Observaciones para la Comisión Nacional en Contra del Plagio

01 de Diciembre del 2016

Lic. Rafael Tovar y de Teresa

Secretaría de Cultura

Respetable secretario:

En años recientes el tema del plagio volvió a ser centro de discusión. El caso de Sealtiel Alatriste reavivó el debate en torno a lo perjudicial e inmoral del acto susodicho. En medio de su nombramiento para recibir el premio Xavier Villaurrutia, varios actores culturales acusaron al escritor por recurrir numerosamente al plagio en sus obras. La controversia no sólo hizo impidió la entrega del reconocimiento, sino que puso en duda los procesos de evaluación en contra del plagio. Casos como el anterior quebrantan la confianza en torno a la validación legal de cualquier obra artística, no sólo literaria. Esta validación pretende brindar certidumbre a la sociedad de escritores y lectores. Por ello la presente solicitud se realiza con pertinencia y quizá urgencia. Es necesario tomar medidas legales más severas para prevenir y detener el plagio, así evitaremos otros futuros casos. A continuación le señalo algunas medidas iniciales y fundamentales que combatirían institucionalmente el problema del plagio:

a) Es necesaria la creación de una comisión especial para revisar y aprobar los libros publicados. Realizar este escrutinio permitirá saber de manera confiable y directa si algún autor ha cometido robo o copio de ideas. Propongo el siguiente nombre: Comisión Nacional en Contra del Plagio (CONACOP). Con estas siglas la comisión podrá recordarse fácilmente entre los mexicanos y su nombre estará presente entre los círculos de lectores mexicanos. Obviamente, por tener miras culturales, la CONACOP estaría financiada por la Secretaría de Cultura. Los recursos destinados a ésta serían compartidos para la misma comisión.

b) La comisión estaría presidida por un Director General de Observación y Selección Estatal (DGOSE). Esta persona sería la encargada de coordinar los esfuerzos de la CONACOP y dar el último veredicto en cuanto a si una obra incurrió en plagio. Junto a este cargo principal, estaría el Procurador General en contra de la Reproducción (PGR), quien llevaría a juicio los casos de robo. El procurador sería el encargado de representar legalmente a la institución y a los ofendidos. Acompañando a su labor crucial y decisiva, tendrá la facultad para solicitar el auxilio de asesores u otras personas, mismos que serían cubiertos por los recursos de la dependencia.

c) La comisión estará conformada por los empleados mencionados y una cantidad considerable de comisionados. La selección de ellos será acorde a sus perfiles y carrera de egreso (debe seleccionarse estudiantes con gusto por la lectura, preferentemente universitarios de Letras, Filosofía, Pedagogía, Psicología,  Biblioteconomía, etc.). En cuanto a su formación recibirán, al principio, un curso de lectura rápida. Con ello se pretende que los comisionados puedan leer la mayor cantidad de libros posibles. Bajo esta velocidad y varios encargados, se podrá cubrir la variedad de obras publicadas en el país. Por ejemplo, si cada comisionado lee 4 libros a la semana y la comisión se establece, al comienzo, con 20, al final de la semana quedarán revisados 80 libros. Al finalizar la lectura, los comisionados darían una evaluación para afirmar o rechazar si hay elementos para un plagio. El veredicto del DGOSE sería para ratificar esta evaluación o resolver controversias generadas entre ellos.

d) La propiedad de los individuos no es sólo material, sino intelectual. Cada idea guarda el sello de autoría. Incluso, en investigaciones científicas, el autor tiene mérito de tener el hallazgo o descubrimiento. De ahí que será considerado como plagio cualquier reproducción textual. Un autor que escriba o capture de igual modo un extracto de un libro, podrá considerarse como plagiario. Evidentemente este cambio de concepción acarrea problemas con las citas textuales, por ende se recomienda dejar de usarlas y promover el uso de las paráfrasis. Como objetivo central de la comisión, se pretenderá siempre salvaguardar y respetar la originalidad del autor. Entre mayor sea el respeto, tendremos una mejor comunidad de lectores y escritores.

e) La influencia o inspiración es un alegato que los plagiarios pueden utilizar a su favor. Defendiéndose de las acusaciones, los inculpados del apropio ilegal afirman que, a veces sin saberlo, sus escritos son producto de sus lecturas. En ese sentido el escritor halla elementos atractivos en sus lecturas que después, sin saber por qué, los reescribe. A veces estas ideas puede encontrarse en la médula de la argumentación o de modo accesorio. Para evitar problemas y controversias innecesarias, este alegato será inválido. Todo sospecha será elevada a sentencia, no habrá presunción de inocencia. Cualquier parecido con alguna idea o planteamiento será suficiente para ser motivo de controversia legal. La influencia no es alternativa a los juicios legales, aquélla siempre sería inicio de los procesos judiciales.

