Apología de la mirada

Apología de la mirada

La esmerada retórica del pensamiento cartesiano elabora su propio dramatismo. El detalle más evidente de esa atmósfera es la soledad en el encierro, para nada triste: el origen de la razón moderna no es trágico. ¿Basta ese dramatismo del pensamiento para afirmar que la razón es una herencia socrática, visible en la producción de una senda segura para pensar? Esto sería aceptable si pudiéramos decir que la ciencia moderna es una forma modificada de la filología socrática, formadora de un optimismo en la verdad. No es casualidad que lógos se refiera a la palabra hablada como al argumento y a la capacidad para ello: dar lógos parece tener un matiz no definitivo, o nunca acabado. Dicho carácter se muestra en que los logoi pueden ser examinados: quien se rinde es un “misólogo”. Sócrates atribuye esa condición a la falta de cierta técnica. ¿Es la claridad y distinción del yo cartesiano una forma de evitar la misología? Sería una reducción que ni él aceptaría, pues deja en claro que lo racional no puede significar lo mismo que puede colegirse, siempre entre misterio, de la actividad socrática, sea lo que sea: el lógos es la primera oscuridad a confrontar en el entendimiento de nuestro ser.

La razón moderna requiere del yo como principio productor del método, del camino a seguir. Al seguirlo, no modificamos nuestra razón, sino que la guiamos de manera más certera. ¿Certera para qué? La respuesta parece la verdad, puesto que lo claro y distinto, si bien es un criterio producido o elegido, no necesariamente apunta como verdadero lo que cualquier yo establezca para sí. ¿Qué sucede con la llamada razón práctica? La pregunta ha de ser sucedánea, puesto que la existencia de opiniones parece apuntar a la relación entre lo bueno y lo verdadero. Esa relación ya no puede apelar modernamente a la idea del bien porque las ideas, en el complejo sentido platónico de la palabra, no son claras y distintas; la razón moderna convierte el término idea en abstracción de la mente. El conocimiento más claro y distinto empieza con el orden lógico y numérico de las partes que conforman a las proporciones geométricas, así como a la relación que entre ellas se puede establecer según el orden deductivo. Por otro lado, lo que conviene seguir se ordena según el buen juicio del que necesita de dicho orden. La claridad y distinción no requiere de argumentación, aunque sí de deducción, puesto que los argumentos pueden estar construidos sobre conceptos endebles; la moralidad sólo requiere que se hallen principios que muestren su probidad para quien los piensa. Lo definitivo del método no es su “realismo” moral y científico, ni su idealismo, sino la ineludible solidez de lo que se ve que no puede engañar bajo el principio de lo cierto y a la resolución de la voluntad aclarada. El bien ya no puede ser fundamento de lo real, ni en el ámbito de lo natural ni en el de lo práctico, sino juicio establecido por mis apetencias y deseos, según la cuestión cartesiana.

Probablemente, la relación moderna entre teoría y práctica tenga su raíz en esta disolución de la idea de Bien. Al menos a la luz cartesiana, la posibilidad de manejar los procesos naturales (la investigación como recurso principal para nuestros fines) requiere de claridad y distinción sin que esa necesidad aclare del todo la razón última por la que es deseable tal control. Aunque parezca evidente que tiene efectos convenientes, no necesariamente se requiere de un conocimiento de lo justo. No es lo mismo la existencia de las costumbres o de la ley que las regula, que la justicia. La pregunta socrática, aunada al cuestionamiento por la vida justa, conllevaba un aguijoneo de la polis. ¿Ese es el efecto práctico de la filosofía, el hacernos más justos, a diferencia del pensamiento moderno? Esa aseveración propondría una utilidad general de ella, un efecto benéfico sobre quienes la permiten y la llevan a cabo. ¿Puede pensarse esa utilidad sin una distinción apropiada entre lo esotérico y lo exotérico, basada en quienes intentan acercarse a la filosofía? ¿Es filósofo Sócrates porque mejoró a Atenas y a la humanidad con sus preguntas? En primer lugar, esto no puede responderse si no sabemos en qué mejoró y, por ello, si no abordamos lo que pensamos como bueno. e Cartesianamente, nos es difícil afrontar la relación entre el filósofo y la ciudad sin pensar en términos benéficos. Es decir, la retórica moderna (que en Descartes reitera la voz de la modestia que otorga gustosa a la vez que desea pasar sin peligro) tiene efecto sobre nosotros, a pesar de que se revista de relativismo. Al mismo tiempo, una oscuridad se cierne sobre nosotros: todas las ciencias que poseemos no nos sirven en sentido estricto para distinguir inmediatamente a un filósofo, sin confundirlo con el humanista, el filántropo, el teórico o el político reflexivo y educado.

