande, pero es seguro que con cincuenta mil manos como las que yo he jugado es suficiente para demostrarlo. El problema que yo veo es que no para ahí el asunto, y que cuando un juega póquer, no tiene cuándo acabar, las manos que va a jugar serán limitadas, sí, porque la muerte terminará ganándole a uno la partida, pero son un número infinito porque no sabemos cuánto vamos a jugar antes de morir. Una vez dicho esto, puedo mostrar que me parece absurdo creer que hay tal cosa como ochenta por ciento de infinito. El problema se complica cuando jugamos póquer en línea, donde podemos ser omnipresentes y jugar más manos de las que jugaríamos originalmente. Nanonoko es un jugador japonés que se volvió famosito por jugar al mismo tiempo en cincuenta mesas, algo que de ser posible en la vida real, tardaría mucho tiempo en realizarse. Gracias a la tecnología que tenemos en la actualidad, esto es posible.

Ya, sin más preámbulos, escuchaba a otro buen amigo mío lloriquear porque ha perdido con par de reyes (que tienen algo así como setenta por ciento de probabilidad de ganar) veintiocho de treinta manos jugadas. Me decía que era imposible porque no cuadraba con las probabilidades que debía tener dicha mano y por lo tanto el software que usamos para jugar póquer en línea está alterado. Bueno, ahora que saben que pienso que es absurdo confiar en las probabilidades, no les extrañará que le diga a mi amigo que la sala de póquer en la que jugamos no está alterada y que funciona correctamente. Su respuesta es lo que me trajo a escribir este choro interminable, me dijo “ya no aguanto más por ir a sentarme una mesa real donde las probabilidades funcionan como deben”. Nuevamente me encuentro con el problema original de la carta quemada, o si no lo es, es una copia muy parecida. El problema es que mi amigo cree que hay tal cosa como un azar artificial, vaya un azar pirata que nos vende Pokerstars para quitarnos nuestro dinero. Mi intención no es exhibir las creencias de un jugador, mucho menos contarles un choro mareador o tratar de convencerlos de que el póquer en línea es legal y no hace trampa. No, quiero abordar el problema de que distinguir lo original de lo copiado se agrava (al menos para mis luces) a la hora de querer distinguir el azar original del que es su copia (o para a final de cuentas cualquier cosa, bajo nuestras condiciones culturales). ¿Cómo uno puede siquiera llegar a comenzar a explorar tan tremendo problema? Si logro al menos señalarlo aquí, me daré por bien servido. Podemos admitir, como yo, que en cuanto al azar es una y la misma cosa no importando si es generado por la computadora o por la naturaleza, o puede suceder que lo que hacen las computadoras no sea nada parecido al azar y nomás sea un chocho que nos vendieron los matemáticos y que aceptamos porque no sabemos nada sobre el azar, pero eso no pasa porque las matemáticas no mienten; o también podemos meternos al problema de lleno y no dejar a un lado que hay un supuesto tremendo donde recargamos nuestra cabeza y creemos que una máquina puede reproducir tal cosa como el azar (o el caos si se me permite la extensión, porque si algo conocemos con tal minucia como para poder ser reproducido, eso es el azar). Las páginas que generan números al azar (RNG por sus siglas en inglés) parecería que hacen la misma labor que hace el Mar cuando decide devorar un buque de pesquero, o el que hace el subconsciente al dictarnos nuestras vidas cotidianas, o el que hace el psicólogo al diagnosticarnos, o el que hace cupido al flecharnos (disculpen la blasfemia). No estoy seguro de si se puede tomar demasiado en serio el problema, ya que basta con decir que sí es el mismo azar a la hora de barajar las cartas con las manos que el que influye en las máquinas del RNG. Es sencillo dar esta respuesta porque vivimos en una época contradictoria donde distinguir se vuelve un crimen, ¿¡Qué podemos esperar de un mundo donde la discriminación es el peor de los insultos!?. No, no, no, en nuestro tiempo, no queremos discriminar, es mejor aceptar contradicciones como la que nos dicta el dogma de realizarnos como un individuo a su vez que buscamos todos (por mandato de los sacerdotes del azar llamados psicólogos) a ser integrales (es decir, hacer una comunión con un montón de cosas, hablando muy en general). A su vez, aceptamos que todas las culturas tienen el mismo valor, de la misma manera en que todos los seres humanos son igual de especiales, al tiempo en que nos despedazamos por agarrar un hueso en un sistema macabramente capitalista que nos obliga a sobresalir o ser dominados (a pesar de nuestra igualdad). Como buen adicto contemporáneo que soy, me alejo de las distinciones, me bastará con decir que son una y la misma cosa el azar natural y el creado sintéticamente y me saldré a la calle tranquilo a adoptar a un perro callejero (porque ellos también tienen derechos); a su vez diré que todos somos igual de excelentes (incluidos los perritos) porque de ese modo me libro del pesar de pensar que hay muchos hombres mejores que yo; a su vez haré como que un montón de salvajes caníbales tenían una rica cultura y yo la heredé, de ese modo me libraré de aceptar la realidad de que mi cultura es ecléctica desde su más profundo principio, y por lo tanto es una especie de maíz transgénico del que Centeōtl se avergonzaría llorando atole cien por ciento puro. Me gusta pensar que mi cultura es tan original como la griega, mi política tan justa como la de Estados Unidos, mi azar tan oscuro como el caos, y mi adicción a la soberbia tan genuinamente falsa como la de cualquier psicólogo de mi tiempo