El cuerpo de las palabras

Usamos tantas palabras que pensamos que al decirlas se irán volando por el aire hasta que un sorpresivo recuerdo las alcance. Pero las palabras tienen ideas que no flotan, sino que se apersonan. Avanzan, crecen, se congregan con sus semejantes, fraguan planes, cambian, deciden, dudan o mueren. Hay ideas que saben cómo vestirse, cómo colarse a los eventos que se consideran importantes, que están a la moda; a veces esperan su momento, saben cuándo conviene presentarse, cuándo es prematura su presentación. Otras son astutas, saben disimular, disfrazarse para casi cualquier evento. Pero hay ideas que son secuestradas, torturadas y cercenadas para los más perversos fines; a fuerza de tortura, cual hierro al rojo vivo, se somete a las ideas y se les da una forma que no les corresponde para que puedan justificar un uso distinto del que realmente les convenía seguir. Aunque también pueden resistir, aparentar que van acorde con la corriente o fingir que duermen, pero viven, en espera de algo que les muestre su verdadera finalidad. Las ideas también hacen como que flotan, que nunca tocan tierra firme, que se encontraban en otro lado si es que son cuestionadas. Por más alto que vuelen, las ideas siempre tendrán vida, siempre respirarán, siempre podrán sangrar, siempre serán parte de una acción.

Yaddir

Un capricho de felicidad

Un capricho de felicidad

 

Leía a San Agustín comentando a Cicerón y caí en la cuenta: el término latino beatus no debería traducirse por felicidad, pues ya el latín tiene felicitas para ello. Igualmente inadecuado sería traducir beatus por santo, pues la santidad romana es piedad familiar y la cristiana reconfiguración interior (ya algo de esto ha explorado Arnaldo Momigliano en Religion in Athens, Rome, and Jerusalem in the First Century B.C.). Y más inadecuado parece, todavía, trasladarlo a bienaventurado, que nos cerraría a la posibilidad de pensar en la otra vida. Beatus, como juicio moral de una vida, se parece a la felicidad, pero en algo se distingue de ella.

Etimológicamente, beatus es la forma supino (infinitivo de fin) de beo que nombra el tener propiedades, ser reconocido por lo que se tiene y, por ende, ser “feliz”. Beo, por su parte, proviene de la raíz indoeuropea *dweos, que los manuales suelen referir como “felicidad”. Felicidad, por su parte, comparte raíz con feto y fecundidad, por lo cual no nombra propiedades, sino producciones: la mujer con muchos hijos es fecunda; Odiseo es fecundo en pretextos. La forma antigua de la raíz *dweos es *dwejos y no es muy seguro su significado, aunque produjo en griego el término deinós, el término para lo terrible aterrador, la antesala al abismo de la tragedia. ¿Beatus y deinós provienen de la misma raíz? ¿Cómo puede ser posible? ¿Qué podría significar eso?

Se dice que el equivalente griego de beatus es eudaimonía, compuesto del prefijo eu que califica lo bueno y daimon, la divinidad intermedia entre los mortales y los dioses. La eudaimonía, empero, no nos libra de preocupaciones, pues daimon proviene de la raíz indoeuropea *dwey, que a su vez comparte el origen con la forma antigua *dwejos: *dwe, que produce en sánscrito la palabra sagrada para la maldición. ¿La eudaimonía y la maldición se reúnen en una misma raíz? ¿Qué podemos pensar a partir del hecho de que la raíz común de beatus y eudaimonía, que tradicionalmente se traducen por felicidad, están relacionados con lo terrible y la maldición?

Creo haber encontrado un camino. La raíz indoeuropea *dwe produce en armenio antiguo erkn, que nombra la labor de parto. Cuando en la labor de parto se alumbra la bendición de la vida se la nombra beatus; cuando la labor de parto se oscurece en la maldición de la muerte se la nombra deinós. Lo beatus nunca estará separado de lo deinós; su posibilidad es mutua, su inherencia práctica es evidente. Categorialmente puede decirse que beatus nombra un estado; felicitas una situación. Quizá cuando se reflexiona que la felicidad puede desembocar en lo terrible se comienza a considerar la necesidad de perseverar en la beatitud.

