De la posibilidad de preguntar

De la posibilidad de preguntar

¿Es filosofar una empresa destructiva o creadora? La pregunta intenta estar libre de fatalismos vulgares: la destrucción no implica el aniquilamiento físico o espiritual del ser propio, así como la creación no implica libertad absoluta; en término estrictos, creación, en su significado radical, es algo sólo atribuible a la voluntad divina. Vista de manera detenida, el interrogante está elaborado con un sesgo que emparenta la posibilidad de emprender con la de pensar, un lazo que no está aclarado por sí mismo. ¿Es la filosofía algo que podemos enfocar en el inicio de los esfuerzos de una mano que sostiene algo, o es algo que apunta al modo en que el saber y el preguntar se concretan en la vida? Sócrates no utiliza ninguna de las tres relaciones hasta aquí sugeridas: la presentación de su vida en medio de la discusión sobre la inmortalidad del alma muestra el valor que ahuyenta a los fantasmas; el cuestionamiento sobre lo que Sócrates es se realiza como algo ajeno a la capacidad de producir o destruir. Si le queda el nombre de empresa, es sólo en tanto remarque el esfuerzo que permite la libertad socrática, algo muy lejano a la autodeterminación que nosotros ostentamos como gala de la autonomía. En el momento de su muerte, Sócrates no realiza una producción moral, sino que da razón de sí.

¿No implicaba eso deshacer lo que creía cuando estuvo entusiasmado por la sospecha de que Anaxágoras podría ser maestro? ¿No implica para cualquiera que desee pensar en Sócrates una tendencia al oficio de deshacer la imagen que se tiene de sí mismo? ¿Qué pasaría con esa implicación cuando lo que impera es el dogma de la historia como impedimento para conocerse y conocer en general? Sería poco prudente determinar que la presentación que Sócrates hace de sí mismo implique conformarnos con la simplicidad de que la idea de hombre es algo que trasciende toda frontera histórica. No es a la luz de la idea de hombre que Sócrates se aleja de Anaxágoras, arquetipo platónico del materialismo, sino a la luz de la imposibilidad de coordinar con la razón la existencia del bien como finalidad con la exigencia corporal del maestro de Clazómenas. Lo que llamamos cuerpo no puede moverse por sí mismo, ni responder ante la ubicación que tiene en todo momento.

Pierde interés el reconocer si es creación o destrucción el intento socrático porque el énfasis no reside en la capacidad que se tiene para trastocar o invertir las doctrinas, sino en reconocer si uno mismo se ve todavía como problema, en pensar qué de la vida no se aclara al aceptar una opinión, se trata de ver cómo lo que creo implica el modo en que vivo. ¿No es necesaria ahora la consciencia histórica para ese intento? Más que necesaria, se convierte en otra opinión sobre sí mismo que no puede dejar de examinarse, la opinión de que uno se sabe a través de la relación entre el pasado y el presente, con vistas al futuro. La historia tiene una consecuencia más radical que no está plenamente desarrollada en la consciencia ilustrada: la imposibilidad de comprender al pasado en su justa dimensión, junto a la consecuencia de entender que no es la individualidad en contradicción con el progreso como fuerza lo que ha de preocupar. La historia como explicación definitiva de uno mismo impide a fin de cuentas explicarse qué es la felicidad, esa palabra que nuestra vulgaridad ha convertido en cuestión de convicciones, y no en algo que sea posible por el modo en que vivimos.

 

Tacitus

Vuelta traslúcida

Vuelta traslúcida

Nuestro tiempo se avoca a la marcha del progreso bajo la fe de que le democracia es el régimen más adecuado para la satisfacción humana. Es claro que si uno quisiera preguntarse por la solidez de tal esperanza tendría que indagar al menos en la idea que nos hemos formado de nosotros mismos y de los otros. La claridad que aduzco no es un invento: si uno está convencido de que algo le conviene, tiene una noción, oscura, ciertamente, de qué es uno mismo. Pero la pregunta más relevante no solemos hacerla, a pesar de que esté supuesta en estas afirmaciones hechas con presteza. ¿Puede uno preguntar por algo tan evidente como el ser propio? La evidencia no es lo mismo que la reiteración. Uno cree tener la medida que unifica el movimiento. La prueba de que la lógica es limitada estriba en que no alcanza a explicar plenamente la relación que es uno mismo en tanto palabra. Pero entonces, ¿no será necesario concluir que en el ámbito de las convicciones públicas todo está condenado a la falsedad? ¿No la pregunta complicada requiere ser escuchada para ser considerada, después de haber sido adelantada una respuestas atropellada?

