A. Cortés
Mucho se ha hablado en los últimos días acerca de la importancia de hacer frente a un problema de educación en nuestro país. El problema, aunque sobra decirlo, es que la educación es mala. No confiamos en que los hombres se estén haciendo mejores a través de los medios de educación en los que nos apoyamos (y digo “mejores” sin especificación, “mejores” al respecto de qué es un asunto de más polémica). Las incontables divergencias de opiniones que sobre el asunto he escuchado podrían muy bien ser puestas en dos grandes canastas: la de quienes piensan que la mala educación es culpa de las escuelas, y la de quienes piensan que es de los alumnos. También los hay, pero son muy pocos los que he escuchado decir que se trata de las dos cosas (porque es mucho más difícil definir en dónde es una y en dónde más la otra).
Sea una, o sea otra, es evidente que habemos muchos inquietos al respecto de nuestra educación, como país y como personas. Lo primero que aludir es que confiamos mucho en la educación con un educador; no hay escuela de la que yo tenga noticia que sea al mismo tiempo muy prestigiosa y renombrada, y que no tenga profesores. También hablamos mucho de la educación en casa, y con eso hablamos de que padre y madre educan al hijo, principalmente. Las distintas disciplinas extracurriculares son en todo caso auxiliadas por alguien que suponemos que sabe y que sabe enseñar. Entonces, lo más elemental es decir que, si confiamos en este tipo de educación, debemos dar por sentado que para que sea buena los educadores deben de ser también buenos.
¿Y cómo reconocemos a los buenos educadores y no los confundimos con los malos? Porque, además, decimos ‘buenos educadores’ porque saben de lo que hablan, y también porque saben hacer que uno entienda de lo que hablan. Este es un problema que no tiene salida fácil y que ni es nuevo, ni es muy claro. Su obscuridad radica en que desde la posición del que no sabe, no hay manera de resolverlo, y desde la posición del que sabe, no hay necesidad de resolverlo. O por lo menos, eso parece a la primera aproximación.
¿Y todo ésto a dónde nos lleva? Me parece que sin decir mucho más ya es visible lo que quiero concluir: cada uno de nosotros, si estamos preocupados por la educación, debemos esforzarnos por educarnos mejor, independientemente de lo que la escuela o el profesor o el instructor digan y quieran. Es la única manera de percatarse de qué cosa es una buena educación, y aunque suene tramposo, el círculo aquí cerrado no es vicioso: si nos preocupamos por estar bien dispuestos a educarnos, será mucho más sencillo que nos dirijamos a alguna solución viable al respecto de la educación de nuestro país, y de la nuestra propia. Lo que menos necesitamos son “maestros” incultos gritando y manifestando su ignorancia en pancartas ofensivas y en marchas enojosas. Entonces, al voltear a todos lados buscando de dónde nos disponemos mejor para ser educados, parece que uno de los primeros pasos es aprender a expresarse con claridad. Nos educamos hablando y nos confrontamos en la palabra, cambiando y, supuestamente, mejorando a éste o este otro respecto. Incluso en el caso de una educación técnica, es importante conocer cómo dirigirse tanto al instructor como a los compañeros, pues solamente así el hombre puede comunicarse ganando algo del otro y dándole algo suyo a la vez.
Por eso es muy importante hablar tan bien como se piensa y es de igual importancia, pensar bien. Es la primera manera en la que uno se percata de qué es buena educación. No puede ser de otro modo si se quiere ser escuchado con atención, al menos, y si se pretende escuchar al otro atentamente (¿cómo ponerle atención a alguien si no entendemos de lo que habla?). Sobre lo que decimos, creo que podemos hablar de tres maneras fundamentalmente: la manera cuidadosa, la que se hace con descuido y la que existe sin necesidad alguna de consideración sobre el cuidado. Parecerá muy extraña la tercera clasificación al principio, sin embargo, es quizá la que los lectores más apreciamos en cuanto la encontramos.