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. ¿Tucídides para pensar nuestro actual conflicto? Así lo propuse el pasado sábado en este blog, así nos lo propuso el domingo Julio Hubard en Milenio. A leer a Tucídides, pues. 2. Quizá se trata de la columna de opinión más heterodoxa de toda la semana. Quizás es la mezquindad intelectual por lo que no se le reconoce. Pero el pasado lunes, Sergio Sarmiento se preguntó: ¿cuándo se jodió México? Su respuesta: el 5 de febrero de 1917. Creo que antes de él, nadie lo había dicho tan claro. 3. ¿Acaso cabe en la cabeza de alguien mandar a los marinos a asesinar a dos capos y propiciar la ruptura en un cártel, mediante una emboscada, para mostrar que México sí sabe qué hacer con los bad hombres? 4. El secretario de Movilidad del Gobierno del Estado de México puso dos propuestas sobre la mesa en la más reciente reunión con los dueños de las rutas del transporte público: o aceptan dos pesos de aumento al pasaje a partir del lunes 13 y no vuelven a pedir un aumento en años, o esperan al siguiente aumento a la gasolina para aumentar cuatro pesos, pero asumiendo ellos el costo político (pues no sería un aumento «oficial»). Los concesionarios aceptaron la primera. Los operarios quedaron entre dos fuegos. 5. No es broma, por desgracia el señor presidente lo dijo en serio: «El cadete que se desmayó, cayó con honor al no meter las manos». Ahora entendemos lo que es un gobierno honorable.

Coletilla. «Somos yunkies de los megabytes». Valeria Luiselli

El pueblo del rebuzno

En fechas recientes hemos escuchado muchos discursos de persuasión y algunos otros de disuasión. La persuasión se puede ver como una manipulación o como un modo de exaltar algo en lo que se cree; la disuasión siempre es su hermana apocada, débil, indecisa, cobarde. Interesante es notar que los discursos para disuadir, al menos dentro de nuestra política actual, siempre son más pensados, como si quien los profiere ya supiera que siempre es más fácil convencer para hacer que para dejar de hacer. No por ello creo que los discursos de disuasión de nuestros políticos actuales son buenos ni que las arengas donde intentan convencer para hacer sean perjudiciales en su totalidad. Si los discursos no son justos, sean para persuadir o para disuadir, siempre resultarán perjudiciales.