¿Puede haber filología socrática para el yo? Quizá convenga señalar que sólo la filología esconde la posibilidad de la sabiduría, sin que ello signifique el gusto por lo que el “entendimiento” produce para sí. La filología pide no rendirse ante la flaqueza de los argumentos, lo cual implica notar radicalmente la ignorancia. Aunque nuestras opiniones estén bajo la persuasión de que hay progreso seguro, de que la ciencia ha explicado el mundo y de que el saber está a nuestra disposición, no es lo mismo darlo por sabido, que dar lógos de lo que intentamos saber. En ese sentido, no hay urgencia por el futuro próximo que imprima al pensamiento una exigencia necesaria, ni indigencia tan abstrusa de la voluntad, que conviertan la cuestión de la justicia en una cuestión irrelevante o de criterio personal; no hay evidencias tan técnicas que no requieran nunca reflexionarse cuando las miramos en el prejuicio. La filología no requiere de claridad y distinción para guiarse, pues en lo probable y en lo verosímil de la opinión, elaborada con poco cuidado, se alumbra lo difícil de la verdad. De ahí que la filología no produce lo que todos han de creer, aunque no pueda vivir sin preguntarse qué es lo que cree quien intenta cuidar el lógos. Las ideas no son un criterio de medición, sino aquello presente en el escondite abierto de la palabra que se da ante lo vivido.

 

Tacitus

La voz en la palabra

La voz en la palabra

De la razón se aduce que es una especie de guía inserta en la actividad del hombre. Se mezcla con el pensamiento, se confunde a grados complejos con él, al grado que distinguir ambas palabras en el uso cotidiano parece conllevar una dilucidación de la estructura de nuestra experiencia “interna” (no necesariamente subjetiva) en relación con otros hombres (pues la interioridad no es el principio de ninguna relación) y con el mundo. La razón se atribuye la capacidad de discernir en el ámbito más elevado, al cual sólo tenemos acceso por generalidad la mayor parte de las veces (lo llamaos ámbito teórico), y de ser la facultad que propiamente distingue y relaciona fines con medios. Hay que notar que el intento de reflexionar por la razón, si bien fácilmente se puede emancipar de explicarla únicamente a raíz del materialismo (el principio formal y evidente de la metafísica moderna lo distingue en su origen) no requiere de utilizar la palabra alma en sentido estricto. Alma racional no es lo mismo, para nosotros, que lo que implicaba en la definición de animal racional, porque la vida misma pasó, junto a la razón moderna y por medio de ella, a ser una especie de esquema del movimiento biológico. La pregunta ¿qué mueve lo material?, lleva al problema de los ámbitos de la razón porque sólo a través de ella pueden fundarse tanto los principios de la adecuación entre el entendimiento humano, como producto de la razón, y la ciencia moderna, así como el problema de la posibilidad de una ética racional. Los dilemas modernos de ética conllevan en ellos la evidencia de que no nos concebimos más como almas racionales.

