Silencio y democracia.

SILENCIO Y DEMOCRACIA.

El hombre es un ser dialógico, y esto parece el fundamento de la vida democrática, este ser se distingue de otros seres por su capacidad para dialogar, misma que percibimos con mayor facilidad cuando escuchamos su voz, es decir, cuando nos percatamos de que él emite sonidos articulados con un orden y un sentido a los que llamamos palabras, a su vez ese orden y ese sentido nos dejan ver que las palabras emitidas tienen un significado, el cual podemos entender o no.

Sin embargo, el hombre no pasa toda su vida emitiendo sonidos, también es un ser que guarda silencio sin por ello confundirse con los otros seres que le rodean. Es por ello que a lo largo de este breve escrito exploraré lo que es el silencio y la importancia del mismo en una comunidad democrática, pues una vez que sepamos lo que éste es comprenderemos con mayor claridad porqué el hombre que decide guardar silencio no deja por ello de ser un ser dialógico.

Sé que parece contradicción tratar de decir lo que es el silencio, pues la experiencia que tenemos del mismo nos indica que éste es destruido en cuanto iniciamos el discurso sobre el mismo, empero pensar en lo que sea el silencio no nos está vedado, pues así como el habla nos distingue de los otros seres que hay en el mundo, la capacidad para callar parece propia de aquellos que hablan.

Así pues, para comenzar con la exploración de lo que el silencio sea, es conveniente señalar los diversos modos en que el hombre guarda silencio, pues no siempre calla por los mismos motivos.

Por una parte, está aquel silencio que se caracteriza por la ausencia de la voz pero la presencia de pensamientos discurriendo en la mente del que calla, como ejemplos de este modo de guardar silencio encontramos el silencio del que se siente enojado, el de aquel que siente vergüenza, el del que calla para escuchar y reflexionar sobre lo que otro está diciendo, entre otros momentos en que decidimos callar, y que experimentamos cotidianamente.

Conforme a lo anterior, podemos ver que el silencio se da porque así lo desea quien calla, ya sea porque se ve forzado a callar o porque considera que es mejor no emitir voz alguna respecto a lo que calla, es decir, que este modo de silencio depende de la voluntad del que lo guarda, aquel que enojado se calla, lo hace porque considera que es mejor callar que hablar en ese estado. Cabe señalar que aún bajo ciertas circunstancias en que parece que alguien calla lo que ve o lo que oye porque no tiene elección, el silencio que guarda el que calla es en última instancia resultado de su voluntad, pues ya sea forzado o no quien se mantiene silente elige mantenerse en ese estado.

Así pues, vemos que hay un silencio voluntario que por surgir de una elección del hombre puede romperse en cualquier momento, pues en este caso el ser que guarda silencio bien puede cambiar de parecer y emitir en cualquier momento la voz que anuncia aquello que callaba. Este silencio voluntario lo experimentamos constantemente, ya sea porque nosotros callamos, ya sea porque aquellos que se encuentran ante nosotros lo hacen, lo que es claro es que el silencio puede romperse en cualquier momento, y al romperse podemos comunicar con mayor claridad aquello que esta discurriendo en nuestra mente. La experiencia de guardar silencios y romperlos es una experiencia social, pues se da principalmente en el diálogo.

Por otra parte, está aquel silencio que se caracteriza, también por la ausencia de voz, pero se distingue del primero por la ausencia de pensamientos discurriendo en la mente, aquí podemos ubicar al silencio de muerte, y quizá, al silencio que guardan aquellos que logran aquietar al intelecto porque han alcanzado la iluminación, contrario al primer modo de guardar silencio éste no lo podemos experimentar cotidianamente, morimos o alcanzamos la iluminación una sola vez.

En este modo de guardar silencio no vemos a la voluntad humana actuando, pues, salvo algunas excepciones, nadie elige el momento en que el morirá, así como tampoco elige alcanzar o no la iluminación, de modo que no es posible romper este silencio sin ayuda de una divinidad que pueda resucitar al muerto o que permita al iluminado hacer común la experiencia que siente debido a la revelación de la divinidad. Así pues, se puede decir que éste silencio es un silencio involuntario, en el cual el hombre es guardado en la más individual de las experiencias, pues del silente no depende hacer común a los otros lo que es morir o lo que es propiamente la iluminación.

