Placeres incubados en soledad

¿El encierro voluntario e involuntario que vivimos debido a la pandemia nos está preparando para cambiar? Muchos no temen afirmar que después del Covid-19 seremos seres diferentes. Veremos el sol con otros ojos; caminaremos sobre el césped de nuestros bosques y parques con pies renovados; hablaremos con auténtico interés a nuestros seres queridos; aprovecharemos la vida; viviremos. ¿Qué somos actualmente (o qué éramos antes de la pandemia)?, ¿vivimos únicamente para deleitarnos?, ¿somos lo que nos causa placer y dolor? Si satisfacer nuestros placeres es lo único que nos define como personas, temo que en nada cambiaremos una vez que el virus deje secuelas apenas perceptible. El encierro es abstinencia del placer.

Pero hay otros placeres que pueden incubarse en el encierro, incluso en el encierro solitario. Leer, escribir, pensar y conversar (si es que no se está del todo solo) pueden alejarnos de la locura, los ataques de ansiedad y otras enfermedades anímicas. ¿Podría el encierro potenciar los talentos relacionados con la palabra?, ¿la cuarentena dejará mejores pensadores, escritores, lectores y conversadores que, de alguna manera todavía imprecisa, cambiarán el mundo? A diferencia de las actividades al aire libre, del trabajo lucrativo, las actividades que podrían practicarse en soledad parecería que apenas tendrían un cambio en su practicante. Esto, considerando que el practicante tiene disposición para realizar las actividades previamente dichas, es decir, si siente placer haciéndolas. En el mismo caso se encuentran los músicos, dibujantes y otra clase de artistas. Pero compartir la lectura, la escritura, lo que se piensa y, evidentemente, la conversación, podría ser más placentero que las actividades en sí mismas. Aunque los pensamientos y las conversaciones pueden compartirse mediante la escritura. No hay escritura sin lector. ¿El escritor sabe quién es su lector o escribe como quien lanza una botella con un texto dentro al mar? La imagen resulta exagerada, pues se estaría suponiendo que su lector, quien pudiera complacerse con lo escrito, no podría responderle a su escritor, no podría conversar con él; supondría, además, que el escritor conoce casi nada a los lectores. Aunque ¿cuántos logramos comprender lo que estamos leyendo y mantener una conversación con quien lo escribió? Pese a que encontremos textos que parecen dirigidos a nosotros, muchos de sus autores murieron hace muchos años (textos que, dicho sea de paso, al desafiar el olvido muestran que su contenido es valioso). Escribir con quien leemos (conversar), es obvio que los temas deslizados en redes no son conversaciones, podría ser un placer que sí nos cambie. Los amigos nos cambian.

Yaddir

Lectura del deseo

 

Lectura del deseo

 

 

hacer de un alma un cuerpo,

hacer de un cuerpo un alma,

hacer un tú de una presencia.

 

Inmaculada o los placeres de la inocencia cumple 30 años. Lo sencillo es decir que se trata de una novela erótica de Juan García Ponce. Pero una afirmación así se nota simplona a primera vista: ¿qué novela de García Ponce no es erótica? O mejor: ¿qué es lo erótico en la obra de García Ponce? Pero no es momento de ofrecer una visión panorámica del erotismo del autor; si acaso tal visión es posible. Además, las elaboraciones eruditas sobre lo erótico no necesariamente muestran el erotismo específico de la obra literaria, mucho menos el de una novela como Inmaculada. Creo, más bien, que ha de hablarse de Los placeres de la inocencia desde la propia experiencia de la lectura, intentando mostrar lo que el autor permite experimentar al lector a través de las páginas; incluso si lo permitido es una reflexión erótica. Permítaseme intentarlo.

         Antes de reflexionar sobre la experiencia de la lectura de Inmaculada o los placeres de la inocencia quisiera señalar lo intempestivo de la obra. En nuestros días inflamados de corrección política y en los que se va consolidando una dictadura moral, la novela no podría ser publicada. Treinta años después de la publicación de Inmaculada, la ranciedad moral censuraría la obra desde el primer hasta el último capítulo. ¿Qué buena conciencia no se perturba con una escena paidolésbica? ¿Qué hombre de moralidad intachable resiste leer con tanto detalle tantas escenas orgiásticas? ¿Cómo evitar que la falsa altura moral de la corrección política entorpezca nuestra lectura de la obra? Tras treinta años en que, dice la propaganda progresista, la revolución sexual nos ha hecho más libres, quizá los lectores están peor dispuestos a leer una novela erótica. Treinta años de buenas conciencias también han cultivado más hipocresía. Y la novela de García Ponce nos lo permite ver. Es más, aventuro mi tesis: Inmaculada o los placeres de la inocencia está escrita de tal modo que el lector puede reconocer su propia incapacidad para el juicio moral sobre el deseo. Permítaseme mostrarlo.