La interpretación más recurrente de la filosofía política se atiene a señalar la relación entre el régimen propuesto y el carácter del hombre que dicha propuesta defiende. El régimen aristocrático está presentado como una comunidad en la que, precisamente, todo es absolutamente común. ¿Será la pedagogía del erótico en torno a lo justo un medio para guiar a Eros dentro de lo público? ¿Por qué es lo justo lo que determina a esa guía? A la mitad de la República está la idea que hoy en día poco se distinguiría de la tiranía. El filósofo tiene que ser rey para que haya justicia en serio. Lo que suena a subordinación ante la voluntad de uno solo tiene mucho de complejidad: ¿será tiranía la que ejerce el sabio? Por otro lado, ¿no será una radical injusticia la obligación del filósofo? El problema se puede volver más complejo mediante términos muy sencillos: lo que para un demócrata actual suena a injustificada soberbia, termina siendo para un fanático una mala lectura. Lo importante de dicho diálogo acaso no sea la proposición de que gobierne el que sabe, lo cual parece una opinión más o menos admitida entre quienes razonan con algo de detenimiento. ¿No será más importante el hecho de que el filósofo sólo será soberbio si no tiene Eros, ante lo cual dejaría de ser filósofo? No puede Eros divinizar, porque entonces no tiene sentido preguntar qué se es: ya se sabe.

¿Será lo público el lugar donde lo que se medita a solas debe ser expuesto? La misma pregunta ostenta un problema: la sugerencia del deber. No sabemos plantear el beneficio posible en otros términos. No es claro que el deber sea lo mismo que el conocimiento. Por ese paso el camino es más oscuro: es extraño que, al parecer, lo bueno sólo se conoce mediante la primicia de que es uno inicialmente un desconocido para sí mismo. No es claro tampoco que esa observación conlleve a la reclusión silenciosa; ¿qué sería de la palabra? El beneficio público es posible sin la necesidad de imperativos, y sin que haya que emprender la huida. El problema parece apuntar a que el autoconocimiento, al residir en una actividad, en un modo de vivir, es también reconocimiento del bien del otro. Eso no determina un énfasis en la publicidad del filósofo, que esa nunca es vista propiamente, sino una publicidad posible de lo bueno, en el mejor sentido posible de la palabra.

 

Tacitus

Vuelo corto

Vuelo corto

La ausencia más complicada no siempre es la que abre al extrañamiento de otro. A  veces incluso el otro está ahí esperando con la mano extendida, con el calor de un aliento en flor. La ausencia más dura es la ausencia de pregunta. Se difumina el placer por revelar la ignorancia, por descubrir algo que pide todavía de la razón. No vive lo que deja a la palabra hacer camino mientras intentamos buscar. Se envuelve uno como serpiente retrógrada en la bolsa cadavérica del silencio. Sin pregunta, parece todo el camino de aquellos hombres con hambre de saber de otros destinos sin poder ver el alma propia, como los describía Nietzsche. Ante la pregunta espera, como el amigo, la dicha de pensarse, de verse a uno mismo como complejo. Quizá es difícil pensarse, por el mero hecho de vivir siendo uno, como territorio conocido. No hay mapas para uno mismo, sólo tentativas, acercamientos. Si alguna vez llegamos a creer terminado nuestro descubrimiento, Eros mostrará nuestra frivolidad. No es amor a uno mismo lo que se muestra en el intento de descubrirse. Ni puede manipularse Eros, ni producirse, como no puede producirse lo que nos hace felices, a menos que vivamos bajo la ilusión de que eso es totalmente determinable por la voluntad. Puede uno negarlo, pero no logrará entonces comprender lo que es. Si se presenta en uno mismo, eso equivale a negarse el intento por aclarar lo que uno es. Tendrá que encontrar en la frivolidad sus alas atrofiadas.

 

Tacitus

 

La visibilidad moral

La visibilidad moral

La moral se ha vuelto, o la hemos vuelto, cuestión instrumental. ¿No puede todavía ser pregunta? Se ha determinado que el conflicto consiste en los valores adecuados. Pero, en esta dimensión, lo moral no se manifiesta como problema, sino como medio. La dimensión de la moralidad es eminentemente práctica, no obstante. A la visión instrumental de la moral corresponde un pragmatismo que no es cuestionado. Por alguna razón, creemos que la práctica es aquello que nos exige la premura, aquello que se enfrenta mediante actos definitivos. No obstante, ¿en dónde está el conocimiento moral, si sólo se trata de actuar desesperadamente, pues parece ser ese el término cuando no hay manera de “definir” algo? ¿Cómo podría experimentarse el propio desconcierto ante la posibilidad de dar razón de lo que enfrentamos en la práctica misma? Si dar razón fuese imposible, ¿de dónde sacamos el entusiasmo por las medidas desesperadas? Dar razón de lo que nos ocurre es aquello en lo que el entusiasmo podría basarse, pero en ello no tiene lugar la premura.

