Morir de amor

 

Morir de amor

 

a 95 años del fallecimiento

de Antonio Gómez Robelo

Lo dijo bien José Emilio Pacheco: “Antonio Gómez Robelo fue el hombre que murió de amor”. Definición que sigue la observación de José Vasconcelos en El desastre: “Pereció Rodión devorado por el deseo”. Cosa curiosa, el apodo juvenil marcó el destino del poeta. Para Julio Torri, Gómez Robelo se encontraba entre los hombres “deliberadamente inadaptados al medio ambiente, atentos sólo a un alto designio espiritual”. Quizá por ello, como señaló Jaime Torres Bodet, “aplazaba la obra para un mañana improbable”. De su único poemario, En el camino (1906), comparto el poema intitulado “Anochecer”.

Cuando, solo, en el bosque milenario,

A la hora triste paso, y en la bruma

De un pálido crepúsculo se esfuma

El camino silente y solitario,

 

 

Cuando agobia mis hombros duelo inmenso

Y en la misma avenida en que te he visto

Me asalta tu recuerdo, y no resisto

Mi soledad, y lloro y en ti pienso,

 

 

La adoración que me consume el alma

Desborda al fin en quejas y clamores;

Oídos da a los árboles: te nombra,

Y aguarda su respuesta…

                                      Triste calma

Se extiende, quedan mudos los rumores

Y al bosque y mi pasión cubre la sombra.

Soneto de sombras, “Anochecer” da la impresión inicial de describir un solo instante, de crear una escena germánicamente romántica: un solitario en el bosque rodeado por la noche y con el corazón destrozado. Y bien puede ser así, aunque eso no lo sea todo. El poema, véase bien, es un soneto, pero con el doceavo verso partido. ¿La extravagancia formal es mero capricho o una sabia orientación para leer el poema? Los dos cuartetos tienen un inicio semejante, pues ambos sitúan dos escenas, dos momentos, de los que da cuenta el poema. Tras la partición del doceavo verso torna evidente la reunión de ambas escenas. La extravagancia formal resalta la comparación que sucede en el poema. Por la partición de la tristeza en el verso doce es posible la noche del alma. Expliquémoslo.

La primera escena sí aparece en un inicio como clásicamente romántica: un caminante solitario pierde el rumbo en el bosque. ¿Qué bosque? El bosque milenario. A primera vista nada añade el adjetivo, pero eso es sólo una impresión inicial. Gómez Robelo adjetiva con precisión toda la estrofa: el bosque es milenario, la hora es triste, el crepúsculo es pálido… sólo el camino tiene dos calificativos. Los adjetivos no están de más; el bosque no es cualquier bosque sino el milenario. ¿Qué es el bosque milenario? Nótese por el camino inverso: el camino silente y solitario sorprende al paseante, pues regularmente el bosque ha de ser rico en voces y compañías. El bosque milenario es la vida de los hombres, la vida de las presencias y las voces. ¿Cómo se silenció la vida? La vida adviene silenciosa en la hora triste, en el pálido crepúsculo… en la muerte. Que la muerte es un pálido crepúsculo no ha de resultar sorprendente: la muerte no brilla y sólo por imaginación nos aparece como ocaso. La muerte pierde el brillo de la vida como el muerto en vida no puede volver a brillar. La primera escena nos presenta a un hombre ante el tiempo de la muerte, el hombre para quien vivir ya no tiene sentido.

Habilidad del poeta, ante el sinsentido aparece el segundo cuarteto. Aparentemente, el segundo cuarteto ya no es rural, sino citadino. Un hombre al filo de la avenida —¿por qué no a un lado de la vía férrea?— cuitado por su soledad, apesadumbrado, abandonado… Note el lector la reiterada presencia de las “eme” en la estrofa. Véase la reiteración como la presentación de la carga y la pena que ensombrecen al solitario. La carga es alevosa ante el recuerdo. El recuerdo es interno; la ciudad, un hecho externo. ¿Y no es la ciudad tan novedosa que pone en peligro los recuerdos? De ahí la avenida: cada uno ha tomado su camino y en la inmensidad de la urbe no volveremos a encontrarnos, no encontraremos a nadie igual. El duelo inmenso del solitario se origina en la vida perdida: nunca más tendrá la misma compañía. En el bosque, el solitario perdió el sentido de su vida; en la ciudad, perdió la mejor compañía. Si el bosque es la palabra, quien renuncia a ella ya no podrá saber por qué vivir. Si la ciudad es la amistad, quien renuncia a ella ya no podrá saber que no sabe. La partición entre amistad y palabra es tan artificial como la del doceavo verso, por ello el poeta ha de reunir en el mismo solitario al bosque y la ciudad.

En los unidos tercetos, el alma da oídos a los árboles. ¡Bellísima imagen! Los árboles, claro, son las voces que conversan en la vida y el solitario presta atención a dichas voces. Sin embargo, las voces no le dicen nada. Palabrería, verbosidad, charla inútil… El solitario nombra aguardando respuesta pero ya no hay quien cuide la palabra. Que muchos dicen muchas cosas es cierto, pero no por ello uno se encuentra entre todos esos dichos. Es la charla vana, superficial, la que agrava la pesadumbre del solitario. No es que no haya alguien para entretenerse pasando el rato, sino que la vida se cubre de sombra cuando la palabra no vale. Renunciar a la palabra, a la amistad, a la vida, a la idea: el solitario se descubre en la sombra del nihilismo, acepta la muerte como recurso último porque ya no atisba lo mejor. El nihilismo se extiende como una triste calma, como la calma triste en que nadie podría morir de amor.

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. Lea usted la historia de la aprobación e implementación de la LEI (Ley de Existencia Indeseada) por la que en México se prohíbe que alguien sea más inteligente que el Supremo Líder. 2. Denuncio leal y patrióticamente la deficiencia del servicio de internet, en particular de los proveedores de los tres ciudadanos y líderes de opinión comprometidos con la tetratransformación histórica que guardaron silencio mientras las feministas destrozaban una zona de la Ciudad de México. El animador de televisión y dos veces doctor Ackerman, el productor de narcoseries y gerente de bots Epigmenio y el difamador moralista don Fede no dijeron nada sobre la inacción de los funcionarios. ¿Se quedaron sin internet o todavía no habían recibido línea? 3. Perdón, me corrijo: la manifestación y los destrozos de ayer no ocurrieron, pues La Jornada online, SDPnoticias y AristeguiNoticias no registraron los hechos. Caray, si yo fuera malpensado.

Coletilla. “For life is quite absurd and death’s the final word”, ¡Hoy se cumplen 40 años!

Variación sobre el milagro

 

Variación sobre el milagro

 

a 60 años del nacimiento de Tedi López Mills

 

And there’s no time when I’m alone

 

¿Quién es el yo que lee el poema? ¿Quién es el yo que mira al mundo? ¿Quién es el yo que puede seguir el oráculo délfico? La experiencia de uno mismo, el saber de sí, tan de sabido, suele olvidársenos. Yo está por descontado. Y sin embargo, yo no se olvida: es misterio sin ser extraño; es extraño que a veces no sea misterio. Sí, hay quien se extraña de sí mismo, quien deja de ser misterio y se conoce tan plenamente que ya nada puede saber de sí: ahí lo vemos arrastrando sus días, parapetado en sus deberes, escudado en su dignidad y jactancioso de su libertad. Hay, en cambio, quien no puede extrañarse de sí, permanente misterio que nunca termina de sondear los límites de su alma, cartógrafo incansable de los litorales del deseo: todo se le va en pensar, en pensarse, en pensarnos… ¿Cómo vive? ¿Cuál es su experiencia? ¿Cómo hablar de un tal yo? Todo esto me viene a la mente al leer el poema “Milagroso movimiento” de Tedi López Mills [Ciudad de México, 1959].