         Comencemos por el título. Inmaculada no sólo es un calificativo central en una tradición moral, también es el nombre de la protagonista de la novela, la primera y la última palabra de la misma. En tanto calificativo, el lector ha de reflexionar qué podría significar su pertinencia. ¿En verdad un moralista puede creer que algo es susceptible de la calificación “inmaculada”? ¿No es precisamente el moralista quien de antemano niega la posibilidad de calificar a alguien de “inmaculada”? Para que el moralista sostenga su pretendida altura moral, los enjuiciados no han de ser nunca libres de manchas. Para que haya moral, lo inmaculado debe ser imposible. —“Por eso es milagro”, me objetaría un moralista cristiano. “Tú no entiendes los milagros”, le contestaría y cambiaría de tema—. De hecho, el autor nos permite ver a lo largo de la obra el fundamento de nuestro juicio moral. Inmaculada o los placeres de la inocencia permite al lector juzgar su propio juicio moral, reconocer las anticipaciones del juicio y examinar las bases de las mismas. Por decirlo de un modo suficientemente inexacto: el lector de Inmaculada va descubriendo en cada página sus propias máculas.

         La segunda parte del título no deja de ser inocentemente juguetona. Los placeres de la inocencia suena inminentemente a pornografía, o bien incontinentemente a Sade. Nuevamente, el comprometido aquí es el lector. ¿Qué tipo de juicio moral supone el lector de libros pornográficos? ¿No es el libertino (véase la explicación de la historia del término al inicio de La llama doble de Octavio Paz) quien cree tener una cierta altura moral para poder disfrutar desprejuiciadamente a Sade? El libertino, igual al moralista, supone conocerse más profundamente que los demás, y funda en dicho supuesto la posibilidad de su aserto. Así como el moralista cristiano no entiende de milagros, el libertino no puede captar los placeres, pues es bastante inocente —inocente en la acepción más insultante del término. La novela permitirá al lector reconocer su propia disposición a los placeres, distinguir que su incomprensión de la inocencia exhibe la inexperiencia del placer.

         No está de más atender a la disyunción del propio título. ¿La disyunción pone en oposición a lo inmaculado y lo inocente? ¿O bien la disyunción anuncia la reunión de lo inocente y lo carente de mácula en el placer? A mi juicio, además de referir al clásico teatro moralista, el título con disyuntiva muestra la condición necesaria para el juicio de la acción: el moralista no tiene que elegir sobre su juicio; quien piensa la acción sabe que juzgar siempre es disyuntivo. De modo tal que, por la disyunción, la guía para entender Inmaculada o los placeres de la inocencia es la protagonista. ¿Quién es Inmaculada?

         Inmaculada es la protagonista de la novela. Y la afirmación lleva mucho de falsedad. Inmaculada protagoniza no tanto por lo que hace, sino por lo que se deja hacer. A excepción de sus huidas, todo lo que le pasa a la protagonista exalta su pasividad. La novela nos narra lo que pasa Inmaculada y en la narración nos hace imperativo preguntar quién es ella, por qué le pasa lo narrado, si los sucesos son evitables o consecuencias… Inmaculada es el espejo del que juzga las acciones. Por lo que hace Inmaculada uno se conoce a sí mismo. Por lo que sabe Inmaculada, uno… no, uno no necesariamente sabe de sí mismo.

         En medio de las peripecias, ante la casi desesperante pasividad de Inmaculada, cuando el lector no sabe si hay límite alguno a lo que ella se deja hacer, a lo que la creatividad produzca como camino de placer, a la imaginación sexual, ella sólo mantiene una claridad: desea, y su deseo siempre es una determinación ajena. Inmaculada vive deseando que otro paute su deseo, le dé sentido, lo ordene. Para Inmaculada el deseo es el motor de su vida en lo azaroso de la existencia. Sin embargo, es un motor carente de fin. No desea poseer, sino ser poseída. No desea hacer, sino ser hecha. No desea descubrir, sino ser descubierta. El deseo como motor de la vida no es la persistencia en el propio ser, sino la entrega total a otro que nos haga ser en plenitud. El deseo, para Inmaculada, siempre es ser el deseo de otro.

         ¿Qué hace el lector ante el deseo de despersonalización de Inmaculada? Aquí entra la genialidad insuperable de Juan García Ponce. Cualquier escritor sectario tomaría posición sobre la despersonalización; alguno juzgará enajenación, otro una perversión, uno más una violación de la dignidad de la persona… no García Ponce, pues él produce una obra que hace del lector el determinante paulatino de cada deseo de Inmaculada. Por su modo de narrar, el autor logra que el lector vaya avanzando los capítulos sorprendiéndose siempre de la ordinariez de su juicio moral. Uno descubre a cada instante que lo considerado imposible o inaceptable torna, casi naturalmente, posible, aceptable, necesario… quizá bueno. Uno se descubre señalando moralmente la falta, pero deseando inmoralmente su cumplimiento. Juan García Ponce logra que el lector contraríe en sí mismo su juicio moral y su deseo inmoral.

