Demografía del limbo

 

Demografía del limbo

En el limbo se vuelve visible el problema entre piedad y sabiduría. Tan visible como algo lo puede ser en un no-lugar. Tan visible como de ello nos permitan ver los recatos del poeta. Hablo, ya lo habrá notado el lector, del canto IV del Infierno, del poeta llamado Dante, de la perfección conocida como Divina Comedia.

         Hemos de comenzar señalando que el limbo sólo puede ser un no-lugar en la medida en que el problema entre sabiduría y piedad es irresoluble. O lo que es lo mismo: la única solución posible al problema entre piedad y sabiduría se encuentra en el lugar de Tomás de Aquino en el Paraíso (cielo del Sol, canto X). El limbo sólo puede ser un no-lugar porque es imposible. De ahí las declaraciones dogmáticas recientes en torno a él. De ahí la presentación dantesca del mismo: Dante declara su sorpresa ante el miedo de Virgilio frente al limbo; Virgilio nos advierte que quien se aterra por el limbo confunde el temor con la piedad. No es posible temer por los personajes del limbo en tanto los juzgamos con justicia. Temer por los personajes del limbo supone la condena de los mismos, la disolución —no solución— del problema entre la sabiduría y la piedad. En el limbo aparecen los sabios que no encontraron salvación. Temer por los sabios es suponer que la vida del sabio no es la mejor o que la sabiduría podría no ser buena. Quizá la piedad por los sabios no salvados sea preguntar por el problema entre la piedad y la sabiduría.

         Sé que mi acercamiento tiene un claro problema: ¿cómo afirmar que para Dante es un problema el de la sabiduría y la piedad, si no lo presenta explícitamente? Podría responder cabalmente señalando que lo explícito torna tácito en lo imposible. Aunque preferiré argumentar que Dante sí presenta el problema y nos ayuda a entenderlo. Que la presentación no es explícita lo indica Dante cuando afirma, en su plática con los poetas, que es bello callar ciertos temas. La Comedia es un poema; la belleza del poema resuena entre sus silencios.

         El total de los no salvados mencionados en la descripción de Virgilio es de treinta y nueve. Exactamente a la mitad de la enumeración, la vigésima mención, aparece Sócrates. ¿Acaso no es Sócrates la prueba más dramática del problema entre piedad y sabiduría?

         “No prueba nada”, podría decir el lector. “La sola lista no es silencio de Dante, sino alharaca tuya”, podría acusárseme.

         En el limbo, Virgilio hace cuatro enumeraciones: quienes fueron salvados por Cristo en su descenso a los infiernos, los poetas, los virtuosos y los filósofos. La única enumeración en que aparecen todos los nombres es la de los virtuosos. Sólo de quienes lograron la gloria humana no se silencia nombre alguno. Por lo demás, Dante silencia. Aunque no pruebo todavía que su silencio habla del problema de Sócrates.

         La lista de quienes fueron salvados comienza silenciando el nombre del primer hombre; como la lista de los filósofos silencia el primer nombre. Pero más importante es el silencio mayor de la primera enumeración. Después de nombrar a Jacob, Virgilio dice “con lo padre e co’ suoi nati”. Silencio importante. Importa que el lector note que la lista calla lo sonoro, pues el patriarca no nombrado lleva un nombre que significa “carcajada de Dios”. El poeta calla. Silencio importante. Importa que en un solo verso se callan trece nombres. No hablemos del simbolismo del número trece, veamos que con los trece la lista asciende a veintiún nombres. Iguala en extensión a la lista de los filósofos. De las cuatro enumeraciones, las de los extremos tienen la misma extensión. El poeta calla la comparación entre los filósofos y los santos: el problema entre piedad y sabiduría.

         El silencio mayor de la enumeración de los santos, empero, apunta a algo más: otra modalidad del silencio de Dante. Trece es a ocho como veintiuno es a trece: razón extrema y media. ¡La lista de los santos guarda proporción áurea! Medida divina para quienes lograron la salvación.