La pregunta fundamental de la ética es: ¿hay alguna manera de vivir que sea la mejor para mí en tanto hombre?, implica que, si bien, la existencia de esa forma de vida pueda llegar a verse en comunidades humanas (no hay vida humana buena que prescinda de otras vidas, pues es naturaleza la política), es decir, que la virtud quizá sea posible de apreciar en un tipo de vida, dedicada quizás al servicio y al honor, al honor por el servicio, el juicio de aceptar que tal forma de vida es suficiente no necesariamente está exento de cuestionamiento. Un problema constante de la política, lo sabe el demagogo, es la posibilidad de que los deseos particulares se relacionen conjuntamente, que las acusaciones por lo innoble, las ideologías, la opinión misma se guía por la persuasión de la palabra: esto es problema no porque eso sea posible de evitar, sino porque la política misma parece guardar la pregunta de si esas relaciones, así como el bien común, pueden llegar a mantener justos a los hombres que concuerdan o disienten. Este ejemplo no es aducido para alertar sobre la necesidad de una comunidad que se cuestione todo: probablemente tal cosa no sea posible. El mejor régimen posible para los hombres no es lo mismo que las ideologías de partido. Es un problema que atiende a la naturaleza misma de los hombres en sociedad. Si bien la comunidad requiere fundarse en historias, leyes, costumbres, eso no implica que éstas les impidan acercarse a lo que, como hombres, pueden llegar a ser. Con esta posibilidad existe la apertura para hablar de vicios y virtudes, por más extrañas que éstas resulten. ¿Qué sucede si la virtud, en vez de un interrogante, se plantea como una producción educativa o como una malinterpretación de la naturaleza misma del hombre? La pregunta por el mejor régimen no hace abstracción infundada del hombre precisamente porque no trata de ser un principio racional moderno.

La acusación más constante a la posibilidad de pensar el mejor régimen requiere de la razón moderna, de su producto para pensar el ámbito de las acciones humanas: la historia. El prejuicio más común en torno a ella proviene de la relación causal entre el presente y el pasado de una situación política. No obstante, esa apreciación proviene de algo más fundamental: la historicidad de toda experiencia humana, del acceso a la práxis misma a través de la historia. ¿Ese acceso requiere necesariamente de una confrontación con la pregunta por lo mejor? Es decir, si bien lo mejor no puede pensarse sin un conocimiento del hombre y de la situación, también es cierto que «hombre» como género y justicia como virtud, no significan lo mismo que destino y humanidad. Es decir, lo mejor para el hombre requiere de una reflexión por la naturaleza humana en el sentido de la posibilidad de vivir bien, y esa pregunta, aunque no pueda obviar el contexto que la rodee, permanece como una inquietud que requiere de una fundamentación, lo cual conlleva ya el cuestionamiento mismo de lo que le rodea. La razón humana no necesariamente da preceptos universales para la práctica; antes bien intenta que el deseo (natural) se incline por lo mejor. La relatividad de lo bueno no implica una relatividad de su conocimiento. De tal modo, sigue siendo nuestro problema pensar si vivimos bajo la razón moderna al aceptar los valores como axiología moral, o reconocer la imposibilidad de la ética al haber notado que la razón es un disfraz de la voluntad de poder. A estas opciones muy contradictorias, se opone el deseo de seguir preguntando por la virtud. Si se desea extirpar el problema de Dios y el alma de esa pregunta, la razón decae en los vericuetos modernos.

 

Tacitus

Justicia y apuro

Justicia y apuro

El placer de perseverar es discreto y justo. En la venganza no se persevera mucho: se ve el fin, se le paladea, se goza la mera imagen posible del cumplimiento. Tienta sin medida el empecinamiento, y es el camino directo al contubernio con el matrimonio entre la soberbia y la vanidad. Obstinarse es permanecer inmóvil, que no incólume. Necear es el atesoramiento de la posición fija que impide la visión de la ignorancia. El necio responde a su voluntad y guarda sus ideas con rodeos hasta llegar muchas veces a exponer su carencia en la misma operación. Aguantar es más bien tener capacidad de mantener entre manos: un vigor saludable, aunque presto al engaño de que lo viril llega a los extremos de la omisión. ¿Dónde estaría el placer de pensar si no es una especie de justicia? La elección de las doctrinas, la documentación de ideas como momentos del espíritu, la posibilidad misma de la enseñanza se cierne sobre nosotros con la urgencia de una utilidad que no deja mucho lugar a la perseverancia, porque lo útil no es lo mismo que lo justo.

