Comparaciones

La actividad de comparar es exclusiva del ser humano. Es una modalidad del conocimiento; más específicamente: del autoconocimiento. Aunque hay de comparación a comparaciones. Aquí, como en las revistas de chismes que intentan incentivar la violación a la privacidad, no se van a hacer comparaciones como “yo no soy así como x” o “ni que fuera como tal para llegar a esos niveles”. Comparaciones como las anteriores podrían llevarnos a ver “vanos fantasmas de niebla y de luz”. Aunque no se puede negar que también son comparaciones. Pero hay comparaciones que no se quedan en el plano anecdótico y son las que vemos nacer en la literatura. Hacer una comparación es un ejercicio poético.

Leemos “su furia era como la de un León”; podemos entender lo que sería capaz de hacer el personaje con esa furia o lo difícil que fue contenerla y también podríamos comparar lo que estamos leyendo con otras personas que también conocemos. La comparación nace de dos características de dos ámbitos distintos que conocemos y son semejantes la una de la otra. La furia, el que alguien padezca un enojo casi extremo, nunca experimentado, se asemeja a lo que vemos o sabemos que hace comúnmente un león. Cuando vemos a una persona comer velozmente y en abundancia, algunos suelen decir que “tiene hambre de perro”, pues hemos visto a los perros, cuando tienen hambre, devorar su comida. Si comparamos las dos comparaciones recientes, notamos que la primera tiene una mayor amplitud, pues no sólo nos muestra un aspecto de la furia, sino que la persona furibunda puede ser violenta llevada por su furia, así como notamos que cuando se encuentra muy enojado cree que tiene la fuerza de un león; además un león causa miedo. Para no darle más significado del que realmente tiene a una comparación, a veces se precisa o acota, según lo que se diga y el contexto en el que se diga. Es diferente si se dijera “león hambriento” o “el regreso de su furia mostró por qué le decían león famélico”. Aunque los problemas de estas comparaciones, además de las específicas diferencias que tenemos con los animales, son que en la ciudad ya no vemos leones en su ambiente y que estamos más acostumbrados al trato con la tecnología. Hablamos más de “mood”, “tengo la pila llena”,  “dejar en visto”, “bloquear”, etc. Estas comparaciones nos muestran que tenemos más diferencias que semejanzas con los celulares y las Apps. Pero, quienes hacen  etc. n visto» llena»ato con la tecnologgnsu ambiente y que estamos mpuede ser violenta llevada por su furia, asomunmente uso de esas comparaciones ¿creen o suponen que tenemos más semejanzas con los celulares que con los animales? O, peor aún, ¿su experiencia sólo les muestra eso? Todavía mucho peor, ¿quieren convertirse en celulares? Tal vez sea exagerado suponer que las personas sólo quieren reaccionar ante los estímulos y ser ajenos a casi toda responsabilidad, pero al menos el exclusivo uso de estas comparaciones (junto con sus antepasadas de fuerza, energía e intensidad) muestran la forma como creemos entendernos.

Yaddir

Morir de amor

 

Morir de amor

 

a 95 años del fallecimiento

de Antonio Gómez Robelo

Lo dijo bien José Emilio Pacheco: “Antonio Gómez Robelo fue el hombre que murió de amor”. Definición que sigue la observación de José Vasconcelos en El desastre: “Pereció Rodión devorado por el deseo”. Cosa curiosa, el apodo juvenil marcó el destino del poeta. Para Julio Torri, Gómez Robelo se encontraba entre los hombres “deliberadamente inadaptados al medio ambiente, atentos sólo a un alto designio espiritual”. Quizá por ello, como señaló Jaime Torres Bodet, “aplazaba la obra para un mañana improbable”. De su único poemario, En el camino (1906), comparto el poema intitulado “Anochecer”.

Cuando, solo, en el bosque milenario,

A la hora triste paso, y en la bruma

De un pálido crepúsculo se esfuma

El camino silente y solitario,

 

 

Cuando agobia mis hombros duelo inmenso

Y en la misma avenida en que te he visto

Me asalta tu recuerdo, y no resisto

Mi soledad, y lloro y en ti pienso,

 

 

La adoración que me consume el alma

Desborda al fin en quejas y clamores;

Oídos da a los árboles: te nombra,

Y aguarda su respuesta…

                                      Triste calma

Se extiende, quedan mudos los rumores

Y al bosque y mi pasión cubre la sombra.

Soneto de sombras, “Anochecer” da la impresión inicial de describir un solo instante, de crear una escena germánicamente romántica: un solitario en el bosque rodeado por la noche y con el corazón destrozado. Y bien puede ser así, aunque eso no lo sea todo. El poema, véase bien, es un soneto, pero con el doceavo verso partido. ¿La extravagancia formal es mero capricho o una sabia orientación para leer el poema? Los dos cuartetos tienen un inicio semejante, pues ambos sitúan dos escenas, dos momentos, de los que da cuenta el poema. Tras la partición del doceavo verso torna evidente la reunión de ambas escenas. La extravagancia formal resalta la comparación que sucede en el poema. Por la partición de la tristeza en el verso doce es posible la noche del alma. Expliquémoslo.

