Vistazos fugaces

Vistazos fugaces

La experiencia ordinaria no le sirve a la ciencia que tenemos, que llamamos moderna, para legitimar su carácter de universalidad. Es comprensible: la experiencia se convierte inevitablemente limitado cuando tratamos de hablar de leyes naturales. El término experiencia es tan vasto que no distinguimos normalmente aquello que experimentamos, pues con el término experiencia me refiero tanto al grado de conocimiento generado en la memoria a partir del trato continuo con alguna labor en específico o con un ambiente; experiencia de lo natural se refiere simplemente a ese contacto que tenemos con otros seres vivos y con el clima, los ciclos lunares, etc. La segunda la consideramos relevante sólo en tanto resulta llamativa ante la tensión que genera la obsesión por la primera. Aun cuando defendamos la necesidad de hacer clic con los momentos de calma de la naturaleza, eso no quiere decir que alcancemos siquiera una pregunta que nos permita comenzar a caer en perplejidad por la regularidad indiferente de ella. La experiencia que produce una labor no requiere de explicación necesariamente para producir su fruto: simplemente requiere la disposición de la memoria y de las fuerzas anímicas. El conocimiento profano (no científico, en este caso) de la naturaleza debe reducir la experiencia a simple contacto, porque la palabra no tiene otro valor explicativo: las causas no tienen relación con la experiencia. Esta observación no pretende defender que el puesto absoluto en la obtención de la sabiduría le pertenezca a la experiencia; evidentemente no es la experiencia lo que da sabiduría. Pero la sabiduría quizá sea inteligibilidad perfecta de la experiencia.

La palabra sabiduría no la referimos a quien tiene experiencia para un oficio. Tampoco a quien ha vislumbrado todas las maravillad naturales. Me parece difícil pensar que nuestro uso se limite a nombrar las actividades científicas, pues, aunque nos beneficiemos de ellas, sería demasiada ilusión pretender que conocemos suficientemente y de manera general el aspecto científico de las teorías dominantes. El mundo es movido por esos descubrimientos, y nosotros sólo percibimos lo más visible de ellos: lo práctico, decimos. ¿Cómo hacer relevante un saber que no sirva siquiera en el nivel “espiritual”? La sabiduría, decimos, no puede ser inútil en el sentido de que no pueda estar abierta para cualquiera o, por lo menos, para el grupo familiarizado con el rito iniciático hacia ella. Probablemente, en este punto mejor que en otros es posible notar el conflicto, permeado de intensidad, entre la sabiduría y la retórica. La experiencia misma no es por sí misma la llave para distinguir un discurso seductor de uno bien pensado. En ese sentido, pudiera ser que la experiencia de nuestros conflictos nos haga más proclives a los sofismas que presas inalcanzables para ellos.

¿Quién desearía un saber que no tuviera nada que ver con alguna especie de beneficio capaz de ser compartido? La pregunta es deliberadamente clara. Uno cree que puede notar cuando es beneficiado y cuando beneficia al otro. Si así no fuera, ¿cómo defender el valor de la experiencia? ¿A qué reino de la inteligencia recurrir para saberlo? La pregunta no es necesariamente moral: quizá la sabiduría se muestre en quien sabe dar consejos morales, pero sólo a quienes están demasiado necesitados de ello. No es forzoso que la sabiduría deba dictar un canon: el amor por el honor y el destacar no congenia fácilmente con el amor al saber. Si la moderación es la virtud esencial, eso implica que su obtención no depende de una moral, sino de aquello que conviene al alma; lo anterior implica también que preguntar por la virtud ha de ser, cuando se mira bien, una labor poco sosegada. En ese sentido podemos ser defensores a ultranza de la moral sin poseer conocimiento alguno sobre lo que hace que algo pueda decirse bueno, aunque lo mismo aplica para quienes la repudian públicamente con civilidad y sin ella. La sabiduría requiere estar abierta a la evidencia que existe en torno a la dificultad de desentrañar fríamente la causalidad de las acciones humanas. Eso no quiere decir que con ello renuncie a toda explicación, sino que por ello mira que la moral es una limitante para conocer. Sin la perplejidad por la acción, difícilmente la pregunta por lo bueno irá más allá de las respuestas comunes: pragmatismo, hedonismo, cinismo. Por más que creamos la pregunta por lo bueno como algo irrelevante, nuestra irritación hacia ella prueba que la cargamos a cuestas de maneras a veces inimaginables para nosotros mismos.