Perseverancia no es serenidad. Es más bien un signo de lo erótico. Sólo persevera quien ama. Orígenes decía, para volver a usar una palabra citada, que no hay nada que no aguante el que ama perfectamente. ¿Espera de la resurrección, de la muerte? Si por ahí va, ¿por qué el amor tiene grados en la frase anterior? Parece que el amor radica en que la espera que inserta en nosotros es una especie de segura incertidumbre. No se reduce al ámbito de las “pruebas materiales” para mantenerse esperando: el perfecto lo aguanta todo. Como si el amor perfecto fuera educación de la perseverancia en la fe. No se orientada ésta al carácter mortal del hombre, ni al futuro: el tiempo engaña si creemos que la esperanza es estado de vigilia ante la posibilidad. La espera de quien ama, de quien está enamorado, es posible por lo que no vemos. La fidelidad es, por ello, fe tierna y cetrina. En el futuro no hay nada más grande que el amor. Por eso el acto de amor no mira únicamente el futuro, ni desea aprobación. El hombre moderno ha aprendido a mirar incesantemente al futuro para apurarlo, inquieto y deseoso de granjearse la tranquilidad de su consciencia. Pero ha olvidado que su inquietud es muestra de su radical y constante incapacidad: ha de amar para ser libre.

Quien persevera no se abriga en el destino incierto. En el acto de perseverar, elige no desesperarse ni cegarse. La justicia de perseverar consiste no en retardar los problemas, sino en caminar por ellos. No se trata del ritmo de la vida o de la solución a todo. Se trata, antes bien, de cómo se ha de vivir. Ese enigma es el de la justicia porque en ella reside no la vida tranquila, sino la buena. Claro está que, para los apurados, ninguna vida es suficientemente buena, sino a lo mucho estará regada de fragmentos, cristales de bienaventuranza en el terregal de la memoria hecha de la arcilla con que se labra el mito de nuestras vidas, que nosotros nos contamos cada noche para disipar las pesadillas que nos parecen sueños y superficialidades. Se sospecha que el uso de lo bueno apura y reduce de entrada la vida misma, sometiéndola a un designio arbitrario. Pero más arbitrarios resultamos nosotros al desconocer la naturaleza de nuestro ser en esa afirmación. En la afirmación aparentemente más libre se esconde el centro de ese egoísmo famoso para la autointerpretación cotidiana. No aguantamos, creo, la posibilidad de ver esa imagen de nosotros.

 

Tacitus

Vericuetos de la acción

Vericuetos de la acción

¿A qué obedece la distinción entre teoría y práctica? Se dice que es por la función anterior, principal del gobierno del pensamiento sobre la obra humana. El argumento es que no se puede hablar de obra alguna sin algo que la distinga: la división atiende a la naturaleza de la razón y su relación con los actos. Aquí se ha dado un salto del pensamiento a la razón, injustificado, pero asumido con licencia por nosotros. El acto, la obra no tienen siempre la misma dimensión: no todo obrar o todo movimiento puede llamarse acción (asumiendo ya esta palabra como campo de la práxis); los movimientos involuntarios suponen, además, la existencia del pensamiento y la razón, que da cuenta de ellos como involuntarios. ¿Qué hace “obrar” a la razón? Aquí se entretejen problemas interesantes, de los cuales destaco el siguiente: hay diferencia en el nivel del acto, y la mayor muestra de ello es la producción creativa (el arte y la técnica) y la acción como movimiento voluntario en que se involucran el deseo, la facultad de elegir y, por supuesto, el panorama causal; evidentemente, ambos están unidos y a la vez separados. La producción requiere distinguir la causalidad en un sentido distinto al conocimiento científico, así como del movimiento del deseo, pues la técnica no sería posible sin las gradaciones de éste. No obstante, no todo acto es productivo en ese sentido. La conexión entre ambos ámbitos puede verse desde el hecho de que la acción es objeto de reproducción o representación: las acciones y los deseos tienen siempre capacidad de asociarse con rasgos poéticos. Imitar a un hombre sería imposible si no fuera así.