La primera escena sí aparece en un inicio como clásicamente romántica: un caminante solitario pierde el rumbo en el bosque. ¿Qué bosque? El bosque milenario. A primera vista nada añade el adjetivo, pero eso es sólo una impresión inicial. Gómez Robelo adjetiva con precisión toda la estrofa: el bosque es milenario, la hora es triste, el crepúsculo es pálido… sólo el camino tiene dos calificativos. Los adjetivos no están de más; el bosque no es cualquier bosque sino el milenario. ¿Qué es el bosque milenario? Nótese por el camino inverso: el camino silente y solitario sorprende al paseante, pues regularmente el bosque ha de ser rico en voces y compañías. El bosque milenario es la vida de los hombres, la vida de las presencias y las voces. ¿Cómo se silenció la vida? La vida adviene silenciosa en la hora triste, en el pálido crepúsculo… en la muerte. Que la muerte es un pálido crepúsculo no ha de resultar sorprendente: la muerte no brilla y sólo por imaginación nos aparece como ocaso. La muerte pierde el brillo de la vida como el muerto en vida no puede volver a brillar. La primera escena nos presenta a un hombre ante el tiempo de la muerte, el hombre para quien vivir ya no tiene sentido.

Habilidad del poeta, ante el sinsentido aparece el segundo cuarteto. Aparentemente, el segundo cuarteto ya no es rural, sino citadino. Un hombre al filo de la avenida —¿por qué no a un lado de la vía férrea?— cuitado por su soledad, apesadumbrado, abandonado… Note el lector la reiterada presencia de las “eme” en la estrofa. Véase la reiteración como la presentación de la carga y la pena que ensombrecen al solitario. La carga es alevosa ante el recuerdo. El recuerdo es interno; la ciudad, un hecho externo. ¿Y no es la ciudad tan novedosa que pone en peligro los recuerdos? De ahí la avenida: cada uno ha tomado su camino y en la inmensidad de la urbe no volveremos a encontrarnos, no encontraremos a nadie igual. El duelo inmenso del solitario se origina en la vida perdida: nunca más tendrá la misma compañía. En el bosque, el solitario perdió el sentido de su vida; en la ciudad, perdió la mejor compañía. Si el bosque es la palabra, quien renuncia a ella ya no podrá saber por qué vivir. Si la ciudad es la amistad, quien renuncia a ella ya no podrá saber que no sabe. La partición entre amistad y palabra es tan artificial como la del doceavo verso, por ello el poeta ha de reunir en el mismo solitario al bosque y la ciudad.

En los unidos tercetos, el alma da oídos a los árboles. ¡Bellísima imagen! Los árboles, claro, son las voces que conversan en la vida y el solitario presta atención a dichas voces. Sin embargo, las voces no le dicen nada. Palabrería, verbosidad, charla inútil… El solitario nombra aguardando respuesta pero ya no hay quien cuide la palabra. Que muchos dicen muchas cosas es cierto, pero no por ello uno se encuentra entre todos esos dichos. Es la charla vana, superficial, la que agrava la pesadumbre del solitario. No es que no haya alguien para entretenerse pasando el rato, sino que la vida se cubre de sombra cuando la palabra no vale. Renunciar a la palabra, a la amistad, a la vida, a la idea: el solitario se descubre en la sombra del nihilismo, acepta la muerte como recurso último porque ya no atisba lo mejor. El nihilismo se extiende como una triste calma, como la calma triste en que nadie podría morir de amor.

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. Lea usted la historia de la aprobación e implementación de la LEI (Ley de Existencia Indeseada) por la que en México se prohíbe que alguien sea más inteligente que el Supremo Líder. 2. Denuncio leal y patrióticamente la deficiencia del servicio de internet, en particular de los proveedores de los tres ciudadanos y líderes de opinión comprometidos con la tetratransformación histórica que guardaron silencio mientras las feministas destrozaban una zona de la Ciudad de México. El animador de televisión y dos veces doctor Ackerman, el productor de narcoseries y gerente de bots Epigmenio y el difamador moralista don Fede no dijeron nada sobre la inacción de los funcionarios. ¿Se quedaron sin internet o todavía no habían recibido línea? 3. Perdón, me corrijo: la manifestación y los destrozos de ayer no ocurrieron, pues La Jornada online, SDPnoticias y AristeguiNoticias no registraron los hechos. Caray, si yo fuera malpensado.

Coletilla. “For life is quite absurd and death’s the final word”, ¡Hoy se cumplen 40 años!