 

Tacitus

Visibilidad del acto

Visibilidad del acto

El sentido de la palabra acción parece aclararse lo suficiente al indicar la presencia de la voluntad en los movimientos producidos por ella. La distinción parece suficiente bajo la idea de que la voluntad es un fenómeno evidente, accesible de primera mano, sin aparentes intermediarios. La acción, tal y como la pensamos cotidianamente, es aquello que podemos señalar como pertenencia de la libertad de elección, de perspectiva, de deseos. No obstante, ¿es el acto un resultado, un proceso, o algo inmediato? ¿Qué pasa al notar que la comprensión de nuestro voluntad puede obstruirse si no pensamos más que en la adversidad o las pasiones como la oscuridad que puede a veces rodearla? Responder esto acaso sea más difícil al pensar en nuestras posibilidades reales, que a veces no conocemos, por reducir la palabra posibilidad a lo deseado, que no siempre son lo mismo. Las preguntas u observaciones que nos hacemos sobre lo que hicimos y dijimos, sean demasiado incisivas o relajadas, muestran que la existencia de lo voluntario no aclara por sí mismo la experiencia misma de la satisfacción, pues no hay tal cosa si no obtenemos algo que concebíamos en un principio como bueno, aunque sea para nosotros mismos. Es decir, la elección de eludir el significado de lo bueno no asegura que de hecho no haya algo bueno, así como decir que hicimos lo correcto no garantiza que lo hayamos hecho. Hay quien se siente bien con falsas ilusiones.

Al afirmar que sólo yo puede saber lo que es bueno para mí, generalmente aceptamos también que la enseñanza práctica depende de la experiencia, siendo ésta fundamentalmente una acumulación de vivencias. Interpretamos la existencia de la prudencia en el alma adulta a partir del recorrido de la vida. No obstante, si bien es cierto que no hay buen juicio sin experiencia a guiar, también es cierto que incluso podemos ser experimentados en el vicio: hay quienes escogen mejores medios (en tanto que eficaces) para fines que no están dispuestos a discutir. ¿Qué hace más experimentado el juicio adulto, y más audaz o descuidado el de un joven? ¿Podría ser la madurez de la voluntad? ¿Qué pasa si pensamos que incluso el conocimiento de los medios proviene del que poseemos de los fines mismos? En otras palabras, si no sabemos de los fines, la posibilidad de hablar pertinentemente de acciones distinguibles no tiene caso, pues tendríamos que renunciar en última instancia a explicar la posibilidad de la elección, bajo la cual se abren las posibilidades. Cuando sentimos las posibilidades subordinadas a la capacidad de desear, perdemos de vista lo importante: las posibilidades se abren de acuerdo a la situación, no sólo por lo que deseo. El deseo puede malograr lo que se ofrecía como posible si desconoce lo que ha de desearse en cierto momento. Así, para unos el momento de ser justo se ofrece como la oportunidad de ser elogiado.

¿Puede entonces reconocerse tal cosa a desear, con independencia de nuestro criterio? Puede serlo sólo si aceptamos que no poseemos con frecuencia, con regularidad, lo que es bueno para nosotros. Eso quiere decir que afrontamos la vida de la manera más impráctica, porque lo “práctico” nos es tremendamente desconocido a pesar de estar en constante ensayo de nuestras apetencias. No es que nos la pasemos pensando más que actuando, sino que ni siquiera sabemos ya el lugar que “pensar” tiene en nuestra orientación a lo práctico, pues, por ver esa orientación en todo hombre, argüimos que todos pueden realizar aquello a lo tienden de la manera en que les plazca, pues argumentar lo contrario nos convierte, decimos, en tiranos. Toda referencia a la manera en que hay que vivir proviene, para nosotros, de ese constructo llamado cultura, en la cual nos desarrollamos sin saber bien la razón de ello. Lo más que pide la conciencia moderna es el reconocimiento ilustrado de la diversidad.