Cabe preguntarse por la posibilidad de que la acción sea guiada a través de las facultades naturales del hombre, lo cual es evidente en la experiencia de la elección. No obstante, ¿hay conocimiento alguno del ámbito de la acción? Esta pregunta no puede legitimarse sin antes haber respondido por la naturaleza misma de la acción, que ya dimos como región máxima de la práctica. Recordemos que, al afirmar eso, fácilmente se involucra el juicio de que la acción es una especie de producto de un proceso que se puede guiar al mismo tiempo. La educación modifica la práctica, dogma nada oculto por nosotros. Al hablar de la acción, existe una “teoría” sobre ella, usando esta palabra bajo nuestro significado. La relación es problemática porque expresa la convicción arraigada de que las ideas, en algún sentido, tienen una natural connivencia causal sobre el acto (la palabra, en tanto productiva, ya no se distingue de otro modo). El círculo se expresa mejor: es fácil decir que todo es interpretación porque no distinguimos entre idea, teoría, práctica, producción y naturaleza. No obstante, el problema no se allana bien con una simple aclaración conceptual. Distinguir entre teoría y práctica puede ser superficial si los peligros de la distinción no se nos hacen evidentes en el contexto en el que las vivimos, contexto que, querámoslo o no, el problema de la historia ha perfilado de manera profunda. ¿Qué posibilita que haya un fundamento para la ciencia o para la sabiduría, sin asumirse como, por ello mismo, histórico en tanto definitivo? Esta misma asociación delata una posición desde la que se mira el problema: la relación entre conocimiento y sabiduría. Es claro que el conocimiento científico no permite vislumbrar del todo los peligros que conlleva la interpretación moderna de lo natural, mientras que asumir que existen peligros es hablar ya de una especie de causalidad ajena a ella. El problema no es saber si el pensamiento, en cualquiera de sus ámbitos, puede orientar al hombre; más bien el problema es saber si acaso la inclinación a preguntar por la posibilidad de vivir con justicia se reduce a penetrar en la axiología o si puede haber algo que oriente el juicio del hombre en tanto hombre. La existencia de la ciencia implica que esa respuesta está en alguna medida aclarada, más no necesariamente bien pensada.

Digo que es lícito hablar de la presencia del bien en la acción porque hace falta que veamos nuestro nihilismo en la moralización absoluta de esa palabra. Dicha moralización es un disfraz: se practica como absolutismo para evitar los absolutismos. El bien no se agota con ejemplificar una acción, porque el conocimiento del bien alumbra lo posible y no lo necesario. La acción no es un ente natural, aunque no por ello es radicalmente distinto de lo natural. El hombre actúa no porque tenga músculos o fisionomía adecuada para ello, sino porque requiere de dirigir su modo de vida. Lo requiere porque no le es posible vivir como otros animales: su satisfacción, si bien no necesariamente prueba vestirse de elevación, lo lleva necesariamente a mancomunarse. La política es rasgo de su existencia como animal. Su orientación a actuar no está sólo en la existencia del deseo, pues la acción es tanto deseo, como posibilidad, como fin y, sobre todo, como orientada al bien. Diríamos que ninguno de sus elementos, incluso el deseo mismo, sería inteligible si la realidad de cada uno de ellos no se organizara en torno a la vida misma. La existencia del mal no prueba la falsedad del argumento por la estructura de la acción, pues es más lo que hacemos por ignorancia que por conocimiento adecuado de la situación y de nosotros mismos. Si el hombre puede conocer el bien es precisamente porque se halla limitado de manera que puede distinguir su acto y el de los demás. No es cierto que haya mil criterios como cabezas: la realidad del bien como principio no puede sino demostrar la divergencia en el juicio, así como el consentimiento, incluso en la existencia del prejuicio.