Venganza es quizá la palabra que mejor sintetice el problema del capítulo XXVI de la segunda parte del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. El pueblo del rebuzno se quiere vengar mediante la guerra de quienes se han burlado de dos de sus políticos por la capacidad de estos para rebuznar. La burla que le hicieron a sus políticos los habitantes de otros pueblos, unificó de una manera extraña a todo un pueblo. ¿Veían en sus Alcaldes rebuznadores algo que los representara a ellos?, ¿se veían ellos en sus Alcaldes? O ¿sólo fue la burla y el deseo de revertirla, de que no fueran vistos como un pueblo de rebuznadores, lo que los unió para armar camorra? Don Quijote, andante caballero que busca hacer justicia, se percata de las intenciones del pueblo que ondea sus banderas con la imagen de un burro soberbio y les da un discurso para intentar disuadirlos de su empresa. Antes de ello, se ubica al centro de los soldados y les dice que si quieren interrumpirlo en medio de su discurso, lo hagan, que él no tendría inconveniente. Los otros aceptan escucharlo y él habla. Primero señala que él es caballero andante que busca ayudar a quienes lo necesiten, como diciéndoles que no desconoce el mal en la tierra y está dispuesto a actuar; les hace saber que no desconoce su desgracia, que va contra las leyes del duelo el que un pueblo se tome las burlas hechas a unos cuantos, y para reforzar su idea recurre a un ejemplo literario donde un personaje se venga hasta del río de pueblo cuando sólo uno de sus pobladores fue quien lo injurió. Un villano no define la condición de un Pueblo. La cólera motiva a actuar, pero si uno siempre actuara movido por la cólera nunca podría actuar con justicia. Una vez que ya lo han escuchado, que algunos han visto en lo que hacen lo ridículo y tiene su total atención, les da concejos marciales. La guerra sólo es justa en cuatro instancias: la primera tiene que ver con las cruzadas; la segunda es cuando se intenta defender la vida; la tercera por defender la honra, la familia o la hacienda (notemos que el aspecto económico es el último, pues sin honra uno no puede defender a su familia y sin ésta de poco importa el dinero); y la cuarta es cuando el mandatario impulsa a los demás a hacer una guerra injusta. ¿Cómo saber si la guerra es justa o injusta? La respuesta se encuentra en que no se debe pelear por venganza, por dominio o por dinero, es decir, las primeras tres indicaciones definen a la cuarta. La venganza nunca es justa. Mucho menos si hacemos caso al mandamiento de hacer bien a nuestros enemigos y amar a quienes nos aborrecen, pues fue dictado por un Dios humano que sólo puede dictar cosas que los hombres pueden hacer. En este punto Quijote está cansado y espera a ver lo que dicen los demás, pero Sancho, motivado por el discurso de su amo, ignorante de la situación actual, que están en un campo de batalla, se le ocurre echar un breve discurso y rebuznar, causando que lo golpeen los del pueblo del rebuzno. Aunque Sancho y Quijote tenían la misma intención, Quijote reconoció mejor la situación; además, parece que nos sugiere que la justicia es algo divino y sólo Jesús nos puede ayudar a entender en qué consiste el actuar justo. Sancho se ve movido mayormente por su emoción y ahí se ve su condición asnal. Lo curioso es que los del pueblo no ven en Sancho una figura de ellos mismos. Se golpean a sí mismos cuando golpean a Sancho. Aunque no batallen dejan traslucir su injusticia.

Don Quijote ve fracasar dos veces su empresa de caballero que busca la justicia, pues no disuade y no ha podido educar a Sancho. Pero Sancho aprenderá. ¿Nos quiere decir Cervantes que un pueblo entero no puede aprender a actuar justamente cuando se sienten injuriados? O ¿simplemente nos muestra el fracaso de toda disuasión? Al menos nos muestra que la palabra puede ayudar a mover los ánimos hacia la injusticia y hacia la justicia.

Yaddir

Palabras para las fiestas decembrinas

Festejar y celebrar parece algo propio de estas fechas; los buenos deseos cunden hasta en las bocas viperinas. Las fiestas parecen volvernos más amena la convivencia familiar. Aunque pocos se preocupan de qué decir a personas que no se ha visto en casi un año o poco más y con las cuales se convivirá, mínimo, cinco horas. Además de la deslavada “Feliz (navidad o año nuevo, según sea el caso)” y de la casi insustancial “que todos tus deseos se cumplan” (que viene a ser semejante a “que el siguiente año esté lleno de éxitos”), ¿qué más se puede decir a gente de la que ni siquiera sabemos si todavía se conduce dentro de la ley? Hay quienes gustan de preparar lo que dirán; extraños sujetos que hacen de la palabra su vida y sus noches de convivencia decembrina se vuelven más amenas si utilizan lo que en otros momentos les proporciona trabajo y felicidad. También hay quienes se dejan llevar por el momento (estimulados por vinos y licores o por los comerciales de la época) y van armando sus discursos según sea propicio o incorrecto hacerlo. He sabido de otra raza extraña, seres de alma paradójica, aunque no como los personajes de las novelas rusas; ellos hablan poco y no preparan lo que dicen, aunque parece que sí lo hacen, pues siempre resuenan de sus bocas las mismas palabras, las mismas preguntas, de cada año. (No quiero aburrirte, estimado lector, recordándote lo que cada año has escuchado y seguirás escuchando).