Puede decirse que el ámbito científico es inmune a los argumentos en torno a lo práctico, pero eso no deja en claro el alcance que la relación entre teoría y práctica ha tenido para el hombre moderno. Es decir, no podemos huir de la pregunta por lo práctico arguyendo que el alcance científico habrá de allanar ese panorama para nosotros. Los hombres de ciencia están sujetos al ámbito de la práctica como el lego lo está. La respuesta a ¿qué deseo?, parece responderse aclarando el objeto que perseguimos, pero eso sería falsear nuestra experiencia de nuevo: lo que perseguimos no está en cada satisfacción, sino en lo que permite la satisfacción misma. El placer por saber no es necesariamente filantrópico, lo cual no quiere decir que se produzca por lo opuesto a la filantropía, pues lo deseado en este caso es el saber, no los seres semejantes a nosotros. ¿Hay deseos que orienten a una mayoría, o sólo existe un artefacto que posibilita que subsistan juntos los deseos de cada hombre? Más allá de si el egoísmo es o no natural, vale preguntarse si desear algo para mí implica sólo el reino personal, cuando sabemos que más de una vez somos triviales en lo común, en la invaluable rareza de nuestro ser que se orienta a algo visible en otros. No podríamos ser únicos si no hay género –en un individuo está el género-. Esto no quiere decir que seamos entes bondadosos por naturaleza, sino que, como lo muestra la envidia natural (en tanto que propia del hombre) miramos al otro a la luz de lo que deseamos de él. El reino de los deseos se esconde velado por nuestras interpretaciones de lo que somos y seremos. Pero eso es más un acicate hacia la verdad, que un pretexto para renunciar a ella.

 

Tacitus

Tríada: esbozo mínimo del alma

Tríada: esbozo mínimo del alma

La gracia del arte no consiste en doblar la necesidad. Ningún producto de la inteligencia humana puede transformar la naturaleza de algo: la cocina lo muestra, al igual que cualquier arte. Los ingredientes pueden pasar de crudos a cocidos, absorber mediante la cocción los sabores (porque el sabor es algo que se gusta gracias a la humedad) de las cosas con que se mezclen, pero no existiría la cocción sin agua o calor. El arte del cocinero depende de la manera en que su sazón (el talento artístico) logra ocupar los materiales. Puede haber cocineros que conozcan mayores combinaciones de sabores e ingredientes, pero eso no les da la capacidad de lograr mejores productos. La cocina, el arte como tal no es una especialidad: es conocimiento práctico que se conduce con el talento para algo. Sin la necesidad no hay arte: la actividad creadora es libertad del alma en tanto que la naturaleza del intelecto se recrea ayudada de la materia o, mejor, obrando con ella. La inteligencia humana es libre con las obras de arte aunque las haga para “sobrevivir”, desde un platillo exquisito hasta una pintura en la que retrata su propia efigie. El retrato es posible gracias a la libertad de reconocerse en un chopo claro de agua; el ocio que logró hacer de la imagen cotidiana una proyección colorida, dispuesta conforme a la misma imaginación para el color es muestra de la libertad primaria en el arte. El mundo sigue envuelto en el brazo de la necesidad: somos libres no en oposición a la naturaleza, sino en el mejor modo posible de vivir, que la naturaleza no puede obstruir, pues el hombre es el único animal que puede ser feliz.

