— Perdóname Padre porque he pecado… Fausto comenzó con el ritual, un poco temeroso, un tanto arrepentido, pero sobre todo, harto hasta más no poder de tener esta culpa que le había arrebatado de su alma la facultad de dormir. Su crimen, aunque a los ojos de Dios nada lo sea, era en el reino terrenal de lo mundano y lo banal una situación inconfesable. No había asesinado a nadie, pero la blasfemia que había conferido (a conciencia, para acabarla de amolar) era simplemente inconfesable. ¿A quién más se puede acercar uno en una situación de tan grave falta espiritual, si no es a un sacerdote? Los guías espirituales de otras religiones, tal vez sean más eficaces para tratar cosas más mundanas, o tal vez para traer paz y tranquilidad a situaciones del día a día; no para una falta tan grave, una falta que a todas luces era un insulto a Dios mismo; y Fausto, postrado de rodillas con el alma constreñida, tenía toda la fe del mundo en que esto serviría de algo, en que este dolor tan profundo, tan íntimo, que él podía asegurar (aunque no pudiera probarlo) provenía de la parte de su alma que está más íntimamente ligada a Dios. En pocas palabras y parafraseando lo que a él le había llevado unas semanas comprender, estaba sintiendo en carne propia el dolor que su injuria le había causado al Altísimo.
La confesión corrió como un riachuelo que busca abrirse paso en un camino seco, sus palabras emanaron de su garganta, y conforme iba diciendo su pecado, conforme iba discurriendo y repitiendo aquellas palabras que lo habían situado en aquél oscuro confesionario desnudo ante los ojos del Señor y dispuesto a aceptar cualquier penitencia para purgar su falta; sentía su alma sofocarse más, cada vez más y más. Esto no fue un impedimento, aunque la situación fue dolorosa, y el momento de la reminiscencia fue por demás zahiriente, no solo para él, sino también para el agonizante padre que escuchaba su confesión cada vez más distante, cada vez más perdido; pudo narrar su historia de principio a fin, sin tartamudear siquiera, bueno, la voz le tembló un momento antes de romper en un llanto nacido del más genuino de los arrepentimientos. Sin embargo, Fausto continuó como quien se lanza de un avión con plena confianza de que su paracaídas funcionará. La confesión terminó, y su alma no sintió alivio alguno, no escuchó una sola palabra del sacerdote que detrás de la cortinilla del confesionario yacía muerto. Supuso (equivocadamente), que la gravedad de su pecado había dejado al hombre santo sin palabras y que éste le había regalado la absolución en silencio. Pidió perdón una última vez antes de retirarse y salió del recinto sagrado para no volver jamás, ignorando la suerte del sacerdote, y que su pecado no tuvo la oportunidad de ser expiado.
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