Por suerte, en estas fechas, yo tengo una estratagema que quiero compartir contigo, amigo lector: escucho a las personas, les sigo la plática, y voy pensando qué les orilla a decir eso, por qué si ellos están tan incómodos como yo, siguen asistiendo a las reuniones (¿por qué yo sigo asistiendo a esas reuniones?). Si ya agotaste los cuestionamientos anteriores, puedes juzgar qué tan falsas o sinceras son las expresiones de cariño, los obligatorios abrazos de estas fechas, así como podrás analizar cuándo quieren compararse contigo o quieren compararte con tus primos u otros familiares para no sentirse tan mal ellos mismos. Si todas estas estratagemas las has agotado desde hace cinco años o más, podrás observar y analizar quién ya armó sus pláticas previamente o le gusta improvisar. ¿La gente con más ingenio improvisa más y la que carece de este prepara menos sus palabras?, ¿qué discurso es mejor, en cuanto a estilo y en cuanto a verdad?, ¿puede ser más inofensivo quien, sin proponérselo, dispara las frases más agudas a quien ya ha afilado sus estoques argumentales?

El rey de los ensayistas también se hace estos cuestionamientos y parece dejar en el aire las respuestas. Pero nos puede ayudar a responder el recordar que un ensayo antes habló de los que mienten ante la sociedad y en el ensayo sobre el pronto y el tardío hablar habla de ambos modos de discursear según el oficio o vocación de quien lo hace. Podemos ver que la palabra es un arma y que hay quien necesita afilarla para usarla mejor y hay quien sabe cómo atacar y defenderse casi con los ojos cerrados. También podemos ver que hay quienes hablan desde el fondo de su corazón, pero no se hacen responsables de sus palabras porque las dicen “sin querer” o, dicho de otra manera, no se responsabilizan de lo que realmente quieren decir apelando a que lo dijeron sin meditarlo mucho; los ejemplos de ello se pueden ver en los malos políticos, la gente famosa y en los malos ensayistas.

Todas estas cosas las pensé mientras una tía me contaba algo sobre un primo súper exitoso, gracias a que en la mañana había estado leyendo a Michel de Montaigne. Creo que la mejor manera de pasar estas fechas es reflexionando sobre ellas.

Yaddir

 

Palabras impertinentes

El mayor gusto de todo consejero es que gracias a sus palabras un problema se haya resuelto. Su resultado le muestra que supo ver adecuadamente cada uno de los hilos que estaban revueltos en el embrollo, que su palabra fue pertinente, que pudo ayudar. Aconsejar se vuelve una actividad importante en la vida del hombre, pues es una muestra del conocimiento sobre el hombre mismo. Pero aconsejar mal es más común que dar un buen consejo, casi tan común como es más fácil dar un consejo que no darlo. Tal vez la principal dificultad al momento de aconsejar radique en que queremos demostrar nuestra imperecedera sapiencia sobre el hombre en vez de entender un problema en determinado momento de una persona.

Regularmente se aconseja en conflictos relativos al amor (quizá porque nada suscite tantos conflictos). El consejero ve al inexperto amante envuelto en dudas, dilemas o arrojado a la abismal tristeza. Alza la voz y da un consejo esperando que al confundido amante le quite sus penas. Sus palabras, en el mejor de los casos, apenas si son escuchadas. El que aconseja debe percatarse, antes de hablar, en qué radica el problema sobre el que aconsejará; debe reflexionarlo muy bien, con cuidado; intuir si su compañero le está ocultando algún detalle; en caso de que lo oculte, si lo hace voluntaria o involuntariamente; debe, además, entender el carácter, el modo de ser de la persona a quien va a aconsejar; también debe ver la situación del que se encuentra en un lío, es decir, debe ver si algo que no es el lío haya podido influir en el lío; finalmente, aunque quizá por esto deba empezar, le conviene ver si aconsejará porque realmente quiere ayudar o tiene alguna otra intención para dar el consejo; una vez hecho eso, quizá pueda aconsejar, aunque tal vez después de tanto reflexionar se dé cuenta que es mejor callar y abrazar a su compañero.