Con los puntos señalados, espero que usted vea lo necesario y sumamente útil de la comisión. La comunidad de lectores no merece ser importunada ni molestada, para ello está la vigilancia de la  CONACOP. Los lectores podrán disfrutar de sus libros sin encontrarse con sorpresas desafortunadas. Nada molestará su tiempo de ocio. Se tome como asunto baladí o chiste, el plagio es un incidente que no puede eludirse. Plagiar no es un estornudo intrascendente.

Atentamente,

Nadir Díez

Moscas. A la galería de la infamia pertenecen varios hombres que estuvieron en cargo público. Entre ellos, por enriquecimiento ilícito, la mirada ha estado puesta en el exgobernador sonorense Guillermo Padrés. Además de sus despilfarros, Salvador Camarena nos hace recordar un caso de injusticia en el que parece haberse involucrado.

II. Esta semana el Estado de México no ha parado: entre secuestros, linchamientos y abusos en contra de periodistas, recordamos sus tintes rojizos.

III. Y que otro medio de comunicación resulta amenazado; en alerta se encuentra el semanario ZETA.

Y la última… La muerte de Fidel Castro pudo conmover a muchos corazones, mientras produjo aborrecimientos en otros. Lo que resulta innegables es que fue un antes y después en Cuba. A modo de testimonio, podemos leer a Grettel Reinoso presente en estos cambios.

Historia Familiar

Ésta es la historia de un niño que tuvo un padre que tuvo un padre que tuvo un padre al que le decían «El Azogue» (que por inquieto, dicen). Muy parlanchín, el hombre, trabajaba diario en lo que se necesitara por ahí y en una de esas urgencias un día perdió el pulgar izquierdo con un machetazo propio. Cuando se le compadecía solía burlarse y replicar «ni pa’ qué chillar que gracias a Dios me quedan 19». No sabía muy bien cuántos hijos tenía por ahí, pero se jactaba de que a los que tenía cerca desde chiquitos los enseñó a trabajar para que no perdieran el tiempo. De viejo, «El Azogue» se enfermó quién sabe de qué y mientras contaba un chiste que no pudo ni terminar, murió en su casa a la hora de almuerzo. A él no lo conoció el niño de la historia.

Este niño tuvo un padre que tuvo un padre al que le decían Don Silvino (dicen que por respeto). Callado y serio, Don Silvino desde bien chiquito trabajó muy duro, pues siempre temió que por perder el tiempo acabara muriendo en la miseria, como su padre. Ya mayor, Don Silvino había reunido un modesto caudal que alcanzó para mudarse a la ciudad a vivir. Por mala fortuna, se enfermó muy fuerte del estómago y tuvieron que extirparle una mitad y todo un ramillete de nervios, así que no podía sentir hambre ya. Le ofrecieron una segunda operación arriesgada para arreglarlo, pero él se negó. «Al fin, decía, la debilidad y el reloj me avisan cuándo comer». De todas maneras siempre a la hora de la comida daba gracias a Dios y escuchaba conversar a su familia cuando se sentaba -justo después de él- a la mesa. Don Silvino tuvo cuatro hijos y dos hijas, y al primogénito desde muy joven le enseñó a hacer lo necesario para no vivir en la miseria. Orgulloso, todo el tiempo se jactaba de todo lo que había erigido con su esfuerzo para su familia, y tenía la esperanza de que todo algún día, seguramente cuando él ya no estuviera en el mundo, mejorara. Doce meses exactos después de que se retiró de la compañía en la que estuvo trabajando toda su vida, Don Silvino, que platicaba muy poco ya, murió a los 67 años. A él lo conoció muy poquito el niño de la historia.

