Hábitos y Condena

 

Entonces se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos, y se hicieron unos taparrabos cosiendo unas hojas de higuera.

Gen. 3,7

La acción diaria dice de nosotros lo que somos, de ahí que debamos ser cuidadosos al comenzar el día, pues lo que vamos haciendo en el trascurso del mismo irá mostrando lo que hemos sido hasta el momento y en cierto modo va dibujando lo que haremos al día siguiente.

Hay quien ve esto como una exageración y señala que los actos que se llevan a cabo diariamente no han de cambiar en nada el curso de nuestras vida, pero no se trata aquí de pensar en grandes cambios, no todos los días nos encontramos con la posibilidad de comer el fruto prohibido, y no todos los días se abre el paso franco a la muerte, al dolor y al trabajo; no, ahora lo importante pensar es en los actos que se llevan a cabo todos los días, aquellos que por ser cotidianos nos dicen quienes somos.

Cuando Adán se encontraba en medio del jardín del Edén tenía un solo trabajo, debía cuidar del jardín y nombrar a las creaturas que en él se encontraban, colocar un nombre es algo fundamental si es que lo pensamos bien, y no sólo porque de ahí en adelante lo nombrado sea denominado de una manera y no de otra, sino porque hace del ser que nombra un ser que conoce y toma en cuenta lo nombrado.

Si Adán deja de nombrar a lo que hay en el Edén éste corre el peligro de olvidar lo que ahí se encuentra, de no tomarlo en cuenta y de descuidarlo en todos los sentidos posibles. La acción diaria de Adán lo hace ser habitante y protector, al mismo tiempo que corona de la creación.

Si pensamos un poco sobre el cambio que recibe la actividad de Adán cuando éste ha probado el fruto de la ciencia, entonces quizá alcancemos a comprender por qué el hombre ya no podía continuar viviendo ahí. El conocimiento que pudieran obtener Adán y Eva una vez que comieron del fruto prohibido cambió en algo su hacer diario, su hacer de todos los días, lo que podía ser visto por Dios ahora había sido abandonado y cambiado por otro, uno que ambos decidieron ocultar por vergüenza.

Viéndolo así, el pecado que cometieron Adán y Eva no fue el de haber comido de un fruto prohibido, sino el de haber abandonado su diario hacer para cambiarlo por otro. Antes de comer Adán se dedicaba a nombrar y a cuidar de la creación, después de hacerlo se ocupó de notar cuán desnudo estaba, lo que significa simple y llanamente que cambió la dirección de su mirada y por ende sus preocupaciones diarias, es decir, cambió él y con ese cambio se hizo indigno de permanecer en el paraíso.

Considerando las graves consecuencias de un ligero cambio de dirección en la mirada, y de unos instantes realizando una actividad que no es la propia de la vida que se supone queremos conservar, no puede dejar de resultar mucho más curioso que haya quien vea a la vida como un cúmulo de momentos claves y traumáticos, y no como un continuo suceder de movimientos, todos determinados por la acción que se va decidiendo en cada instante.

Maigo.

El retoño

“Y morirme contigo si te matas

y matarme contigo si te mueres,

porque el amor cuando no muere, mata;

porque amores que matan nunca mueren.”

Joaquín Sabina

Fue por diciembre que nació Panchita, cuando todavía no hacía demasiado frío como para que éste se le colara entre sus endebles huesos. Siendo la menor de seis hermanos, resultaba comprensible que su mama tendiera a protegerla sobremanera. Panchita disfrutó de este excesivo cuidado maternal todo lo que duró su infancia, pues no hay nada mejor para un niño que ser el centro de gravedad en torno al cual gira el mundo de sus padres. Es cierto que don Miguel, su padre, la adoraba, de eso no cabía la menor duda, pero era doña Juana quien le procuraba los mimos más dulces y tiernos a Panchita, la cual vivía feliz siendo la niña de sus ojos.

Sin embargo, aquel paraíso infantil se convirtió en el peor de los purgatorios cuando la atención de doña Juana comenzó a sofocar a Panchita, pues, llegado el tiempo, aquel menudo y torpe botón se abrió de par en par para dar paso a una preciosa y delicada flor de formas exquisitas y delicioso aroma que capturaba la mirada de cualquiera que se cruzaba con ella. Esto no le hacía ni pizca de gracia a doña Juana, quien pronto le prohibió a Panchita salir de casa y si tenía que hacerlo, ella la acompañaba a sol y a sombra, pues no iba a dejar a su retoño a merced de aquellos zánganos que la pretendían. ¿Qué tal si alguno la hipnotizaba con su zumbido y se la llevaba lejos, muy lejos de allí, de ella? No, eso simplemente no podía permitirlo.