El arte médico consiste en sanar enfermos, no necesariamente en evitar la muerte. Sanar a un enfermo, restablecer el estado normal (pues la enfermedad es natural, mas no normal), es decir, regresarle la vivacidad que le fue arrebatada por las garras de un resfriado, una diarrea o una migraña depende de que se conozcan los síntomas del enfermo y el efecto de un remedio. No es médico el que sabe que el té de manzanilla sirve para relajar el estómago, sino el que conoce y puede explicar satisfactoriamente la relación entre el síntoma del enfermo y su condición, para aplicar el remedio que corresponde. Por eso el médico requiere siempre de un diagnóstico. Sabe que su arte nada puede contra la muerte, lo cual quiere decir que las enfermedades no son nada que el ser humano se pueda ahorrar de manera permanente. El arte médico no fue pensado para la prolongación de la vida, sino para la restauración del ser vivo que es el hombre. Aceptar las enfermedades no nos convierte en suicidas. La obra del arte médico no puede producir vida, ni siquiera en las fantasías eutanásicas y eugenésicas de las que somos partícipes. La medicina pierde su nombre cuando se diluye el ser vivo, porque ya no conoce el sentido de lo práctico ante la enfermedad.

La inteligencia se topa con pétreo muro cuando trata de juzgar lo artística de una obra de arte escrita. La lectura más común siempre es una muestra de los golpes dados de frente en los muros que abre la vida del artista o autor. ¿Para qué son las obras de arte escrito? ¿Consiste él en el acomodo elegante, complejo de la expresión oral? ¿Su propósito es lo que lo hace arte? El propósito de una obra escrita nunca es claro, a menos que se refiera uno al más evidente, que nutre todo objetivo especial posible: ser leída. No permanecer comunicable, sino ser leída, lo cual significa que, más que se hable mucho de ella o que se elogie, se hace para que los demás puedan ser en el arte de la palabra, que recrea, obviamente, al autor, pero que sobre todo establece un puente en el trabajo lector. El arte poético de las rimas enseña que el sonido de la voz es sentir de la palabra, que es un sentir de la vida como tal, que sería imposible sin que ella, nuestra vida, se aclarara, se gozara, se doliera en la palabra vivida, que puede ser vivida por un lector. No es fácil decir si es posible vivir sin ella, o si acaso merece ser llamada vida aquello que es hueco de la palabra. Las palabras no mantienen la vida, pero son uno de los mejores signos del progreso en el arte. El pensamiento, labrador en la palabra, es quizá el mayor signo de humanidad.

 

Tacitus

Sapiencia sanchopancesca

Sapiencia sanchopancesca

Sancho Panza no puede recordar máximas y consejos morales, pero sí refranes. Su memoria para ellos es basta, su lengua es hacendosa para repartirlos a los oídos de los demás. El escudero más famoso de todos los tiempos tiene una memoria pródiga, pero que no le sirve para ser buen orador. La educación moral en sentencias le parece un revoltijo y una selva de palabras que no podrá recordar nunca. Dicen los pragmáticos que, por lo general, cada uno ejerce la memoria conforme el mundo le brille. El mar del sujeto, según esto, es basto: cada individuo recuerda lo que puede y desea. El psicoanálisis sirve para desenterrar y encontrar lo más profundo de ella, en conexión con eso personal que se configura en cada quien. Pero ¿qué recordamos? El recuerdo se llena de sensaciones que no podrían ser sin algo que las integre.

El refrán, se sabe, corre popularmente, aunque eso le quita valor literario, práctico o incluso sapiencial. Tiene el tino de acumular en él más de una situación a la cual puede referirse, y por ello requieren del tino de quien los recuerda para entender la situación en algo que captura el momento, pero que no lo discute. Don Quijote dice que la plática desfallece cuando ellos se cuelan en retahíla, seguramente porque más de uno siempre suena a un remolino de enunciados en donde se pierde la pertinencia del refrán. Se dice que los oradores requerían de una memoria educada, puesto que era ésta el único instrumento que podía ser fiel antes de la escritura. Sancho, pródigo en refranes, no sabe leer ni escribir. Muestra que a la memoria basta el lenguaje hablado. Quizá sus refranes suenen a disparates porque él mismo parece darle sentido a los refranes. Su memoria simplemente corre como un río, profiriendo mediante su lengua todas las cantaletas que su sapiencia interpreta dignos del enunciado proverbial.