Este niño tuvo un padre al que le decían Memo (por no errar). Muy seguro de sí mismo y potente al hablar, Memo consiguió de joven que su padre le asegurara una posición en la compañía en la que trabajaba bajo condición de que terminara la universidad. Y así, esperando siempre un salto a un puesto mejor o a otro lugar que lo empleara -siempre que eso brillara más en el curriculum-, en su juventud escaló velozmente en el mundo empresarial. Pronto invirtió su dinero y se dispuso a hacerlo crecer lo más que se pudiera, pues siempre temió vivir como un miserable conformándose con lo poco que hubiera, como su padre. Memo pensaba que como nada en el mundo iba a mejorar, convenía por lo menos irse haciendo un nichito para que de viejo ya no tuviera que trabajar. A los 38 años contrajo un cáncer laríngeo que pudieron operar los médicos, pero diez años después terminó por atacarlo un sarcoma metastásico que se le fue de nuevo a la laringe. Entretanto, el malestar y los tratamientos fueron muy lentamente acrecentándose y lo persiguieron gran parte de su vida adulta. Cuando supo que se había vuelto a enfermar, solía decir «Uy, mira: con la tecnología que hay ahorita en los hospitales…» Tuvo dos hijas y un niño, al que enseñó desde chavito a no conformarse nunca con lo poco que hubiera. A los 49 años Memo murió en el hospital durante una cirugía, con un cáncer que se había esparcido por todo su cuerpo y ni adiós dijo. Su hermana llorosa tuvo dificultad de hallar a los hijos para avisarles, pues años antes se habían ido a quién sabía dónde. Con él vivió su infancia el niño de la historia.

Este niño, al que le decían Mike, tenía suficientes videojuegos como para no preocuparse por esas cosas.

LA FAMILIA – Tercera Parte: La Paternidad

¡Oh, qué día para mí, dioses buenos!

¡Qué dicha la mía, ver al hijo y al hijo del hijo

emulando en bravura!

-Laertes en Odisea XXIV, 514 – 515

Por A. Cortés:

Un niño que corre jugando dentro de la casa, haciendo escándalo mientras actúa como el héroe de algún cuento, puede sin más provocar la sonrisa en el rostro de sus padres. No son todos los papás que sienten esta calidez al escuchar el relajo del hijo, pero quienes lo hacen seguramente son tomados por alguna causa que responde por la tranquilidad de la sonrisa. Y es que tendría sentido que alguien se satisficiera en la vista del pequeño solamente si por alguna razón está bien dispuesto hacia él, porque estar bien dispuestos hacia algo quiere decir que nos placemos y beneficiamos de algún modo cuando tal cosa está presente.

De las razones que pueden darse para esta disposición, las más evidentes son las biológicas. Cuando la madre engendra a su hijo, su mismo cuerpo es el que cambia de ser uno a ser par. Esta unión que a la vez es multiplicidad siempre es complementaria, porque cada miembro se explica viendo al otro, y así, la primera relación familiar se hace notar en la palabra: madre sólo es quien tiene un hijo, y no hay tal sin madre. Ella está unida al bebé porque éste depende de ella, y lo nutre y lo protege aunque no veamos ventajas directas que parezca sacar de hacerlo (sin contar el puro gusto, que casi nadie creo que me aceptaría como evidencia). El cuerpo femenino tiende naturalmente al mantenimiento del recién nacido, y a su sano crecimiento. Nadie está obligado por alguna utilidad a resguardar a un hijo suyo que, por lo pronto, no hace nada por uno más que demandar cuidados y atenciones. Si acaso hay algún fin utilitario en hacerlo, es el que plegado hacia el futuro espera en respuesta a la protección del pequeño un cuidado semejante para sí en la vejez; pero no me convence que alguien (si acaso, serían muy pocos) elija a su prole como potencial guardián: hay medios mucho más baratos para asegurar a la larga la salud y la manutención del anciano. Y si no los hay, entonces nada que no sea lo mínimo indispensable sería dado al niño, contrariamente a la mayoría de los casos de paternidad que podemos observar. La madre en realidad no espera más que la tranquilidad del hijo para sentirse tranquila ella misma: su gozo está en la constatación de su lozanía, en la contemplación de sus gestos y en las marcas de su salud (hasta el buen color, como con las frutas), en la comparación del hijo con sus familiares adultos, y en la constante observación de la mirada infantil que, día a día, se acerca a enfocar ambos ojos y a reconocer la cara de su madre como un rostro familiar y suyo.