¿Puede aconsejarse sobre lo que no se ha tenido experiencia? La pregunta nos lleva a cuestionar sobre lo que motiva la acción y si eso que motiva la acción puede pensarse antes de experimentarse. La respuesta más fácil es decir que no, pues dado que uno no ha experimentado cómo se siente estar en determinado problema, no puede decir nada al respecto. Dicho así, se cancela la posibilidad de conocer la acción y sus consecuencias antes de hacerla; se está castrando a la imaginación como la que posibilita vislumbrar las consecuencias de una acción. Evidentemente, no cualquier situación que se vislumbre se vislumbrará adecuadamente; se requiere comprender suficientemente la situación para saber qué conviene hacer, ver posibilidades e imposibilidades.

Hace poco conocí a una experta consejera: una psicóloga. Ella tenía amplios estudios en diversas maneras de entender la conducta humana, pero prefería que su paciente se diera cuenta de su propio problema mediante una serie de preguntas y respuestas, pues el paciente siempre tenía su propia solución. Ella estaba confiada en que esta era la manera en la que todos podíamos resolver nuestros problemas, en que era el mejor modo de aconsejar. Interesado en su actividad le pregunté: “¿ha conocido a alguna persona a la que no haya podido hacerle ver su propio problema?” Ella me dijo que no, porque finalmente el paciente siempre tiene su solución. Aunque en voz más baja se contestó: “pero a veces, antes de dormir, me pregunto ¿qué le habré dicho a mi paciente?” Aconsejar es cosa muy fácil, dar un buen consejo tiene mayor dificultad. Dar un consejo no sólo puede afectar una vida, sino varias, por ello no cualquiera debería de aconsejar.

La palabra y el sonido

La palabra y el sonido

Sólo los seres humanos tienen una capacidad específica para escuchar que ningún animal tiene y que lo saca de los esquemas biológicos comunes. Involucra su facultad del oído, pero no tiene nada que ver con el mero funcionamiento sensible. El ser humano es el único capaz de escuchar palabras; es el único capaz de apreciar la música. Ambas actividades se realizan por medio del sentido del oído: los sordos jamás podrán saber lo que es la música, por más señas que se gasten en intentar ilustrarlos, y las señas no son, como tales, palabras. Por eso se llaman señas. Son quizás sólo partes de la sensibilidad auditiva, pero considero que son las más complejas experiencias que muestran la complejidad de esa palabra llamada sentido en el hombre.

En sentido estricto, el sonido de una palabra podría ser separado de su significado. Un niño puede escuchar a su padre discutir con su madre sobre la quincena sin tener idea de lo que quieren decirse. Pueden ser sólo sonidos, pero, aun así, los distingue del ruido que produce el choque de sus zapatos con los charcos acumulados en la calle. Quizá algo parecido suceda al escuchar un idioma ajeno. Puede que la manera en que los animales domésticos aprenden su nombre y las órdenes parezca idéntico, pero no lo es en realidad. No lo es simplemente porque, aunque distingan su nombre del sonido del timbre de la puerta, no saben lo que es una palabra. El hombre podrá no saber definirla, pero vive utilizándolas, no sólo reaccionando a ellas. Su mundo y esa facultad, introducida por medio del oído y asimilada, dotada de sentido por la inteligencia, tienen una relación de intimidad.

