Descubrimientos

Ya no nos gusta descubrir. Obvio que aún hay gente que descubre, les dan premios y les hacen ceremonias suntuosas y comentadas por cientos o miles, o millones, de personas. Pero no sé con casi nada de precisión si a ellos les gusta descubrir o lo que sus descubrimientos traen consigo: fama y dinero. Dejando de lado esos famosos casos, hay un desdén creciente por descubrir por uno mismo. ¿Por qué ya no queremos descubrir? Mejor dicho, ¿qué es lo que ya no nos gusta descubrir o creemos que no podrá ser descubierto? Podemos empezar por lo más común, no nos gusta descubrir lo que otras personas nos quieren decir: si nuestra atención no está atrapada por la pantalla de un dispositivo móvil, escuchamos hablar a alguien y nos cuesta trabajo entender lo que nos dice; entendemos lo que queremos que nos diga; lo distinto lo hacemos familiar sin mediación alguna. Preguntamos buscando una respuesta precisa, como si preguntar fuera igual a apretar un botón con una específica función que no queremos que sea distinta cada vez que la hacemos. «¿Cómo estás?» es una pregunta que todos hacemos y a todos nos la hacen (en la medida en la que nos encontramos con alguien que quiere o debe saludarnos). He hecho el experimento de no responder «bien» como sería lo esperado, sino decir «impactado por los cambios actuales». Lo que más me impacta es que me contesten con una mueca, como si acabara de decir «mal» o “algo así como bien”, como si fuera lo medio esperado, como si mi frase no fuera lo suficientemente ambigua como para exigir otra respuesta. La gente tiene prisa por esperar una respuesta y seguir con su vida. No quieren descubrir lo que se va a decir, tal vez porque ya esperan una respuesta incómoda cuando la respuesta se sale de lo que quieren escuchar o porque les incomoda que alguien se salga de los parámetros establecidos. Algo semejante pasa con los libros. Los libros más famosos, de los que más se habla y se ha hablado de las mismas maneras, son los que siguen siendo famosos y de los que se seguirá hablando de la misma manera. Pocos se toman la tarea de descubrir nuevos autores, y menos aún descubren maneras diferentes de leer a los autores consagrados; creo que son los menos, aunque esto es sumamente discutible, los que descubren por su propia cuenta lo que otros vienen diciendo repetidamente y, en ese descubrimiento, ven de manera diferente al autor. Descubrir es aprender; mientras mejor se descubra mejor se aprende. Es tardado descubrir algo, más si eso que se descubre vale la pena, sirve para entender algo o a alguien o a algunos (entre ellos a nosotros los seres que descubren). Puedo descubrir una nueva cantina en mi ciudad gracias a lo que me cuenta un novelista, pero ese mismo novelista, dentro de la charla casual que se desarrolla en esa cantina, me puede enseñar que a nadie le gusta creer que es peor persona de lo que es, que todos tenemos una opinión favorable de nosotros mismos, mucho más si no hemos cometido un gran delito o le hemos hecho un mal notorio a los de nuestro entorno. ¿Cuántas veces no he sido testigo de eso?, ¿cuántas personas no se han adornado con flores cuando bien sabía que ese adorno era totalmente falso?, ¿cuántas veces no he sido yo quien se hecha las flores inmerecidamente?, ¿alguna vez alguien me dijo esto?, ¿por qué en ese momento no lo descubrí? Hay descubrimientos más importantes que otros. Descubrir un buen lugar para comer servirá en unas diez o quizá veinte ocasiones, en situaciones muy concretas, a lo largo del año. Descubrir algo de uno mismo siempre ayuda.