Variación sobre el milagro

 

Variación sobre el milagro

 

a 60 años del nacimiento de Tedi López Mills

 

And there’s no time when I’m alone

 

¿Quién es el yo que lee el poema? ¿Quién es el yo que mira al mundo? ¿Quién es el yo que puede seguir el oráculo délfico? La experiencia de uno mismo, el saber de sí, tan de sabido, suele olvidársenos. Yo está por descontado. Y sin embargo, yo no se olvida: es misterio sin ser extraño; es extraño que a veces no sea misterio. Sí, hay quien se extraña de sí mismo, quien deja de ser misterio y se conoce tan plenamente que ya nada puede saber de sí: ahí lo vemos arrastrando sus días, parapetado en sus deberes, escudado en su dignidad y jactancioso de su libertad. Hay, en cambio, quien no puede extrañarse de sí, permanente misterio que nunca termina de sondear los límites de su alma, cartógrafo incansable de los litorales del deseo: todo se le va en pensar, en pensarse, en pensarnos… ¿Cómo vive? ¿Cuál es su experiencia? ¿Cómo hablar de un tal yo? Todo esto me viene a la mente al leer el poema “Milagroso movimiento” de Tedi López Mills [Ciudad de México, 1959].

Viene del horizonte este sueño

Y los pájaros de la brisa

Traen el cielo mojado en sus alas.

 

¿Quién te enseñará a vivir?

 

Memoria y deseo aquí también se mezclan:

Fulgores en los quebrantos del agua;

No el recuerdo, su brillo imperfecto.

Mar de voces y cuerpos,

Suave manto de ruido se hunde

Bajo la espuma que lo criba.

 

Festejo el milagroso movimiento:

Blandos confines picados de aletas,

El tenue oleaje que abandona sus orlas en la arena,

Otro tiempo que se iza ensortijado y se estrena despacio.

 

Otros sueños que hechizan las corrientes

Huyen de la orilla que los nombra.

 

Nótese el lugar privilegiado del cuarto verso. Véase que ese verso solitario, esa tenaz pregunta, incendia al poema todo: un sol que ilumina el horizonte del poema. “¿Quién te enseñará a vivir?” es la pregunta maravillada de quien contempla el milagro. ¿Qué milagro? ¿Qué se mueve en el poema?

“Milagroso movimiento” es un poema de la segunda parte de Cinco estaciones [Ediciones Toledo, 1989], poemario con el que Tedi López Mills se dio a conocer en las letras mexicanas hace treinta años. Como en su tiempo observó Adolfo Castañón [Vuelta 169], el título alude al calendario espiritual de Ángelo Silesio: del invierno del pecado al otoño de la plenitud y la muerte inaugurando la quinta estación. El “solitario paisaje del alma” (Christopher Domínguez Michael dixit) que es “Milagroso movimiento” pertenece a la primavera: nacimiento del deseo, maravilla del mundo, despertar de la conciencia. “¿Quién te enseñará a vivir?” es la maravillada pregunta de quien ve claramente el mundo quizá por primera vez. “¿Quién te enseñará a vivir?” pregunta el yo que se descubre misterio. El extraño de sí mismo, en cambio, cree no necesitar a nadie que le enseñe. ¿Cómo llegamos a la pregunta maravillada?

La primera estrofa parece la antesala de la pregunta. Sin embargo, la apariencia es ambigua. Quien habla en el poema ve llegar al sueño, tanto como podría ver la llegada de los pájaros. ¿Sueño y pájaros llegan desde el horizonte? Siendo así, la llegada no podría ser la misma. Vemos a los pájaros llegar en el tiempo, sólo podemos ver la llegada del sueño en el espacio. El horizonte se disocia. Los pájaros, dice quien habla en el poema, traen el cielo mojado en sus alas. ¿Vemos caer la lluvia? O más bien, la temporalidad expuesta por la llegada de los pájaros refresca como la brisa. ¿Cómo no ver en el vuelo de un pájaro la suspensión del tiempo? ¿Cómo no sentir la frescura del mundo cuando el tiempo se suspende en el vuelo? Mas el sueño también podría traer el cielo mojado en sus alas, pues quien despierta del sueño, lo mismo que quien sabe disfrutar de él, redescubre al mundo. ¿En qué difiere la brisa del día de la brisa del sueño? El cielo mojado diluye la diferencia entre el hombre y el mundo; a veces el llanto anticipa el milagro del encuentro.

¿Cómo llegamos al llanto? Tras la pregunta maravillada, la poeta nos da la clave: “memoria y deseo aquí también se mezclan”. Es decir, el poema perteneciente a la segunda estación, el poema de primavera, también se vive en abril. ¿Por qué en abril? Porque “Abril, el más cruel entre los meses, injerta lilas en la tierra inerte, cruza memorias con anhelos, remueve raíces perezosas con lluvias vernales.”, ha dicho Eliot en La tierra baldía. Si hay milagro es porque la muerte hace posible la vida, porque el florecimiento también es posible cuando Dios muere. ¿No es ya un milagro maravilloso?

Va más allá. ¿Cómo se cruzan las memorias y los anhelos? ¿Dónde se mezclan el deseo y la memoria? “Fulgores en los quebrantos del agua” es la imagen de la aparición de las ideas en la propia mente. No hay idea sin memoria, no hay idea sin deseo. Pensar es la reunión de la memoria y el deseo. Pensar es el dón de las hijas de la Memoria a quien cunde en Deseo (cfr. Timeo 51b y Fedro 275a-e). Por la idea se encuentran las materias del sueño y del mundo El maravillado no sólo recuerda las ideas, sino que ve a las ideas desde un brillo imperfecto. Quien deja de pensar, quien se abandona, quien deja de ser misterio, confunde el brillo con cualquier lustro, pierde el sueño, se pierde en el mundo, deja a su sola luz la iluminación sola de su vida: camina solo sin ver nada más allá de sí mismo.