         Sin embargo, ahí no acaba la excelencia de Inmaculada o los placeres de la inocencia. Una vez que el lector se da cuenta del efecto contrariante de la producción garciaponceana, el autor nos introduce en una experiencia más complicada. El lector se descubre cómplice de quienes hacen a Inmaculada, pero en el descubrimiento también se reconoce testigo, interesado en lo que le hacen a Inmaculada. Y en la medida en que el reconocimiento propicia la reflexión, uno no puede evitar preguntarse por qué le interesan todos esos detalles de la explosión sexual de Inmaculada, por qué está dispuesto a testimoniarlos, por qué se mantiene tan atento a lo que afirma indignante. A través de cambios en la narración de la obra, el autor nos va haciendo lo mismo simples espectadores de la orgía, que voyeristas esforzados en el escrutinio de cada hecho, o estetas comprometidos con el prodigio de la sensualidad del arte, hasta hacernos personificar a aquel que paga a Inmaculada para enterarse a detalle de sus experiencias sexuales. A través de ello, insisto, García Ponce hace del lector un cómplice del desenfreno, un cuestionador de la moral, un inspector de la hipocresía, un secuaz de los deseos, un desconocido de sí mismo.

         Y cuando la novela hace del lector un desconocido, cuando el lector no encuentra base firme para su juicio moral, el lector se descubre deseando la determinación de su deseo. ¿El lector podría entregarse tan planamente a otro? ¿El lector descubre tan vivamente sus deseos como para identificar el camino de la entrega? En los mejores casos, parece, Inmaculada o los placeres de la inocencia produce lectores inmaculados que pueden recorrer las excitaciones del libro inocentemente. Y aquí, nuevamente, nos sorprende el autor. ¿O no es raro, lector, que para ese momento las escenas de un psiquiátrico sean tan semejantes a las escenas de la vida corriente? La inocencia es un placer maniático. Pero en Juan García Ponce la manía de eros no es daimónica.

         La novela termina en una escena que podría parecer indigna tras la explosividad sexual de todas las páginas anteriores. Sin embargo, el final casi rosa de Inmaculada o los placeres de la inocencia debe leerse desde la inocencia placentera de saberse inmaculado. La clave, obviamente, proviene de la irónica sonrisa de un psiquiatra, quien testimonia la determinación de los deseos humanos como la búsqueda de un final feliz. ¿O no aspiran todos a conocer sus deseos a tal grado que al final de su vida puedan decirse felices? ¿No aspira la mayoría a conocer sus deseos de modo tal que pueda administrar la entrega? ¿No es la moral, finalmente, la que despersonaliza los deseos? La novela de Juan García Ponce nos permite reconocer los autoengaños tras esa aspiración. El genuino placer de la inocencia radica en saber que no se sabe.

 

Námaste Heptákis

 

 

Escenas del terruño. 1. Recordé la sentencia de Tiresias, «terrible es el saber», al leer: «Fui una de las últimas personas que lo vio con vida. «Todavía está respirando», me dijo uno de los curiosos. Me acerqué a él, y aún no descubro para qué». 2. 83 años después identificaron el cadáver de su madre. Ella acudió a su ejecución con una sonaja de su niño de 9 meses. La ejecutaron los fascistas en la guerra civil española. Aquí la nota con el huérfano de 83 años y su hermana mayor de 94. Conmovedor. 3. No me explicaba el encono de la dramaturga contra el Colegio Nacional. «Quizá no le gustó alguna crítica de Christopher», pensé. «O realmente es muy feminista», supuse. «O quiere formar parte del CN», especulé. Cuando hace unas semanas intentó hacer pasar por suya una anécdota ajena me dije: «seguro sólo son cuestiones personales». Pero cuando insistió en que Enrique Krauze se estaba plagiando a sí mismo no pude más que suponer que algo estaba mal. ¡Ahora todo es claro! Sabina Berman a la 4T.

Coletilla. «Leer es el hermoso diálogo de siglos que no dependen del tiempo». Jorge F. Hernández

Hacer lo placentero

Hay quienes dicen que hay que vivir haciendo lo placentero, suena fácil de seguir y hasta placentero de escuchar.

Pero por desgracia para los espíritus democráticos, no siempre  se reconoce como placentero aquello que no todos alcanzan, y esto ellos lo hacen al preferir lo dulce por lo salado y echar por tierra la capacidad de discernir entre dos posibilidades.

 

Maigo

La enseñanza del tráfico

Una persona respetable pero con ácidas ideas declaró ante una multitud: “El tráfico es tan desquiciante en esta ciudad que cuando no logro avanzar nada me sorprendo preguntando en voz alta ‘¿para qué vivo, Dios mío?’, pero una vez que llego a casa estoy bien y lo que dije me parece una horrible exageración”. Entre el coro de la carcajada, la pregunta me dejó pensando en un intranquilo silencio. ¿Por qué un momento, un simple rato que quizá no pase de una décima parte del día, nos hace saltar a las ideas más absurdas?, ¿fue una verdadera pregunta, una duda que de no ser por la alteración del orden vial nunca se habría hecho la persona referida, pero que ennegrece sus silencios más solitarios, esos que nunca quiere pensar?, ¿es una duda que, de algún modo u otro nos hacemos y no queremos responder pero que al vivir ya respondimos? Tal vez la persona que me hizo pensar todo esto no quiso que nadie cuestionara su propia pregunta, pues ésta se hizo en el contexto de un momento como un reclamo, es decir, se hizo para liberar un enojo momentáneo aunque opresivo. Muy seguramente la pregunta no fue hecha con seriedad; no era una pregunta.