Si se comprende la acción en el nivel más elemental, se verá que hace falta mucho más que la sola moderación para entender la posibilidad de distinguirse en el plano que ella representa. Con riesgo de comprometer la verdad, requerimos doctrinas que nos digan qué hacer, porque nos sentimos incapacitados para responder esa pregunta. Entonces, la división entre teoría y práctica que se hace comúnmente no atiende del todo a la naturaleza de la inquietud máxima. La relación temporal entre ambos elementos sigue siendo cuestión política: la tarea futurista del proletariado enmascaró el terror; la sensación providencial de la tierra prometida en el carisma se viste de misterio para encubrir sus carencias con las nuestras. No digamos que la práctica conlleva sólo los asuntos de la acción humana, porque pensar en torno a nuestro actuar de manera seria implica desenvolver el vínculo entre lo justo y lo temporal, entre la sabiduría posible más allá de los valores y los peligros de lo eterno en la perpetuación de la voluntad. El significado de la virtud no es necesariamente una imposición sobre la forma humana, sino una distinción en lo que nos identifica. El modo de vivir no se transforma, sino que se vislumbra en los actos. Un acto no puede mover la historia, pero la intención de comprenderla quizá no haya sido tan problemática cuando el modo de vida se interpreta como diverso desde la preparación particular. La virtud es posible, no necesaria, como felicidad máxima. Por eso, más que un problema de individuos, es una cuestión ética y política.

 

Tacitus

Eros y lógos

Eros y lógos

La relación entre eros y la ética está enterrada en la psicología, racionalismo moderno en torno al alma, que separa la interpretación del cuerpo de las manifestaciones del pensamiento y los afectos. Esa relación es oscura para nosotros, aunque su oscuridad no evite patentizar que dicha confusión, más que teórica, es más bien práctica, porque aborda la naturaleza de los actos humanos. Mejor dicho, en el sentido actual de la palabra teoría, ¿qué es el amor sino el reflejo del hombre, que se haya desdibujado entre su posición en la historia y su sociedad particular, y el origen remoto de sus pasiones en las cavernas de su yo? El amor es una experiencia, pero decirlo no necesariamente aclara para nosotros la relación entre el amor y la experiencia. En primer lugar, lo bello, instigador del amor, está hundido en la interpretación estética moderna de la sensibilidad; en segundo, el bien, oscuridad constante en el amor, deviene irrelevante. Lo fundamental de la vida amorosa es que la viva plenamente. ¿Será lo mismo la plenitud que la felicidad? No queda claro de qué tipo de plenitud estamos hablando: nos comprendemos, curiosamente, en función de una diferencia extraña entre la interioridad y la exterioridad. Acaso una confusión actual es que no sabemos si la plenitud se refiere a los rasgos de mi cuerpo, al placer, o a la libertad de mi interioridad. Está claro que a vece ambas posturas están mezcladas y otras veces radicalmente separadas. La espiritualidad puede ser vanidad del ego, aun en la aceptación de lo inefable. Probablemente por ello, la relación entre la razón, la fe y el amor en el misterio del cristianismo se convierta en espiritualidad interna. Como experiencia clara, el paso a comprender la naturaleza del amor, que es comprender la naturaleza del hombre, está velada y obstruida a la inmediatez de su presencia.

Preguntar ¿qué es el amor? es necesario, sobre todo, para quien intente abordar con verdad su experiencia del amor. Abordarla con verdad no sólo implica reconocer la relación entre mis deseos, el placer y mi modo de ser, sino también implica preguntar si hay algo a la luz de lo cual la comprendo mejor, pues la mera experiencia no siempre me da luz más que para saber lo que deseo y perseguirlo como me parezca bueno. ¿Por qué herimos los sentimientos de las personas amadas? ¿Por qué nos comportamos torpemente con ellas? ¿Por qué el amor parece andar entre el egoísmo y el don? Está pregunta, bien pensada, puede llevar a indagar sobre el sentido de la libertad, pues si comprendo el amor en cuanto pasión, es fácil llegar a la conclusión de que mi libertad queda relegada únicamente a la diferencia radical que tiene, en relación con aquella, la razón. Por otro lado, si la comprendo como una experiencia proveniente de algo inmaterial en mí, tengo que afrontar el problema de que no sé a qué me refiero con lo inmaterial, puesto que puedo recurrir a otro sentido de la palabra material, al referir que siento efectivamente el dolor de un engaño, aunque sea de un carácter muy distinto al de un golpe en la cara. El hombre es materia, pues en su definición se incluye la materia, pero no es únicamente materia: es distinto de los demás entes naturales. Si el hombre no es como el animal, el amor es algo muy distinto de los afectos que éstos pueden hacer notar.