Viene del horizonte este sueño

Y los pájaros de la brisa

Traen el cielo mojado en sus alas.

 

¿Quién te enseñará a vivir?

 

Memoria y deseo aquí también se mezclan:

Fulgores en los quebrantos del agua;

No el recuerdo, su brillo imperfecto.

Mar de voces y cuerpos,

Suave manto de ruido se hunde

Bajo la espuma que lo criba.

 

Festejo el milagroso movimiento:

Blandos confines picados de aletas,

El tenue oleaje que abandona sus orlas en la arena,

Otro tiempo que se iza ensortijado y se estrena despacio.

 

Otros sueños que hechizan las corrientes

Huyen de la orilla que los nombra.

 

Nótese el lugar privilegiado del cuarto verso. Véase que ese verso solitario, esa tenaz pregunta, incendia al poema todo: un sol que ilumina el horizonte del poema. “¿Quién te enseñará a vivir?” es la pregunta maravillada de quien contempla el milagro. ¿Qué milagro? ¿Qué se mueve en el poema?

“Milagroso movimiento” es un poema de la segunda parte de Cinco estaciones [Ediciones Toledo, 1989], poemario con el que Tedi López Mills se dio a conocer en las letras mexicanas hace treinta años. Como en su tiempo observó Adolfo Castañón [Vuelta 169], el título alude al calendario espiritual de Ángelo Silesio: del invierno del pecado al otoño de la plenitud y la muerte inaugurando la quinta estación. El “solitario paisaje del alma” (Christopher Domínguez Michael dixit) que es “Milagroso movimiento” pertenece a la primavera: nacimiento del deseo, maravilla del mundo, despertar de la conciencia. “¿Quién te enseñará a vivir?” es la maravillada pregunta de quien ve claramente el mundo quizá por primera vez. “¿Quién te enseñará a vivir?” pregunta el yo que se descubre misterio. El extraño de sí mismo, en cambio, cree no necesitar a nadie que le enseñe. ¿Cómo llegamos a la pregunta maravillada?

La primera estrofa parece la antesala de la pregunta. Sin embargo, la apariencia es ambigua. Quien habla en el poema ve llegar al sueño, tanto como podría ver la llegada de los pájaros. ¿Sueño y pájaros llegan desde el horizonte? Siendo así, la llegada no podría ser la misma. Vemos a los pájaros llegar en el tiempo, sólo podemos ver la llegada del sueño en el espacio. El horizonte se disocia. Los pájaros, dice quien habla en el poema, traen el cielo mojado en sus alas. ¿Vemos caer la lluvia? O más bien, la temporalidad expuesta por la llegada de los pájaros refresca como la brisa. ¿Cómo no ver en el vuelo de un pájaro la suspensión del tiempo? ¿Cómo no sentir la frescura del mundo cuando el tiempo se suspende en el vuelo? Mas el sueño también podría traer el cielo mojado en sus alas, pues quien despierta del sueño, lo mismo que quien sabe disfrutar de él, redescubre al mundo. ¿En qué difiere la brisa del día de la brisa del sueño? El cielo mojado diluye la diferencia entre el hombre y el mundo; a veces el llanto anticipa el milagro del encuentro.

¿Cómo llegamos al llanto? Tras la pregunta maravillada, la poeta nos da la clave: “memoria y deseo aquí también se mezclan”. Es decir, el poema perteneciente a la segunda estación, el poema de primavera, también se vive en abril. ¿Por qué en abril? Porque “Abril, el más cruel entre los meses, injerta lilas en la tierra inerte, cruza memorias con anhelos, remueve raíces perezosas con lluvias vernales.”, ha dicho Eliot en La tierra baldía. Si hay milagro es porque la muerte hace posible la vida, porque el florecimiento también es posible cuando Dios muere. ¿No es ya un milagro maravilloso?

Va más allá. ¿Cómo se cruzan las memorias y los anhelos? ¿Dónde se mezclan el deseo y la memoria? “Fulgores en los quebrantos del agua” es la imagen de la aparición de las ideas en la propia mente. No hay idea sin memoria, no hay idea sin deseo. Pensar es la reunión de la memoria y el deseo. Pensar es el dón de las hijas de la Memoria a quien cunde en Deseo (cfr. Timeo 51b y Fedro 275a-e). Por la idea se encuentran las materias del sueño y del mundo El maravillado no sólo recuerda las ideas, sino que ve a las ideas desde un brillo imperfecto. Quien deja de pensar, quien se abandona, quien deja de ser misterio, confunde el brillo con cualquier lustro, pierde el sueño, se pierde en el mundo, deja a su sola luz la iluminación sola de su vida: camina solo sin ver nada más allá de sí mismo.

¿Qué es, en cambio, lo otro para el maravillado? Lo otro, “mar de voces y cuerpos”, llega a la ribera de las almas, aparece como Venus en las orillas de los ojos: la luz que brilla tras el llanto de amor. El maravillado ha de cribar los ruidos para reconocer las voces, ha de mirar con cuidado en la espuma para distinguir el agua, ha de observar la precipitación de la arena arremolinada. La espuma es idéntica para quien no se maravilla: todo deseo es el mismo, nada es mejor ni peor. Para quien ya no se maravilla, el remolino de arena es sólo una apariencia; conocedor del tiempo, el hombre ya no puede sorprenderse. Quien no reconoce las voces, no distingue entre el campo oloroso en el jazmín y la ceniza pálida. Quien ha dejado pasar el milagro nunca podrá ver la muerte eterna; ya no vive.

Quien ve el milagro, continúa el poema, está de fiesta. El mundo aparece como la superficie del mar, palpitante de vida; la vida aparece como la fuerza del mar: infinita, infatigable, frágil, tenue, fresca. “Otro tiempo que se iza ensortijado y se estrena despacio”, una nueva oportunidad para seguir sabiéndose. Se vive para izarse a la vida. Se vive para estrenar la vida. La maravilla de saberse vivo es la de saberse misterio todavía.

¿Tanto para eso? Tanto elogiar la maravilla para sólo saberse misterio. Tanto elogiar el misterio para seguir soñando. Tanto para… Precisamente, “otros sueños que hechizan las corrientes huyen de la orilla que los nombra”. Nosotros, tan finitos, tan tenuemente presentes, tan permutables, apenas vamos mirando cada sueño. El resto de los sueños se nos van. Un sueño a la vez. A diferencia de quien deja pasar los milagros, el maravillado quisiera apresarlos todos. ¿Cómo es que alguien podría abandonar un milagro? A veces los sueños nos huyen. Pero a quien abandona el milagro no le huye el sueño, sino que se le escapan los nombres: huye de sí mismo por despreciar a la palabra, huye de sí por temer a la verdad. ¿Arroparse en la tragedia para evitar la dicha? Quizás alguien lo quiera. Y queriéndolo, ¿podría ser yo todavía? Sólo se puede enseñar a vivir cuando yo sigue siendo un misterio. ¿Quién soy yo?