Probablemente muchas personas creerían que es preferible no salir de casa para no padecer el tráfico, o si hay que salir, hacerlo en mejores horas o sin necesidad de un transporte que pueda quedar atorado en el tráfico. Pero el placer que da viajar en automóvil cuando no hay tráfico es comparable, si no es que superior, al dolor de padecer las vialidades atestadas de automóviles. ¿Es preferible vivir con pocos dolores aunque eso implique vivir con pocos placeres? La disyuntiva muestra su falsedad cuando nos percatamos que no todos los placeres son iguales, así como no todos los padecimientos nos afectan de la misma manera. El placer del trabajo es distinto al placer de comer algo dulce o de leer un buen libro (inclusive el placer que nos provoca leer un ensayo, una novela o un poema son distintos); un golpe, un insulto o el saberse impotente son distintas instancias en las que sufrimos el dolor. No todos los placeres son mundanos, no todos los dolores son perjudiciales.

Quizá preguntar ¿para qué vivimos?, ya imponga la condición de que la vida tiene una utilidad y que vivir de manera inútil es indeseable, como lo es el estar atorado por mucho tiempo en el tráfico. Pero nuevamente eso sería quedarse con una visión unilateral de la utilidad, es decir, que sólo se es útil trabajando o facilitándonos nuestro propio placer. La utilidad del dolor quizá pueda llevar a preguntarnos si lo que hacemos es bueno para nosotros. ¿Cómo se vive bien?, ¿qué clase de placeres y qué clase de dolores son los que nos hacen vivir bien? Tal vez sean mejores preguntas que un absurdo reclamo a Dios. Tal vez por ese motivo Michel de Montaigne se burlaba de aquellos que menosprecian el placer y creen que es preferible no vivir a vivir placenteramente. Pues pese a que demuestren que los placeres pueden ser perjudiciales, no se cuestionan lo que les puede enseñar el dolor, mucho menos se cuestionan a sí mismos.

Yaddir

El oro y su brillo

El refrán que reza «no todo lo que brilla es oro» es muy claro y además viejísimo. Es probable que ambas cosas estén relacionadas: es parte del saber popular más extendido que las cosas a veces aparentan ser lo que no son, o que dejan ver poco de sí. El oro, siendo un símbolo tan antiguo para lo valioso, propicia que esta imagen se conserve en muchas lenguas y a lo largo de muchísimo tiempo. La advertencia es que quien busca lo valioso no debe confundirse entre tantas cosas que también brillan en el mundo aparte de lo que tiene verdadero valor. O dicho de otra manera, yerra el que cree que al oro se le identifica únicamente por cómo se ve. Junto con la imagen del oro está además la de la pirita, el oro de los tontos, que aunque valga muchas veces menos, brilla hasta más que el oro cuando se la encuentra en bruto. Este juego del tonto que cree que todo lo que brilla es oro y del necio que busca la sabiduría en las apariencias quizá un acervo de sabiduría popular de los más repetidos. Parece que siempre tendrá quien le dé voz.

En Don Quijote de la Mancha Cerbantes escribe de esta forma el refrán: «no es oro todo lo que reluce»[1] dentro de un caudal de otros que profiere Sancho recordando lo que ha escuchado decir sobre el verdadero valor de las personas, encarrerado por una indignación. Está recogido de esas letras en el Refranero multilingüe del Centro Virtual Cervantes, aquí, junto con un dicho que se toma por sinónimo, «no es todo el sayal alforjas», y donde se observa con precisión que la sentencia «recomienda desconfiar de las apariencias, pues no todo lo que parece bueno lo es realmente». En el mundo anglosajón el refrán es también de lo más popular, especialmente en la forma «all that glitters is not gold». Geoffrey Chaucer escribe «mas todo aquello que brilla cual el oro no es oro, como tal he escuchado decir» y Shakespeare en El mercader de Venecia lo acerca a la forma moderna en todo menos una palabra (glister, una forma ahora arcaica de glitter, brillar o refulgir)[2]. Es llamativo que ya en el verso de Chaucer, y también en el eco que escribe de él Shakespeare, y en la retahíla de Sancho Panza, el refrán es mencionado como algo bien sabido, algo que se dice y se escucha ya desde hace mucho. Existe, además, un proverbio antiguo chino que parece usarse en el mismo tenor de advertencia sobre las apariencias engañosas y que dice «oro y jade por fuera, algodón podrido dentro»[3]. Es probable que muchas de las versiones en las lenguas actuales sean herederas de una tradición oral que advierte sobre las apariencias y que encontramos recogida textualmente hasta el siglo XII por Alain de Lille en sus Parábolas. Ésta reza «No tengas por oro todo lo que resplandece como el oro, ni es cualquier hermosa manzana un bien» [4], [5].