¿Cómo es posible la libertad en el amor, si el amor es naturaleza? Aquí ya hay una relación, en la que fuimos educados, entre libertad y naturaleza, que es de oposición. La ética moderna está fundada en esa oposición. Lo más significativo de esa tensión es que los protagonistas principales son la razón y la pasión. La ética es una solución racional que orienta los actos humanos sin dejar de comprenderlos como realizados por un ser libre. Incluso el historicismo más serio puede incluir la noción de libertad. No obstante, el historicismo más radical mantiene un sentido de libertad que no es aquel que fundamenta la ética moderna. El camino seguido parece guiado por una exageración, pues el amor es algo que vivo con independencia de que comprenda en qué momento histórico me encuentro, o de si soy libre cuando lo experimento. Se disipa dicho resquemor, quizá, cuando notamos que no es fácil saber si acaso la naturaleza humana, incluso en cosas tan poco dependientes de la historia como el amor, tiene una relación con la historia que hace la hace, sino variable, si problemática, puesto que el amor es, de hecho, un ámbito de la práctica que no rehuye las interpretaciones científicas sobre ella. La experiencia del amor sucede con independencia de la historia, pero el problema de quién es el que lo experimenta no se piensa con tal independencia. Puedo comprender el erotismo de los hombres del pasado, pero tengo una autocomprensión de mi erotismo desde la que, las más de las veces, lo juzgo. Si hago del amor una pasión, estoy tratando de alumbrar lo que me sucede cuando deseo ver el rostro o escuchar la voz de alguien en especial.

Esas referencias, no obstante, no imposibilitan el conocimiento del hombre. Aquí ya es necesario indagar en torno a una cuestión que parece haber sido escrita con la previsión de siglos por un pensador: ¿por qué el filósofo es el hombre más erótico? Esa pregunta puede a la vez llevarnos a otra: ¿por qué es también el más feliz de los hombres, o el que vive mejor entre ellos? Eso depende de si podemos hablar con verdad del amor y, por supuesto, de que sea lo único que muestra la naturaleza del hombre orientada a un bien, al sumo bien. Nuestras ideas al respecto están fundadas en los prejuicios ya mencionados. Si decimos, por ejemplo, que la aparente libertad o autarquía del filósofo se muestra mejor en que no sufre por las pasiones corporales, como el deseo sexual, no estamos comprendiendo el carácter de la buena vida, además de que estamos siendo hipócritas al respecto de nuestra propia experiencia. La felicidad tan extraña del filósofo muestra su sumo erotismo. Eso tiene que indicarnos algo. Al menos puede mostrarnos inicialmente que el erotismo del filósofo quizá explique mejor el deseo que nosotros mismos experimentamos, no sólo la radical diferencia que existe entre nosotros y él. La buena vida es imposible sin comprender el eros más allá de un maniqueísmo. Si bien es cierto que el erotismo parece diferente en el caso del filósofo, rápidamente surgen prejuicios en torno a él. Si es el más erótico, ¿por qué fue condenado? La respuesta más simplona es que no había revolución erótica. La réplica es que Sócrates no intentaba revolucionar, de lo contrario sería difícil comprender en qué medida su búsqueda de la verdad no lo hacía poderoso políticamente. Eros es el misterio del hombre autárquico, de la práctica de muerte y del cuestionamiento de la polis. En qué medida Eros y polis se contraponen o se armonizan, sólo es claro bajo la orientación socrática. Sócrates no era indiferente a la belleza, pero tampoco requería de la libertad sexual. El conflicto de la libertad del filósofo está en otra parte.