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. «Antes no se podía tocar ni al presidente ni a la prensa, eso ya se acabó», dijo el Señor Presidente mientras amenazaba a la prensa. 2. Las arbitrarias revisiones de los militares de la Guardia Nacional a civiles en el metro de la Ciudad de México no son inconstitucionales porque no son todos los días, dijo Rosa Isela Rodríguez, secretaria de Gobierno de la CDMX. 3. Es peligrosa la nueva Ley de Extinción de Dominio. Sergio Sarmiento apunta: «No hay mayor garantía contra la tiranía como la propiedad». Y Jaime Sánchez Susarrey advierte de la delación normalizada que la nueva ley implica. 4. Interesantísima discusión en la patria: ¿qué corresponde garantizar a las leyes: la libertad sexual o la fidelidad? ¿Bajo qué criterio jerarquizarlas? Importante resolución de la Corte. 5. La secularización no necesariamente barbariza, pero sí contribuye a la incultura. 6. En China se ha producido un ser en gestación parte mono y parte humano.

Coletilla. Bellísimo el último concierto de Joan Baez. Eligió Madrid para despedirse de los escenarios. Tres grandes momentos del concierto. Primero, cantando «Joe Hill», canción que un colectivo liberal adoptó en su lucha contra el franquismo. Segundo, el recuerdo de Rosalía de Castro con «Adiós ríos, adiós fontes». Y, por último, «No nos moverán», que ante los totalitarismos y las discordias bien haríamos en recordar. Bello final.

Mientras el misterio lo consentía

 

Mientras el misterio lo consentía

(Mi afición a Reyes III)

 

A 130 años del nacimiento

y 60 años del fallecimiento

de Alfonso Reyes

 

 

Arrancar una sombra.

Olvidar un olvido.

Luis Cernuda

 

Siempre podré presumir que mi afición a Alfonso Reyes es el único logro de mi vida. He tenido la fortuna de encontrar en Reyes la cortesía y la gracia que no hallo en los más de los días. Leyendo a Reyes he pasado los días más tristes de mi vida; leyendo a Reyes me he encontrado varios de los momentos más alegres de mi vida. Mi afición a Alfonso Reyes es la más grata compañía. Sí, lo sé lector: vida vacía la de un hombre que sólo puede presumir su diálogo con los libros. Pero es lo que tengo, lo que me queda y con lo que me quedo.

         La presencia de Alfonso Reyes en mis días es constante. A veces despierto entusiasmado creyendo haber atrapado un verso maravilloso entre los sueños, pero de pronto a lo largo del día encuentro ese mismo verso en mi libro más hojeado, el tomo X. A veces, tras un día difícil, tras un enojo, tras el cansancio, a punto de dormir, en mi alma Reyes repiquetea porque la vocecita no deja de llorar. Hace unos días, llorando otra vez, nuevamente estaba Reyes en mi alma con la imaginación henchida de fantasmas: me supe grito; algo más que agradecer a don Alfonso. En los momentos difíciles, pero también en los fáciles, ha estado presente Reyes con su “suavidad conmovedora”, como José María Chacón y Calvo distinguió en un diario cubano de octubre de 1922 al poema La elegía de Ítaca.

Ni forma de la vida, ni pensamiento pasa,

ni luz, ni voz, ni tengo calor ni compañía,

cuando, súbitamente, rompiendo el alma mía,

penetran, como pájaros, los ruidos de la casa.

 

¡Claro rumor del agua bajo los platanares,

y canto de las aves en el amanecer!

Y ¡oh visión de las nobles figuras familiares,

que ya no he de miraros donde estabais ayer!

 

Dispersos los hermanos, ¿qué harás, antigua casa

adonde cada objeto me saludaba ya?

¡Si hasta la misma tierra, después que el agua pasa

ansiosa se pregunta si ya no pasará!

 

Camina con tu cruz; llévate, peregrino,

lo poco que guardábamos de paz y de virtud.

Yo voy también abriendo con los pies el camino,

soltando a cada trecho mi gota de salud.

 

Los remos temblorosos esperan la partida:

Ítaca y mis recuerdos, ay amigos, adiós.

Somos dos en la barca: el agua está dormida.

¡Ya diremos los cantos del mar entre los dos!

 

 

Leamos el poema. La primera estrofa se oculta tras una impresión primeriza: que quien habla en el poema está en la plena tranquilidad hasta que un sonido imprevisto lo perturba. Si bien puede leerse así, la plena tranquilidad —si acaso un hombre puede experimentarla— no corresponde con los seis elementos mencionados en los primeros dos versos. Es decir: vida, pensamiento, luz, voz, calor y compañía son límites naturales de la pretensión de una plena tranquilidad. Porque somos hombres queremos llevar nuestra vida a la luz de los pensamientos, con el calor de la compañía, reunidos en la voz. Porque somos hombres buscamos la felicidad en los mejores diálogos, en compañía de los mejores. Cuando eso ya no es posible, o llevamos mala vida, o somos malos hombres. Quien habla en el poema se encuentra ante el problema de su propia felicidad: parece que no puede vivir como los buenos hombres. De ahí la ruptura del alma. No es la tranquilidad interrumpida por el rechinido de una puerta, sino el alma rota en llanto y el eco repitiendo el llanto en una casa desolada. Quien habla en el poema se ha encontrado completamente solo, incapaz de vivir bien, incapaz siquiera de escuchar su propia voz: sólo se repite su propio llanto. ¿Has llorado, lector, tan a solas que el eco de tu llanto incremente tu necesidad de llorar?

         ¿Quién es este hombre sorprendido por su propio llanto? Buscando la respuesta en la memoria, encuentra el paisaje bucólico al inicio de la segunda estrofa. ¿Es muy difícil reconocer allí a Sócrates y a Fedro escuchando el rumor del Iliso bajo el platanar? Claro, en el diálogo platónico cantan las cigarras; en el poema alfonsino cantan las aves. Las cigarras fueron hombres y nos recuerdan nuestra humanidad. A las aves escucha el que llora solitario en este poema, ¿todavía tiene algo que recordar? Del recuerdo, pasa a la mirada. La casa está sola, los lugares asiduos están solos, no aparecerán los que antes aparecían. Quien habla en el poema sabe que nadie vendrá nuevamente a platicar. ¿Por qué?

         La tercera estrofa inicia con una parte de la respuesta: quienes antes nos encontrábamos, en quienes antes nos encontrábamos, ahora están dispersos. Dispersión, claro está, que no habla de espacialidad, sino de aquello que nos reunía. ¿Cómo podemos abandonarnos al grado de no hacernos lo mejor? La pregunta, para quien habla en el poema, para Alfonso, para mí —¿también para ti, lector?—, torna insoportable. Da vuelta sobre uno mismo: ¿qué harás, antigua casa?, ¿qué harás, bendito Alfonso?, ¿qué podría hacer yo? El segundo verso de la tercera estrofa es conmovedor, pues describe el ideal de la hospitalidad: es nuestra casa un lugar en el que cada cosa nos responde, son los de casa aquellos que siempre nos responden. Mas cuando las cosas no están ahí, cuando no nos orientamos entre las cosas, la casa torna ajena. Cuando nos dispersamos al grado de no respondernos —¡hacernos responsables de lo nuestro, de nuestra búsqueda de lo mejor!—, los amigos también tornan ajenos. Responde la sabiduría de don Alfonso: las mismas dudas de este hombre que llora son las de la naturaleza toda. Nunca la tierra tiene asegurado su porvenir. Nunca los hombres tienen seguro su futuro. La tierra se pregunta ansiosa si el agua volverá a pasar. ¿Hay hombres que hagan todavía preguntas ansiosas?