Nos suena posible que la educación moral, por ejemplo, se haga camino a través de las sentencias. Nuestra experiencia moral y práctica no se articula sin el lenguaje, aun cuando estemos bien convencidos de que el último fondo de la significación y la ética sea el sujeto. Recordamos lo común de las situaciones proverbiales en la adecuación de la palabra. Muchos de nosotros no sabemos cómo exhortar a evitar la pereza matutina si no es recordando el modo en que eso nos da el favor de Dios. La jornada empieza temprano para quien no cesa en buscar al Señor. Pero también puede ser que simplemente creamos que Dios nos favorece por ser “chambeadores”, porque eso es muestra de la honestidad y la valía humana en general. Modernidad y cristianismo como dos caras de una expresión. La palabra articula nuestra experiencia, pero esa articulación se da desde cada lugar. Recordamos las palabras elementales, precisas para una situación, y nuestra expresión da el fruto cuya semilla cuida el alma.

Parece sencillo juzgar la rusticidad de la expresión y juzgar que de esa rusticidad proviene la bajeza del alma. El refranesco Sancho Panza nos instiga a salir de esa comodidad al mostrarnos que una buena memoria como la suya, memora de iletrado, sirve para gobernar y juzgar. Nuestro apocamiento aristocrático reduce inmediatamente su rusticidad y buena memoria a algo insólito, único o, en todo caso, a una muestra de la igualdad de las capacidades. Nos agarra su practicidad de noche. Desafía la idea de los letrados como ideólogos de la práctica. Nos abre a notar esa verdadera y engañosa igualdad en la naturaleza: las aspiraciones altas residen en lo que parece caóticamente rústico, simple, risible. Puede que la memoria de Sancho viva a chorros de sutilezas, pero esos chorros de abundancia que rayan en el absurdo, único resquicio del lenguaje en el escudero, muestran eso: la abundancia en la efigie de pobreza. Sancho requiere de que le lean las sentencias cuando las necesite: que sean esas lumbreras que son los refranes para la memoria, presencia en el momento del auxilio. El buen natural de Sancho se muestra en expresiones sobre el valor que le ve a su alma. Por eso lo práctico y el lenguaje, el ejercicio de la memoria delatan su unión en la sencillez. Todos parecen caber en el corazón de Sancho Panza, pero también parecen ajenos.

Tacitus

Traslación universitaria

Recuerdo mis primeros conocimientos en torno a astronomía, esas clases donde hablamos incipientemente acerca de nuestro Sistema Solar. Fui afortunado por las decisiones de nuestros funcionarios y mi educación se consagró gracias a la tecnología. No hubo necesidad de esforzar la imaginación, Discovery Channel lo hizo por nosotros. Mediante el vídeo observamos que la corona del rey resplandecía frente a sus primeros súbditos. Todos los hombres de la Corte dedicaban una danza a su majestad, con perfecta armonía y orden. Nadie se maravillaba por este hecho, varios estábamos fascinados porque ahora las clases eran modernas. Quizá mucho de esto se debía a que éramos adolescentes más preocupados por asuntos terrestres, nos valía un carajo el Sistema Solar entre desamores y aprobar el año escolar.

El problema persiste todavía en grados posteriores. Aceptándolo sin saber por qué, creemos que la Tierra gira en sí misma y alrededor del Sol. Similarmente nos sucede con mucho de lo que estudiamos. Conforme avanzamos las quejas aumentan preguntándonos para qué sirve lo que aprendemos. La brecha de sabiduría se va haciendo estrecha en una variedad amplia de especializaciones. Al abogado le parece estorboso leer a los llamados filósofos discerniendo qué es la justicia. O el historiador se reserva de un oficio exacto con las matemáticas. La imagen perfecta del campo de conocimientos resulta la universidad, una construcción formada por diversas facultades y ciencias. Esta separación no impide un trabajo en conjunto, aunque el carácter de éste sea multidisciplinario. En otras palabras, cada profesional es experto en algo y prestan sus colaboraciones al resto.