¿Qué es, en cambio, lo otro para el maravillado? Lo otro, “mar de voces y cuerpos”, llega a la ribera de las almas, aparece como Venus en las orillas de los ojos: la luz que brilla tras el llanto de amor. El maravillado ha de cribar los ruidos para reconocer las voces, ha de mirar con cuidado en la espuma para distinguir el agua, ha de observar la precipitación de la arena arremolinada. La espuma es idéntica para quien no se maravilla: todo deseo es el mismo, nada es mejor ni peor. Para quien ya no se maravilla, el remolino de arena es sólo una apariencia; conocedor del tiempo, el hombre ya no puede sorprenderse. Quien no reconoce las voces, no distingue entre el campo oloroso en el jazmín y la ceniza pálida. Quien ha dejado pasar el milagro nunca podrá ver la muerte eterna; ya no vive.

Quien ve el milagro, continúa el poema, está de fiesta. El mundo aparece como la superficie del mar, palpitante de vida; la vida aparece como la fuerza del mar: infinita, infatigable, frágil, tenue, fresca. “Otro tiempo que se iza ensortijado y se estrena despacio”, una nueva oportunidad para seguir sabiéndose. Se vive para izarse a la vida. Se vive para estrenar la vida. La maravilla de saberse vivo es la de saberse misterio todavía.

¿Tanto para eso? Tanto elogiar la maravilla para sólo saberse misterio. Tanto elogiar el misterio para seguir soñando. Tanto para… Precisamente, “otros sueños que hechizan las corrientes huyen de la orilla que los nombra”. Nosotros, tan finitos, tan tenuemente presentes, tan permutables, apenas vamos mirando cada sueño. El resto de los sueños se nos van. Un sueño a la vez. A diferencia de quien deja pasar los milagros, el maravillado quisiera apresarlos todos. ¿Cómo es que alguien podría abandonar un milagro? A veces los sueños nos huyen. Pero a quien abandona el milagro no le huye el sueño, sino que se le escapan los nombres: huye de sí mismo por despreciar a la palabra, huye de sí por temer a la verdad. ¿Arroparse en la tragedia para evitar la dicha? Quizás alguien lo quiera. Y queriéndolo, ¿podría ser yo todavía? Sólo se puede enseñar a vivir cuando yo sigue siendo un misterio. ¿Quién soy yo?

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. «Antes no se podía tocar ni al presidente ni a la prensa, eso ya se acabó», dijo el Señor Presidente mientras amenazaba a la prensa. 2. Las arbitrarias revisiones de los militares de la Guardia Nacional a civiles en el metro de la Ciudad de México no son inconstitucionales porque no son todos los días, dijo Rosa Isela Rodríguez, secretaria de Gobierno de la CDMX. 3. Es peligrosa la nueva Ley de Extinción de Dominio. Sergio Sarmiento apunta: «No hay mayor garantía contra la tiranía como la propiedad». Y Jaime Sánchez Susarrey advierte de la delación normalizada que la nueva ley implica. 4. Interesantísima discusión en la patria: ¿qué corresponde garantizar a las leyes: la libertad sexual o la fidelidad? ¿Bajo qué criterio jerarquizarlas? Importante resolución de la Corte. 5. La secularización no necesariamente barbariza, pero sí contribuye a la incultura. 6. En China se ha producido un ser en gestación parte mono y parte humano.

Coletilla. Bellísimo el último concierto de Joan Baez. Eligió Madrid para despedirse de los escenarios. Tres grandes momentos del concierto. Primero, cantando «Joe Hill», canción que un colectivo liberal adoptó en su lucha contra el franquismo. Segundo, el recuerdo de Rosalía de Castro con «Adiós ríos, adiós fontes». Y, por último, «No nos moverán», que ante los totalitarismos y las discordias bien haríamos en recordar. Bello final.

Cristal de dura roca

 

Cristal de dura roca

 

 

a 115 años del nacimiento

de Salvador Novo

 