En vista de que el silencio voluntario sí permite mantener la comunicación con los otros, pues el hombre que guarda silencio también comunica mientras que aquel que es guardado en el silencio parece mantenerse sólo en el nivel de la expresión, podemos decir que el silencio voluntario tiene repercusiones en la vida comunitaria, en especial cuando la comunidad en la que se desenvuelve aquel que decide guardar silencio es una sociedad que busca gobernarse mediante la democracia.

Tener voz y voto es fundamental en una comunidad que se dice democrática, de modo que decidir guardar silencio, en este contexto en especial, podría parecer, en un primer momento, la negación al derecho de hablar conforme a lo que se piensa y de elegir lo que se considera mejor para la comunidad.

Guardar silencio en un momento en que la misma comunidad solicita la presencia de la voz es una acción que tiene repercusiones políticas muy importantes, pues el silencio que guarda el ciudadano bien puede ser síntoma de la irresponsabilidad de éste, por ejemplo cuando no emite voz debido a que nunca se interesó por aquello que se estaba dialogando, o bien puede ser síntoma de desacuerdo con las diversas partes que están inmiscuidas en el diálogo político, por ejemplo cuando la indignación lleva al ciudadano a callar debido a que las distintas voces que intervienen en el diálogo dicen lo mismo pero usando términos diferentes.

En un momento en el que parece que la desconfianza en la democracia es algo que crece continuamente, vemos también como crecen los niveles de abstencionismo irresponsable[1] cuando se trata de votar; de modo que nos conviene reflexionar respecto a las implicaciones que tiene en este contexto decidir guardar silencio.

Vemos que el silencio voluntario también comunica a la comunidad, alguien puede guardar silencio al sentirse indignado por ver una injusticia o al quedar anonadado cuando recibe alguna noticia muy sorpresiva, la indignación así como el estar pasmado es algo que ven y entienden aquellos que tienen un trato cotidiano con aquel que calla, pero sin ese trato cotidiano no es posible que alguien se percate de lo que significa la acción que está llevando a cabo el silente, a menos que se vea la causa por la que alguien guarda silencio, y aun así el que desconoce al silente se ve en muchas ocasiones adivinando lo que ese silencio significa.

La necesidad de tener trato cotidiano con el silente para que veamos con claridad lo que éste expresa mediante su silencio, es algo que hace necesario el uso de la voz cuando la comunidad es tan grande como para que todos entiendan lo que dice el silente al callar, de modo que en una sociedad democrática como la nuestra, el silencio parecería ser lo más nocivo que hay cuando de elegir se trata.

Conforme a lo anterior, el silencio queda como el enemigo acérrimo de la vida democrática, tal parece que lo mejor, en el momento que se ha de elegir lo que conviene a la comunidad, es alzar la voz en todo momento. Sin embargo, quedarse en una comprensión tan simplista respecto a las implicaciones políticas del silencio resultaría tan nocivo como callar en todo momento mientras la comunidad requiere que sus ciudadanos hagan uso de la voz que se les ha concedido. Veamos pues las graves consecuencias de no guardar silencio en el ámbito de la vida democrática.

Negarle al silencio la posibilidad de hacerse presente cuando se trata de elegir lo que es mejor para la comunidad, implica abrirle la puerta al ruido, el cual no permite mantener el necesario diálogo que se ha de sostener cuando se trata de ver qué es lo mejor. La presencia de todas las voces al mismo tiempo hace que sólo sea escuchada aquella voz que tiene más fuerza, no la que tenga razón, fuerza que se muestra no sólo en la cantidad de anuncios o en el dinero gastado en una campaña política, sino también en la venta de esperanza, o de un cambio en la vida de la comunidad, la cual se ha de hacer apresuradamente porque no se tiene garantía de que haya quien se siente a escuchar.

Esas prisas al decir las cosas, hacen que las propuestas para hacer de una comunidad una mejor comunidad se tornen en promesas que pueden resultar imposibles, pero que dan más fuerza a la voz que está gritando para llamar la atención; a la comunidad se le puede prometer ya no ser pobre y gritar a los cuatro vientos que se le ayudará para que eso suceda en quince o veinte minutos, pues aquellos a los que se les demanda atención no son capaces de trabajar más tiempo para que eso que se les ha prometido ocurra efectivamente.

Que las propuestas o los programas para hacer de una comunidad algo mejor se vean reducidas a meras promesas, incumplibles a veces, es resultado de exacerbar la negación del silencio en la vida democrática, para saber lo que dice el otro es necesario estar dispuesto a escucharlo atentamente, y para escucharlo atentamente es necesario guardar silencio el tiempo necesario como para que termine de mostrar lo que propone y cómo piensa lograr aquello que propone.