Realmente no existe tanto desinterés o indiferencia por dicho conocimiento. Gracias a la llamada cultura general nos vemos exhortados a aprender más allá de lo que nos dedicamos. El profesionista reluce con mayor notoriedad si tiene este trasfondo adicional. Socialmente destaca de la plebe y parece una persona distinta y refinada del resto. En una instancia esto puede hacerlo meramente interesante, alguien digno con quien conversar, no obstante también puede brindarle facilidades en su carrera laboral (esa carrera donde todos quieren terminar campeones). La cultura llega a ser tan general que pierde prioridad en la vida, el conocimiento adicional sirve para curiosos irresponsables y accidentalmente parece traer un beneficio importante. Al final el historiador, abogado, ingeniero, filósofo, cualquier universitario sigue sin encontrar un sentido importante en comprender el movimiento de los astros en el Sistema Solar.

Esta actividad universitaria aparece marginada de la vida pública. Pese a la multitud de investigaciones publicadas o protestas organizadas en distintas formas, la incidencia de los universitarios sólo se reduce a su producción. De ahí que cobre fuerza el alegato del trabajo: un profesionista más nos salvará de la ruina, un estudiante que haya concluido sus estudios y encuentre un trabajo que despeje un futuro claro para el país. La relevancia de mantenernos en los carriles, aunque por momentos se engarcen, está en que alcancemos alguna superioridad. A partir de ello la universidad es considerada como instancia de progreso y su relación con la ciudad es mediada por el profesionista. En otras palabras, nos enorgullece la universidad mientras sus estudiantes presten servicio a la nación (los años no han podido disipar el tufo del siglo XX). El especialista cumple su cometido al concentrarse en lo que sabe y brilla opacamente por los datos inútiles de la cultura general. ¿Cabría pensar otra importancia para nuestra actividad intelectual?

Bocadillos de la plaza pública. La visita reciente del Papa Francisco continua causando impresiones y opiniones, a pesar de que hayan pasado varios días de ella. Lamentable la respuesta faraónica por parte de la Arquidiócesis de México.

II. Ayer varias organizaciones que amparan a los desaparecidos se reunieron en el Senado para colaborar en torno a la Ley General para Prevenir y Sancionar los Delitos en Materia de Desaparición de Personas. Algunas sugerencias nacidas de la experiencia terrible relucieron en sesión.

III. En la semana los taxis llamaron la atención. Primero en Guadalajara donde los chóferes protestaron ante la presencia de Uber en la ciudad. Entre varios detenidos y un zafarrancho urbano, consiguieron que se planeara la discusión de la ley de movilidad estatal. Por otro lado en Acapulco los taxistas protestaron ante el acoso del crimen organizado (un problema discreto en la entidad). Recientemente el gremio ha sufrido el asesinato de uno de sus líderes y tres compañeros, además de la extorsión y amenaza por los cárteles en crecimiento. Los taxistas también tienen voz.

Señor Carmesí

El Ocio Responsable

“El hombre maduro sabe mandar y sabe acatar mandatos.”

-Proverbio marinero

Hacer un elogio apropiado del ocio es de lo más difícil. No sé si siempre haya sido de la misma manera o si esta época prueba ser peor que todas las anteriores para ello, pero sospecho que se debe a la disposición de la mayoría de las personas para admitir un modo de vida distinto al más práctico. Cuando alguien escucha un elogio, en el más aciago de los casos, debe estar abierto a que lo que se discute tiene algo de bueno; pero vivimos en un mundo dominado por la idea de que el ocio es madre de los vicios (nunca de las virtudes), cuna del capricho, deleite de los vagos y guarida de los perezosos. Por el contrario, el trabajo duro es valorado como lo más importante de la vida, el hombre de negocios es modelo de excelencia y los más poderosos y tomados por mejores hombres también son los mejores negociantes. Evidencia de esto es que nuestra sociedad está infinitamente más dispuesta a decir que un buen hombre que hace lo que quiere es autoempleado, el objetivo de muchos, antes que admitir que es un desempleado, que suena hasta a insulto.