         Más que una pregunta, el poema continúa con otra respuesta. Quien habla en el poema anuncia que dejará todo, lo dejará al que pase, al peregrino que lleva su cruz. Si algo nos queda de paz y virtud, mejor llévelo el peregrino. ¿Cómo perdimos la virtud y la paz? El poema no lo dice. Si acaso hay todavía hombres que hagan preguntas ansiosas, quizás ellos sabrán el destino de la paz y la virtud. Los que estamos con quien habla en el poema en la casa solitaria donde el eco sólo reproduce el llanto y el llanto sólo alimenta al eco, tomaremos camino. ¿Tomar camino es un modo de seguir preguntando? Es hacer camino, eso es claro, pero también es soltar lo que nos queda de salud. ¿Acaso la pérdida de la virtud y de la paz acabó con nuestra salud? ¿Acaso nos vamos porque queremos encontrar la paz y la virtud y con ellas la salud? El poema no nos lo dice; el poeta no puede decirlo.

         La sabiduría de Alfonso Reyes se muestra plenamente ante las preguntas anteriores: los remos están temblorosos. Nos vamos, con miedo, con dolor, con llanto, pero también con una cierta esperanza. Nos despedimos de Ítaca, nos despedimos de los amigos. Nos vamos ahora que el agua está dormida; quedan en paz. Y ahí va quien habla en el poema con lo que le permite hablar. Confianza en cantar nuevamente. Confianza en que la palabra no se ahogue. Confianza en que la vida, incluso cuando parece imposible y en entredicho, busque nuevamente la virtud y la paz. El poema, el tristísimo poema, termina insistiéndonos en la búsqueda de lo mejor. El sabio Alfonso, al despedirse llorando, nos insiste que busquemos lo mejor. Ojalá nosotros asumiéramos su insistencia. Ojalá no dejáramos de buscar lo mejor. Ojalá… Porque la vida no es segura, pero tampoco es tragedia. Porque a pesar de la sequía se puede dar agua todavía. Porque ver lo mejor es amarlo. Porque soy hombre: duro poco. Porque lo mejor siempre será mejor. Por ello, podrá cambiar todo en una vida, pero espero que de la mía Alfonso Reyes no se me vaya nunca.

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. El escritor Guillermo Sheridan recibió en su domicilio una carta de amenaza. La discordia que destila cada mañana el presidente, la intolerancia que caracteriza a su movimiento y la indiferencia a la justicia en el nuevo régimen favorecen las amenazas a la inteligencia.

Coletilla. Tema recurrente en la poesía de Ulalume González de León es el dolor del amante hecho menos por el amado. Ella dedicó muchos poemas a un gran amor que si acaso la leyó, ni la valoró, ni atesoró la belleza. Fue hasta después que tuvo la fortuna de encontrar a Jorge Hernández Campos, el cómplice de su vida, con quien y para quien transformó toda su obra poética. Del número 5 de la revista Vuelta, de abril de 1977, copio “Consejo a un amante”, una exploración del soneto monosilábico con la que quiero recordar a la maravillosa Ulalume a diez años de su fallecimiento.

 

Fiel

vas

tras

él.

 

Miel

das.

Mas

hiel

 

te

da.

De

 

tal,

¡sal

ya!

Amor y palabra

 

Amor y palabra

(Mi afición a Reyes II)

 

A 130 años del nacimiento

y 60 años del fallecimiento

de Alfonso Reyes

Amor y palabra: el lugar del hombre. Mejor, en la reunión del amor y la palabra se encuentra el hombre, sabe de sí, se conoce, se aclara… ¿se explica? Quizá no es para tanto. Mas el amante sabe que negar su amor a la palabra siempre lo oscurece, lo olvida. “Si no conociese a Fedro, no me conocería a mí mismo”, dice Sócrates. Por las palabras, los amantes se conocen. Por el amor, las palabras se dicen. Y por el amor a las palabras, que bien podríamos llamar poesía, sabemos privilegiadamente de nosotros mismos. Valga de ejemplo un ejercicio alfonsecuente.

En junio de 1909, Alfonso Reyes escribió el siguiente poema.

Amiga: por el noble silencio; por el alma

de las cosas silentes de la tarde, y el agua

 

quieta que se enamora de su inmovilidad;

por los labios que tiemblan en el valor de hablar;

 

por el hondo suspiro que se queda en el pecho;

por la yema que apunta en el tallo derecho

 

y, avergonzada acaso de los vivos colores

que ya siente, en la savia, dentro de sí, recoge

 

los pétalos que estaban por salir, y a la tierra

cae con su pudor y su esterilidad.

 

Por todas las estrellas cuya luz no miramos;

por aquella verdad interior que callamos,

 

(¡oh verdad que sólo eres verdad informulada!)

amiga, no dejemos hablar a nuestras almas.

 

No digamos, amiga, lo que sabemos. No

digamos ni a nosotros mismos esta interior

 

palabra. ¡Sí, podría ser eterno! lo sé

Lo siento… hoy duerme, hoy duerme ¡ah, no lo despertéis!

¡Callad que escucha en sueños lo que decimos dél!

 

El poema carece de título. De hecho, en el cuaderno donde se encuentra escrito, las letras iniciales de algunos versos tienen un trazo apresurado, como si delataran al joven que quiere atrapar la inspiración en la tinta. Son cuatro las palabras que están escritas sin titubeos, con una claridad notable del trazo: agua, inmovilidad, colores y recoge. Me llama la atención la seguridad en las últimas dos. Claramente no son consonantes. Se trata de una rima difícil. El joven poeta intentaba algo arriesgado. ¿De qué habla el poema?

El poema procede por comparaciones. Primero compara al silencio y al agua. En segundo lugar, la comparación se encarga de reunir el temor y los suspiros. Luego viene la imagen central: la flor. La tercera comparación es la de oscuridad y silencio. Y tras apelar nuevamente a la amiga, el poema presenta su desenlace. Parece sencillo.

¿Qué es “el alma de las cosas silentes de la tarde”? Simplón sería decir que es sólo una metáfora. Hay más. El poeta nos planta al final del día, terminando los quehaceres, contemplando lo hecho: el silencio satisfecho de haber cumplido un día más de labores. Frente a ello, “el agua quieta que se enamora de su inmovilidad”. ¿Acaso no es la descripción del alma satisfecha? Véase si no: la claridad de verse plenamente a uno mismo, de tenerse tan comprendido que nada en uno se mueve. Quizá la labor cumplida deja al alma parmenídea. ¡Aparente solución de la vida humana! Pero el amor… ah, el amor. Aparecen los labios temblorosos. ¿Cómo podría confesar mi amor? ¿Cómo arriesgarme a perder la tranquilidad del alma? Los labios temblorosos se parecen al íntimo tremor del suspiro sofocado. Suspiramos porque no nos atrevemos a hablar; temblamos silenciosos porque nos aterra la oportunidad perdida. ¿Dónde ha quedado nuestra tranquilidad?

El amante que no se atreve a confesar su amor semeja una flor que se marchita. Ahí está, primero, enamorado, la yema al punto de florecer. Sin embargo, le avergüenzan sus colores (¡ah, los colores del enamorado!), le apena la visibilidad de su pasión, la vida manifiesta en su deseo, la sensualidad de su querencia. La flor recoge sus propios pétalos: frustración de la vida: negación de sí mismo. Y al final, marchita, queda en el suelo pudorosa y estéril: cosa vana.