Me explico. Hay varias implicaciones en la forma en la que se dicen las cosas, apartadas del contenido del discurso. Normalmente al conversar con otros reconocemos que algunas nociones son más apegadas a nuestra experiencia que otras; mientras más se asemeje el discurso a lo que admitimos real y que es más cercano a nuestra contemplación del mundo, más fácilmente se nos hace ver qué es lo que alude nuestro interlocutor y, obviamente, es más sencillo que nos veamos persuadidos por el argumento –si no concordábamos con él desde el principio-. De ello es fácil ver que mientras más arduo le parezca al que habla que el lector vaya a acceder y a conceder razón de lo que se le dice, con mayor cuidado tratará sus palabras. Decimos de este modo que se ocupa de esclarecer lo que quiere dar a entender. Entonces habremos de empezar por observar con cuidado lo cercano y luego intentar decirlo con la mayor claridad posible.
Debido a esta relación entre claridad y cercanía de la experiencia, la correspondencia que encontramos entre el contenido del discurso, la manera en que se presenta el mismo y la forma en que se estructuran sus partes, nos ayuda a apuntar hacia la relación que tendrá él con nuestra percepción del mundo. A mayor obscuridad en lo dicho, mayor distancia encontraremos entre ello y nosotros; y valga del modo contrario también. Dicho sea de paso, pienso que tenemos experiencia de lo que hemos pensado, no sólo de las percepciones sensoriales, así que nada nos impide de tratar de decir lo que tenemos en el alma. Por ésto, para quien hace un discurso, es mucho más fácil ordenarlo para ser claro cuando dice lo más evidente, y cuando no, es muy útil que conozca a quién se dirige para poder aludir su experiencia.
Por ello que no nos extrañe que lo más claro a lo que podemos acceder son aquellas nociones que, por su misma naturaleza, no demandan del hablante mucha preocupación por el cuidado que pone en sus palabras más allá de lo que hace el discurso para cuidarse sólo. Eso que más fácilmente nos persuade es lo que creemos mejor y más evidentemente verdadero. En efecto, es más sencillo para el orador persuadir a su auditorio de que existe el Cielo que de la presencia de muchos universos, por ejemplo.
Si pensamos entonces en qué cosa será el objetivo de quien comunica algo mediante el discurso, nos veremos impelidos a deducir en un primer momento que, sea cual sea este fin, su consolidación dependerá de que mediante su uso de la palabra el orador sea capaz de persuadir a su auditorio. Después de que este requerimiento se cumple, entonces ya conseguimos ver la meta sucediéndole, que podemos situar en el lograr efectivamente una relación con el otro. Me refiero a tal relación de comunicación, en que el uno ha cambiado al otro por medio de la palabra y han compartido lo dicho. De ese modo, la excelencia del hablante en cuanto hablante se verá en relación con su capacidad de hacer discursos propensos de ser admitidos como verdaderos, pues ésto es lo que da paso a que se establezca cualquier diálogo.
Ante el buen orador, parecería entonces que el escucha está desarmado, pues de lo que hemos admitido hasta ahora se desprende que su aceptación depende de la claridad del discurso al que preste su atención. Si diremos del hablante que es excelente en lo que hace en tanto que puede persuadir de la verdad en sus palabras, pensaremos entonces en el extremo: puede hacer parecer clarísimas las nociones más alejadas de la realidad. Por eso es que quien confía plenamente en que la escuela le dará todo corre el mayor peligro: nunca sabe cuando lo que se le dice, y que parece claro, es en realidad mentira y mala educación.
Pero afortunadamente ésto no es inevitable, pues cuando reduje a estos términos la experiencia de escuchar, omití precisamente las facultades del oyente que también habla y que también se relaciona con los otros comunicando. De allí que haya más crédulos que otros, y que en su mayor parte, los más crédulos sean los peor educados.
Entonces lo que digo es que la primera acción real y contundente que podemos hacer los preocupados por la educación, antes de quejarnos de escuelas y profesores, es intentar por todo medio posible educarnos nosotros al margen de éstos; y tratando de hablar bien se empieza a pensar y a decir con claridad. Nada nos impide preguntarnos si de verdad la educación se trata de ir a la escuela, o si es algo más (o algo menos); o si hay varias maneras de hablar de educación y en cada una notamos peculiaridades. Pero ninguna de estas cuestiones puede verse claramente si no se ha preocupado uno mismo, por lo menos, de comunicarse con los otros lo mejor que pueda.