         ¿Podemos decir ahora que ya escuchamos el silencio de Dante? La segunda de las enumeraciones apunta precisamente a eso. Virgilio nombra a cuatro poetas y Dante nos presenta a los poetas conversando, conversando con Virgilio y Dante. Precisamente en la presentación de la conversación el autor nos advierte de la belleza del silencio: se presenta que conversaron, se calla qué conversaron. Si no notamos el silencio, la segunda enumeración agrupa a cuatro. Si notamos el silencio, los poetas son seis. Sólo si hacemos el esfuerzo de escuchar el silencio de Dante, la segunda enumeración es de siete. Siete es la clave para entender a los personajes del limbo.

         La tercera enumeración es de catorce personajes. Su proporción respecto a la segunda enumeración es de 2/1. Si reunimos las enumeraciones segunda y tercera y las ponemos en relación con la cuarta (en tanto que es el conjunto de personajes del limbo, de los no salvados), tenemos una proporción de 3/2. Si atendemos a la última indicación sobre los personajes del limbo, el primer grupo -cuyo silencio estamos escuchando- se divide en dos partes desiguales, se obtiene la proporción 4/3. Lo que nos lleva a considerar que 2/1, 3/2 y 4/3 constituyen las proporciones de la escala musical pitagórica: octava, quinta y cuarta, respectivamente. Sus elementos: 1, 2, 3 y 4, forman el tetraktys, base de la numeración decimal (1+2+3+4=10) y de las propiedades aritméticas de las figuras geométricas (crecimiento proporcional a partir del gnomon). ¿A qué nos lleva todo esto?

         En el limbo se contrastan dos tipos de proporciones: la de la escala musical y la divina. La primera corresponde a quienes no se han salvado, pero tampoco se han condenado. La sabiduría es una perfección humana que no garantiza la salvación. La sabiduría no condena; sólo Dios salva. El contraste entre estas dos proporciones es el modo en que Dante muestra el problema entre la sabiduría y la piedad. La sabiduría humana puede alcanzar la belleza perfecta de la música, pero aun así no es el coro de los ángeles. La salvación sólo es humana por Cristo, sólo posible si fue verdad lo imposible: Dios murió como hombre. Piedad y sabiduría se entienden a partir de la comparación de proporciones incomparables. Por ello, comparando los dos listados de veintiún personas, Sócrates aparece como la contraparte de Abel. Tanto Caín como la ciudad matan; la maldición sólo cae de un lado, aunque la ciudad es fundada por los cainitas. Platón, por cierto, se contrasta con Noé: a veces la filosofía es un arcano y difícil la comprensión de lo posible. ¿O no?

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. Qué suerte, caray. Un helicóptero se accidenta demasiado perfectamente. Un ducto de gasolina explota en el momento más oportuno. Un niño broncoaspira y muere en una estancia infantil precisamente cuando se cuestiona la viabilidad de las estancias infantiles. Y ahora, «el crimen» asesina a un activista opuesto a la consulta popular que hoy se está realizando. El régimen más suertudo. Ni duda cabe. 2. Si todo fue tan negociado, ¿cómo llegamos al resultado de la semana pasada? 3. Desde el Estado se coordina la venganza; ahora la crueldad y el linchamiento son institucionales. 4. Celebran que se llegó a un acuerdo unánime. ¿Se acordó lo mejor? No, pero celebran que no pasó lo peor.

Coletilla. «Hay sabios que dicen más con su silencio que con su palabra”. Ignacio Solares

Impiedad disfrazada

La grandeza del creador se aprecia en cada una de sus criaturas, hasta la más pequeña responde a un orden específico, de ahí se agarran quienes quieren aparentar piedad y al mismo tiempo ateísmo.

El orden maravilla a quien pregunta por la causa del mismo, pero cuando ya no se pregunta por las causas, tampoco se abre la puerta a la capacidad para asombrarse y menos al deseo de agradecer.

 

Maigo.