¿Podría haber sido de otro modo? Oscuridad plena del triste, mareo cósmico de la frustración. ¿Qué será de la luz de esas estrellas que no miramos? (“¿A dónde irán los besos que no damos?”, escuché en una canción; “¿dónde quedarán las llamadas que no son contestadas, los mensajes que nunca llegan?”, se pregunta una entrañable anciana en Nuestro mismo idioma). ¿Estamos condenados a la oscuridad o nuestra vida pudo haber sido luminosa? ¿Hay luz para quien calla la verdad interior?

Y ante las dudas, ante la posibilidad de ser eternos, o ante el miedo de serlo, quizá para evitar el riesgo, quien habla en el poema prefiere callar. ¿Por qué?

En abril de 1910, Alfonso Reyes realizó una segunda versión del poema. Lo intituló “Filosofía a Lálage”.

Duerme en la chispa frágil la palpitante fragua,

y en el fugaz intento nuestra fatalidad:

seamos, por el noble silencio, como el agua

quieta que se enamora de su inmovilidad.

 

¡Lálage! los destinos se enhebran ciegamente,

y, por lo que hoy se acierta, mañana se ha de errar:

amad, mejor que el gárrulo discurso y elocuente,

los labios temblorosos sin el valor de hablar.

 

Irrumpe lo que huíamos por lo que deseamos;

nos entra la derrota por nuestra voluntad;

amemos las estrellas cuya luz no miramos,

y, abajo de la roca, la sensibilidad.

 

Duérmase todo intento como se duerme un niño.

¿A qué abrir un destino como un ciego tropel?

Absórbase la sangre si cae en el armiño,

y no nos oiga el sueño lo que decimos dél.

 

El cambio, lo habrá visto el lector, es notable. Primero se introduce un título y desde ahí se llama la atención a un personaje. El poema, además, mejora formal y rítmicamente. Concentrado en cuatro estrofas, el poema conserva las comparaciones y añade el movimiento entre quien habla en el poema y a quien se habla en el poema. Parece que al sustituir a la cotidiana “amiga” por el personaje Lálage, las comparaciones no sólo son presentadas a la otra persona, sino que permite a cada comparación ir y venir entre los enamorados del poema: pasamos de la confesión amorosa al diálogo de los enamorados. Personificar a veces permite al hombre hablar con mayor claridad que en el discurso directo, pues ante la personificación no se está sólo ante la opinión del otro, sino ante la representación del carácter de otro. ¿Acaso la caracterización nos permitirá comprender el silencio?

Entre 1910 y 1913, Reyes siguió intentando la perfección de su poema. Sin fechar, pero posterior a la segunda versión, se encuentra otro “Filosofía a Lálage”.

Duerme en la chispa frágil la palpitante fragua,

y en el fugaz intento nuestra fatalidad:

seamos, por el noble silencio, como el agua

quieta que se enamora de su inmovilidad.

 

¡Lálage! Los destinos se enhebran ciegamente,

y por lo que hoy se acierta mañana se ha de errar:

amad, mejor que el gárrulo discurso y elocuente,

los labios temblorosos sin el valor de hablar.

 

Irrumpe lo que huíamos por lo que deseamos;

nos entra la derrota por nuestra voluntad:

amemos las estrellas cuya luz no miramos,

y bajo la roca, la sensibilidad.

 

Duérmase todo intento como se duerme un niño

y el destino sofrene, pasmado, su corcel:

absórbase la sangre si cae en el armiño

y no nos oiga el sueño lo que decimos de él.

 

Son pocos los cambios, pero importantes. El más notorio se encuentra en el verso catorce. Además, la puntuación se modifica con la presencia de los dos puntos en el segundo verso de cada estrofa, situando con mayor claridad las comparaciones. También es de resaltar la modificación del sexto verso, que al omitir las comas deja de ser fatalista. Y en la nueva versión del doceavo verso volvemos a mirar arriba. En una forma más refinada, el poema casi se va volviendo filosófico.

¿Quién es Lálage? Lálage es la enamorada del cantor horaciano en Odas I, 22. El poema narra un prodigio. Yendo Fusco por el campo entonando las canciones amorosas que le inspiraba su amada, un lobo apareció, mas no hizo nada al cantor. Al inicio del poema, el episodio se presenta como ejemplar de la fortuna del íntegro y el puro. Al final del poema, Fusco pide que se le libre de prodigios, se le libre de peligros, pues él seguirá cantando y amando a Lálage. Lálage es el amor de un cantor cuya integridad y pureza le vienen únicamente de amar. Horacio podría mostrar que hay un amor despreocupado que nos devuelve a la pureza. ¿Estamos, por tanto, ante un Reyes epicúreo?

En su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua (9 de febrero de 1984), Tarsicio Herrera Zapién [Churintzio, 1935] consideró que en este poema don Alfonso volvía estoico “el epicúreo aire de su modelo”. Pues, evidentemente, la mofa posible en Horacio, parece reprobación en Reyes. ¿Pero no supone eso identificar a Reyes con el Fusco de su poema? Creo yo que Horacio tiene todavía más humor que el permitido por el epicureísmo: Fusco no es nombre de libre, sino de esclavo (su nombre viene del adjetivo para su color de piel). Si Lálage fuese mujer decente, la pureza de amor del esclavo sería pura inocencia (en el más despectivo sentido del término). Si Lálage fuese una (mujer) cualquiera, sobre todo una de la que tanto se habla (nuevamente pensemos en la etimología de su nombre), el amor del esclavo no debería verse desde la llaneza. La ironía de Horacio es más profunda. ¿La captó Alfonso Reyes? “El silencio es el pudor mexicano, nos entendemos a medias palabras”, observó en torno a este poema Max Aub [París, 1903-Ciudad de México, 1972] con su habitual juguetón silencio (Cuadernos Americanos, marzo-abril de 1953).

A mi juicio, el lobo de Horacio es el silencio de Reyes. La buena fama de integridad y pureza de quien se enamora de la mujer pública depende de las palabras del lobo. Publicar es la amenaza en Horacio. En Reyes, la amenaza es romper el silencio, pero no es una amenaza pública, sino privada. Quien habla en el poema de Reyes no va jactándose de su amor, sino que vive el amor entre palabras recurrentemente insuficientes y silencios recurridamente bochornosos. No hay integridad y pureza pública que cantar en el poema de Reyes. El amor alfonsecuente es privado. La Lálage de Reyes no es una mujer pública. Para don Alfonso, el amor no puede ser una sátira, sino que es la dedicación íntima a la felicidad. ¿Quién es, entonces, la Lálage alfonsina? Aquello que uno ama cuando no encuentra los modos de decirle plenamente, esto es con la claridad que da el autoconocimiento y el mutuo conocimiento, cómo es el amor. De la Lálage alfonsina no se habla entre el pueblo; su multitud de palabras nombra el constante esfuerzo por saber de nuestro amor y aclarárnoslo. Leamos el poema.

La estructura de la primera estrofa pone en relación las ideas separadas por los dos puntos. La primera idea es un símil: la vida humana siempre puede arder; vivir humanamente es ser capaz de amar. Una pequeña chispa encierra un gran incendio, como una tímida sonrisa podría encerrar todo un drama amoroso. La fragua es la posibilidad de encontrarnos en el fuego, como la vida común es la posibilidad de vivir sin la fatalidad del drama. Sin embargo, la mediación técnica que posibilita la fragua no tiene equivalente en la vida del enamorado: si en algo se controla a veces el enamorado es en el noble silencio. Mas el silencio alfonsino no es nihilista: sólo si podemos amar con nobleza podemos esperar las palabras del amado. El agua quieta es el alma que se ve a sí misma en espera, paciente: te espero a ti, te añoro, rompe el silencio para llamarme. La llama y la llamada se sugieren con la contraposición perfecta, en la estrofa, entre el fuego y el agua: todo fuego amenaza incendio, el ahogo palpita en el agua; ante la fatalidad, Reyes convoca a la nobleza para reunirnos cálidamente y refrescar nuestras vidas. La unidad de las ideas, como el amor, se muestra a la luz de lo mejor. ¡Estrofa perfecta!

