Aljah Zeerjih, el gran comerciante, salió del templo un día, desconsolado.
Aunque su riqueza ascendía a casi 20,000 cabezas de ganado y más de 300 mil hectáreas, y el viento llevaba la fama de su nombre hasta los lugares más recónditos del mundo conocido, su corazón se encontraba ensombrecido por la duda y su alma era una parcela marchita donde la fe había dejado de florecer.
Aquella tarde había ido a orar como lo llevaba haciendo durante muchos años: por simple costumbre. La desazón y el hastío habían desfigurádole el rostro hasta convertirlo casi en un decrépito en la flor de su madurez.
Esa tarde era como cualquier otra; esa tarde era como ninguna otra.
Luego de arrojar –de manera más que automática- un puñado de oro a la limosna, dirigió lentamente la mirada hacia el altar, mientras un efímero centelleo iluminaba su mirada apagándose y fugándose en una última plegaria: “alumbra mi corazón”.
Cuando salió del templo su mirada era turbia y su corazón se hallaba petrificado.
Un creciente murmullo agitábase a su alrededor mientras se encaminaba a casa. “Son los demonios”, escuchaba decir a algunos. “Es la peste”, balbucían otros.
Ni lo uno ni lo otro, Aljah Zeerjih llegó a sus aposentos para descubrir que la ruina había acaecido, sí, pero en la forma de ladrones que lo habían saqueado, incendiado sus tierras y masacrado a su familia.
No quedaba nada más que el oro que había depositado en la limosna del templo.
Esa fue la última vez que se le vio a Aljah Zeerjih, el gran comerciante. Quienes fueron testigos aseguran que el hombre estaba devastado. Sus lágrimas de dolor no les dejaron observar la sonrisa que florecía tras un suspiro de profundo agradecimiento.
Gazmogno
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