Mientras más dominante es el mercado como el modelo de organización de todos los asuntos vitales, obviamente también es mayor la inmersión de las personas en los negocios. Los negocios son mejores cuando son veloces, cuando son muchos, bien dirigidos y eficaces. Los negocios deben tener resultados visibles porque deben producir. El trabajo que no produce nada es inútil, y por tanto, se le toma por indeseable (apostaría a que pocos pensaron en la posibilidad de trabajo inútil y deseable). Ahora, por ejemplo, la palabra económico se usa como sinónimo de rápido y eficiente. Sin embargo, la maestría de esta técnica tiene un precio (como todo negociante sabe bien): consume el tiempo del exitoso empresario en el interés de todas las cosas que lo rodean y éstas lo alejan de cualquier pensamiento ajeno a sus negocios. Los primeros pensamientos exiliados son los que conciernen a uno mismo: es imposible conocerse bien a uno mismo sin pensar en uno mismo, pero como hacer tal cosa no produce nada, es tiempo desperdiciado desde el punto de vista práctico. Hay muchas cosas en este mundo que no tienen una buena respuesta cuando se pregunta “¿y eso para qué?” Todas ellas las desdeña el hombre práctico. El buen negociante tiene que desprenderse de la posibilidad de pensar en sí mismo demasiado, o en cualquier cosa que no sea útil. Este escrito, para empezar, ya es demasiado largo como para que merezca ser leído por un buen negociante. Obviamente, la sugerencia de que el ocio es deseable no vale la pena siquiera considerarse porque se pierde tiempo para el negocio.

Hay una consecuencia interesante de todo esto. A mi juicio, un adulto hecho y derecho es una persona responsable. Me parece que responsable quiere decir que puede responder por lo que hace y lo que dice, que puede enfrentar las consecuencias de sus acciones porque sabe por qué las hizo (hasta cuando las hace por equivocación) y, en caso de errar, está preparado para encarar el error de la que considere la mejor manera. Por supuesto, nadie puede ser completamente dueño de sus acciones porque nadie conoce el futuro; pero el responsable debe serlo en la medida de lo posible. Un hombre responsable vale tanto como vale su palabra y como vale su acción. Él es quien da cuenta de quién es, y también se da cuenta de quién es. Eso no se puede pedir de un niño porque las más de las veces hace cosas sin saber qué hace. Ya sea que interpretemos que “el impulso” lo domina, o simplemente que no tiene un juicio plenamente formado, el niño no es responsable de sus acciones porque al querer darse cuenta de lo que hace sigue sin entender bien qué pasó. Lo bueno y lo malo de sus palabras y acciones no es suficientemente evidente para él como para que tome decisiones, plenamente hablando. Resulta, pues, que el niño no puede actuar como adulto porque aún no puede juzgar y aún no puede juzgarse. El hombre de negocios, por su parte, se obliga a alejarse de pensar en sí mismo. Como ven, esto lo acerca más al niño que al adulto.

