La bella inmoderación
La duración temporal es un criterio pobre para medir la bondad de una vida. Uno puede adornarse bien el cadáver con palabras pegadizas, con pretextos elegantes. Pero no puede uno forzar la mano: el movimiento voluntario, cuyos primeros asomos y andamiajes se encuentran en la adquisición de sujeción, tiene un límite. El agua de un río corre por alguna extraña razón, por una finalidad que la ondula y le da vigor. Quién sabe si esa finalidad que le permite al río recorrer el cauce que se ha formado con él no tenga una analogía con todo lo vivo. Las pequeñas decisiones que alcanzamos a temor con vacilación o con plena determinación parecen ir particularizándonos, pero ¿cuál es la fuente misma que posibilita la diferencia de resoluciones? El deseo, una pulsión que distingue a la vida, ¿tiende siempre a donde queremos, a donde nosotros le digamos que tienda? La imagen platónica del carro y los caballos opuestos, que simboliza el alma, muestra la complejidad de tener tanta seguridad sobre ello: son los caballos los que prueban la capacidad del auriga; sin auriga, no hay mundo, pues nada se podría experimentar como pulsión, como empuje tirante. El deseo nos unifica en lo natural, pero así también muestra que lo natural se diversifica. No hay emoción ni alegría en saberse repleto: reluce más bien la zozobra por saberse incompleto. Sin deseo no hay manera posible de reconocer esa diferencia. La imperfección humana es un problema porque nada la elimina definitivamente, tal vez sólo se le redime, se le incita a lo perfecto. ¿Habrá algo de emocionante en buscar la perfección? Por alguna extraña razón, el erotismo general resalta cierta ceguera del alma cuando estamos enamorados, como si esa ceguera fuera necesaria para sentirse satisfecho. Desde fuera, nadie entiende qué une a dos ajenos, aunque tampoco pueda evitar sentirse igual con respecto a alguien más. ¿Puede haber deseo de la perfección sin ceguera? La pregunta es difícil, porque, en algún sentido, la perfección exige cierta locura, cierta inmoderación nacida del simple hecho de que es imposible vivir lo más feliz posible sin aprender a morir. La perfección no nos ciega ante el mundo: es lo único que lo ilumina, lo único que permite tejer unitariamente. ¿Nos cegamos ante la cruel verdad, ante la nada? Sólo el deseo más noble, más veraz consigo mismo, puede persistir en la ruta que traza la distancia del sol a los antros más profundos de la vida. Con razón se ha dicho que lo bello es difícil.
Tacitus