Ensayo sobre la traición. I

Aquella alma que allí más pena sufre

-dijo el maestro- es Judas Iscariote,

con la cabeza dentro y piernas fuera.

Dante.

La traición, es uno de los actos que más pesar traen consigo, pues supone el descubrimiento abrupto del modo de ser del que traiciona. César, no vio en Bruto a un traidor, sino hasta que éste le clavaba uno de los catorce puñales que le causaron la muerte, antes que al traidor vio al hijo querido y en él confió.

Casi siempre, cuando se pretende hablar sobre la traición posamos la mirada en el dolor que siente quien ha sido traicionado, que bien puede perder la vida, si bien le va, o acabar desconfiando de todo el mundo y actuando en consecuencia, es decir, rompiendo toda relación posible con la comunidad en la que vivieron juntos él y el traidor.

Pero para hablar con justicia respecto a lo que sea la traición, no es suficiente con ver el dolor de quien ha sido traicionado y siente que no puede confiar en nadie más, tampoco basta con ver el daño que provocan las traiciones en el seno de una comunidad, la cual siempre queda dividida tras el ambiente de desconfianza que estalla una vez que se ha realizado la acción de quien traiciona.

Concentrar la mirada en el daño y el dolor de quien ha sido traicionado, más que dejarnos ver con justicia al traidor y a sus actos, nos lleva a desear un castigo para éste, el cual no consigue deshacer el daño ya hecho, y tampoco restablece la paz perdida en la comunidad.

Pero es hasta cierto punto natural que al hablar por primera vez de una traición sólo veamos al traicionado como un ser sufriente, y que en el traidor veamos la alegría de obtener aquello que buscaba, vemos al traidor como un ser maldito que dañó al traicionado de manera intencional, y que buscó hacer todo el daño que ocasionó su acto descuidado.

Viendo así a la traición será impropio y alejado de todo sentimiento de honor y dignidad pedir que la traición no sea castigada con la más dura de las penas, o pretender que es deber del traicionado evitarse la venganza que inspira el enojo de sentirse abusado. Viendo así a la traición, parece que lo único que puede detener el daño ocasionado por ésta, es el perdón, el cual pareciera no llegar sino hasta que se obra un milagro y el traicionado no logra ver que puede confiar en Dios.

Sin embargo, aún cuando se consiga el perdón, vemos que no se ha hablado con propiedad de lo que es la traición, pues la mirada de quien intenta explorar lo que ésta sea sigue posada en el traicionado, que pasa de sufriente a santo, debemos ver en el alma del traidor, y para ello es necesario ver en nuestra propia alma, pues quizá no nos hemos percatado de que cuando defraudamos a alguien, lo que ocurre con harta frecuencia, estamos traicionando su confianza, lo que nos provoca pesar.

Para que se dé una traición, es necesario que se haga presente la confianza que siente el traicionado con el traidor, lo cual ya obscurece bastante el asunto, porque si nos fijamos bien, confiar no es algo voluntario, es algo que se da y ya, yo no elijo si confiar o no en alguien, justo porque confío en ese alguien espero o dejo de esperar que haga o no haga algo, nunca es al revés. Si así lo fuera, entonces el traidor no tendría porque ser visto con malos ojos, pues él es lo que es, y es el traicionado quien decidió depositar su confianza de manera descuidada.

La experiencia cotidiana, nos muestra que no es así, que nunca partimos de un estado de desconfianza para con todos aquellos que nos rodean, y que poco a poco vamos decidiendo en quién confiar y quién no. En un primer momento confiamos, y en la medida en que se va entablando un lazo más íntimo con aquellos con quienes nos relacionamos, confiamos más en ellos, de ahí que la traición sea completamente inesperada.

El acto de confiar es confuso, pues no es del todo voluntario, y podríamos pensar con base en ello, que quizá la traición tampoco sea del todo voluntaria, pues depende de lo que esperamos de quien defrauda, o de lo que espera de nosotros el defraudado. Esperanza que no es racional y que no se mide o se pesa en balanzas que nos digan de manera clara y distinta que acontecerá cuando se presenten determinadas situaciones.

Casi siempre vemos al traidor como un ser que ríe maliciosamente ante las fechorías que comete, y esto se debe en que casi siempre vemos al traidor que comienza adulando y que adultera su rostro para mostrarse como lo que no es, pero difícilmente vemos en el traidor al ser que se esconde con temor de ser descubierto, o que teme ser a su vez traicionado por aquellos en quienes confía.

Si queremos hablar de traiciones de manera justa, es menester que no sólo veamos al traicionado y lo que sufre y padece, sino más bien que veamos primero al traidor y aquello que lo lleva a serlo, y que es suficiente castigo como para notar que no le hace falta uno más. Pues bien dicen por ahí que es imposible hacer males a los buenos, resta ver los males que padecen los malvados.

Maigo

El puesto del responsable.

Y al que sacrifica no le es permitido pedir bienes solamente para él en particular, sino que él suplica bienestar para todos los persas y para el rey; pues entre todos los persas está también él mismo.