A don Miguel le preocupaba la actitud de su mujer, pues aunque Panchita era una joven casadera bastante codiciada, si seguían dejando que el tiempo transcurriera sólo conseguirían que pronto se quedara para vestir santos. Dios no lo quisiera, pero si él llegaba a faltar y Panchita no se había casado para entonces, ¿qué sería de ella? ¿Quién se encargaría de su bienestar? Más aun, si esto sucedía, ¿cómo podría él partir de este mundo con semejante cargo de conciencia que no lo dejaría descansar en paz en su tumba? Claro que a doña Juana no le importaba en lo más mínimo que Panchita se quedara soltera, pues de esa forma su hermoso retoño no la abandonaría jamás.

Pese a que a Panchita la llenaba de gran ilusión casarse y formar su propia familia, como a toda joven mujer de su época –y como ya también habían hecho sus hermanos mucho antes que ella–, se sometía al yugo de doña Juana sin quejarse, pues al fin y al cabo se trataba de su madre. Sin embargo, no alcanzaba a comprender por qué si ella juraba quererla tanto como decía, le causaba tremendo daño con semejantes peticiones. No es que Panchita no quisiera a su madre, por supuesto que la amaba, tanto así que estaba dispuesta a sacrificar su propia felicidad para ver feliz a doña Juana, pero no podía evitar preguntarse por qué su madre no podía hacer lo mismo.

Resignada a este aciago destino, Panchita comenzó a vestirse como una auténtica solterona, lo que provocó que varios de sus pretendientes perdieran interés en ella. Así, Panchita se dedicó en cuerpo y alma a cuidar a sus padres, en especial a doña Juana, quien a pesar de haber logrado su cometido no dejaba de asfixiar a su hija con las mismas obsesivas atenciones de toda la vida. Panchita soportaba en silencio esta pena y hasta había aprendido a querer la vida que ahora llevaba; no obstante, había veces que, no sin culpa, deseaba la muerte de su madre para entonces sí poder dedicarse a la suya por completo. Para su infortunio, sus padres habrían de vivir mucho tiempo más, por lo que pronto aquella flor se fue deshojando hasta perder por completo su color.

Aunque ambos gozaban de buena salud, don Miguel auguraba que moriría antes que su esposa, con lo que dejaría a Panchita a merced de doña Juana y de cumplirse su presentimiento, no necesitaba tener una bola de cristal para saber que la vida de su hija terminaría siendo un completo infierno si la dejaba sola en este mundo con esa mujer, su mujer, a menos que él pudiera hacer algo para evitarlo. Conforme pasaba el tiempo, más le urgía a don Miguel encontrarle una solución a Panchita, quien le decía que no se preocupara, que ella era feliz sirviéndolos a ellos y que ésa era su vida ahora y para siempre…

Por su parte, Panchita también se daba cuenta de que su padre tenía contados los días, por eso no le sorprendió nada encontrárselo muerto en el viejo diván que había a un costado de la habitación del longevo matrimonio. Ese día, como todas las mañanas, Panchita le llevó a la pareja de ancianos el desayuno a su cuarto. Inmediatamente notó que su padre estaba inusualmente quieto, así que se acercó a él para confirmar la terrible noticia. Panchita lo tomó con serenidad y se dirigió entonces a la cama para despertar a su madre y contarle lo ocurrido. Sin embargo, se quedó paralizada del terror cuando vio que su madre estaba tan tiesa como lo estaba don Manuel en su diván.

Panchita comenzó a negar frenéticamente con la cabeza mientras se alejaba torpemente de la cama. Se llevó entonces las manos a la cara para enjugarse los ojos que estaban anegados de lágrimas. Luego, cayó de rodillas al suelo, donde adoptó instintivamente una posición fetal, lo que le permitió posar su mirada debajo de la cama de sus padres donde alcanzó a divisar un pequeño bulto blanco. Como pudo, lo alcanzó y notó que se trataba de un sobre cuyo destinatario era Panchita misma. Abrió aquel sobre de un tirón y se encontró entonces con la caligrafía brusca, pero inconfundible de su padre.

Cuando hubo terminado de leer el recado, Panchita no supo qué hacer con la temible verdad que le había sido confiada. Don Miguel había asfixiado a doña Juana cuando ésta todavía dormía y le rogaba encarecidamente a Panchita que rehiciera su vida mientras le pedía perdón por haber dejado que las cosas hubieran llegado tan lejos. Pero ya era demasiado tarde: lo que no sabía don Miguel era que esa flor o, mejor dicho, el retoño de doña Juana, otrora llena de vida, había terminado ya de marchitarse por completo.

Hiro postal