Gazmoñerismo veraniego

Un viento de tristeza entró en el verano. Cálido y abigarrado se coló por los rincones de sus días revolviéndolo todo, llevándose, una a una, las miradas más lindas, las sonrisas más tiernas. Dejó tan solo vestigios y polvo.

Ojalá que el otoño ponga orden con su meticulosidad cobriza y sus hojas secas.

Gazmoño

Requiem de Otoño para Este Final

El orgullo no trae más que desdicha

But I miss you most of all, my darling

when autumn leaves start to fall

Caen las hojas. Una a una van cayendo. Es otoño y caen lentamente como mecidas por un aliento invisible, insensible. Caen al suelo como los recuerdos, del verano, de tus labios, del aliento vivo y tibio que envolvía tu beso, marchito ahora como las hojas que tristemente dejan las ramas abandonándose a la frialdad del invierno por venir.

Caen las hojas, marchitas, pero un hálito frío me recorre. Como si el otoño declinara antes de tiempo, así llegó el invierno con tu partida. Rápido, voraz, inclemente –con la inclemencia de un puñal de hielo que se clava profundo con la mirada, tú última mirada. Tan gélida fue aquella tempestad que apenas voy sacando el cuerpo del alud, desentumiendo los huesos, templando el corazón. Porque déjame decirte que mi alma, aquella noche, agarró hipotermia -tan descubierta estaba, tan desabrigada- y ha estado con unas fiebres que no la han dejado ni siquiera reposar. Alucinaciones y recuerdos la atormentan constantemente. Alucinaciones y recuerdos tuyos que persisten. Alucinaciones y recuerdos que no se van, que olvidaste llevarte, que son lo único que me queda… y la sensación de que pudo haber sido de otra forma, de que apresuraste tu decisión –porque, admitámoslo, yo jamás quise esto, a fin de cuentas fue decisión tuya, sólo tuya-, de que tal vez pude haber hecho más. Pero con el corazón y el alma entumecidos no puede hacerse mucho que digamos. ¿O acaso debí haber desobedecido? ¿Debí haberme sacudido la borrasca e intentado ralentizar la llegada del invierno, de tu invierno? ¿No me hubiera estampado con un muro de hielo?

Las hojas siguen cayendo, marchitas, y con ellas las promesas e ilusiones que algún día abrigamos. Una a una las veo mecerse efímeras en el aire y perecer. Las hojas caen y se marchitan, pero tu recuerdo persiste, el cariño persiste, el amor persiste. Dices que la razón quedó de mi lado, yo digo que no fue así, pero ¿acaso importa? ¿Sirve de algo saber quién la tenía? Si de eso se trata te la concedo, te la regalo, toda entera. O me la quedo, si así lo quieres, si eso te trae de vuelta. Pero no será así, te conozco. Porque no importa quién se haya quedado con la razón, con la última palabra, lo cierto es que tú y yo nos quedamos solos, como las hojas que se desprenden de las ramas, marchitas, sin importar qué tanto se aferren, ni qué tantos argumentos puedan darle al otoño para permanecer ahí, aunque sea por un ratito más.

Gazmogno

El andador

Nunca me ha gustado caminar; sin embargo, no me quedó más remedio que hacerlo cuando vi que el dinero que traía se me había acabado. No quise pensar en el camino a recorrer que me quedaba por delante, por si mis pies consideraban que era mucho y decidían que mejor se quedaban quietos donde estaban ahora. Eché a andar con cautela, como siempre que hago cuando estoy en la calle, y todavía más porque me encontraba sola. Iba a paso veloz, procurando no hacer mucho ruido al caminar, para así poder detectar otras pisadas que no fueran las mías, mientras pensaba: «Por favor, que ya llegue a casa». Ya estaba oscureciendo; el cielo claro, pero gris, amenazaba con tornarse negro pronto y las primeras luces comenzaban a brillar, intentando hacerle frente a la inevitable oscuridad que se anunciaba, así que, por lo menos, no caminaba a ciegas. Eso me tranquilizó un poco y seguí caminando rápido, aunque con más calma. Al poco rato, se dibujó una sonrisa en mi rostro al sentir el frío acariciando mis mejillas, pues siempre lo he preferido más que al calor –en realidad, detesto el calor–. Sin embargo, conforme se acercaba la noche, el viento se hacía cada vez más y más helado y mi sonrisa se fue diluyendo hasta que mis labios apretados formaron sólo una línea tensa, con lo cual pretendía evitar que me castañearan los dientes. Por fortuna, antes de salir, mi madre me había obligado a cargar otro suéter, además del que traía puesto en ese momento. ¡Bendita ella!