Yaddir

Parapeto de la falsedad

Parapeto de la falsedad

La palabra tiempo no produce tiempo. No puede exagerarse al grado de afirmar que toda palabra es devenir temporal, como aprendimos por el Verbo. Desde el nivel más superficial, se reconoce como producto de la estulticia el sueño de ir contra el tiempo. Pasar es un verbo que bien se aplica al transcurrir como al ocurrir. Parece un signo digno de la imagen cotidiana del movimiento, de lo que se tiende entre un momento y otro. Hay algo atractivo a lo que llamamos espiritualidad en cerrar los ojos para reconocer que todo pasa. Los conflictos de eso que llamamos persona, adjetivo moral, pasan, y es ardid popular que el tiempo tiene poder sobre los efectos. Es inútil, decimos, ir contra nuestra mortalidad en el tiempo, como intentar observar lo que sólo requiere erosión. La imagen del médico siempre es replicada: sospecha uno un conocimiento regular que orienta la experiencia, a pesar de que eso que llamamos experiencia a veces se malbarata por el prejuicio que no vemos. El amor propio es el arquitecto de ese personaje que es el tiempo. Nuestra humildad es ilusoria: confiamos en el tiempo como en un fantasma. ¿O será el fundamento de la esperanza? ¿El tiempo, origen de la fe? Se espera en el tiempo el olvido, la producción natural de una llanura; buscar algo distinto sería, al parecer, una soberbia inútil. En el paso del tiempo, ¿qué será pensar? No lo pregunto seguro de la respuesta. Me pongo en el borde de la pregunta, reconociendo mi frivolidad ante ella. ¿Qué mayor frivolidad que la falsa angustia por el tiempo cuando es posible pensar? Pensar no nos parece algo por hacer. Es algo relegado a la exigencia de la situación. Esa situación que nos circunda por el tiempo que hace su obra. Preguntamos qué hacer, pero no con el deseo de pensar. Inofensivo parece pensar; improductivo cuando no hay solución visible. No es necesario menospreciar la practicidad, que también es un descubrimiento del pensar. Tiempo se pide cuando pasa eso: decimos no saber qué hacer. La disyuntiva siempre está basada en ese adelanto. Exigir la disolución de uno por medio del tiempo es también un modo de la vanidad: se impide innecesariamente la visión, pensando que se trata de saber qué hacer.

 

Tacitus

La luz sobre el misterio

La luz sobre el misterio

A la memoria de Francisco García Olvera

 

La precisión es alegría, una sonriente dicha que elabora la definición ante lo ignoto, como si el misterio que nos aborda fuera tan evidente como para no gozar la insistencia de pensarlo, de nombrarlo, realizando nuestras inclinaciones más benignas. Lo aciago de la palabra escuela es que el ocio no se alcanza ya a saborear, pues tiene encima las yemas tiesas del negocio casi inevitable. ¿Cómo se puede propiciar aquello para lo que estamos dispuestos? ¿Cómo entender esa relación entre el ser, el hacer y el haber en que parecen irse delineando los bordes de nuestra voluntad, sensibilidad e inteligencia? La sabiduría es asombrosa, y nuestra admiración por ella muestra, quizá, el gusto por saber, aunque dicho gusto natural no sea todavía philosophia, mas que en un sentido primordial. El problema moderno de la inteligencia está basado, hay que recordar, en la imposibilidad última de distinguir la inteligencia de todos sus actos posibles, para los que la sensibilidad, si bien no insignificante, es pensada a partir de una división primordial en el orden del conocimiento: el yo se encuentra en un cuerpo cuyos movimientos sensibles sólo son aclarados hasta que el entendimiento se aplica a ellos. La fenomenología, a través de la visión, ha de dejar espacio a la palabra para recordar que sin inteligencia no hay misterio, sin palabra no hay manera de auscultarnos, de pensar aquello que se nos presenta. Por eso la aclaración se viste de una admiración ante lo que parecía estar silencioso. Los que salen de la rudeza no aprenden eso: los datos no son claridad por sí mismos.

No hay hábito sin ser, y no conducimos el hacer de manera afortunada sin conocer nuestro ser. Investigar es una especie de felicidad que colma nuestras deficiencias con nuestras propias capacidades. No puedo evitar pensar que nuestro ser, a la vez que común, aparece diverso en una maravilla visible en las palabras y las obras. Educar es una obra de palabra: al silencio necesario para la concentración en la filología sigue la posibilidad de comprender, al escuchar aguzamos el oído para la noble obra de hablar bien. La maestría en el decir reluce en la obra del saber mostrar, conducir. Es tentadora la opción de afirmar que la maestría para decir nos mueve sólo a repetir sus propias formulaciones, pero aceptar eso sería falta de filología. La raíz de la lengua común nos alimenta de una convención materna única, pero el que se anquilosa sobre el pecho forma el hábito de dependencia inútil, que no honra el decir bien. Probablemente, si para lograr una vida dedicada a saber hubiera un solo camino y un molde, conocerse sería imposible. La palabra no es estática, sino relación con otros, juego y seriedad. Quien no tiene palabra, andará a tientas; quien remeda sólo es un alumno, pesadilla del maestro, afiliado sempiterno del profesor.