Salvador Novo es una contradicción constante en mi vida. Vuelvo a Novo y huyo de él. A veces, creo iluso que he escudriñado sus versos al grado que no me deparará sorpresa alguna, mas una alusión, apenas reojo, me deja nuevamente expuesto, como quien se sabe descubierto. En ocasiones recorro confiado la silueta del personaje como si pudiese asegurarme que no me volverá a perturbar; confianza insensata. Hay días en que me asumo libre del demoledor juicio de Paz; otros en que me inunda la sospecha por mis simpatías con Fabre. Salvador Novo es una contradicción constante en mi vida; volver a él me hace volver a mí… al menos en un sentido. Cuando el diálogo era posible y yo hablaba de Novo, la actitud usual de los demás era condescendencia ilustrada o franca escapatoria. Condescendencia, porque soportaban una vez más mi gusto por un poeta rarito, toleraban mi simpatía por la amargura mordaz o una equívoca predilección por la moral dudosa. Escapatoria, claro está, de la dudosa moralidad, la mordaz amargura y lo rarito —inaceptables para el hombre cabal, para el machito ilustrado o para el timorato incapaz de preguntar por sí mismo—. “Novo estaría muy bien, si no fuera por sus detalles”, parece que los demás pensaban; nunca lo dijeron, nunca me lo dijeron. Sólo recuerdo dos personas con las que pude conversar sobre Novo. Uno, que se deleitaba en la cita procaz: “Miro la vida con mortal enojo; y todo esto me pasa, dueño mío, porque hace una semana que no cojo”; nunca sabré si la procacidad lo deleitaba cáusticamente. Otro, apreciaba a Novo por los anillos y las pelucas; aprecio inexplicable, pues él las sabe lucir mejor. Lo importante, empero, es que además de ser contradictorio en mi vida, Novo provoca contradicción en los demás. Quizá no sea exagerado afirmar que Novo produjo repulsión para ocultar su atractivo, que Novo produjo su propia contradicción.

Quien mejor conoció a Novo fue también quien mejor lo explicó. Sobre su modo de escribir apuntó certero: “su dinamismo, su novedad, se logran por medio de asociaciones de ideas de una rapidez increíble”. Por ello, “es el poeta que sustantiva las sugestiones más fugaces e inasibles. Y no es que sea más inteligente que sagaz y emotivo. Sucede, sí, que en sus poesías la nota sensible está detrás de las observaciones, de las imágenes”. Para leer a Novo, según esto, será necesario ir más allá de la imagen de sí mismo, de la contradicción inicial con la que a primera vista se presenta. Quizá por ello es que me parece tan interesante el poema Elegía, pues es el único de toda la obra de Salvador Novo en que el plural abarca a más de dos personas y lo incluye a él mismo. Si hay poema en que Novo describa su nocturno mar y lo reconozca en otro, ese poema es elegía. Leámoslo.

Los que tenemos unas manos que no nos pertenecen,

grotescas para la caricia, inútiles para el taller o la azada,

largas y fláccidas como una flor privada de simiente

o como un reptil que entrega su veneno

porque no tiene nada más que ofrecer.

 

Los que tenemos una mirada culpable y amarga

por donde mira la Muerte no lograda del mundo

y fulge una sonrisa que se congela frente a las estatuas desnudas

porque no podrá nunca cerrarse sobre los anillos de oro

ni entregarse como una antorcha sobre los horizontes del Tiempo

en una noche cuya aurora es solamente este mediodía

que nos flagela la carne por instantes arrancados a la eternidad.

 

Los que hemos rodado por los siglos como una roca desprendida del Génesis

sobre la hierba o entre la maleza en desenfrenada carrera

para no detenernos nunca ni volver a ser lo que fuimos

mientras los hombres van trabajosamente ascendiendo

y brotan otras manos de sus manos para torcer el rumbo de los vientos

o para tiernamente enlazarse.

 

Los que vestimos cuerpos como trajes envejecidos

a quienes basta el hurto o la limosna de una migaja que es todo el pan y la única hostia

hemos llegado al litoral de los siglos que pesan sobre nuestros corazones angustiados

y no veremos nunca con nuestros ojos limpios

otro día que este día en que toda la música del universo

se cifra en una voz que no escucha nadie entre las palabras vacías

y en el sueño sin agua ni palabras en la lengua de la arcilla y el humo.

 

El acercamiento usual a los poemas de Nuevo amor señala el recurso a confundir el yo de quien habla en el poema con el tú al que se habla en el poema, de modo que así suele explicarse el raro plural que da inicio a cada estrofa. No concuerdo con dicho acercamiento. Creo que para comprender el poema se han de seguir con cuidado sus correspondencias internas y que la instrucción de atender a las correspondencias viene dada por la marca de regularidad del poema: los primeros versos. Atendiendo a los primeros versos, se ha de notar la construcción de un sentido a partir de los tres verbos principales: tener, haber y vestir. El camino de un verbo al otro describe una vida completa, abre la posibilidad de una elegía.

Tan cierto es que el poema describe una vida completa, lamenta una cierta muerte, que el verso inicial de la primera estrofa tiene su correspondencia —y en ella se completa— con el verso final de la tercera estrofa. Las manos que no nos pertenecen se contrastan con las manos que tiernamente se enlazan. Entre dichos versos se encuentra la vida descrita en el poema. En la estrofa final se mira la vida concluida, se hace conclusión de la vida. La conclusión, empero, no es igual a la muerte: la Elegía de Novo lamenta la pérdida de una cierta disposición a la vida, anuncia su determinación de un cierto modo de vida, de una cierta muerte. De ahí que en su tiempo el poeta advirtiera que en Nuevo amor llegó a su fin la inspiración y lo que en la poesía podía lograr.