El padre mira desde más lejos, pero no por necesidad lo hace con ajenación. La lejanía que implica no haber tenido al hijo desde su cuerpo puede ser raíz de la mayor cercanía con la madre, buscando en el contacto la certeza de ese lazo que culminó en un brote suyo; o puede también ser excusa para escapar de la casa y olvidar el proyecto de hogar que con un embarazo se inicia, queriendo o no. Esta última opción no es, sin embargo, la que explicaría la sonrisa del padre, y por tanto no es imagen de buena disposición. La otra, la unión con la madre, es unión familiar nacida de la comunidad del hijo o de su proyecto. Por eso puede pensarse que, muy al contrario del escape indiferente del padredesnaturalizado, nada hay menos ajeno para un papá que el hijo: es su carne y su sangre, y es por tanto el proyecto de su misma figura y la de su madre hecha hombre (y no me refiero al varón, sino al humano). El padre siente en el vigor de su hijo el suyo propio; si su hijo es enfermizo, sufre (y también la madre) en su alma lo que al niño duele en el cuerpo. Si es robusto, mira en él la fuerza; si es gritón, mira en él la potencia de la voz; si lo desespera, mira en él todo lo que teme de él mismo. El impulso a cuidar al hijo nace al mismo tiempo que el padre concede de simple vista el parecido. No es necesario que sea una semejanza de la figura, o una peculiaridad física, sino simplemente que reconozca en el pequeño su propiedad; no instrumental, sino de pertenencia a un mismo sitio. Es decir, se reconoce que el origen de uno es el otro, y que por tanto, coinciden en un mismo lugar, que es de ambos y de cada uno por separado. Cuando un padre puede admitir que un hijo es suyo, concede la familiaridad, y la relación familiar nace también en la palabra en un sentido semejante al anterior: por eso es hijo el que lo es del padre, y viceversa.

Ambas relaciones, con la madre y con el padre, son dos especies de un mismo género: la relación de paternidad. Ésta radica en la familiaridad del origen. No es la identidad del origen, pues la madre, el padre y el hijo tienen cada uno su origen propio; pero digo “familiaridad” porque la unión de dos que engendran un tercero hace que los tres se unan en una semejanza: se funda hogar porque todos se pertenecen entre sí. La pertenencia implica que a los tres les es familiar estar juntos, porque uno fue de ellos originado, y la unión de ellos está todo el tiempo explícita en éste. Se dan por lo menos dos uniones de la familia: la del marido y la mujer, y la de los padres y el hijo. La formación de un hogar saludable depende de la constatación de una unión que dos hacen para proyectar su subsistencia, y eso es el hijo. La familia que vive bien, se relacionará de modo que esta unión propicie entre ellos la buena vida de cada uno estando juntos. El padre, quien in-semina, de sí mismo hace enraizar su semilla en la madre. Con ello deja asentado su linaje confiado a la protección de ella, que guardará en su seno al pequeño por un tiempo. Ella completará la conformación humana consigo misma, y con su misma carne y sangre hará posible que la semilla, que en cualquier otro caso se desvanece seca e incompleta, se nutra para crecer. El hijo, habiendo por primera vez hablado, reconocerá en la emulación que tiene su sitio y su origen en la unión que sus padres concordaron.

Puede ponerse en duda si la alegría que provoca el hijo de una pareja -que está contenta cuando yace junta- sea o no natural, o sea o no cuestión de educación y costumbres. Puede ponerse en duda que los hombres nos alegremos con nuestro linaje; pero no es difícil notar que en cierta medida es necesario este gozo y necia esta duda (aunque sea sólo en esa medida). Si el hombre está feliz cuando vive bien, y vive bien cuando consigue lo que le corresponde por ser hombre, entonces hay condiciones que pueden cumplirse para su bienestar que dependen de cómo es él mismo. Y hay mucha discusión al respecto de qué cosas son las que le corresponden al hombre por sí mismo, porque el hombre puede hacer y ser de muchos modos; pero no puede argumentarse que la procreación no sea natural, pues la evidencia biológica es demasiado clara. Ser hombre (varón y mujer) no depende de reproducirse, pero se constata en la reproducción por ser una cuestión natural. O sea, que una de estas cosas que corresponden al ser humano es unirse para procrear. Entonces, el vástago de la unión es natural y su cuidado naturalmente necesario.

Por eso nada de raro tiene que uno esté bien, contento y sonriente, mientras que puede proteger a los suyos en casa, fomentando con la salud de la familia su propia sucesión a través del linaje. El gusto de que la sangre siga circulando, de que la carne se mantenga fuerte, y de que la vida rebrote y se mantenga saludable es, en la mínima comprensión humana, el placer del alma de ver a los ojos a los padres, y éstos a su hijo, sabiéndose mutuamente pertenecientes, y destacando en ello el proyecto de que un hombre se mantenga vivo a través de su casa viviendo lo mejor posible.