Ya había oscurecido por completo cuando llegué al andador que funcionaba como atajo para llegar a mi casa. Como siempre, no había ninguna luz alumbrando el camino. Exhalé un suspiro y en cuanto me hube persignado, continúe andando. No había dado más que un par de pasos cuando escuché el crujido de unas hojas y enseguida volteé hacia el lugar de donde había provenido el ruido con el corazón latiéndome desbocado. Nada me hubiera preparado para lo que vi. A lo lejos, pero enfrente de mí, me regresaba la mirada un par de ojos blancos, tan fríos como el viento que me golpeaba la cara. Sentí el ramalazo de miedo recorrerme la espalda en cuestión de segundos; se me hundió el estómago y un vacío muy hondo ocupó su lugar; el corazón me latía desenfrenado y amenazaba con salírseme del pecho; mis piernas, más que de huesos, parecían estar formadas de goma; todo mi cuerpo estaba en estado de alerta ante semejante ¿peligro? ¡Ni siquiera sabía de quién o de qué se trataba! Lo único de lo que no tenía duda era de que esos ojos poseídos atravesaban mi ser cual filosas navajas y no había nada que yo pudiera hacer para evitarlo. Por un momento no hicimos nada, más que clavar nuestra mirada en los ojos del otro. Sólo había de dos: o se hartaba de mirarme y se daba la media vuelta o echaba a andar hacia mí y entonces sería yo la que pegara la carrera. En efecto, no se hartó de mirarme y pronto vi cómo esos ojos infernales se acercaban muy lentamente hacia mí. Quise correr, pero mis piernas no recibían la señal que mi cerebro les mandaba. Quise gritar, pero fue el silencio y no mi alarido lo que llenó el espacio entre aquellos ojos y yo. Más cerca, cada vez más cerca los sentía y ya no era el miedo, sino el pánico el que brotaba por las lágrimas que empañaban mis ojos. Sólo pude ver al dueño de esos ojos blancos y poseídos cuando estuvo a un par de metros de mí. Era alto, mucho más de lo que yo me había imaginado, y fuerte, o al menos eso dejaba denotar su musculatura.

Mi cuerpo había hecho caso omiso de la orden de huida, así que huir ya no era una alternativa viable para mí; pero ¿acaso podría hacerle frente…? ¡Por supuesto que no! Si a leguas se notaba que bastaría un brinco para que yo cayera acorralada en el piso. No hice más que enjugarme las lágrimas que me impedían ver mi fin y entonces esperé a que esos ojos poseídos, fríos como el viento otoñal, decidieran fulminarme. Sin embargo, eso nunca pasó. El perro, más alto de lo que había imaginado y tan fuerte como se veía, el mismo que era el dueño de esos ojos blancos, fríos e infernales, que miraban como poseídos, sólo atinó a olfatearme. Cuando tuvo suficiente, me miró por última vez y se fue por el camino que yo había andado con la cabeza gacha y la cola entre las patas. También así se fue septiembre y yo continúe andando…

Hiro postal

Cae el otoño

Cae la noche y se va el verano

Caen las primeras hojas del otoño

Cae la cabeza sobre la almohada

Cae el alma dentro del sueño.

Gazmogno