¿Qué puede alumbrar la moral? Podríamos responder diciendo que siempre permanecen limitaciones tanto ante las decisiones personales como ante las políticas, ante las cuales se vuelve prácticamente inalcanzable la razón más clara. Pero eso mismo se presentaría como una razón clara ante la limitación en la experiencia de nuestra vida. La experiencia por sí misma no enseñaría nada si no hubiera, en el ámbito moral, nada por aprender. La limitación de nuestra visión sería sólo un invento si no remitiera a la experiencia misma. La limitación no es ante la visión multitudinaria de las posibilidades en toda su claridad; no es imposibilidad lógica,  pues lenguaje siempre puede haber sobre la situación propia. La limitación no está tanto en la facultad natural como en la relación con el reconocimiento de lo bueno que se hace posible por la naturaleza misma de la práctica, ante la cual cobra sentido el término experiencia, como aquello que reside en el haber logrado vislumbrar lo que uno mismo ha hecho frente a la situación práctica. ¿Cómo es que hablamos de problemas morales, sin haber experimentado la incertidumbre, la oscuridad y la claridad de lo que nos complace y nos mueve? Sospecho que el bien es algo cuya presencia no puede negarse sólo por haberse equivocado moralmente.

El conocimiento de las cosas humanas no puede excluir la mirada dirigida a uno mismo. En ese sentido, quizá el conocimiento de lo que llamamos nuestro beneficio personal esté siempre en relación con el conocimiento del beneficio como tal. Beneficio es un término retóricamente moralizado cuando la retórica misma no es conocimiento de la persuasión en lo conveniente, sino poder incendiario frente a las emociones inmediatas, capacidad de irritación sin sentido de la verdad. Nos descubrimos entrenados en los pretextos y en las razones prontas cuando vemos que no dan en realidad razón de nosotros mismos, sino que evaden la posibilidad de preguntarnos por lo bueno. Concluir que lo bueno es sólo idealismo irrealizable, es no comprender adecuadamente los problemas morales, es prejuzgar la experiencia práctica y desconocerse. Si en realidad estuviéramos convencidos de la imposibilidad radical para conocer lo bueno, ¿de dónde sale el entusiasmo por la premura, por las imágenes exaltadas del valor, por el prejuicio no analizado de que el poder es esencialmente salvífico? Buen desempeño práctico llamamos a la medida desesperada en tiempos desesperados. Pero la práctica nunca es así de abstracta, como sabemos por los problemas morales, que le revelan a uno, en parte, el desconocimiento y el conflicto de su propia naturaleza.

La razón es facultad de lo natural para descubrirse en su naturaleza. ¿Cómo valdría hablar de “naturaleza” si es un término que parece evocar algo ya conocido? El término no alumbra un esquema de la conducta, sino una innegable evidencia de la existencia misma de lo que nos permite percibirnos y vernos preguntando y creyendo. La habilidad de reconocernos desconocidos para nosotros mismos está en que sólo así es posible la pregunta más radical. ¿Qué habría por saber sin pregunta alguna? ¿Qué podría preguntarse en total oscuridad o en total claridad? La mejor vida no se revela, así, como un objeto que sólo se vuelva visible por el acto racional, sino como algo que permite, en su cercana distancia, contemplarnos. La mejor vida no es algo alcanzable por un solo acto, como podría figurarse románticamente, así como el autoconocimiento sería sólo un cuento si el resultado de toda indagación fuese inútil frente a la necesidad de los actos exigidos, si por la indagación no pudiera verse que la necesidad que otros creen como apremiante no pudiera ser también una desesperada hipocresía. ¿No será que siempre nos seduce el pragmatismo porque implica un desconocimiento de nosotros mismos?

 

Tacitus

La pregunta gozosa

La pregunta gozosa

Cuando nos interrogamos qué somos parece haber una respuesta evidente, casi indudable para los no cartesianos, expresada en una palabra: hombre. El procedimiento, si intentamos emular con poca seriedad a los pensadores más serios puede repetirse con esta palabra, siempre que recordemos que no es una simple disputa por palabras. ¿O lo es? Podríamos dar una respuesta afirmativa que no fuese poco reflexiva si nos damos cuenta que la mayor parte de las veces nuestras expresiones apenas rozan la magnificencia posible de una palabra: la explicación. Al preguntar qué es un hombre nos topamos con varias posibilidades que podrían respetar nuestra experiencia sin que por eso alguna de nuestras respuestas llegue a iluminarnos (pues no hablamos de cosas distintas a nosotros). Se nos ha enseñado también que incluso esa pregunta está formada o establecida por una respuesta previa: el hombre es ser, lo cual convierte en algo aun más complejo el intento por indagar sobre nosotros, pues podemos preguntar a qué nos referimos con eso (aunque quizá no deje de tener un grado mínimo de evidencia). Es decir, en nuestra manera de preguntar hay ya un modo de nuestro ser en tanto que inclinado a la reflexión de sí, que ha abordado el intento de pensar y definirse bajo ciertos límites.