Hace unos años llamó mi atención un poema de Tolkien que tiene una imagen diferente, pero con tal parecido que puede pasar por ella en un descuido. Es un poema escrito acerca de un hombre de virtud y nobleza escondidas bajo un disfraz de pobreza y austeridad ‒algo semejante a Odiseo disfrazado de mendigo en su propia casa. El poema comienza con las palabras «no todo lo que es oro brilla»[6].  A diferencia del refrán popular, el poema no canta sobre lo que pasa por valioso sin serlo, sino sobre lo que siendo valioso parece otra cosa. Donde se nos ponía en guardia contra el posible engaño del entorno, en este caso se nos advierte contra el engaño de nosotros mismos: recomienda desconfiar del propio prejuicio sobre la apariencia del bien. Aunque es menos clara que la del dicho popular, esta imagen no es desdeñable. Incluso encuentro sorprendente no hallar más este giro del dicho por ahí (aunque tal vez es por una buena causa que está escondido). Puede haber bien donde no lo pensábamos y podemos ser nosotros víctimas de apariencias que no provienen de eso que suele llamarse exterior. El cuidado del bien demanda alerta sobre el bien aparente y sobre nosotros mismos. Aprendemos que no sólo requerimos alejarnos del falso bien, sino que el provecho está en buscar el verdadero. De este curioso giro del refrán me parece que puede complementarse el original sin problema, pues es verdad: no todo lo que brilla es oro, y no todo lo que es oro brilla.


[1] Don Quijote de la Mancha, Segunda parte, XXXIII.

[2] The Canon’s Yeoman’s Tale de los Canterbury Tales, vv. 409 y 410: «But al thyng which that shineth as the gold | Nis nat gold, as that I have herd it told» y The Merchant of Venice, acto 2, escena 7: «All that glisters is not gold. Often have you heard that told».

[3] El proverbio es «金玉其外, 败絮其中», cuya lectura no puedo hacer, pero la sugiere este diccionario.

[4] El original en latín es «Non teneas aurum totum quod splendet ut aurum, nec pulchrum pomum quodlibet esse bonum». Otras versiones del proverbio son «Nem tudo que brilha [también reluz] é ouro» en portugués, «Non è tutto oro quel che luccica» en italiano, «Tout ce qui brille n’est pas or» en francés, «Es ist nicht alles Gold, was glänzt» en alemán, «Det er ikkje gull alt, som glimrar» en noruego, «Не всичко което блести, е злато» en búlgaro, «Не всё то золото, что блестит» en ruso. Véase el Dictionary of European Proverbs de Emanuel Strauss, entrada 296.

En cuanto a la segunda parte del verso de Alain («…ni es cualquier hermosa manzana un bien»), parece por mucho menos fecunda que la primera. Por lo menos ni en el refranero del CVC ni en el mexicano de la Academia mexicana de la lengua se encuentran proverbios análogos que aprovechen la imagen de una manzana. Esta idea sí aparece en inglés, también en El mercader de Venecia con la forma «Una bonita manzana podrida en el corazón (A goodly apple rotten at the heart)» (Acto 1, escena 3); y según el diccionario ya citado de Strauss (entrada 120), existe en una forma todavía más parecida: «No toda manzana bella a la vista es buena (not every apple that is fair at eye is good)», con ninguna análoga en español. Interesantemente, a diferencia de lo que ocurre con los demás idiomas, la cantidad de proverbios alemanes recogidos en este diccionario con la imagen de la manzana es el triple (6:2) de los que aluden al oro. El refrán principal es «También hay manzanas rojas que están podridas (rote Äpfel sind auch faul)», existen canciones folclóricas con variaciones de esta línea: «No hay manzana que sea tan sonrosada, dentro tiene un gusanito (Es ist kein Apfel so rosenrot, es steckt ein Würmlein darin)», y abundan las rimas en las que se equiparan manzanas y muchachas, como advertencias contra la belleza aparente (varias son recogidas aquí, y en su Katharina von Bora Albrecht Thoma conserva una rima que nota como consabida); además, en 1966 la cantante Wencke Myhre se hizo famosa en la industria musical alemana con una canción cuya pegajosa letra dice «No muerdas fácilmente cualquier manzana, podría estar agria (Beiß nicht gleich in jeden Apfel, er könnte sauer sein)». ¿Podría ser esto una indicación de que para algunos pueblos germanoparlantes en la época en la que estos refranes florecieron, la imagen de la manzana era más elocuente que la del oro?

[5] Existe la idea de que el dicho puede rastrearse incluso hasta Esopo en el siglo VI a. C., pero no he hallado ninguna muestra concreta al respecto. Probablemente sea popular esta opinión porque según el American Heritage Dictionary of Idioms de Christine Ammer, dos fábulas del esclavo griego contienen ya esta idea. Puede ser que se refiera a La gallina de los huevos de oro y al Avaro y su oro; pero si es así, la relación con el proverbio me parece demasiado vaga: en la primera no es el brillo del oro, ni las apariencias, lo que está puesto en duda sino la insensatez conveniente a la codicia; y en la segunda igualmente, el énfasis está en la trivialidad de la avaricia, que confunde los medios con los fines.

[6] The Fellowship of the Ring, Tomo I, Capítulo 10:

All that is gold does not glitter,
Not all those who wander are lost;
The old that is strong does not wither,
Deep roots are not reached by the frost.