Mucho se ha dicho sobre el primer verso. Mucho contribuye el personaje de Novo. Cierto, el poeta deploraba su fealdad en los escritos que publicó en vida. Cierto, el personaje público de Novo dijo que sus manos le parecían feas. Cierto, la desdicha amorosa que conforma la imagen pública de Novo concuerda plenamente con el desprecio de unas manos. Sin embargo, todo ello es superficial, impresión primeriza, simpleza. Nadie tiene simplemente manos. Tener manos es un saber de sí que dispone al hombre en una actitud hacia el mundo. (Los estudiantes de tensegridad recordarán ahora aquel ejercicio básico y de principiantes sobre las propias manos en la actividad onírica). La caricia, el taller y la azada ejemplifican tres disposiciones al mundo: la alcoba, la ciudad y el campo. El poeta todas las trasciende. Tener manos que no nos pertenecen es guiar la escritura por el misterio de la inspiración. Que otros gocen y trabajen. El poeta goza en sus palabras, produce en sus renglones, germina en las almas. El campo, la ciudad y la alcoba facilitan el encuentro. El encuentro en el poema requiere de un encuentro afortunado. Pocos saben aprovechar la fortuna; los más la desprecian insensatos. El poeta nunca sabe si sus más sentidos versos serán leídos por su destinatario, si las palabras más apasionadas acariciarán el alma del otro, si acaso hay otro tan ajeno a lo mundano como para todavía escuchar. El poeta nunca sabe de la utilidad de su poesía, de la fecundidad de su creación. Por ello, la estrofa se completa con la flor privada de simiente, con el veneno. El lugar siempre intermedio del poeta lo expone a la soledad y la enemistad, al desamparo.

La complejidad aumenta en la segunda estrofa. Nuevamente, Novo facilita una impresión superficial: que habla de la amargura del hombre que no puede casarse (“mirada culpable y amarga”, “no podrá nunca cerrarse sobre los anillos de oro”). Y es necesaria la impresión superficial: sólo así pueden estar tranquilos los superficiales. Notemos, en cambio, las inesperadas mayúsculas. Si se tratase de un poema metafísico, claramente veríamos en la muerte y el tiempo el origen de la aparente y culta amargura de la estrofa. Pero ver algo así no es sólo la impresión superficial, sino la superficialidad de quien se cree profundo. La estrofa procede contraponiendo. Primero, en la mirada se contraponen la culpa y la amargura con el mundo: el poeta sabe ver los detalles que escapan a los superficiales; a veces, la sabiduría podría parecer culpable por tener placeres tan distintos a los de la gente del mundo; a veces, el sabio podría parecer amargado a la gente del mundo. La amargura y la culpa contrastan con la sonrisa del poeta, pues sólo él ve de frente a las estatuas desnudas. Para el poeta no hay rendición del tiempo. La poesía no conoce terminación. El poeta, más que un vigía, acepta su contingencia en cada vistazo de eternidad. (Cfr. Esquilo, Agamemnón, vv. 1-9 con Platón, Fedro, 251c). El sabio no juega a la tragedia.

Precisamente en la comparación entre el poeta y la tragedia es que Salvador Novo reúne al Génesis y a Sísifo en la tercera estrofa. Por un lado, en tanto mito cosmológico, Sísifo representaría el eterno retorno, la antropomorfización de la sentencia de Anaximandro. Pero el Génesis es contrario al eterno retorno. Si hubo Creación, fue definitiva. Si la naturaleza no es definitiva, no hay dios. Si no hay dios, todo vuelve. Si todo vuelve… la nada. Todo lo cual es perfectamente superficial. El poeta sabe que es imposible asumir un mito cosmológico sin poesía. El poeta sabe que “los hombres van trabajosamente ascendiendo”. El sabio ve a los hombres asociarse, solucionar su vida, progresar… Los hombres recortan la hierba, desbrozan la maleza, van hacia adelante para no volver. Los hombres que progresan aceptan su muerte. Y decoran su muerte de civilidad, de ternura, de fruto. ¿Acaso no hay fruto del poema? ¿Acaso los versos no nos abrazan? ¿Acaso leer no es un acto de civilidad? No hay lectura civil donde todo es superficial. No hay poesía donde el único fruto es comestible. Si le grain ne meurt

Y entonces el poeta acepta su nueva condición: vestimos cuerpos como trajes envejecidos. Allí donde imperan los superficiales, el sabio ha de aprender a parecer superficial. Allí donde no hay civilidad, el sabio ha de ocultar sus nostalgias. Allí donde las migajas son la única hostia, el sabio aprende a comulgar. ¿Resignación? ¿Renuncia? Sí, desde cierta orilla. Pero quien conoce el nocturno mar, quien reconoce la voz cifrada, quien sabe mirar en el sueño sin agua ni palabras, no se resigna, sino que sabe que la creación es más que arcilla y humo (Génesis 2:7). Los superficiales juzgan como si fuesen dios… y se condenan a la tragedia. Los superficiales creen que la amargura es la tragedia del contradictorio Novo. Los superficiales sólo pueden juzgar superficialmente. Salvador Novo oculta la claridad del cristal tras la apariencia de una dura roca. La mayoría prefiere adorar la roca, la gravedad, la nada.

