Egoismo

No es tu amor propio el que me ahuyenta, es el mío el que se alimenta con tus actos.

 

Maigo.

 

Adendum: La muerte de Juan Gabriel ha servido para que se haga una clara muestra de la intolerancia que nos rodea, algunos, sus seguidores no soportan las críticas ácidas de quienes son sus detractores. Mientras que los otros montados en discurso que también defiende la tolerancia aprovechan para mostrar cuan intolerantes son con aquellos que no comparten sus afecciones. Al final, seguidores y detractores acaban quejandose de lo mismo que culpan a los demás.

 

 

La mentira y el hombre que teme

La mentira y el hombre que teme

Justo en el clímax de las caricias apareció él. Me separé dolorosamente, ya con dolor en el alma andaba yo. Algo en todo esto se rompió, quedó inconcluso. ¿Por qué no di buen fin a todo esto?… Ni ella ni yo le dijimos nunca nada… pero me arrepentí. Unos días después ella me susurró al oído: no te preocupes, nada pasó; lo que hiciste fue seguir a tu pasión, a esa necesidad que te demandaba algo, por eso no te sientas mal. Su explicación me daba libertad, al tiempo que intentaba dejar inútiles a mis remordimientos, pero apenas comencé a sonreír, la verdad abrió la puerta a mis culpas. Ellas se agolparon en mi rostro, se colgaron de mi cuello, y dejaron sin fuerzas mi valor.

Ahora no me atrevo a dar la cara ni al sol, pues me duele lo que pasará, por eso lucho por quedarme aquí, en este tiempo roto donde el fin no llegará.

Javel

¡Milagro!

¡Milagro!

Por lo general se entiende como milagroso aquello que contradice a las leyes naturales, como caminar sobre el agua o multiplicar panes. Pero milagro no es ir contra natura, sino todo lo contrario: es encausar el corazón del hombre hacia lo que le es propiamente natural, es decir, a su reconocimiento como creatura amada por aquel que le dio el ser.

San Pedro y San Pablo bien pueden dar testimonio del milagro que se obra en el corazón cuando éste es guiado hacia Dios: uno, el primero, aprendió a perdonar setenta veces siete y a ser perdonado tras negar al masetro que en algún momento reconoció como mesías. El segundo, por su parte, aprendió a perseguir a Dios en vez de a los hombres; y comprendió que la perfección de la ley está en el amor infinito de Cristo y no en la severidad de las normas grabadas en la roca.

San Pedro y San Pablo forman una comunidad fundada en el amor a Cristo, en el perdón que ese amor trae consigo y en el milagro que es llevar al corazón del hombre hacia lo que por naturaleza le es propio, es decir, a la satisfacción que supone no volver a sentir hambre y no volver a tener sed.

 

Maigo.

¡Instante, detente…!

— Perdóname Padre porque he pecado… Fausto comenzó con el ritual, un poco temeroso, un tanto arrepentido, pero sobre todo, harto hasta más no poder de tener esta culpa que le había arrebatado de su alma la facultad de dormir. Su crimen, aunque a los ojos de Dios nada lo sea, era en el reino terrenal de lo mundano y lo banal una situación inconfesable. No había asesinado a nadie, pero la blasfemia que había conferido (a conciencia, para acabarla de amolar) era simplemente inconfesable. ¿A quién más se puede acercar uno en una situación de tan grave falta espiritual, si no es a un sacerdote? Los guías espirituales de otras religiones, tal vez sean más eficaces para tratar cosas más mundanas, o tal vez para traer paz y tranquilidad a situaciones del día a día; no para una falta tan grave, una falta que a todas luces era un insulto a Dios mismo; y Fausto, postrado de rodillas con el alma constreñida, tenía toda la fe del mundo en que esto serviría de algo, en que este dolor tan profundo, tan íntimo, que él podía asegurar (aunque no pudiera probarlo) provenía de la parte de su alma que está más íntimamente ligada a Dios. En pocas palabras y parafraseando lo que a él le había llevado unas semanas comprender, estaba sintiendo en carne propia el dolor que su injuria le había causado al Altísimo.

La confesión corrió como un riachuelo que busca abrirse paso en un camino seco, sus palabras emanaron de su garganta, y conforme iba diciendo su pecado, conforme iba discurriendo y repitiendo aquellas palabras que lo habían situado en aquél oscuro confesionario desnudo ante los ojos del Señor y dispuesto a aceptar cualquier penitencia para purgar su falta; sentía su alma sofocarse más, cada vez más y más. Esto no fue un impedimento, aunque la situación fue dolorosa, y el momento de la reminiscencia fue por demás zahiriente, no solo para él, sino también para el agonizante padre que escuchaba su confesión cada vez más distante, cada vez más perdido; pudo narrar su historia de principio a fin, sin tartamudear siquiera, bueno, la voz le tembló un momento antes de romper en un llanto nacido del más genuino de los arrepentimientos. Sin embargo, Fausto continuó como quien se lanza de un avión con plena confianza de que su paracaídas funcionará. La confesión terminó, y su alma no sintió alivio alguno, no escuchó una sola palabra del sacerdote que detrás de la cortinilla del confesionario yacía muerto. Supuso (equivocadamente), que la gravedad de su pecado había dejado al hombre santo sin palabras y que éste le había regalado la absolución en silencio. Pidió perdón una última vez antes de retirarse y salió del recinto sagrado para no volver jamás, ignorando la suerte del sacerdote, y que su pecado no tuvo la oportunidad de ser expiado.