Misteriosa esa diversidad para el obrar y el hablar, posibilidades cercanas a todo hombre. ¿Ese ente que somos, reflejado en el espejo, tan parecido a otros semejantes en sus diferencias, no está hecho para lograr su diversidad a partir de su movimiento? Pero la fuente parece la misma. Los recovecos del alma requieren, para ser descubiertos, de todas nuestras facultades. Tal vez por eso sólo hasta que uno se admira de lo que está tan cerca sea posible notar la bondad existente en lo que sentimos. Lo que nos acaece corre siempre en distintas aguas, aunque la inteligencia sea facultad universal. En ese caso la filología tiene todavía mayor sentido como obra de constancia amorosa, lo que permite descubrir mejor ese ente que somos en sus distintas relaciones. Toda obra tiene como base la relación del ente humano, como un todo, con aquello sobre lo que se ejerce. A veces, lo he visto, las actividades más vigorosas no involucran el trabajo manual, que por lo general tiene una duración estipulada por las capacidades para él. Es como si esa gracia de iluminarse tuviera la oportunidad de relucir en el fuego vivo de un aliento que no se desea apagarse, como si la potencia natural en verdad mostrara sus incandescencias de manera tangible a través de la voz. No están equivocados quienes dicen que la obra de un pensador se alarga como una estela a través de su vida.

¿Qué significa ser para el hombre? Aunque la respuesta parezca estar a flor de piel, titubeamos al esbozar siquiera un acercamiento. Y es que la comunidad de esa palabra con todo lo no humano es algo que la práctica diaria parece encubrir con la opinión común. Existimos con un sentido privilegiado para entender el movimiento, para notar el ser como tal. Lo natural sólo es comprendido a través de nuestra naturaleza propia. La palabra realidad no prescinde de la actualización constante de nuestras relaciones, pero no tendría sentido si su actualización no se basara en algo. Quizá eso posibilita el lógos sobre el fenómeno: aquello que aparece ante la inteligencia, ante la vista interna, subsiste en la actividad de pensar el ser, de verlo. Maestro es quien nos ayuda, con su hacer, a sabernos más claramente humanos, para propiciar lo bueno.

 

Tacitus

De la búsqueda

 De la búsqueda

La experiencia es a ratos subestimada, a ratos sobrevaluada. La afirmación parece risible y falsa en esa ridícula contradicción: la historia es la gran experiencia, y somos más estrictos con ella en términos científicos. Cuando nos referimos a lo práctico, decimos que nada vale más que la experiencia, como maestra indudable a través del error, como si la verdad práctica fuera develándose en cada tropiezo, esa teoría extraña más ingenua que la brillantemente emotiva pero cándida malicia que distingue a la Emma de Jane Austen. Es difícil hablar de experiencia histórica: tenemos, si somos afortunados y atentos, experiencia de algo que se ha presentado. No todo lo experimentado alecciona por sí mismo, pues de lo contrario los argumentos serían innecesarios. Ya es demasiado aventurado, no obstante, hablar de una necesidad de argumentos: la palabra experiencia es ya tan sorda y trivial que la gracia de la razón parece despreciable. Hemos ido aún más lejos al relacionar experiencia y razón, o al menos eso parece con algo de escepticismo.

De los entes matemáticos no tenemos experiencia, pero sí recuerdo y, por supuesto, conocimiento. La “práctica” de los ejercicios matemáticos no es experiencia, porque lo aprendido no proviene en sentido estricto del número de veces en que realice una operación; la repetición permite que la memoria trabaje en el orden inteligible de las relaciones numéricas, posibles sólo por el primer número como tal. Las cantidades que es posible contar, como los dedos de la mano, no son comprensibles sin el número mismo. La demostración aritmética no requiere de “práctica” para ser verdadera, porque no se elabora a partir del trabajo, y la verdad no es experimentada en ese nivel. Experiencia tengo, en cambio, de la sensación de calor más intenso que percibimos cuando el solo está justo en el punto más “alto” de la cúpula celeste. Se entiende que el fundamento cartesiano del ego no atienda ni a los sentidos ni mucho menos a la experiencia: todo acto en que digo experimentar algo prueba indefinidamente su “ser” en el ámbito del pensamiento en tanto realizado por mí, que soy una cosa que piensa, supuestamente. El cogito no reduce la experiencia a nada, pero sí la limita al acto pensado. El “alma” que experimenta se difumina en la unidad formal de todo acto de pensar.