La medida del placer

Pero yo solo soy un hombre, Marge
— Homero J. Simpson

Quienes tienen más tiempo de conocerme a un nivel personal, sabrán que fui un fumador excelente. Me gustaba echar humo más que cualquier otra cosa en el mundo, me daba identidad y me hacía sentir todo un garañón. No había actividad en mi día a día que me llenara de más placer, ni me hiciera sentir tan importante. Si me lo preguntan, hoy en día con cuatro años de haber dejado el cigarrillo, sigo sosteniendo un par de cosas: la primera es que me arrepiento de haberlo dejado, la segunda es que era feliz mientras fumaba. Ya usté sabrá si creerme o no, lo dejaré a su consideración.

La razón por la que dejé atrás ese cochino vicio, no fue simple y llano amor, como debió haber sido, sino una razón más vulgar y mezquina: la salud. Dejé de fumar porque estaba sintiendo a un nivel insoportable todos los estragos que traía ese maldito vicio: amanecía con la garganta irritada, reseca y nauseas insoportables, una ansiedad infernal y con más sed que ganas de desayunar. El mal aliento y el mal olor del cigarro me acompañaban, así como todas esas desventajas físicas que acarrea consigo el cigarrillo. De eso hay un montón de información en Internet. No importa, lo que importa es lo siguiente: me gustaban los cigarrillos marca Camel, eran los mejores, tenían la conjunción exacta entre la suavidad y el sabor que me hacía sentir feliz. Los Marlboro, eran los que le seguían de cerca, pero estos eran mucho más fuertes y mucho más violentos a la hora de fumar. Cuando los impuestos empezaron a pegarle a los precios de los cigarrillos, el costo de una cajetilla de Camel, me alcanzaba para cubrir dos de cigarros Delicados con filtro. No por eso me mudé, pero sí por eso, llegaron a ser estos mi segunda opción o mi primera opción para consumo social, es decir, los compraba para reuniones con mis amigos. Los mentolados me mareaban y me daban asco y los lights no raspaban ni poquito, pero sí me daban muchas nauseas. Los Lucky estaban decentes pero su sabor simplemente no era lo que me gustaba. Cabe señalar, que prefería encender mis cigarrillos con un encendedor cualquiera, de los que venden en los Oxxos y valen de cinco a diez pesos. Los prefería sobre los cerillos comunes y corrientes e incluso sobre los cerillos de madera. Los prefería incluso sobre mi Zippo, cuya gasolina le daba un sabor especial al cigarrillo (sin importar la marca) y podría jurar que de no ser tan exigente con mis gustos, podría haberme enganchado solo al sabor de la gasolina, ya que tenía un encanto especial.

¿Por qué vengo a hablarles de cigarrillos y del mal hábito de fumar? Olvidé mencionar que los puros también eran de mi gusto y que su sabor y textura era algo único que me emocionaba probar de vez en cuando (y sí, les daba el golpe también). Bueno, en esta semana tuve una experiencia cercana con los cigarrillos electrónicos, mismos que en otros tiempos hubiera desechado sin siquiera darles el beneficio de la duda, los hubiera tachado de maricones y no los hubiera volteado a ver. Sin embargo, estos son tiempos distintos, y me llamó la atención el hecho de que son “inofensivos”. Por si no fui muy claro en el primer párrafo de este texto, extraño fumar, tanto como el primer día que lo dejé, aunque ya sin el ansia y los síntomas de abstinencia. Creo, que aunque sea un mal hábito, era algo que en verdad disfrutaba en este cochino mundo. Una vez hecha esta puntualización, comprenderán por qué mi mirada se volcó hacia los cigarrillos eléctricos o “vapeadores”. La premisa es muy sencilla (o eso me pareció en un principio), puedes tener la misma experiencia del cigarro sin pagar por las consecuencias. ¿Qué éste no es el sueño de todo villano maestro de los malos hábitos? ¿Qué éste no es el mismísimo sueño de la modernidad? ¿Qué a caso no es ésta la finalidad de la ciencia moderna? La respuesta a todo eso es un rotundo sí. ¿Por qué me iba yo a negar a tan atractiva situación? Bueno, pues no lo hice, así que me monté en el viaje de investigar más al respecto. Antes de compartirles mis descubrimientos, debo contarles que, dejando a un lado todos los aspectos psicológicos que enumeré anteriormente como motivos de mi hábito fumador, la razón física para hacerlo es que encontraba mucho pacer en la sensación rasposa que se tiene al darle el golpe. Es sencillamente muy placentera para mí.