La siguiente estrofa reúne los extremos del hombre; Lálage es la posibilidad del reconocimiento. Si uno no puede hablar de lo que ama, si uno no puede dialogar sobre su amor con quien se ama, los extremos colapsan al hombre y la reunión es imposible. Si la palabra nos permite reunirnos, los extremos encuentran una posibilidad. ¿De qué extremos se trata? Por un lado, el destino y su ciega hilandera. Por otro, la palabra y su abuso latente. Quizá más platónico que nunca, aquí reúne Alfonso a la palabra y al tejido. La reunión inadecuada, por no decir sofística, de la palabra y la vida produce el discurso del destino: historicismo. La desunión inadecuada, por no decir retórica, de la vida y la palabra produce el destino del discurso: hermenéutica. Sólo si podemos hablar para clarificarnos la vida y vivir para aclararnos las palabras, podemos esquivar la tragedia. Sólo porque algunos pueden hablar de su amor, sabemos que la nobleza es posible.

La tercera estrofa continúa la reflexión de la segunda, al tiempo que la amplía hacia un campo distinto. De no continuar la reflexión, el lector se quedaría con la impresión que para Reyes la nobleza de la palabra es solución suficiente de la vida. ¿Cómo podría serlo si lo que permite que los amorosos hablen está más allá de las manos del hombre? La voluntad y el deseo son muy propios, aunque no por ello planificables. La voluntad no es una determinación libre; el deseo no es una reacción. Deseo y voluntad son aquello por lo que el hombre se sabe llevado. Los amorosos son llevados uno al otro por algo más allá de ellos mismos. Porque el deseo no se agota en la propia vida, porque la voluntad del amante nunca se agota en sí misma, por ello el hombre puede aspirar a más. Sólo atisbamos lo mejor cuando el amor nos permite verlo. Así lo prueba el complemento de la estrofa. No miramos a los cielos para arrancar a las estrellas sus secretos; sino que buscamos las estrellas añorando la luz, como el enamorado añora la presencia de quien ama. No buscamos en la tierra para descubrir tesoros; sino que disfrutamos de este mundo por la vida, como el enamorado disfruta la presencia de la vida por quien ama. No hay cuaternidad posible: los amantes se encuentran entre tierra y cielo, entre la luz y los sentidos, atestiguando la maravillosa mediación que es ser más que uno mismo, amar y hablar de lo que se ama.

La última estrofa aumenta la complejidad, pues ya no habla sólo del encuentro de los amorosos, sino de su actividad misma. Por un lado, entre el niño y el armiño se vuelve a la pureza horaciana, pero en otro sentido: el amante ha de dormir mientras no está listo para amar, pero no puede esperar tanto como para que pase el tiempo del amor. El niño ha de ser amado; quizá no sabe amar. Las manchas del armiño son notables en invierno; quizá la mancha es la perdida oportunidad de amar. La oportunidad perdida es sangre: vida desperdiciada. La posibilidad futura es sueño: imaginación y oportunidad. Entre la vida y el sueño, la palabra. Sin embargo, algo no se resuelve en el poema, pues la palabra sofrenada no es igual al silencio cauto. ¿Qué es lo que nos hace callar ante el amor? Quien habla en el poema vuelve a callar, ¿por qué?

Antes del 10 de agosto de 1913, Alfonso Reyes encontró la versión definitiva de su “Filosofía a Lálage”.

Duerme en la chispa frágil la palpitante fragua,

y en el fugaz instante nuestra fatalidad:

seamos, por el noble silencio, como el agua

quieta, que se enamora de su inmovilidad.

 

Al remero del alma, que dé paz a los remos;

al destino, que frene de pronto su corcel.

Apaga el ansia, baja la voz, filosofemos,

y no nos oiga el sueño lo que decimos dél.

 

Alfonso Rangel Guerra [Monterrey, 1928] observó (Norma para el pensamiento: la poesía de Alfonso Reyes, tomo I, El Colegio de México, 2014) el desarrollo del poema como la clarificación de una idea: se necesita un momento de quietud para que la vida pueda ser entendida. Siendo la quietud semejante al silencio y el poema una invitación a la calma. ¡Vuelve el alma parmenídea! Siendo así, ¿dónde ha quedado el amor? Si el silencio alfonsino es renuncia al amor, el poema es un espejo nihilista. Si el silencio alfonsino puede ofrecernos una comprensión del amor, podemos hablar de un silencio noble. Leamos a Reyes.

La versión final de “Filosofía a Lálage” tiene, además del cambio estructural que Rangel Guerra explica muy bien, un cambio muy notorio y otro que no lo es tanto. En el último verso de la primera estrofa, Reyes introduce una coma que produce un interesante encabalgamiento: caída de agua, no espejo, sino cortina que el amor oculta. En la versión anterior decíamos que el agua quieta es el alma que se ve a sí misma en espera, paciente. Ahora, con el encabalgamiento, el alma no sólo se ve a sí misma, sino que reflexiona. El amante ha comprendido de sí la posibilidad misma del fuego: arde en el deseo de lo que ama. Sin embargo, es innoble arder en soledad. No es el alma la que contiene su propio fuego, sino es el enamorado quien se mira arder en las entrañas y resguarda su luz y su calor para llamar a quien ama. Con la sola coma, Alfonso Reyes ha hecho del alma la hornacina del amor. Ven, amémonos, rindamos juntos el tributo del amor al milagro de nuestra vida. No es quietud ni sosiego, es pasión ennoblecida. Eros, el destructor de los trágicos, es aquí quien nos despliega las alas.

El cambio más notorio de la versión definitiva es la conformación de la estrofa final. Reyes comprendió que el silencio cauto y la palabra sofrenada entraban en contradicción. Si bien la vida humana no puede evitar las contrariedades, no por ello el arte habría de producirlas. Desaparecieron el armiño y el niño; es decir, ya no se está a expensas del tiempo (nótese el instante por el intento en el segundo verso), ya no se posterga al amor a nombre de un confiable mañana. En su lugar, aparecen el remero y el auriga. El alma es una barca; el destino es un carruaje. Reyes deja de lado al alma parmenídea. El alma es llevada por la vida como la barca es llevada por la corriente, mas el enamorado lleva remero, alguien más que dirige el alma más allá del puro fluir, a los brazos que son puerto seguro, por los ojos que son único faro, para arribar al abrigo de los labios. Sin embargo, Reyes pide al remero paz y al auriga freno. Se trata de un amante que no quiere encallar. Y el único modo en que el amor no encalla, descubre don Alfonso, es evitando el silencio, evitando callar: ¡filosofemos! Hablemos y no dejemos de hablarnos. Hablemos de nuestro amor porque ese es también un modo de amarnos. A la tentación constante del silencio, a veces del ruborizado que no se atreve a confesar, a veces del incendiado que no haya qué decir, a veces de quien cree que sólo la caricia es elocuente, el poeta Alfonso Reyes opone el amor a la palabra. Para que el amor no nos destruya, para evitar el nihilismo, amemos el amor y amemos la palabra. ¿Qué palabra? Esa que nos hace dichosos. ¿Y quién es el dichoso? Dichoso el que sí ama, pues en la cercanía de su amor encuentra a dios entre sus brazos. Alfonso Reyes logró, en su “Filosofía a Lálage”, decir en voz baja el amor noble. ¿Acaso en medio de nuestro estruendo todavía tendremos oídos nobles?