Si bien el silencio absoluto es nocivo para la comunidad democrática, pues deja al otro en suspenso respecto a lo que se dice al callar, en especial cuando el otro no conoce lo suficiente al silente, la negación de todo silencio hace de la vida democrática algo que necesita del escándalo para que más o menos se lleve a cabo. Así pues, antes de fomentar el uso de la voz en una comunidad democrática, es necesario fomentar la presencia de un silencio que escucha atentamente, y que está dispuesto a romperse una vez que se ha escuchado el tiempo necesario al otro.

El silencio absoluto, así como la presencia del ruido y del escándalo en aquellas voces que quieren ser escuchadas sin tener nada que decir, niegan que el hombre es un ser dialógico, y al negar esto se le deja en el nivel de las bestias a las que el buen pastor lleva a hermosos campos a pacer.

Maigoalida de Luz Gómez Torres.


[1] Entiendo por abstencionismo irresponsable aquel que emerge del propio desinterés del ciudadano por la vida política.

Volver a confiar

Together we stand, divided we fall

Parece verdad consabida: la vida democrática se expresa en las urnas. De ahí, según pretenden algunos, se sigue, invariablemente, que el abstencionismo es un malestar democrático. Y podría ser, pero algo así de general debería, mejor, movernos a sospecha. ¿Por qué sería necesariamente antidemocrático el abstencionismo? Supongo que la mayoría pensará que un gran abstencionismo es signo inequívoco de ilegitimidad de las instituciones democráticas. Y puede ser. Sin embargo, ni el abstencionismo tiene una sola cara, ni las instituciones democráticas tienen una sola forma de ser legitimadas. Hay abstencionismo electoral y abstencionismo político, que ni son lo mismo, ni tienen entre sus filas -necesariamente- a los mismos participantes. Los abstencionistas electorales son aquellos que simplemente no participan en las elecciones. Los abstencionistas políticos son aquellos que no se meten en política. De los últimos, no todos son abstencionistas electorales. De los primeros, no todos son abstencionistas políticos. Y hay tanto quienes participan en ambos bandos, como en ninguno. Veamos. Quien no se preocupa por lo que hacen los funcionarios públicos, quien no pide cuentas a sus representantes, a quien ni le va ni le viene lo que los profesionales del gobierno hacen o dejan de hacer, es un abstencionista político; aun cuando vote puntualmente en cada elección. Quien se identifica con la primera parte de la descripción del caso anterior, pero no vota, es un abstencionista tanto político como electoral, llamémosle un abstencionista absoluto. Quien se preocupa por lo que hacen los funcionarios, y pide cuentas a sus representantes, y está al tanto de las hechuras de los profesionales del gobierno, y vota en cada elección, no es abstencionista, es el demócrata puro. Y quien comparte las características anteriores, pero no vota, es un abstencionista electoral. Ahora bien, desde la óptica popular, antidemocrático es tanto el abstencionista absoluto, como el abstencionista electoral. Sin embargo, dada la diferencia exhibida en la clasificación de los tipos de abstencionismo, es sencillo ver que el abstencionista absoluto y el electoral no son iguales, y que más genuinamente democrático es el segundo sobre el primero, pues su interés es ante todo la cosa pública. Así mismo, comparando al abstencionista electoral con el abstencionista político podemos ver que el primero es más genuinamente democrático que el segundo, pues su interés por lo público va más allá de las urnas. De acuerdo a ello, hasta aquí, el abstencionismo -al menos el electoral- no es necesariamente malo para la democracia; además se deduce que la vida democrática no se expresa necesariamente en las urnas. De acuerdo a lo anterior, puede haber elecciones y no por ello haber democracia. Conviene tener presente lo dicho para reflexionar en torno a las elecciones federales intermedias de este año.