 

Námaste Heptákis

 

 

Escenas del terruño. La 4T inicia ahora su “reivindicación” de Narciso Bassols, a quien nombran ejemplo de austeridad republicana y actitud crítica. ¿Cómo ejerció su austeridad? Despidiendo al que pensaba diferente, persiguiendo a quien no fuese socialista. ¿Cuál fue el producto de su actitud crítica? La censura. Creó el comité de salud pública que acabó con la revista Examen, acusada de inmoral. Precisamente los Contemporáneos (Cuesta, Novo, Pellicer, Villaurrutia) fueron víctimas del homófobo comité de salud pública.

Coletilla. “Hemos conquistado la realidad y perdido el sueño”. Robert Musil

Mientras el misterio lo consentía

 

Mientras el misterio lo consentía

(Mi afición a Reyes III)

 

A 130 años del nacimiento

y 60 años del fallecimiento

de Alfonso Reyes

 

 

Arrancar una sombra.

Olvidar un olvido.

Luis Cernuda

 

Siempre podré presumir que mi afición a Alfonso Reyes es el único logro de mi vida. He tenido la fortuna de encontrar en Reyes la cortesía y la gracia que no hallo en los más de los días. Leyendo a Reyes he pasado los días más tristes de mi vida; leyendo a Reyes me he encontrado varios de los momentos más alegres de mi vida. Mi afición a Alfonso Reyes es la más grata compañía. Sí, lo sé lector: vida vacía la de un hombre que sólo puede presumir su diálogo con los libros. Pero es lo que tengo, lo que me queda y con lo que me quedo.

         La presencia de Alfonso Reyes en mis días es constante. A veces despierto entusiasmado creyendo haber atrapado un verso maravilloso entre los sueños, pero de pronto a lo largo del día encuentro ese mismo verso en mi libro más hojeado, el tomo X. A veces, tras un día difícil, tras un enojo, tras el cansancio, a punto de dormir, en mi alma Reyes repiquetea porque la vocecita no deja de llorar. Hace unos días, llorando otra vez, nuevamente estaba Reyes en mi alma con la imaginación henchida de fantasmas: me supe grito; algo más que agradecer a don Alfonso. En los momentos difíciles, pero también en los fáciles, ha estado presente Reyes con su “suavidad conmovedora”, como José María Chacón y Calvo distinguió en un diario cubano de octubre de 1922 al poema La elegía de Ítaca.

Ni forma de la vida, ni pensamiento pasa,

ni luz, ni voz, ni tengo calor ni compañía,

cuando, súbitamente, rompiendo el alma mía,

penetran, como pájaros, los ruidos de la casa.

 

¡Claro rumor del agua bajo los platanares,

y canto de las aves en el amanecer!

Y ¡oh visión de las nobles figuras familiares,

que ya no he de miraros donde estabais ayer!

 

Dispersos los hermanos, ¿qué harás, antigua casa

adonde cada objeto me saludaba ya?

¡Si hasta la misma tierra, después que el agua pasa

ansiosa se pregunta si ya no pasará!

 

Camina con tu cruz; llévate, peregrino,

lo poco que guardábamos de paz y de virtud.

Yo voy también abriendo con los pies el camino,

soltando a cada trecho mi gota de salud.

 

Los remos temblorosos esperan la partida:

Ítaca y mis recuerdos, ay amigos, adiós.

Somos dos en la barca: el agua está dormida.

¡Ya diremos los cantos del mar entre los dos!

 

 

Leamos el poema. La primera estrofa se oculta tras una impresión primeriza: que quien habla en el poema está en la plena tranquilidad hasta que un sonido imprevisto lo perturba. Si bien puede leerse así, la plena tranquilidad —si acaso un hombre puede experimentarla— no corresponde con los seis elementos mencionados en los primeros dos versos. Es decir: vida, pensamiento, luz, voz, calor y compañía son límites naturales de la pretensión de una plena tranquilidad. Porque somos hombres queremos llevar nuestra vida a la luz de los pensamientos, con el calor de la compañía, reunidos en la voz. Porque somos hombres buscamos la felicidad en los mejores diálogos, en compañía de los mejores. Cuando eso ya no es posible, o llevamos mala vida, o somos malos hombres. Quien habla en el poema se encuentra ante el problema de su propia felicidad: parece que no puede vivir como los buenos hombres. De ahí la ruptura del alma. No es la tranquilidad interrumpida por el rechinido de una puerta, sino el alma rota en llanto y el eco repitiendo el llanto en una casa desolada. Quien habla en el poema se ha encontrado completamente solo, incapaz de vivir bien, incapaz siquiera de escuchar su propia voz: sólo se repite su propio llanto. ¿Has llorado, lector, tan a solas que el eco de tu llanto incremente tu necesidad de llorar?