Ahora bien, llevo medio día leyendo acerca de los vapeadores, al principio no encontré gran cosa, son un instrumento electrónico al que le hechas un líquido especial y luego le aprietas un botón al dispositivo para que queme esta sustancia y es entonces cuando la aspiras, le das el golpe y la sacas. Los vapeadores tienen la intención de ayudar a los fumadores a dejar de fumar, tal vez funcione y tal vez no. En lo personal, la duda que me hace ruido en el alma es si ya dejé de fumar, ¿por qué carajos debería probar un vapeador? Es como tropezar con la misma piedra solo haciéndome menso fingiendo como que ya no fumo. Bueno, leyendo un montón de foros y páginas de Internet, encontré con varias personas que están clavadas en el hábito de “vapear”. Todas ellas manejan términos muy especializados de su gremio, pero el asunto no se detiene ahí, no basta con juntarse en un espacio cibernético a compartir experiencias de vapeadores. Los cigarrillos eléctricos funcionan con un líquido que tiene diferentes sabores, éste líquido está compuesto de dos sustancias (y aquí es donde se empieza a poner interesante el asunto), una se encarga de dar el sabor a la inhalada, la segunda se encarga de hacer más o menos vapor a la hora de sacar lo aspirado. ¿Ok? Resulta que los practicantes de este hábito tienen manera de regular qué cantidad de cada una de estas sustancias se le agrega a su tanque, de manera tal que o bien tenga más o menos sabor o bien tenga más o menos vapor, por lo tanto tenga distinta sensación a la hora de darle el golpe. Bueno, pues una vez que entras al mundo de los vapeadores, lo primero que debes hacer (no es acostumbrarte a fumar de estas cosas) sino a medir la manera en la que te sientes más satisfecho a la hora de fumar. Ojo, quiero que tengan en mente que la mayoría de los que fuman en estos dispositivos vienen de fumar cigarrillos reales (hay incluso quienes fuman las dos cosas en lo que pueden dejar la más dañina), lo que me hace pensar que están buscando encontrar la misma satisfacción que les da el cigarrillo con más o menos líquido agregado. Bueno, el asunto no para aquí, resulta que eventualmente, si te gusta este hobbie, puedes ir armando tu propio vapeador a partir de partes “sueltas” que puedes comprar. La idea de esto es bastante curiosa. En general un vapeador tiene cuatro partes, una batería, una resistencia, un inhalador y un tanque donde se le deposita el líquido. En las boquillas o inhaladores hay tres distintos dispositivos, que hablando en general se distinguen en que uno tiene un pedazo de algodón o tela que se sumerge en el líquido para darle un sabor distinto a la hora de la fumada. Los otros dos, si no mal recuerdo son uno sin esta tela y otro que es la síntesis de los dos anteriores. En fin, la idea es que las baterías vienen en distintas presentaciones ya que el dispositivo que se activa para hacer ignición y quemar la sustancia que va a convertirse en humo, viene en distintas presentaciones dependiendo su resistencia (resistencia hablando en sentido eléctrico, por ahí hay tutoriales de cómo aplicar la ley de Ohm a este asunto). Bueno, el chiste es que hay resistencias que se calientan muy rápido y hay otras que tardan más y requieren más potencia de las baterías. Esto influye en el sabor y la textura del vapor que vamos a exhalar, por lo tanto en la experiencia de la fumada. Se habla incluso de que si no se calibran bien las medidas de las resistencias, se puede llegar a quemar el líquido y dar el sabor no deseado. Bueno, ya para terminar, y la razón por la que he contado todo este asunto es la siguiente. Me parece que estos cigarrillos electrónicos son el ejemplo perfecto de la ciencia moderna y su meta: están tremendamente complicados, hay un montón de variables con las que podemos jugar de tal manera que logremos simular en una experiencia doblemente artificial, una experiencia un tanto más natural. Todo con tal de no pagar las consecuencias de estar haciendo algo nocivo o que va en contra de nuestra salud.

No pretendo sonar como que estoy dando moraleja aquí, no, para nada, si cualquiera de ustedes me pregunta acerca del cigarro yo siempre les voy a decir que no lo dejen. Lo que vengo a comentar hoy es que justamente, todas estas cualidades de los cigarros electrónicos, todas estas posibilidades de personalización del dispositivo para darte la experiencia más placentera me hace pensar que ninguna de ellas sirve. Creo que todas y cada una de ellas son mero placebo y que no importa si tu “vaper” se autoregula para darte más o menos sabor o más o menos vapor, nunca vas a estar satisfecho porque la experiencia placentera que buscas está justamente en otro lado. Vaya, antes si quería tener una experiencia distinta a la hora de fumar, bastaba con comprarme otra marca de cigarros y listo (y sin embargo, seguí fumando insatisfecho durante años). Ahora, en esta nueva modalidad, hay que jugar con un sinnúmero de esencias, sabores y texturas, a su vez con un montón de aditamentos y temperaturas, todo para tratar de encontrar la justa medida algo que es imposible de satisfacer: nuestro deseo de placer.

