No hay nada parecido a la sensación de una patada en los huevos. Uno está tan tranquilo, ocupándose de lo suyo – tal vez recitando un piropo o descansando la vista en el escote (porque un escote es justamente para eso, para descansar la vista del ajetreo citadino y de tanta polución visual que aqueja en especial a los nobles caballeros) que alguna impúdica delineó sobre sus tetas para incitar las rabietas de tanto moralista callejero –, cuando de repente, ¡rájale!, un empeine o una rodilla traicionera viene a perturbar el orden del cosmos, como un asteroide colisionando contra algún pacífico planeta sacándolo de su orbita habitual. Y es que los huevos – o testículos, como les dicen los letrados y la gente que no soporta las analogías avícolas – se encuentran en órbita, girando en pequeños círculos sobre su eje escrotal o simplemente descansando entre las colinas ingladas siempre uno por encima del otro – generalmente es el izquierdo el que, con su natural disidencia, se encuentra relativamente más alejado del perineo -, pero siempre en un orbitar constante que no debe ser perturbado so pena de uno de los dolores más terribles de que el hombre es capaz – nótese Hombre y no Mujer, y esto sencillamente por un machismo explícito de nuestro creador.
Cuando el choque resulta inminente, hay un pequeño instante en el que pareciera que no pasó absolutamente nada, un instante en el que uno dice “ah caray, esto ni lo sentí”, mientras que los huevos dicen “ya valió verga”, dando lugar a un doblamiento espinal en el que el cuerpo se transforma en un ángulo agudo – cada vez más agudo como agudo va siendo el dolor. Así, el empeine o la rodilla – o incluso puede ser algo tan insignificante como un ligero rozón de los dedos de la mano al dejarlos caer para tomar el jabón o el shampoo mientras uno se ducha (mejor conocido como el pericazo involuntario) – se han insertado violentamente en la cavidad pélvica violando la inviolable ley de la impenetrabilidad de la materia – pues en ese instante pareciera que el huevo izquierdo y el huevo derecho han ocupado al mismo tiempo el mismo espacio, a saber, la garganta – y dando lugar a un dolor que se ramifica por toda la parte baja de la pelvis, pasando por los intestinos y llegando al estómago en un calambre que no hace sino arrugar el asterisco más de lo que ya está arrugado. El aliento se pierde, la respiración se dificulta, la vista se nubla y uno no puede sino concentrarse en ese dolor, vivir ese dolor… uno se vuelve el dolor mismo.
Lo más común es terminar de rodillas o en posición fetal agarrándose – o más bien apretujándose – el paquete en un vano intento de controlar la agonía. Pero la agonía no puede ser controlada y lo único que uno puede hacer es dejar que el dolor pase, poco a poco, y la conciencia se reestablezca mientras se yace en el piso como un buda caído meditando sobre el dolor de tener los cojones destrozados.
Gazmogno