Me parece, y para terminar, que lo poco que puedo resaltar en esta prosa lo remarca de modo inmejorable la poesía homérica. Los hijos que Homero retrata son el gozo y la alegría de sus padres. Éstos se placen viéndolos crecer, disfrutándolos en casa, teniéndolos cerca para hacerles bien, y recibir bien de ellos. Se puede decir que los hombres son alegría de los hombres cuando vienen de su carne. Así, se cuenta que Néstor fue favorecido por el dón de Zeus, quien le otorgó lozana vejez para estar con sus prudentes vástagos[1]; Agamemnón, por su parte, esperaba gozar del cariño de sus descendientes, quienes por ley habían de echarse en los brazos del padre[2]; a su vez, por herir a Afrodita, Diomedes es devastadoramente condenado privándole Dione de descendientes que se abracen de él en su casa al regresar él de la guerra[3]. Continuar la línea de sangre en la paz del hogar parece ser un bien indiscutible. Es de esperarse que los hijos sean naturalmente el gozo de sus padres viéndolos prosperar en sus casas, y observando cómo emulándolos crecen, pues en ellos se placen de mirarse a sí mismos de nuevo proyectados en el mundo. Por ello Odiseo, aun siendo desconfiado de casi todos los hombres, obedece de buen grado a Atenea y se descubre ante Telémaco; por eso aun viéndolo débil y tembloroso le confía su futuro contándole todos sus planes y poniéndose a sí mismo en riesgo. Tal como el júbilo de Laertes que exclama teniendo al hijo y al nieto a su lado, valientes y listos para la batalla: “¡Oh, qué día para mí, dioses buenos! ¡Qué dicha la mía, ver al hijo y al hijo del hijo emulando en bravura!”, será el de Odiseo cuando Telémaco se alce a su altura, y debe confiar en que lo hará. Ésta será para él la más grande alegría que puede llegar a tener un padre.


[1] Odisea, IV, 209 – 211.

[2] Idem, XI, 430 – 451.

[3] Ilíada, V, 405 – 415.

LA FAMILIA – Primera Parte: Publicidad y Privacidad

Por A. Cortés:

Creo que nunca había estado rodeándome con tanta fuerza la pregunta por la naturaleza de la familia como esta semana. Obviamente, tiene su causa en la reciente aprobación de los matrimonios entre homosexuales, con cuyas tan habladas particularidades no tengo intención de hartar a nadie por lo pronto. Más bien fue a modo de ejemplo de situación extrema, que este evento ha puesto muy en claro para mí el hecho de que necesitamos tener una comprensión más o menos pensada de la familia si acaso queremos hablar bien sobre las formas de organización de nuestra sociedad. Y digo situación extrema porque, al no ser evidentes la presencia masculina-femenina, y al no poder procrear, el caso encarna las especulaciones sobre la posibilidad de desarrollar una familia cuyos miembros ejerzan las “funciones” de cada cual por convención y voluntad, sin ninguna necesidad natural. Fue por esta confrontación que me pregunté por el modo de ser peculiar de esta organización que llamamos comúnmente “familia”.

Todo encuestado (porque realicé una suerte de encuesta sin papel ni rubros prediseñados) respondió que la familia es un núcleo social, de un modo u otro. Esa frase, “núcleo social”, creo que se refiere a que la familia es un elemento de la sociedad de manera muy básica: una parte mínima fundamental, rota la cual se pierde toda posibilidad de que se origine una sociedad, aun partiendo de sus fragmentos. Como si dijéramos que una sociedad hecha de pedazos de familias no es sociedad y hecha con familias sí. Digo, no pretendo que hacer sociedades sea como preparar enchiladas, mezclando familias y viendo qué pasa; sólo quiero indicar que, como elemento, es necesaria la familia en buen estado, sana y completa, para que una organización grande como la de un país pueda llegar a asentarse. Y todo esto, en caso de que, en efecto, sea como dice la mayoría, un núcleo.

En tal supuesto en el que todo funciona “como debe de ser”, la familia en la base de la sociedad está en buenas condiciones porque sus miembros participan de cierta relación fundamental de la manera propicia. Cada cual se comporta como debe dependiendo de quién es con respecto a los otros miembros. Si los que se unen están bien organizados, diremos de la organización que es buena. Por lo tanto, su bondad en cuanto a la organización refiera, tiene que poder verse en las relaciones que tienen unos con otros. ¿Cómo podríamos averiguar en qué consisten las relaciones que contraen la buena composición de una familia?