Ratones de biblioteca

Cuenta la leyenda que publicó un gringo en una página que leí por ahí, que uno de esos estudios que siempre se realizan en la universidad del estudio y de los que se deducen implicaciones contundentes que configuran a placer la dura ciencia dura de la verdad; que hubo una vez una muestra larga de ratones atados a esos cables coloridos que miden los invisibles rayos energéticos del deseo que se encuentran transitando todo el tiempo a través de la compleja y más rápida red de comunicaciones que jamás haya transitado espíritu alguno: la neuronal. Estos pequeños mamíferos que por casualidad (aunque como todos sabemos en la ciencia actual la casualidad se viste con las joyas más hermosas de la necesidad), se parecen en mucho a los seres humanos, se vieron sometidos a la posibilidad de liberar de esas sustancias que contienen el placer en sí mismo directamente a los receptores cerebrales con tan solo activar una especie de interruptor. Suena al sueño de cualquier humano, ¿no? Bueno, los científicos que realizaron el experimento (según este gringo que ha de gozar de cierta fama en su país) tuvieron la puntada de agregar a la ecuación un interruptor adicional que al ser activado por los inteligentes animalitos (que no son tan inteligentes como para superar la prueba del espejo, y quien no la supera es uno con la Naturaleza y nada más) les libera, directamente a sus platitos rosados hechos en china, un poco de alimento. Según cuenta la leyenda que le vengo ofreciendo en esta ocasión, los ratoncitos con el tiempo se hicieron adictos al placer de la sustancias naturales que les inyectaba la maquinita operada por el primer interruptor, a tal grado que dejaron de activar el segundo y eventualmente murieron de hambre. Ahora bien, después de esto se seguía, lógicamente (con esa misma lógica que usan los pedagogos para hilar premisas con conclusiones necesarias como se muestra en la ilustración más adelante) que los seres humanos tenemos la misma tendencia (a pesar de superar por mucho la prueba del espejo que es por naturaleza la más fiable muestra de nuestra individualidad y de la posibilidad que tenemos de escupirle en la cara a la Naturaleza diciéndole que no somos ella, y por ende que somos un ente libre que elige libremente porque leemos ) de ser consumidos por el placer gracias al celular. Resulta que es bien evidente que el conocimiento da placer (que está encerrado en capsulitas de las mismas que se inyectaban los ratoncitos yonquis del ejemplo) y que a la hora de ver nuestro celular “conocemos” información antes desconocida, como si tenemos un nuevo E-Mail, un tuit de algún famoso o un nuevo estado de Facebook de nuestra exnovia. Se sigue así que el teléfono móvil nos esclaviza a su dosis diaria y repetitiva de placer, impidiéndonos así prestar atención a cosas más importantes como leer. El título del artículo del que saqué este cuento de hadas era algo así como “¿Por qué ya no podemos leer?” y sí, he de admitir que comencé a leerlo por puro morbo previendo que me iba a encontrar alguna mamada desas que les encantan a los duros intelectuales mexicanos, pero jamás esperé encontrar a un gringo hablándome de ratones y de cómo al dejar de revisar su correo, ahora ha recobrado el hábito de la lectura que había perdido escandalosamente (de leer cerca de cuatro libros al mes, el año pasado, en el presente, no había logrado terminar uno entero). Ahora que, espero, hayan sentido el mismo placer que tuve yo al (re)conocer esta información, confío y apuesto mi cordura a que no dejarán de comer nunca por leer entradas de blogs científicas como ésta (la mía, no la del gringo, esa no la lean).

¡¿En serio?! ¿¡De verdad!? ¿Habrá quien se coma estas patrañas? (seguro sí) Entiendo que un morboso como yo pierda su tiempo y se entretenga en el sentido más despectivo del término leyendo burradas de este estilo (pero todavía no dejo de comer por hacerlo), pero me parece bien fantástico que el autor, en primer lugar, sea el primero en creer lo que escribe. En segundo que haya gente que le comente positivamente y que recomiende la lectura, y en tercero me parece sorprendente que haya quien haga una entrada entera de un blog enfocada a hablar sobre una entrada de un gringo imbécil. En fin, en mis tiempos uno era huevón, perezoso o burrito, como dirían ciertos locos, y por eso no leían, no inventaban cosas como que las sustancias placenteras le impedían prestar atención a una cosa importante, quisiera yo ver al gringo este enfrente de un león hambriento, sacando el celular por ser adicto al placer que le da el conocimiento de su correo electrónico. Las cosas importantes son así, no dependen de si estamos condicionados o somos yonquis o nos falta una mano o un pie. Bueno, la lectura es evidente que no es nada importante, lo repito, de las miles de cosas importantes en este mundo de las que podemos participar, como es la experiencia del amor, o el buen vivir, la lectura caería incluso después de la salvaje y vulgar necesidad de comer. Que no me vengan a decir los intelectuales gringos y mexicanos que la lectura nos liberará de ser mamíferos, digo de ser como los ratones de laboratorio, o que leer es lo mejor que se puede hacer con el tiempo libre, o que el que lee vive mil vidas y el que no solo una, como si uno quisiera vivir como esclavo más de una vez bajo la tiranía de la Naturaleza (esto último me lo enseñó una canción). La lectura no sirve de nada, es aburrida, horrible, tediosa y nadie quiere practicarla. Me parece aberrante, dicho sea de paso, esta necesidad que se predica por ahí de darle un propósito a la lectura, los textos de “para qué leer” abundan y los que dicen los beneficios de la lectura también, creyendo muy en el fondo que el hombre necesita una recompensa para llevar a cabo las cosas o si no jamás las realizará. Ya más adelante publicaré una entrada sobre lo que pienso acerca del “para qué leer” solo estoy esperando que pase algún tiempo para que nadie se sienta aludido con mi comentario al respecto. Si alguien está interesado en perder su tiempo leyendo el artículo al que me refiero, puedo publicar la liga en un comentario, pero preferiría no hacerlo para no darle promoción. En fin, para terminar me despido con dos divertidos silogismos:

El ratón es mamífero
El hombre es mamífero,
Luego, no podemos leer porque el celular nos da placer y no nos deja concentrar.

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