Experiencia práctica no se tiene sin acción. Los jóvenes no son muy experimentados porque la acción no puede ser determinada estrictamente sin la ocasión pertinente para ella y sin las capacidades que nos acercan a ser libres en la elección de los medios y fines. El gran problema de la práctica es que, aunque sea posible para nosotros estar orientados hacia la elección, no poseemos de manera inmediata la capacidad de elegir sensatamente. La experiencia a la que nos referimos generalmente atribuye una gracia al error como si él nos enseñara en el escarmiento algo de lo indeseable. Pero lo único que poseemos es la percepción del error. ¿No eso es posible porque vemos en parte la verdad? Eso no es necesario: podemos confundir las razones por las que algo es erróneo. La prueba más clara es que, a pesar de que los deseos parezcan patentes en nosotros, podemos pensar que el error se haya sólo en la elección de los medios y los recursos, cuando no observamos que a veces ni siquiera elegimos bien los fines. Por eso el deseo no es, por sí mismo, una iluminación de la experiencia. Sólo el buen juicio se acerca a la libertad; la dificultad implícita en la existencia de la verdad práctica se haya precisamente en lo indeterminado que resulta la acción. La elección es un terreno complicado, por lo que no podríamos afirmar, sin algo de peligro, en que sabemos elegir por el sólo hecho de ceñirnos a lo que queremos. A veces somos deshonestos al plantear incluso la posibilidad de una elección al modo que nosotros mismos lo imaginamos. La experiencia ayuda a disipar la precipitación y a imaginar posibilidades de manera más detallada, pero no garantiza la verdad del entendimiento práctico. Los adultos y ancianos suelen confundir muchas veces la moderación con la temperancia y la prudencia con la meticulosidad.

Retomemos el ejemplo del calor en el cenit. Lo natural no existe nunca como abstracción, al menos para el conocimiento limitado que poseemos de él cuando no lo investigamos. Aquello que llamamos natural es una incógnita cercana, pues a pesar de que no poseemos el conocimiento de las causas que gobiernan lo que vemos y sentimos (todas las teorías que damos generalmente para defender nuestra ignorancia son recibidas, creídas, más que verdaderamente argumentadas), tenemos de primera mano la evidencia reiterada que nos da una gota de sudor, el canto de los pájaros al despuntar el frío matutino y la eterna pernoctación de la luna. Nos gusta saber, y por eso la experiencia es la fuente primordial de la defensa de nuestros conocimientos, además de lo más emparentado al parecer, con el saber que apreciamos por más cercano a lo “práctico”: la técnica. ¿Qué determina que la experiencia misma sea manejada o no para entender la verdad sobre lo natural? Esta pregunta puede ayudarnos a notar la razón porque la actividad de la verdad, además de ser limitada, incluye a la razón, en tanto ella discurre sobre lo ordenado. Si el dogmatismo enajena la palabra, no por eso se ha de renunciar a la verdad. En torno al mundo natural, nuestra experiencia clama por una explicación que acaso pudiera no satisfacer la necesidad de lo útil. Esto lo sabremos no al volvernos expertos técnicos, sin al entender mejor lo que deseamos.

 