No creo que sea posible en pocos minutos y en un lugar angosto hacer un examen meticuloso de las particularidades que corresponden a la familia; por eso, lo mejor será que me dedique ahora al modo en que se cohesionan los miembros de esta organización social, y ya después abundaré cuanto me sea posible en entradas posteriores. Es más, creo que hasta podrá abundarse al respecto de esta cohesión, que sólo muy generalmente tocaré ahora.

Estaba pensando que cuando hablamos sobre la familia, usamos adjetivos posesivos iguales a los que nombran los objetos de nuestra propiedad, como nuestra ropa o nuestras herramientas. La semejanza en el uso, sin embargo, tiene a la vez una nota distintiva que nos permite diferenciar a nuestros familiares de nuestras pertenencias. Fijando un poco la atención, resulta que mi padre no recibe su calificación  como algo que tengo bajo mi poder y control, o como algo que está sometido a mí por convenirme directamente. Más bien lo nombra como uno que me pertenece al mismo tiempo que me posee. Tiene los dos lados, porque siendo él mi padre soy su hijo, y aunque no sea lo mismo ser hijo que padre, la mutua disposición muestra el apego propio de los dos lados. Y de este modo se da en las relaciones familiares y en algunas otras de cercanía, como las de amistad (que nada impide la amistad familiar). Los adjetivos con los que hablamos al respecto parecen sugerir cierto fenómeno que creo que es posible notar con relativa facilidad: la pertenencia a la familia excede al suelo y edificio de la propiedad, y a las posesiones de la casa. Cuando pertenecemos a la familia somos lo más cercanos a nuestros familiares, porque somos parte de lo privado.

El carácter privado de la casa hace que nuestra vida en familia resulte, en los casos sanos y óptimos por lo menos, propia a la vez que es compartida. De modo que no queda en la privacidad, sino que se promueve con la convivencia el diálogo y la continua comunicación de lo que cada cual considera en un sinnúmero de casos posibles. Esta ambivalencia parece muy importante si posteriormente reparamos en el modo de relacionarnos con todos los demás, fuera de la familia: la distinción entre lo público y lo privado, lo ajeno y lo propio, nace de una formación familiar. Es en la familia en la que está la raíz de esta distinción entre lo ajeno y lo propio; y en ella misma, parece que llegan a unirse ambos polos, como si no fueran dos cosas separadas, sino dos modos de ser del hombre social. Al darse en la familia el ejercicio repetido del comportamiento en lo público y en lo privado, el hombre (tanto varón como mujer) se va educando para formar parte en los asuntos políticos y los problemas que competen a todos los que viven en comunidad.

En tal caso podría ser explicable el hecho de que nos sintamos “como en casa” cuando más cómodos estamos, y que seamos “como de la familia” cuando sentimos que pertenecemos a un lugar. Porque la pertenencia es al mismo tiempo la que nos abarca y con la que abarcamos, porque la casa propiamente dicha, como familia sana, es una organización de varios que funciona por el fuerte lazo que procura que cada uno vele por el otro, y que todos velen por la unión que tienen. También, claro, que vele uno por sí mismo. Los hijos aprenden emulando mientras que los padres cuidan y proveen; los otros que conviven en relación de familiaridad ven que en la casa se produzca lo necesario y se mantenga en buen estado. En total, la familia –la que me estoy imaginando muy bonita con todos sus miembros bien portados- puede ser elemento de la sociedad porque es el seno de la vida en comunidad privada y, a la vez, del trato público.

La familia guarda a todos sus miembros y en ella cada uno debe de poder sentirse en su lugar. El lugar que le pertenece debe poder ser ése al que él mismo pertenece. Además, en ella se forma cada miembro fortaleciendo el modo de su relación con los demás, dependiendo de que sea hijo, o tal vez madre, o algún otro, y cada uno de estos lazos tiene sus particularidades. Si estas ocurrencias tienen algo de verdaderas, y la familia es como dicen por allí, elemento constitutivo de la sociedad, entonces el hecho de que un régimen político no pueda propiciar el desarrollo saludable de las familias que lo conforman en estos términos, debe de ser suficiente para que notemos que la vida que llevamos con tal organización social no es la mejor posible. Y si no lo es, entonces cabe siempre la pregunta por la posibilidad de contemplar una mejor. ¿Cómo haremos, viviendo en donde vivimos, creciendo como crecemos, para vivir mejor?