Námaste Heptákis

 

Coletilla. “Mi voluntad dormita bajo la superficie brillante y negra de una taza de café”. Julio Torri, a 130 años de su nacimiento.

Retrato del temor

 

Retrato del temor

 

Temo la caducidad de los días. No, no creas lector que de pronto he comenzado a sentir náusea por la muerte, que me atenaza la preocupación por la enfermedad o sopeso soluciones cobardes a los días desagradables. No me angustia mi muerte, pues más o menos he vivido de modo agradable. No me preocupa sobremanera mi salud, pues ambos sabemos que al final poco podré hacer por ella. No soy valiente para llevar al final el desengaño, ni del todo cobarde como para cercenar la luz de la mirada. Temo la caducidad de los días porque no confío en que habrá más. De ahí que me sorprenda tanto la confianza con la que aquellos pocos a los que todavía veo, de los que todavía sé, postergan la vida. ¡Cuánto confían en su poder para administrar lo que dan! Yo ya soy un desconfiado: no creo en el mañana. Leo mucho porque a cada rato supongo que no podré volver a leer (y estos ojos que cada día enfocan peor me lo recuerdan recurrentemente, y esta cabeza que a cada rato duele no me deja olvidarlo, y el acecho constante de la migraña me impide mirar a otro lado; no se diga el pie que a veces arrastro, o el brazo que algunos días casi no siento). Cuando platico, quisiera agotar palabras y presencias. Escribo bastante, aunque sólo dejó aquí un breve testimonio cada semana. Ya no confío en el día de mañana. Lo mismo me matan al rato que me muero yo solo. Soy un desconfiado. Ya no confío en el día de mañana. Publico esta entrada creyendo que será la última: quizás pronto todos se van de este blog, quizá seré yo el que no vuelva a publicar aquí, quizá ya no sabré siquiera qué podría compartir con el lector imaginario, quizá no hay ya lector alguno. Temo a la caducidad de los días porque para muchos los días no parecen caducar. Ustedes tienen futuro; yo desengaño.

         En los momentos en que se incrementa el temor suele venir al alma un poema que me conquistó desde la primera vez que lo leí. No creo entenderlo, porque no me entiendo completamente, porque me ignoro demasiado, porque admiro la grandeza de su autor y me dejo llevar por la corriente solo orientado por la luz de su faro. ¿Encallaré? ¿Todo esto será un naufragio? No sé. Leo el poema, lo recuerdo, lo vivo. En lo demás no confío, pues me importa poco, me dice poco, quizá ya no es para mí. Comparto el “Soneto de la dulce queja” de Federico García Lorca.

Tengo miedo a perder la maravilla

de tus ojos de estatua y el acento

que de noche me pone en la mejilla

la solitaria rosa de tu aliento.

 

Tengo pena de ser en esta orilla

tronco sin ramas; y lo que más siento

es no tener la flor, pulpa o arcilla,

para el gusano de mi sufrimiento.

 

Si tú eres el tesoro oculto mío,

si eres mi cruz y mi dolor mojado,

si soy el perro de tu señorío,

 

no me dejes perder lo que he ganado

y decora las aguas de tu río

con hojas de mi otoño enajenado.

El lector ha de saber que entre las versiones del soneto hay algunas variantes importantes. Quizá la más relevante está en el primer verso, que en otra versión dice “No me dejes perder la maravilla”. A favor de esa versión se encuentra la concordancia con el esquema rítmico de todo el cuarteto; esquema que varía con la versión que aquí propongo. Además, argumenta a favor de esa otra versión la relación con el doceavo verso, por la que “maravilla” sería identificable con “lo que he ganado”; no estoy del todo seguro. Una variante más se encuentra en el sexto verso, pues la otra versión tiene coma, ésta tiene punto y coma. Por último, en otra versión el poeta escribe Otoño, así con mayúscula.

Yo recuerdo el poema siempre a partir del “tengo miedo”. Por una parte, lo recuerdo porque siento miedo. Por otra, más importante para que pensemos el poema, me parece que la sola presencia de la maravilla en la vida hace natural y sobrenatural el temor de la pérdida. Tener la oportunidad afortunada, el dón gratuito y la dicha enorme de maravillarse en la vida conlleva inevitablemente el temor de la pérdida. ¿Acaso en el Fedro es evitable el dolor del alma que sabe imposible volver a los cielos? “Tengo miedo a perder la maravilla” está dicho todavía en la plena contemplación de lo maravilloso. Ahí, cuando reconozco que mi vida podría ser plena, ahí también reconozco la fugacidad, la fragilidad, la debilidad con la que yo podría situarme en la plenitud. Temo que la maravilla pase de mí, se pierda y me pierda. “La maravilla de tus ojos de estatua”, dice el poeta. No, no son ojos vacíos e inexpresivos, pues no se explicaría la maravilla. Tampoco es la mirada esquiva de quien prefiere ver hacia otro lado en lo que cree prepararse para vivir la maravilla (se engaña, finalmente, pues la maravilla no es administrable). Los ojos de estatua los experimenta el maravillado, pues mira a ellos queriendo desentrañar el misterio, penetrar el arte, encontrarse en un más allá de la distancia por la que nos hace estatuas la materia.

La siguiente parte del cuarteto parece una sola oración y una sola idea. Sin embargo, el acento encuentra su complemento hasta un verso después. Deliberadamente, parece, el poeta ha dejado sólo al acento. ¿Por qué? El que encuentra en su vida la maravilla no sólo contempla con los ojos: nos maravillan todos los sentidos. Cierto, el acento del que habla el poema es la calidez de la cercanía. Pero un beso, una caricia, la presencia, siempre es algo más allá del tacto. La presencia de la maravilla sabe a la frescura que alegra los días. Las caricias huelen a la emoción del descubrimiento. Los besos se oyen como el concierto de la dicha. Sí, el poema habla de un solo acento, pero dejando al acento solo, nos muestra su pluralidad.

¿Por qué el acento aparece en la noche? No se trata, obviamente, de un beso de buenas noches. Tampoco es, solamente, la despedida. El acento aparece en la noche como el temor en la oscuridad. La noche es el sitio donde uno quisiera confiar en el futuro. La oscuridad es el lugar donde uno más necesita la presencia. Mientras todos van a dormir confiando en el día de mañana, el maravillado del poema sólo puede esperar a que de haber otro día siga siendo posible la maravilla. Mientras que la mayoría espera el alba para volver a trabajar, el maravillado del poema sólo puede volver a vivir cuando amanece, cuando la maravilla solar de su amor vuelve a estar presente en su vida. Por ello, me parece, García Lorca sitúa el acento en la noche.

El acento, decíamos, es el de “la solitaria rosa de tu aliento”. Parece un beso, un beso en la mejilla. Pero no lo es. El cambio en los acentos del verso (4 6 10, frente a 3 6 10 de los dos versos anteriores) modifica la sonoridad, y la modificación se recalca con la repetición de la “s”. Federico resalta la soledad. Es decir, en la noche, cuando se siente solo, el maravillado del poema suspira por un beso. Imaginemos al personaje del poema solo, en la noche, diciendo en voz baja, susurrando, el nombre de su amor. Aspirando a la compañía. Añorando la presencia. El solitario suspira doloroso el resquemor de su anhelo.