Regularmente, se dice, las elecciones intermedias son el equivalente a un modo de evaluación del gobierno en turno, es decir, la modalidad mediante la cual los electores premian o castigan a sus gobernantes. De acuerdo a esto, se les premia votando por el partido al que los gobernantes pertenecen y se les castiga votando por la oposición. Cuando se afirma esto se están suponiendo, mínimamente, dos cosas. Por una parte, al interpretar la actividad electoral como una modalidad de premiación o castigo se supone al ejercicio del poder como una dádiva, y con ello se supone además un desprendimiento de la responsabilidad operativa del ejercicio del poder; en otras palabras, si en las elecciones los electores castigan o premian el desempeño de los profesionales del gobierno en las actividades públicas, entonces suponen que ellos no son los que han hecho las actividades, que esas actividades no les incumben ni los involucran, y por tanto escinden de sí mismos la vida pública. Por otra parte, se supone que la relación entre el elector y los elegidos es necesariamente grupal, lo que supone a su vez a la administración pública como una instancia partidista, no ciudadana; de clanes, corporaciones y clientelas, no de individuos; de arengas, cohetones y bullas, no de voces razonadas. Por lo anterior, se valida a los profesionales del gobierno para actuar partidístamente, para gobernar buscando el beneficio de los suyos, aun cuando sea contrario al bien común. Por ello, además, se explica que en el legislativo los posicionamientos sean de bancada, no de individualidades representativas; que los legisladores busquen votos de unidad más que debates en tribuna. Por ello, también, se vota por partidos, no por candidatos; por eslóganes, no por propuestas; por salvatores, no por viri. Por ello, a los ojos de la mayoría el abstencionismo electoral es malo.

De acuerdo a lo dicho ya se puede comenzar a ver el problema que la perspectiva anterior representa para la vida democrática. De una concepción tal del ejercicio del poder es casi imposible que nazca una rendición de cuentas transparente, una vida pública realmente pública: el ejercicio del gobierno torna un negocio personal. Quien, pensando así, se entrega al servicio público, lo hace con fines escalonarios, para ir ganando poder paulatinamente de manera que, tras un periodo de trabajo y lealtad efectiva a su grupo, de mandar obedeciendo, sea premiado con un tiempo limitado de ejercicio ilimitado de poder. Quien, pensando así, se entrega al servicio público encuentra su legitimidad en la fidelidad grupal, en las prebendas, los bonos y los posicionamientos de bancada. Quien, pensando así, acude a las urnas, evalúa la meritoriedad del castigo o el premio de acuerdo a los beneficios personales que ha recibido del grupo en el poder y las promesas de gratificaciones por parte de los grupos opositores en campaña. Pueblo que así piensa no tiene acciones efectivas de los comisionados al gobierno, sino otorgamiento de plazas para aumentar o disminuir la notoriedad política en la eterna campaña que substituye a los periodos de acción gubernamental: sus gobernantes salen en la televisión lo mismo para hornear galletas que para presumir su noviazgo con tal o cual farandulera; colman los espacios oficiales en radio para hacer oír su nombre y colocar su marca en el mercado; tapizan los espacios públicos con la presunción de los programas cuya implementación tan sólo idean a voces. Así, ya podría quedar claro, no puede afirmarse con verdad que las elecciones son el único modo de legitimidad democrática.

Puede haber otro modo: el de la ciudadanía responsable. Sin embargo, las condiciones dadas para bloquear al ciudadano responsable parecen imposibilitar su llegada. Enterado de las cuestiones más cercanas a su vida, de su núcleo político más concreto, el ciudadano responsable está prácticamente imposibilitado a actuar: sus representantes no lo representan, sus funcionarios no le funcionan. Tal pareciera que al ciudadano responsable estuviesen destinados los menesteres comunes y a los representantes y a los funcionarios los grandes temas de la política, pero ni nuestros representantes y nuestros funcionarios entienden los grandes temas de la política, ni el ciudadano responsable puede correr el riesgo de agraviar a sus representantes y a sus funcionarios con denuncias de incompetencia o peticiones de rendición de cuentas. Denunciar es inefectivo, ampararse largo y costoso. El ciudadano responsable ya no sirve, siquiera, para rellenar las urnas.

Así, el abstencionismo electoral que se complementa con activismo político es casi un suicidio. Con todo, negarle la legitimidad que aún conserva a la representación partidista, renunciando definitivamente a la vía electoral, y entregarla a los coribantes de la movilización popular y la asamblea constituyente es negar la legitimidad de la palabra razonada en la vida pública para ofrecérsela a la fuerza y a la arenga caudillistas. Que no se vea sencilla la vida del ciudadano responsable en el actual estado de las cosas no es suficiente para recular los afanes democráticos. Antes de que la fuerza divida nuestra casa contra sí misma, sería bueno que pudiésemos recuperar la confianza. Sin embargo, no sabemos cómo volver a confiar, las cosas no están fáciles y tenemos todo por perder.

Námaste Heptákis