Al acercarse su muerte, Sócrates intenta demostrar que se filosofa para morir. Su demostración no consuela a nadie. Al mismo tiempo, existe el conflicto teatral de la libertad en la prisión. Los presos parecen sus amigos: presos de su desconsuelo y de su urgencia. La libertad Socrática parece relumbrar aporéticamente en su intento de pensar la inmortalidad del alma y en la segunda navegación. Pero eso, a muchos, lleva a pensar en la inmortalidad como transmigración (como a los presentes), y la conclusión es un escepticismo triunfante. Parece que, para que los argumentos socráticos tengan algo de efecto, uno tiene que orientarse en la segunda navegación. El amor persistente de Sócrates nos increpa en los recovecos de la polis, para tratar de infundir valor cuando no hay remos. El erotismo socrático permite notar que no comprendemos nuestras acciones del mejor modo posible hasta que nuestras ideas arraigadas en lo profundo de nuestra vida impiden la búsqueda de Eros. Hablar bien (verdaderamente) de nuestra experiencia amorosa es posible después de la filosofía socrática. Nuestra experiencia amorosa no es inteligible sin lo bueno como fin de los actos provenientes del amor, lo cual quiere decir que sólo el hombre bueno es el más erótico en tanto que cumple con el fin del hombre. Conocer lo bueno no es posible sin Eros, pero tampoco sin preguntarnos si acaso podemos amar las mejores cosas.

 

Tacitus

Hombres felices

La pregunta que atormenta al hombre en todo tiempo y lugar es si lo que hace es bueno y sirve para la felicidad, si la felicidad es un camino y si hay receta para andar, conforme vive ve que no hay camino y que recetas tampoco habrá.Sigue leyendo «Hombres felices»

El arte de tantear

El arte de tantear

Parece que el ensayo, como forma literaria, enseña a bordear terrenos, a tantear, nunca a tomar algo en serio. ¿No es esta la opinión más moderna en torno a un invento moderno? Algo se perdió en el camino. Algo que, no obstante, no afecta en lo más mínimo a la permanencia de esa valiosa forma. Lo mismo podría decirse de toda experiencia literaria. No obstante, de todos parece, desde la palabra que lo bautiza, lo menos serio. Que no es lo definitivo. Que sirve para pasear la mente, si es que eso se puede. Para ser ensayo, no requiere de una longitud específica, pero sí de abandonar la pretensión de ir al grano de manera evidente. Es un arte discreto y permisivo. La forma indica que espera a un maestro que sepa que la palabra va más allá de construcciones lingüísticas formales. Es la ironía de la forma que se esconde bajo mil rostros.

Me he puesto a pensar si su invención se debe a una falta de profundidad de la era moderna, en contraposición a los brillantes escritores medievales, trabajadores de los órdenes argumentativos más colosales. Pero eso sería una ligereza. El ensayo no peca por falta de profundidad. De lo contrario no podría ser un arte. La profundidad puede verse incluso en la forma. Porque los temas más complicados pueden ser zanjados de manera muy práctica y a la vez imbécil. La sutileza que para él se requiere implica la idea del tiento, uno que quisiera tener.

Mi experiencia de lector me deja una observación. El ensayo no es la antesala de la lectura “compleja”. Uno no se adentra en las mejores lecturas con experiencias de principiante. Porque quien no sirve para las sutilezas de lo ensayístico estará condenado. Seguramente tomará un tratado como la explicación completa del mundo. Pero ni siquiera los tratados pueden tenerlo todo. Quien quisiera defender al ensayo tendría que comprender que en la experiencia misma el entendimiento nunca se da de un solo golpe.

Pero eso no quiere decir aún que los ensayos sean para la tierra, en vez de para los niveles celestes. Uno no requiere de ensayos como de muletas. Para saber leer novelas, uno tiene que empezar a leer novelas, no hay de otra. Lo mismo con el ensayo. Lo extraño es que lo que uno no se siente en una pesadilla cerca de él. No es el caos de las formas que pierden sus límites, ni un sendero en penumbra bíblica. No puede decirse que sea sólo media luz. Tampoco parcialidad. Da la idea de lo inacabado. Lo no definitivo. Se ensaya cuando uno se lanza, se atreve; como si uno quisiera dar intentos en el ejercicio de escribir, como si se ofreciera sólo una dulce pizca.

Tacitus