Piedad

Yo debí haberme muerto hace ya mucho tiempo, padre. Yo creo que desde aquella tierna edad en que un mal aire vino a inflamarme los bronquios. Dios quería que partiera a su lado desde entonces, tal vez porque yo todavía no había aprendido a maldecir. ¡Ay, yo no sé quién habrá sido el desgraciado que me llevó a airar al Señor! ¡Cuántas penas me hubiera yo ahorrado de haber mis padres cumplido Su Voluntad! De haberme muerto de chiquito, me hubieran enterrado con mis dos pies y mi carne no tendría las marcas de las bubas que un día, sin más, me salieron en todo el cuerpo. ¡Ay, padre, me atormenta saber que toda mi vida, Él me ha querido matar!

La Esperanza de Milo

“¿Dónde está nuestra esperanza?”, preguntó el orador de Milo al grueso de la asamblea al admirar sus murallas desplomarse sobre la playa y sus pocas naves siendo desaparejadas con una brutalidad que sólo podía engendrar desamparo. Los soldados defensores arrojaban sus armas pidiendo clemencia, y muy pocos eran perdonados. El pueblo isleño había confiado en la benevolencia de los dioses y en la dignidad de los vecinos que no dejarían a su justa resistencia fracasar. Sus enemigos no podían apoyar este ataque en razones porque no había alguna, pero no pretendían hacerlo tampoco. Sus acciones no tenían detrás ningún derecho, no tenían siquiera resentimientos. Para ellos, tales consideraciones eran tan irreverentes como pensar que es por resentimiento que el río desbordado arruina los sembradíos.

“¿Dónde está nuestra salvación?”, volvió a preguntar el orador, esta vez con la condena pendiendo de su tono. Los alaridos de la gente descorazonaron a todo participante de la reunión. Nadie le respondió. Habían esperado que aguantando honorablemente el embiste de la vileza, la fortuna los auxiliaría más pronto que tarde; y ahora por sus calles corría la amargura. Sus enemigos se habían burlado de la ciega seguridad con la que arriesgaban la supervivencia: la esperanza, decían, es sólo el consuelo ilusorio del hombre en peligro. ¿Mas no era aceptar tal peligro lo que hacía de un hombre merecedor de lo que tenía? ¿No era aceptar la rendición temprana lo mismo que admitir que el ejército depredador blandía la verdad al filo de su espada? ¿Y no era una mentira pérfida que suyas fueran las vidas de cualquiera que pudiera tomarlas? Cuando los generales enemigos enviaron a sus heraldos, caminando despreocupados por la plaza, Milo se entregó a las condiciones que pusieron sus conquistadores: no tenían ya medios para defenderse. Por siete siglos, esta tierra admiró sus propias costumbres y escuchó sus propias palabras, pero había llegado el último día.

El orador de Milo, junto con todos los cientos y miles de cautivos varones de su pueblo, fue arrodillado y sin juicio sentenciado a muerte. Las mujeres y los niños fueron llevados a venderse como esclavos. Cuando el verdugo llegó ante él, espada desenfundada y faz indiferente, las palabras del Poeta brotaron en su recuerdo. Había escuchado desde niño que Zeus tiene dos toneles, uno lleno de bendiciones, y otro repleto de desdichas, y que los mezcla para donarlos a cada quién en medida distinta; que hay a quien toca en suerte más de lo noble o más de lo ruin, y que hubo incluso un hombre que aun siendo del más honroso nacimiento fue plagado por su porción con la maldición de tener siempre a su rededor combate y matanza. El melino había escuchado este relato centenares de veces, y era natural pensar que su contristada tierra había sido abandonada por el dios tal como aquél viejo hombre; pero justo antes de caer la espada, todavía con sus propias preguntas frescas en su memoria como el eco de las cámaras en las que nadie se había atrevido a contestarlas, se admiró del sentido del antiguo canto. ¿Quién había recibido en realidad del dios el infortunio del tonel lleno de guerra? Antes había sido muy obvio; pero ese último instante, el orador de Milo no habría podido responder si alguien se lo hubiera preguntado.