Los sapos tienen algo semejante al aparato auditivo, el cual, según los biólogos, no les sirve para oír. No pueden siquiera oír los gritos ni zumbidos. Perciben vibraciones por medio de sus patas. No experimentan el sonido: no son capaces de esa actividad. Don Quijote y Sancho perciben sonidos extraños, temibles, en la oscuridad, un estruendo parecido tal vez a las pisadas de un gigante. Uno teme y el otro se envalentona. Ninguno de los dos sabe a ciencia cierta lo que escucha, pero saben que están escuchando. El animal teme frente a los truenos en una tarde de lluvia, pero no sabe que son truenos. Lo que el animal y el hombre escuchan no puede ser equiparado no tanto por su reacción, sino por la diferencia en el trabajo de la inteligencia. Ni siquiera en el caso de don Quijote puede hablarse de una experiencia meramente funcional del oído. Rocinante no podía tener hipótesis sobre el origen de los estruendos. Evidentemente, ni siquiera el ruido es oído de la misma manera por ambos entes. No es sólo problema de la frecuencia de sonido para la que cada oído fue diseñado. El ruido puede aislarse, pero sólo en el caso del hombre es reconocido como ruido.

No sé si la música valga como ejemplo para reflexionar en este caso, pues es evidente que sólo el hombre ha nacido con el don de acceder a ella. La labor de la imaginación en relación con el sentido es, en este caso, muchísimo más compleja. No es ajena a la razón, como nada lo es para el ser humano, lo cual se prueba en el hecho de que hay una ciencia a partir de ella: la notación y la composición. La música está hecha por unidades. No por puntos de sonidos acumulados, sino, como en una línea euclideana, por un continuo limitado (por más contradictorio que parezca). El punto no es la única posibilidad de la unidad. Unidad, no átomo. Tanto las canciones populares como las sinfonías, con toda la enorme diferencia que entre ambas hay, poseen dicha característica.

La música queda en la memoria, lo cual se prueba por las tonadas chifladas y el tarareo, con todo y distinción básica de los tonos. El sonido que de ella proviene no se encuentra en la naturaleza. No nos engañemos, la inspiración concreta para que los instrumentos musicales y los primeros arreglos surgieran no pudo provenir del deseo de reproducir el canto de las aves. Y si provino de ahí, llevó al descubrimiento de que sólo las aves pueden graznar o gorjear y no cantar en sentido literal, sino metafórico. Por eso la imaginación intervino de manera decisiva en su surgimiento. Los instrumentos de viento y de cuerda, la afinación de una voz tienen algo que las aves no. Si las aves «cantan» es gracias a una relación con el hecho musical; el hecho musical no es gracias a lo natural. El viento no es musical hasta que viaja en esa forma cilíndrica que lo expulsa y lo retiene a la vez en distintas formas. Lo que se requirió para la creación de un instrumento fue el aprovechamiento del potencial de los materiales y el sonido, cuya organización se debe a la obra de la imaginación. Ninguna otra cosa pudo dar el orden de las cuerdas en una cítara, ni el acomodamiento de los dedos en una flauta. Nada más pudo después hacer música atonal, que no caótica, porque el caos nunca es musical.

Si es así, el gusto tiene relación evidente con la imaginación. Lo que no se puede sopesar fácilmente, es la manera en que la imaginación es educada, o si acaso es educable. Si, como los románticos creían, la música puede incidir en el “espíritu” de los hombres a partir de la guía de esa facultad de manera evidente. Esa idea se convierte fácilmente en el prejuicio burgués que Nietzsche observaba al hablar de la ópera, sin coincidir con los revolucionarios, pregoneros de la protesta. Podemos simplificar el problema de la educación y de la música por esa vía, y eso decía el hombre de Sils-Maria. Sólo puedo agregar que, hasta ahora, las diferencias en el carácter que pueden relacionarse con la música parecen apuntar, según veo, una cosa: Eros se manifiesta de manera templada hasta en el gusto. No hablo del erotismo como impulso. No hablo del gusto como reacción a la estimulación sensitiva. Hablo de algo que se hace patente en las emociones y su saludo a la musicalidad. Un rasgo de humanidad distinto a la palabra, pero no enemistado con ella.

Tacitus