En la segunda estrofa se pierde plenamente la regularidad acentual de la primera. Es decir, el solitario penetra en el drama nocturno de su temor. Se sabe solo: “tengo pena de ser en esta orilla”. Véase bien. Tiene pena, le apena su soledad. ¿Cómo ha podido llegar a ese estado solitario? ¿Quién hubiese imaginado su tristeza solitaria? ¿Cómo explicar que alguien tan dado a tratar con el mundo y los hombres se arrincona solitario en su penar? Pero también tiene pena, le acongoja, le hace sufrir su estado. ¿Qué estado? El de una separación inevitable: él está en una orilla del mundo muy distinta a aquella en que se encuentran los demás. ¿Cruzó un río, como el Aqueronte? ¿Acaso libró el abismo? ¿O es que el maravillado del poema ha visto lo que todos los demás no podrían ver? No podemos decirlo en tanto no sepamos quién es el maravillado del poema.

El poeta describe al maravillado sucintamente: tronco sin ramas. El maravillado no puede dar frutos. La lectura vulgar señalará a la biografía del poeta. Yo prefiero pensar en una imagen platónica; pero no la diré. El tronco sin ramas carece de frutos, cierto, pero también es un mal árbol, no siguió su naturaleza perfecta. Pero también puede ser el árbol cercenado por la técnica. O bien, puede ser un mal refugio. No vengas a mí si quieres ocultarte, mentirte, engañarte. En el árbol sin ramas sólo puedes verte a ti mismo. El árbol sin ramas claramente es inútil para la mayoría de las utilidades, poco atractivo para las intenciones comunes, ni siquiera sirve para cruzar el río pues está allá en el lado solitario. La soledad del tronco sin ramas se recalca con la puntuación del sexto verso.

“Y lo que más siento” responde lo mismo al penar que a lo más evidente. El maravillado del poema siente sobremanera la pena de su soledad, de la inevitabilidad solitaria. O bien, lo que más siente es su incapacidad, siente que a pesar de todos sus esfuerzos la maravilla se quiere disipar. A mi juicio, no siente tanto la pena por su soledad como la limitación de su propia naturaleza: “no tener la flor, pulpa o arcilla”. Nada tiene el maravillado del poema para llamar la atención de su amor. Carece de flor, por lo que no parece ser capaz de atraer a su amor. Carece de pulpa, por lo que no podría mantener cerca a su amor en el pleno goce. Carece de arcilla, por lo que no podría satisfacer las necesidades productivas de su amor. ¿Por qué su amor busca la arcilla? Porque no se ha dado cuenta que no es Dios, que no puede hacer a otro hombre e insuflarle vida. El hombre busca arcilla confiando en la posibilidad de transformarse, de hacerse conforme a sus planes. Quiere arcilla para ser otro, teme conocerse a sí mismo, ser el que es. ¿Por qué su amor busca la pulpa? Porque no sabe qué es el placer y va por el mundo consumiendo los frutos. El hombre que cree al mundo inagotable hace todo por perderse en el mundo para nunca encontrarse. Quisiera perderse para justificarse. ¿Por qué su amor busca la flor? Porque afirma no tener ojos, supone tenerlos de estatua. ¿Hasta dónde puede uno olvidarse de sí mismo?

La segunda estrofa termina en uno de los versos más perturbadores: “en el gusano de mi sufrimiento”. Porque el hombre que se está viendo a sí mismo, que permanece en el ejercicio de conocerse, que teme perder la maravilla, parece que inevitablemente sufre. Y sí, el sufrimiento es como un gusano. No se trata del dolor que se identifica fácilmente en las superficies de lo que la gente llama cuerpo. No se trata de la depresión que los especialistas determinan como un estado. Se trata de un gusano que uno siente en su interior, que nos carcome, que va apareciendo donde uno no creía llegar a verlo. Uno sufre cuando descubre su vida como una crisálida abandonada. Este verso tiene el mismo esquema acentual que el onceavo, al final de la siguiente estrofa.

El primer terceto resalta por sus condicionales. En el verso noveno aparece por primera vez el “tú” que ha movido a todo el poema. El solitario que habla en el poema identifica plenamente a la maravilla como un tesoro oculto. ¿Quién lo ha ocultado? Precisamente en eso consiste la maravilla: sólo el enamorado encuentra lo mejor del amado. Sólo por la mirada del amante brilla la maravilla del amado. El tesoro permanece oculto en tanto el amor no sea posible. La maravilla podría ser preludio del amor, pero también obertura de la tristeza o prefacio de la desolación. Por ello el poema continúa con la cruz y el dolor mojado. Sí, la dificultad de vivir la maravilla parece casi un sacrificio, nos arranca lágrimas y dolor. ¡San Sebastián! Sin embargo, no es suplicio, no es reclamo: se trata de la dulce queja de quien cambia la sangre por llanto, de quien no necesariamente va a morir —se trata de evitar las culpas— pero sabe que sin duda por salvar la maravilla querría sacrificarse.

El onceavo verso es tan perturbador como el octavo: “si soy el perro de tu señorío”. Cualquier lector malintencionado vería aquí sólo un acto de sumisión. Alguien de pocas miras leería un chantaje exagerado. Yo no puedo pensar mal de Federico García Lorca, lo admiro. Creo que el verso no marca ni un reproche ni una humillación; se trata de una dulce queja. Quien habla en el poema le recuerda al amado que le ha sido fiel, que no están justificadas sus desconfianzas, que no se trata de una lucha de fuerzas, que nada resta su señorío. ¿Por qué sería importante resaltar la fidelidad? Porque quien habla en el poema no está en un acto desesperado. El temor por perder la maravilla no ha de arrastrarnos a la destrucción de lo maravilloso. Temeroso, quien habla el poema recuerda que han podido maravillarse. ¿Y no vale todo el esfuerzo para mantener la maravilla?

Los condicionales se resuelven en el doceavo verso: “no me dejes perder lo que he ganado”. Se trata de una apuesta total. La maravilla les permitió encontrarse. Destruir la maravilla, dejarla pasar, les hará perderse. El “no me dejes” pide al otro y pide a sí mismo: ¡estamos en la misma orilla! Nuestra condición es de iguales. La sospecha es que el otro no se ha dado cuenta. ¿Y qué pasaría si acaso se diese cuenta?

El poema termina presentando en una imagen la posibilidad de la vida junta: “decora las aguas de tu río con hojas de mi otoño enajenado”. No se trata ya de la preocupación por las flores que tuvo el otro cuando se creía del otro lado. Se trata ahora, tras saber que están del mismo lado, de que el otro se apoye en el uno para dar apariencia a su vida. Para ello, quien habla en el poema ofrece su otoño, su retraimiento, su retiro: la fidelidad que el otro ya ha experimentado pero llevada a ese sitio privado en que ambos se conocen y pueden hacer frente al mundo. El esquema acentual del último verso varía respecto a los otros dos del terceto (2 6 10 frente a 3 6 10), con lo que el poeta pone atención en las hojas. ¿Qué son las hojas de un hombre? A veces las palabras, a veces los actos públicos, a veces el modo en que alguien ha de hablar para que algo quede claro. Termina así el poema con el otoño enajenado: el poeta nos entrega sus palabras, el amante nos entrega sus letras, nos damos. ¿Y no es una dulce queja la maravillada invitación a darse?

Námaste Heptákis

 

Coletilla. “Soledad con caridad, purifica el corazón; soledad con odio, lo turba”. Evagrio Póntico