Apología de la mirada
La esmerada retórica del pensamiento cartesiano elabora su propio dramatismo. El detalle más evidente de esa atmósfera es la soledad en el encierro, para nada triste: el origen de la razón moderna no es trágico. ¿Basta ese dramatismo del pensamiento para afirmar que la razón es una herencia socrática, visible en la producción de una senda segura para pensar? Esto sería aceptable si pudiéramos decir que la ciencia moderna es una forma modificada de la filología socrática, formadora de un optimismo en la verdad. No es casualidad que lógos se refiera a la palabra hablada como al argumento y a la capacidad para ello: dar lógos parece tener un matiz no definitivo, o nunca acabado. Dicho carácter se muestra en que los logoi pueden ser examinados: quien se rinde es un “misólogo”. Sócrates atribuye esa condición a la falta de cierta técnica. ¿Es la claridad y distinción del yo cartesiano una forma de evitar la misología? Sería una reducción que ni él aceptaría, pues deja en claro que lo racional no puede significar lo mismo que puede colegirse, siempre entre misterio, de la actividad socrática, sea lo que sea: el lógos es la primera oscuridad a confrontar en el entendimiento de nuestro ser.
La razón moderna requiere del yo como principio productor del método, del camino a seguir. Al seguirlo, no modificamos nuestra razón, sino que la guiamos de manera más certera. ¿Certera para qué? La respuesta parece la verdad, puesto que lo claro y distinto, si bien es un criterio producido o elegido, no necesariamente apunta como verdadero lo que cualquier yo establezca para sí. ¿Qué sucede con la llamada razón práctica? La pregunta ha de ser sucedánea, puesto que la existencia de opiniones parece apuntar a la relación entre lo bueno y lo verdadero. Esa relación ya no puede apelar modernamente a la idea del bien porque las ideas, en el complejo sentido platónico de la palabra, no son claras y distintas; la razón moderna convierte el término idea en abstracción de la mente. El conocimiento más claro y distinto empieza con el orden lógico y numérico de las partes que conforman a las proporciones geométricas, así como a la relación que entre ellas se puede establecer según el orden deductivo. Por otro lado, lo que conviene seguir se ordena según el buen juicio del que necesita de dicho orden. La claridad y distinción no requiere de argumentación, aunque sí de deducción, puesto que los argumentos pueden estar construidos sobre conceptos endebles; la moralidad sólo requiere que se hallen principios que muestren su probidad para quien los piensa. Lo definitivo del método no es su “realismo” moral y científico, ni su idealismo, sino la ineludible solidez de lo que se ve que no puede engañar bajo el principio de lo cierto y a la resolución de la voluntad aclarada. El bien ya no puede ser fundamento de lo real, ni en el ámbito de lo natural ni en el de lo práctico, sino juicio establecido por mis apetencias y deseos, según la cuestión cartesiana.
Probablemente, la relación moderna entre teoría y práctica tenga su raíz en esta disolución de la idea de Bien. Al menos a la luz cartesiana, la posibilidad de manejar los procesos naturales (la investigación como recurso principal para nuestros fines) requiere de claridad y distinción sin que esa necesidad aclare del todo la razón última por la que es deseable tal control. Aunque parezca evidente que tiene efectos convenientes, no necesariamente se requiere de un conocimiento de lo justo. No es lo mismo la existencia de las costumbres o de la ley que las regula, que la justicia. La pregunta socrática, aunada al cuestionamiento por la vida justa, conllevaba un aguijoneo de la polis. ¿Ese es el efecto práctico de la filosofía, el hacernos más justos, a diferencia del pensamiento moderno? Esa aseveración propondría una utilidad general de ella, un efecto benéfico sobre quienes la permiten y la llevan a cabo. ¿Puede pensarse esa utilidad sin una distinción apropiada entre lo esotérico y lo exotérico, basada en quienes intentan acercarse a la filosofía? ¿Es filósofo Sócrates porque mejoró a Atenas y a la humanidad con sus preguntas? En primer lugar, esto no puede responderse si no sabemos en qué mejoró y, por ello, si no abordamos lo que pensamos como bueno. e Cartesianamente, nos es difícil afrontar la relación entre el filósofo y la ciudad sin pensar en términos benéficos. Es decir, la retórica moderna (que en Descartes reitera la voz de la modestia que otorga gustosa a la vez que desea pasar sin peligro) tiene efecto sobre nosotros, a pesar de que se revista de relativismo. Al mismo tiempo, una oscuridad se cierne sobre nosotros: todas las ciencias que poseemos no nos sirven en sentido estricto para distinguir inmediatamente a un filósofo, sin confundirlo con el humanista, el filántropo, el teórico o el político reflexivo y educado.
¿Puede haber filología socrática para el yo? Quizá convenga señalar que sólo la filología esconde la posibilidad de la sabiduría, sin que ello signifique el gusto por lo que el “entendimiento” produce para sí. La filología pide no rendirse ante la flaqueza de los argumentos, lo cual implica notar radicalmente la ignorancia. Aunque nuestras opiniones estén bajo la persuasión de que hay progreso seguro, de que la ciencia ha explicado el mundo y de que el saber está a nuestra disposición, no es lo mismo darlo por sabido, que dar lógos de lo que intentamos saber. En ese sentido, no hay urgencia por el futuro próximo que imprima al pensamiento una exigencia necesaria, ni indigencia tan abstrusa de la voluntad, que conviertan la cuestión de la justicia en una cuestión irrelevante o de criterio personal; no hay evidencias tan técnicas que no requieran nunca reflexionarse cuando las miramos en el prejuicio. La filología no requiere de claridad y distinción para guiarse, pues en lo probable y en lo verosímil de la opinión, elaborada con poco cuidado, se alumbra lo difícil de la verdad. De ahí que la filología no produce lo que todos han de creer, aunque no pueda vivir sin preguntarse qué es lo que cree quien intenta cuidar el lógos. Las ideas no son un criterio de medición, sino aquello presente en el escondite abierto de la palabra que se da ante lo vivido.
Tacitus