Tacitus

La voz en el espejo

La voz en el espejo

El ruido produce sordera. Lo peor de esa privación es que se lleva consigo la palabra. Lo mejor de la palabra es que nos quita lo ajenos. En el ruido, movidos a hablar mas no por ello a disfrutar la palabra, recurrimos a señales de vida demasiado rudimentarias, como el humo. Apenas unos gestos brillantes, un par de monosílabos llenos de frustración inútil para expresar nuestros deseos más torpes. La habladuría de nuestras señas es una conversación en el mutismo del espíritu. Disfrazamos la injusticia con la abstracción intocable e inmaculada de la dignidad. Nuestra deficiencia discursiva se viste con el aire del arcángel, pero no es más que santurronería que esconde la prostitución de nuestra lengua. Confundimos la sinceridad con la pose del capricho: nos gusta que nos hablen del pueblo, que no sabemos quién sea, de la corrupción y del crimen, mas nos falta comprensión de nuestra humanidad porque no sabemos conversar siquiera. Esa exquisitez de la palabra que nos aclara sin quitar de golpe el velo no la convidamos, y nos perdemos del placer de descubrirnos pensando. Dicen que leer aumenta en algo la capacidad para pensar. Me inclino a pensar en que leyendo hay más realidad, más verdad de uno mismo en el intento de vivir. Nada más real que la palabra, eso que no puede darnos ni las señas ni los gestos inmediatos, ni las reacciones sobre la marcha. Si la realidad es sinónimo de la estupidez, se debe en buena medida a que se concibe lo real como ruido esencial, movimiento pronto, juicio y actos veloces. Ahí apenas hay tiempo del que requiere la palabra, la humanidad para ser visible siquiera. Del otro y de nosotros apenas vemos por un cristal, por la mínima experiencia de lo mutuo. Mas no hay algo mutuo en sentido estricto si no es por la palabra. Tal vez por eso el hombre fue concebido como un animal que habla. En el ruido parece subsistir obstinadamente una comunidad gigantesca, móvil, veloz. No hace falta especial perspicacia para darse cuenta de la indiferencia tremenda que hay en el ruido gigantesco. La sordera se presenta en una locuacidad sin fin y sin sentido. No hay comprensión sin palabra, pues las señas no son explicaciones. En el intento de vivir, hablar es necesario, mas dicho intento se malogra cuando la necesidad se convierte en fuerza invidente. Hasta lo que necesitamos tiene su gracia. De nuevo, somos animales de palabra. Extirparnos la palabra es imposible, pero podemos deformarla, deformándonos. Sin su luz, quizá sea muy difícil incluso reconocer nuestro rostro deforme por los embates del ruido amargo en que nada comprendemos. El mundo lo hemos habitado gracias siempre a la palabra.

 

Tacitus

Finitud en sombras

Finitud en sombras

La palabra bueno es comúnmente incómoda, sospechosa de frivolidad, de radicalidad o de moralismo vano. La incomodidad que produce en nosotros se lleva también nuestros argumentos cotidianos. No es nueva la característica humana de resistirse a los juicios ajenos. Lo bueno parece apelar a un consenso invisible, a la existencia siempre personal de un discernimiento local desde la experiencia práctica de cada quien. Nos incomoda la palabra bueno, y ponemos pretextos para no usarla. Nos convertimos en pragmáticos, siendo esta la característica primigenia del ilustrado, pero eso conlleva ser poco prácticos, en otro sentido de la palabra. No nos gusta la palabra bueno porque es, en apariencia, siempre elusiva, porque parece un vocablo trasnochado, una invitación a la lección que no deseamos tomar. Pero la incomodidad no nos libra de la falsedad: Sócrates probaba el tesón de un alma de acuerdo a la capacidad de avergonzarse, enfurecerse, silenciarse o deslumbrarse ante lo que parece incómodo, exigente, embrollado, misterioso y diáfano en la ironía. Nos desagrada la palabra bueno, pero, a fin de cuentas, no es una palabra que atienda al gusto, sino al discernimiento de lo real. Usar la palabra bueno no nos hace buenos, y evitarla no nos hace más reflexivos ni sabios.