En contra de la alegría moderna

En contra de la alegría moderna

Padecer la injusticia no es obstáculo para la alegría. Cuesta a muchos distinguir el perdón de la blandura por la estampa de aparente negligencia que tiene. La alegría propia del perdón es para muchos la satisfacción de ver nuestra superioridad probada. Que se distinga nuestra piedad frente al abuso para que se vea que el verdadero triunfo proviene de la voluntad que resiste todo. La alegría ante la necesidad de la destrucción. Pero nadie sospecha que la furia con la que el Evangelio cuestiona el pecado es a la vez una consecuencia de la alegría de Jesús.

La confusión es peligrosa, pero común. El cristianismo se puede convertir en moralismo debido a ella. La denostable raza de víboras puede ser el mundo entero. El orgullo vano de quien se cree capaz de evitar la tentación es la cara falsa de la alegría. Es extraño que quien no se sienta seguro de evitarla (del tipo que sea) sea el cristiano. Comúnmente creemos que su fe consiste en que se ve seguro de que Dios lo pueda salvar. Pero si tuviera la seguridad moderna, no necesitaría rezar. Si tuviera la seguridad absoluta, ni siquiera podría creer en que existen tales cosas como las tentaciones. La fe se puede tornar en el existencialismo de la desesperación ante la incertidumbre esencial de la vida. Eso no evita el moralismo que lo transforma en causa aparente del nihilismo.

¿Cómo la alegría ante la existencia del pecado? Parece irracional. ¿Será que la fe es lo que dice el progreso de ella? El cristianismo no necesitó de la abolición de la metafísica para afirmar la elocuencia en la alegría. Tal vez por eso parce falto de sentido para la vida moderna. Acaso la alegría sea genial debido a la salvación. Es decir, que uno no es alegre en la fe debido a que en el fondo nada tenga relevancia, a que la vida sea como lo decía el Sileno. La alegría debe provenir de que, por más que digamos que el pecado pueda ser evitado, sepamos que el amor no sabe de amarguras ante la infidelidad. Además de ello, basta ver que no estamos desarmados ante el mal. La segunda navegación puede parecer la pequeña nada a la que se aferran los platónicos sólo si admitimos que el saber ese esencialmente poesía, invención. La alegría ante el perdón es perfectamente racional. El saber, el amor y la virtud están unidos en el conocimiento.

Nada impide que uno entiende perfectamente la injusticia. Que la pregunta señorial de la sabiduría política sea respondida adecuadamente. Nada impide la comprensión de los afligidos. La alegría por la voluntad inmarcesible se vuelve vanidad, terrible vanidad. Es abstinencia del mal, no conocimiento. Estoicismo. Nietzsche vuelve a ganar. No hay incertidumbre por el porvenir en el pecado, sino certidumbre por la salvación. La vida no es como lo dice el Sileno.

Tacitus

Llena eres de Gracia

No hay mayor bien para los hombres que la gracia de Dios, quien está fuera de esa gracia está negado a la salvación. Pero la negación de ese supremo bien no procede del Dios vivo, sino del hombre que se niega a recibirlo.

Cuando María es saludada por el ángel que le anuncia la venida del Salvador su sorpresa se encuentra en la gracia que recibe, al grado de no comprender a qué se debe semejante saludo (Lc, 1, 28), la apertura a la comprensión surge una vez que se le anuncia que será madre, de haber surgido antes, la historia de la salvación sería muy diferente.

Si el origen de semejante saludo fueran las cualidades o méritos propios, la obtención de la Gracia Divina dependería completamente del hombre, y al ser de esta manera la libertad del salvado se perdería, pues éste en todo momento se vería sujeto al temor de perder aquello que lo muestra digno del favor de Dios. Así pues la gracia de Dios es gratuita en tanto que no depende del modo de ser del hombre.

Sin embargo, hay que ser cuidadosos con la comprensión de esa gratuidad, porque si bien Dios no está obligado a salvar al hombre haciendose uno de nosotros, y de todos modos lo hace; eso no implica que una vez recibido el mensaje de la salvación sea posible salvarse sin seguir la senda de la Gracia, que no es otra que la senda de Cristo.

Al aceptar la voluntad de Dios, por incomprensible que esta fuera,  María acepta el favor de la salvación y encuentra gracia al ser agradecida ante tan mistico suceso: la llegada de Cristo y la perfección de la ley mediante la entrega que se ve en el amor al prójimo.

 

Maigo.

Perdón inmerecido

El malvado es una criatura carente de libertad. Cuando pretende hablar de sus acciones lo hace como si estas emanaran de los actos de los demás. Así Adán culpó a Eva de comer del fruto prohibido, y ésta culpó a la sierpe por ceder ante la tentación.

Sólo la conciencia respecto al mal que hemos hecho nos abre la puerta a la responsabilidad y al arrepentimiento. El malvado precisa perdón porque no sabe lo que hace al negar sus actos; el arrepentido se ve responsable de lo que hace y busca a Dios rogando un perdón inmerecido.

Como criatura extraviada muchas veces a la negación de la libertad me he entregado, hago el mal sin pretenderlo, y a veces lo justifico cobijada en otros actos, actos ajenos aunque cercanos. Pero, como pecadora arrepentida del daño hecho me percato y lo primero que veo es la negación a la libertad que Cristo me ha dado.

Doliente, ante la imagen dolorosa de mi creador entregado al suplicio, pido perdón y recibo lo que yo no he merecido, pues en su mirada amorosa no hay juicio o condena alguna; hay amor y misericordia; hay comprensión y ternura; y hay una libertad gloriosa que a la maldad inoportuna, toda vez que alumbra lo que ésta pretende dejar en la penumbra.

 

Maigo