         ¿Quién es este hombre sorprendido por su propio llanto? Buscando la respuesta en la memoria, encuentra el paisaje bucólico al inicio de la segunda estrofa. ¿Es muy difícil reconocer allí a Sócrates y a Fedro escuchando el rumor del Iliso bajo el platanar? Claro, en el diálogo platónico cantan las cigarras; en el poema alfonsino cantan las aves. Las cigarras fueron hombres y nos recuerdan nuestra humanidad. A las aves escucha el que llora solitario en este poema, ¿todavía tiene algo que recordar? Del recuerdo, pasa a la mirada. La casa está sola, los lugares asiduos están solos, no aparecerán los que antes aparecían. Quien habla en el poema sabe que nadie vendrá nuevamente a platicar. ¿Por qué?

         La tercera estrofa inicia con una parte de la respuesta: quienes antes nos encontrábamos, en quienes antes nos encontrábamos, ahora están dispersos. Dispersión, claro está, que no habla de espacialidad, sino de aquello que nos reunía. ¿Cómo podemos abandonarnos al grado de no hacernos lo mejor? La pregunta, para quien habla en el poema, para Alfonso, para mí —¿también para ti, lector?—, torna insoportable. Da vuelta sobre uno mismo: ¿qué harás, antigua casa?, ¿qué harás, bendito Alfonso?, ¿qué podría hacer yo? El segundo verso de la tercera estrofa es conmovedor, pues describe el ideal de la hospitalidad: es nuestra casa un lugar en el que cada cosa nos responde, son los de casa aquellos que siempre nos responden. Mas cuando las cosas no están ahí, cuando no nos orientamos entre las cosas, la casa torna ajena. Cuando nos dispersamos al grado de no respondernos —¡hacernos responsables de lo nuestro, de nuestra búsqueda de lo mejor!—, los amigos también tornan ajenos. Responde la sabiduría de don Alfonso: las mismas dudas de este hombre que llora son las de la naturaleza toda. Nunca la tierra tiene asegurado su porvenir. Nunca los hombres tienen seguro su futuro. La tierra se pregunta ansiosa si el agua volverá a pasar. ¿Hay hombres que hagan todavía preguntas ansiosas?

         Más que una pregunta, el poema continúa con otra respuesta. Quien habla en el poema anuncia que dejará todo, lo dejará al que pase, al peregrino que lleva su cruz. Si algo nos queda de paz y virtud, mejor llévelo el peregrino. ¿Cómo perdimos la virtud y la paz? El poema no lo dice. Si acaso hay todavía hombres que hagan preguntas ansiosas, quizás ellos sabrán el destino de la paz y la virtud. Los que estamos con quien habla en el poema en la casa solitaria donde el eco sólo reproduce el llanto y el llanto sólo alimenta al eco, tomaremos camino. ¿Tomar camino es un modo de seguir preguntando? Es hacer camino, eso es claro, pero también es soltar lo que nos queda de salud. ¿Acaso la pérdida de la virtud y de la paz acabó con nuestra salud? ¿Acaso nos vamos porque queremos encontrar la paz y la virtud y con ellas la salud? El poema no nos lo dice; el poeta no puede decirlo.

         La sabiduría de Alfonso Reyes se muestra plenamente ante las preguntas anteriores: los remos están temblorosos. Nos vamos, con miedo, con dolor, con llanto, pero también con una cierta esperanza. Nos despedimos de Ítaca, nos despedimos de los amigos. Nos vamos ahora que el agua está dormida; quedan en paz. Y ahí va quien habla en el poema con lo que le permite hablar. Confianza en cantar nuevamente. Confianza en que la palabra no se ahogue. Confianza en que la vida, incluso cuando parece imposible y en entredicho, busque nuevamente la virtud y la paz. El poema, el tristísimo poema, termina insistiéndonos en la búsqueda de lo mejor. El sabio Alfonso, al despedirse llorando, nos insiste que busquemos lo mejor. Ojalá nosotros asumiéramos su insistencia. Ojalá no dejáramos de buscar lo mejor. Ojalá… Porque la vida no es segura, pero tampoco es tragedia. Porque a pesar de la sequía se puede dar agua todavía. Porque ver lo mejor es amarlo. Porque soy hombre: duro poco. Porque lo mejor siempre será mejor. Por ello, podrá cambiar todo en una vida, pero espero que de la mía Alfonso Reyes no se me vaya nunca.

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. El escritor Guillermo Sheridan recibió en su domicilio una carta de amenaza. La discordia que destila cada mañana el presidente, la intolerancia que caracteriza a su movimiento y la indiferencia a la justicia en el nuevo régimen favorecen las amenazas a la inteligencia.

Coletilla. Tema recurrente en la poesía de Ulalume González de León es el dolor del amante hecho menos por el amado. Ella dedicó muchos poemas a un gran amor que si acaso la leyó, ni la valoró, ni atesoró la belleza. Fue hasta después que tuvo la fortuna de encontrar a Jorge Hernández Campos, el cómplice de su vida, con quien y para quien transformó toda su obra poética. Del número 5 de la revista Vuelta, de abril de 1977, copio “Consejo a un amante”, una exploración del soneto monosilábico con la que quiero recordar a la maravillosa Ulalume a diez años de su fallecimiento.

 

Fiel

vas

tras

él.

 

Miel

das.

Mas

hiel

 

te

da.

De

 

tal,

¡sal

ya!