Heródoto I, 132

 

Ayer en el mercado, de una injusta ciudad que visitaba, vi a un hombre que parecía un predicador, de un memento a otro se puso a hablar sobre dios en medio de la gente, que en ese instante se ocupaba de buscar aquello con lo llenaría su vientre y dejaría vacío el de los demás. Su discurso atendía a lo que la mayoría podría entender como alimento para el alma, hablaba de amores y perdones, y de la relación que tiene lo divino con lo humano, de las preocupaciones cotidianas y del sustento que dios puede dar a quien confía plenamente en él.

Durante su discurso algunas personas rieron y se retiraron, otras pasaron con la indiferencia de quien ya no se interesa ni por el alimento corporal, y procura sólo tener aquello que calme al vientre para poder seguir trabajando sin las molestias y pérdidas de tiempo que causan las horas de la comida y las convivencias con familiares que lo son sólo de sangre. Y unos más, quizá los menos, se detuvieron a escuchar lo que este hombre decía en medio de un lugar público y del que parece que dios había sido desterrado, toda vez que se daba prioridad al bienestar del individuo sobre el de la comunidad, si es que algo quedaba de ella.

De los que escucharon el discurso completo, había unos que escépticos y desesperanzados sólo buscaban ver completa la actuación de ese hombre, pues eso daría un buen tema para conversar con los enemigos y competidores del trabajo; al escuchar pensaban en lo gracioso que sería mostrar las incoherencias de hablar públicamente sobre algo religioso, algo que mejor debería quedarse en la intimidad del alma. Y había otros, que a diferencia de los antes mencionados, consideraron que no era mala idea llevar a un lugar público como el mercado el recuerdo de un mensaje de amor y perdón que prometía detener a la violencia que se apreciaba en lo público, en pos de una mal entendida paz privada.

Estos últimos fueron tan pocos que cualquiera bien podría pensar que lo que ellos pudieran hacer pronto sería sofocado por los gritos de los vendedores en el mercado, como la voz del hombre que predicaba. Lo que no veían los desesperanzados que los criticaban tan duramente por ilusos es que esos pocos, que deseaban creer otra vez en el amor y en perdón, asumían sobre sus hombros la responsabilidad de aquellos actos vergonzosos que reinaban en el mercado, y lo hacían sin exigir un cambio de actitud respecto de los demás como siempre ocurría cada vez que surgía algo de qué quejarse en la ciudad, porque comenzaban por arrepentirse de los propios actos que habían hecho de la ciudad lo que era en ese momento.

Así pues, a estos pocos que se hacían responsables en nada les afectó que tiempo después de la aparición del predicador del mercado, muchos pretendieran comerciar y ofrecer los beneficios particulares de los bienes traídos por un mensaje que se fundaba en la posibilidad de pensar en todos y no sólo en uno de los individuos que conforman a la comunidad.

Maigo.

Las Dos Valentías

«¿Qué puedo hacer?, ¿qué es lo mejor? -preguntó el joven, mientras sus pasos cubrían completo el suelo de la catedral- La valentía descansa en el pecho, ¡si tan sólo el veloz latido de mi corazón significara algo, si tan sólo me inclinara hacia algún lugar! ¿Quién es en verdad el valiente?, ¿lo es el que se lanza con faz solemne e inmóvil, el que soporta más que ningún otro las penas que le sobrevienen, y quien admite no tener más opción que aguantar como nadie lo que pocos quieren enfrentar; o acaso lo es quien no acepta jamás que ésa es su última opción, quien no admite entrar en el tumulto en el que todos son arrastrados hacia los lados como entre olas y quien reclama para sí el único sitio valedero? ¿Quién merece más dignidad, el que admitiendo la derrota mejor que cualquiera la tolera, o el que jamás la admite? ¿Y quién lo comprenderá, los hombres con los que no quiere codearse, o acaso Dios que así ha dispuesto este tormento?»

Escuchó el sacerdote a alguien dando vueltas en la fría noche. La lluvia había espantado hacía horas a los últimos feligreses que ahora se resguardaban bajo los techos de sus casas. Bajo el más alto y amplio techo del pueblo, éste único no hallaba resguardo. El padre bajó lentamente las escaleras, y cada cansado paso perdía su eco entre cuatro de los del joven. Cuando llegó abajo para aconsejarlo, como era habitual en él, primero suspiró y luego preguntó: «¿qué te ocurre, hijo, qué te preocupa?» Un breve sobresalto detuvo los pasos raudos en la piedra. «Nada, padre. Es que no sé qué hacer. No sé si está en mí ir a la guerra aún cuando sé que debo hacerlo.» El padre sonrió y sus ojos fueron ocultados por arrugas. La suave voz respondió bajito: «¿Ir a la guerra? eso no está en ningún hombre, hijo, Dios se regocija con el perdón del prójimo.» El viejo encorvado comenzó ya a regresar a su cuarto conjunto apenas terminó de hablar, pero el temple del muchacho no cambió. «Pero, padre, ¿qué pasará si soy obligado a ir?» El sacerdote se tardó en responder, ocupado como estaba en que cada paso fuera dado seguramente. Finalmente salió de él una suave voz diciendo «Dios es muy feliz, hijo, porque también se regocija perdonando». Esa noche, el joven no durmió ni un poco, y al amanecer, ya no estaba en la amplia nave de la catedral.