Un buen comerciante, un hombre práctico y productivo, suele actuar sirviéndose de una base para juzgar, misma que ha asumido por su educación tradicional o simplemente por el sitio en el que nació, pero no tiene el tiempo de someter esa misma base a juicio. Cualquier esfuerzo por hacer eso requiere mucho ocio. O sea, que no puede dar cuenta de sus acciones plenamente. Se ha dicho que en nuestros días la “adolescencia” se extiende por mucho más tiempo que antes, ¿no será ésta una buena razón para explicarlo? Una segunda consecuencia resulta de percatarse de que el hombre responsable “responde por sus actos y palabras” ante otras personas responsables. El adulto no puede ser responsable ante los niños; y no por desdén, sino porque ellos no entienden aquello de lo que él da cuenta. Regresando al punto inicial: hacer un elogio del ocio es responder por la vida contemplativa, pero si éste es el mundo dominado por los negociantes, tal elogio no tiene mucho sentido. El ocio es necesario para someter a juicio nociones como, por ejemplo, que el ocio puede ser indispensable para una buena vida. La negación al ocio sin derecho a juicio es parte de la tradición del negociante, es un prejuicio, y escuchar cualquier discurso que intente acabar con el prejuicio tomaría demasiado tiempo. Es una inversión inútil, y eso se nota en el hecho de que los negociantes hoy en día siguen produciendo muchísimo sin necesidad de valorar la vida contemplativa. Esta reflexión no les aporta nada.

Curiosamente, otro de los prejuicios tradicionales del negociante es que el adulto es el hombre práctico, y eso suele ser lo que se toma por madurez aunque quien tenga la supuesta edad para juzgar no se haga responsable de sus actos. En estas condiciones la vida responsable es confundida muy fácilmente por una vida infantil, porque el que juzga con este prejuicio mira la vida contemplativa y mira la vida del niño caprichoso y mira la vida del vago perezoso y no encuentra entre las tres ninguna diferencia. Como un adulto no puede responsabilizarse de sus actos frente a un niño, ¿cómo elogiar el ocio en nuestro mundo? Desafortunada o afortunadamente, supongo que este escrito sólo será leído sin desdén por los que ya desde antes estaban de acuerdo conmigo.

Un Hombre de Acción

“La vida práctica no sólo es la mejor, es la única posible”, dijo el Rey al herético astrónomo y dio luego asentimiento al verdugo a proceder.

Un hombre de acción no tiene tiempo para ponerse a pensar si lo que va a hacer le conviene o no, debe apostar a que así será y a que puede sacarle provecho al fracaso aprendiendo de él cada vez que se presente. Un hombre de acción tiene su vida para mejorarla, para convertirse a sí mismo en un agente de cambio, de más movimiento, de revolución. Un hombre de acción mueve en su vida todo lo estático para que no quede nada que no sea eficiente. Lo eficiente en su vida, lo mejorado, lo superado, lo más veloz, se erige sobre las vidas de los perezosos y muelles como un gigante, como un monolito imbatible, incuestionable por su presencia: allí está, completo en el presente, con todas sus armas pulidas y sus miembros prestos para cualquier eventualidad. Es ejemplo de jóvenes con fuego en el abdomen y vergüenza de los viejos arrepentidos. Él mira a los ojos a los que poco saben y se ríe de ellos: han probado los frutos de su tierra mientras que él conoce los de todo el mundo; han escapado del peligro mientras que él ha enfrentado a todas las caras de la muerte; él ha visto a todas las clases de hombres que el resto tan sólo ha imaginado. Él no necesita a la imaginación. El hombre de acción siente miedo, por supuesto, pero se place en admitirlo y dominarlo. Él nunca creerá que conoce el futuro, no tendrá tiempo para pensar en él porque no importa: estará preparado para el que sea que llegue. Nunca está completamente listo, sin embargo, por eso se apresura a hacerlo todo, a viajar y ver y gritar y romper y correr y construir y andar y saltar y controlar; para que ninguna segunda ocasión sea ningún reto. Así, todo será nuevo. El rumbo del hombre de acción se fija unos segundos solamente, y luego resurge: la labor del hombre de acción nunca termina.

Pero cuando un hombre de acción llega el final de su vida, ¿cuál es el provecho de haberlo movido todo? ¿A dónde se va toda esa sabiduría mudable del hombre de acción, toda esa práctica pulida al más fino punto? ¿Qué es la muerte para el hombre de acción?