¿Será cierto que quien cuestiona algo sobre lo bueno, acto en el cual debe incluir el cuestionamiento a sí mismo si es serio, corre un peligro mortal por la evidente razón de que cualquier pregunta al respecto implica la duda de lo que mantiene a los demás felices? ¿Qué diferencia habrá entre el socrático y el ilustrado? Si transgredir la costumbre es posible, eso no explica la razón por la que tenga que ser deseable en general. Aunque la herencia de Sócrates es tremenda, eso no significa que su lección principal se muestre prácticamente en la transformación progresiva del hombre a partir del socratismo como hecho histórico. Quien quiera todavía aprender la pertinencia filosófica de la pregunta por lo bueno no puede caer en el error de pensar que el espíritu ilustrado es el camino en la capacidad de ser hombres universales, meta muy distinta a la práctica mortal socrática. El espíritu ilustrado me dice que las fronteras son impedimentos naturales que hay que modificar racionalmente, la razón socrática piensa la relevancia de lo bueno con independencia de la consciencia histórica, lo que hace posible hablar de la salida de la caverna en tanto conformada por las sombras siempre recurrentes, aunque cambiantes en su persistencia, de las opiniones, juicios, recuerdos, costumbres. Los placeres de la verdad requieren del vigor sentido sobre los errores, que nos parecen las visiones mismas del mundo. Pensar no es una costumbre. En la modernidad, Eros se diluye junto a la posibilidad de hablar del ethos como tal, al tiempo que la teoría se coordina con la práxis, cuya base común es la actividad de la razón. La vida y la voluntad son parte de una antinomia que marca el límite del acceso al alma. Lo bueno y lo malo son abstracciones imaginativas de la teleología y del desconocimiento práctico del hombre.

Parece difícil relacionar nuestra incomodidad cotidiana con este panorama tan estrecho. ¿Qué puede importar la posibilidad del ejercicio socrático ahora? ¿En qué medida Sócrates no es un personaje, un pensador en la sucesión de las ideas? Al igual que él, la mayoría confía mucho en sus palabras dirigidas a la memoria del interlocutor. En contraposición radical a él, no estamos dispuestos del todo ni mucho menos en la misma medida, a que esa confianza sea también rigor amoroso sobre nuestros pensamientos y explicaciones. ¿No el mundo avanza sin necesidad de ese rigor? Cada elección, cada temor sobre el futuro acaece sin que sepamos a ciencia cierta lo que podíamos o debíamos hacer. Incluso la consciencia histórica parece una abstracción ante la experiencia cotidiana que se realiza en mi conocimiento de las personas y las situaciones que vivimos. Pero también es cierto que en el símil socrático la miseria de la caverna es imperceptible desde dentro. No nos deshacemos de esa condición porque esa es una descripción del estado del alma ante la verdad. Para saber el estado en que nos hallamos, no obstante, habría que comenzar incluso a recorrer los recovecos y amplitudes de las sombras que nos rodean. Si no intentamos explicarnos, no explicamos al otro. En esa persistencia rozamos la mano posible de un contacto, de una emocionante vibración luminosa, de un halo de polvo visible ante la confusión de nuestro pensamiento. Nos incomoda la palabra bueno porque nos recuerda que el acto de elegir siempre nos muestra desnudos, ignorantes frente a la experiencia de ser incluso espectadores de nuestras inclinaciones y deseos. A veces pensamos que elegir va de la mano con el aprendizaje práctico, cuando no vemos que el conocimiento de lo bueno es una invitación a la persistencia ya descrita.

 

Tacitus

Silueta

Silueta

A veces, los amantes cubren un resquicio inconfesable en su desnudez mutua. Un haz de luz se cuela para ofrecer la vista de una figura amada en las tinieblas, y hace pensar en esos sueños que se saben en el deseo de volverlos a producir, tras haberlos desbaratado un parpadeo. No hay verdades simples, ni cuerpos que sólo se froten húmedos por nada, aunque pueda ser por poco. Se cubre el tiempo con el manto del tacto, aunque siempre acabemos descobijados ante la vuelta. El viento que se cuela entre las grietas del silencio hace recordar que no nos vemos todo, como si al amar hubiéramos de remediar el muro evanescente de la carne, para reflejarnos en la transparencia ambigua de una mirada. En esa transparencia, uno frente al otro, vemos lo de siempre y lo de nunca, alegoría primeriza del amor como sello de la vida humana. En lo familiar descubrimos lo lejano: por eso no basta pensar al deseo a partir de la ausencia y la presencia. Si el otro fuéramos nosotros, sería imposible amar, aunque eso no impide que el otro se deslice sobre la ventana por la que nuestra alma mira, figurándose a veces su mano mediante la nuestra que traza con carbón y agua. Posiblemente el autoconocimiento requiera del amor para que no desista el pensamiento en el deseo incuestionable, en la seducción que la voluntad propia representa. A la vez, ¿qué es más claro en la experiencia del amor que la complejidad implicada en afirmar que estamos enteros en algún momento?

 

Tacitus