No parece descabellada la afirmación de que nunca terminamos de conocer a alguien más. ¿Eso implica que sólo podemos tener conocimiento de nosotros mismos? Lo que se halla en mí no necesariamente se halla en otro, por lo que requerimos pensar cómo el autoconocimiento, actividad en apariencia solitaria, es indagación de la naturaleza propia. Si es indagación de nuestra naturaleza, ¿se agotará la pregunta en la explicación de nuestro ser como parte del cambio y movimiento natural? Por ahí empieza el problema de distinguirnos de lo divino. Nadie puede evitar su muerte: el suicido y la eutanasia son modos de morir, mas no decisión sobre la muerte y la vida como tal, sobre las que no tenemos decisión, porque no son cosas que la inteligencia práctica pueda concebir como posibles o imposibles para la acción. Nuestra influencia sobre lo vivo y lo muerto se limita a la posibilidad del homicidio, de la siembra y de la concepción. Lo imposible es evitar la muerte, posible es prevenirse de morir joven, de morir vanamente o descuidadamente. Pero justo esas posibilidades son las que hacen del ente que somos algo muy distinto al resto de lo que nos rodea. ¿Por qué en esas posibilidades parece radicar no sólo un conocimiento empírico, sino también de lo que es bueno o perjudicial?

La pregunta quizá requiera explicación. De lo posible en lo natural tenemos conocimiento en tanto que lo requerimos, y requerimos algo de lo natural en tanto que lo deseamos también. No sólo eso: sabemos de lo bueno en lo natural porque reconocemos el fin en las distintas posibilidades. De ahí que reconozcamos el saber de alguien cuando lo vemos ejercerlo u obrar de cierta manera que otros no logran: distinguimos entre un campesino de oficio y un niño con el frijol en el frasco de papilla. El conocimiento de la causalidad podría reducirse a lo que reconocen en la relación entre la tierra, la semilla, el agua, el sol y el aire, pero el saber de uno nos parece que merece más ese nombre porque posee una técnica. No obstante ese conocimiento de las causas es limitado: difícilmente encontraremos una explicación sobre la generación, el crecimiento y el fin de lo material en la agricultura, pues no es la técnica el saber de las causas que hacen que algo sea como es y no de otro modo, lo cual significa, por supuesto que algo tiene cierto fin y que ese fin está relacionado con el ser de algo. Lo bueno no se reduce sólo al sentido moral de la palabra, puesto que también hablamos de cuando algo es bueno o malo para un proceso de desarrollo de lo vivo, siendo eso totalmente ajeno a lo moral. Es el bien lo que nos permite comprender incluso todo desarrollo como tal, pues de otro modo no podríamos hablar nunca de crecimiento o reducción, de cambio y permanencia en lo natural si no distinguiéramos al ente que atraviesa esos estados.

Al responder con nuestra humanidad a la pregunta por nuestro ser, generalmente atropellamos las explicaciones. No tenemos más que las palabras para comenzar a distinguirnos, además de la diferencia evidente en la constitución material. Distinguirnos de lo natural no es todavía autoconocimiento, pero sólo nosotros poseemos esa posibilidad, entre otras quizá menos relevantes en comparación. Si las más de las veces podemos distinguirnos ente otros seres de manera demasiado burda, se debe a que quizá la explicación sobre nosotros requiere de autognosis. Las palabras escapan a quien no las busca. La fuente que mueve la necesidad de la palabra más sensata y atinada es la misma que la que nos mueve a conocernos. Esa fuente no cesa de recordarnos que la materia está en el hombre constreñida por la insistencia de lo eterno. Lo regular no deja de sorprender a través del descubrimiento de lo humano mismo.

 

Tacitus

El Astronauta

La negrura cubrió al astronauta

Y aún éste cerró los ojos al sentir el jalón.

Cuando la vorágine se detuvo pensó que había muerto

Mas estaba entre muchos otros en su propia casa,

De vuelta a su vida como antes de partir.

El monstruoso vacío del espacio no existía aquí,

Y esta vez no haría lo mismo, esta vez no abandonaría su mundo

Dejando en evidencia

El significado de su pregunta: ¿es ésta la vida que siempre he deseado?