La visibilidad moral

La visibilidad moral

La moral se ha vuelto, o la hemos vuelto, cuestión instrumental. ¿No puede todavía ser pregunta? Se ha determinado que el conflicto consiste en los valores adecuados. Pero, en esta dimensión, lo moral no se manifiesta como problema, sino como medio. La dimensión de la moralidad es eminentemente práctica, no obstante. A la visión instrumental de la moral corresponde un pragmatismo que no es cuestionado. Por alguna razón, creemos que la práctica es aquello que nos exige la premura, aquello que se enfrenta mediante actos definitivos. No obstante, ¿en dónde está el conocimiento moral, si sólo se trata de actuar desesperadamente, pues parece ser ese el término cuando no hay manera de “definir” algo? ¿Cómo podría experimentarse el propio desconcierto ante la posibilidad de dar razón de lo que enfrentamos en la práctica misma? Si dar razón fuese imposible, ¿de dónde sacamos el entusiasmo por las medidas desesperadas? Dar razón de lo que nos ocurre es aquello en lo que el entusiasmo podría basarse, pero en ello no tiene lugar la premura.

¿Qué puede alumbrar la moral? Podríamos responder diciendo que siempre permanecen limitaciones tanto ante las decisiones personales como ante las políticas, ante las cuales se vuelve prácticamente inalcanzable la razón más clara. Pero eso mismo se presentaría como una razón clara ante la limitación en la experiencia de nuestra vida. La experiencia por sí misma no enseñaría nada si no hubiera, en el ámbito moral, nada por aprender. La limitación de nuestra visión sería sólo un invento si no remitiera a la experiencia misma. La limitación no es ante la visión multitudinaria de las posibilidades en toda su claridad; no es imposibilidad lógica,  pues lenguaje siempre puede haber sobre la situación propia. La limitación no está tanto en la facultad natural como en la relación con el reconocimiento de lo bueno que se hace posible por la naturaleza misma de la práctica, ante la cual cobra sentido el término experiencia, como aquello que reside en el haber logrado vislumbrar lo que uno mismo ha hecho frente a la situación práctica. ¿Cómo es que hablamos de problemas morales, sin haber experimentado la incertidumbre, la oscuridad y la claridad de lo que nos complace y nos mueve? Sospecho que el bien es algo cuya presencia no puede negarse sólo por haberse equivocado moralmente.

El conocimiento de las cosas humanas no puede excluir la mirada dirigida a uno mismo. En ese sentido, quizá el conocimiento de lo que llamamos nuestro beneficio personal esté siempre en relación con el conocimiento del beneficio como tal. Beneficio es un término retóricamente moralizado cuando la retórica misma no es conocimiento de la persuasión en lo conveniente, sino poder incendiario frente a las emociones inmediatas, capacidad de irritación sin sentido de la verdad. Nos descubrimos entrenados en los pretextos y en las razones prontas cuando vemos que no dan en realidad razón de nosotros mismos, sino que evaden la posibilidad de preguntarnos por lo bueno. Concluir que lo bueno es sólo idealismo irrealizable, es no comprender adecuadamente los problemas morales, es prejuzgar la experiencia práctica y desconocerse. Si en realidad estuviéramos convencidos de la imposibilidad radical para conocer lo bueno, ¿de dónde sale el entusiasmo por la premura, por las imágenes exaltadas del valor, por el prejuicio no analizado de que el poder es esencialmente salvífico? Buen desempeño práctico llamamos a la medida desesperada en tiempos desesperados. Pero la práctica nunca es así de abstracta, como sabemos por los problemas morales, que le revelan a uno, en parte, el desconocimiento y el conflicto de su propia naturaleza.

La razón es facultad de lo natural para descubrirse en su naturaleza. ¿Cómo valdría hablar de “naturaleza” si es un término que parece evocar algo ya conocido? El término no alumbra un esquema de la conducta, sino una innegable evidencia de la existencia misma de lo que nos permite percibirnos y vernos preguntando y creyendo. La habilidad de reconocernos desconocidos para nosotros mismos está en que sólo así es posible la pregunta más radical. ¿Qué habría por saber sin pregunta alguna? ¿Qué podría preguntarse en total oscuridad o en total claridad? La mejor vida no se revela, así, como un objeto que sólo se vuelva visible por el acto racional, sino como algo que permite, en su cercana distancia, contemplarnos. La mejor vida no es algo alcanzable por un solo acto, como podría figurarse románticamente, así como el autoconocimiento sería sólo un cuento si el resultado de toda indagación fuese inútil frente a la necesidad de los actos exigidos, si por la indagación no pudiera verse que la necesidad que otros creen como apremiante no pudiera ser también una desesperada hipocresía. ¿No será que siempre nos seduce el pragmatismo porque implica un desconocimiento de nosotros mismos?

 

Tacitus

Sed desierta

Sed desierta

Lo más apasionante de un problema no está únicamente en la posibilidad de esbozarlo. Lo problemático resalta en la superficie conforme los ojos se abren para ello. Es común que, en la superficie, se hallen preguntas, sospechas, molestias, insatisfacciones que a veces se relegan a la oscuridad porque lo problemático parece solucionable. El problema fundamental parece vivir, aunque precisamente decirlo así no nos haga ver todavía problema alguno. La superación personal, por ejemplo, crea sus fábulas y motivos persuasivos con base en esas sombras cotidianas que aquejan el deseo, la imaginación, la espera y las relaciones, e intenta solucionar algo que apenas es problemático. No sería un gran negocio si, en alguna medida, sus creyentes no sintieran su experiencia guiada. En esa medida, el vivir está ya orientado a fines específicos. Ese entramado de fines y metas es el alimento de los problemas cotidianos. Pero ¿lo problemático en dónde se halla? ¿Estará en los impedimentos, en las preguntas, en el desconocimiento del futuro o en el contexto social en que se desenvuelve nuestra vida? A esa serie de preguntas parece también corresponderles una interpretación, una mirada quizás moral de lo que hacemos constantemente. Sólo el hombre puede eludirse en la mirada a sí mismo, acto este que no puede completarse sin una mirada a lo que comparte su tiempo, sin radicalizar incluso la capacidad de comprender todo sentido de pregunta, respuesta o decisión alguna que le sea posible.

No es fácil reconocer el discurso que nos persuade. La dificultad estriba en mirar nuestra manera de vivir. Esa palabra se presta para la poética de la publicidad con facilidad porque es la que con mayor amplitud expresa lo que muchos podemos reconocer de nuestros actos: que muestran que buscamos algo. ¿Qué le sucede a la capacidad del hombre para desear en un mundo en que la relación entre el deseo y lo moral esconde un secreto a voces en el nihilismo? ¿Es la pérdida de sentido un problema asequible a la experiencia cotidiana de la vida? No podemos decir que el deseo haya desaparecido, pero sí podemos notar los efectos en él del mundo en que nos movemos. Para la consecución de fines inmediatos, se nos ofrece un paraíso irrefrenable de opciones: rara vez sabemos responder si hay una manera idónea de desear y, por ende, de satisfacernos. La vida está aclarada, a nuestro criterio, por la necesidad imperante de sobrevivir, pero es difícil notar que el rasgo vital que organiza nuestras posibilidades se guía por nuestras opiniones. Y nuestras opiniones coinciden casi al unísono con lo moral: hasta el ateísmo está cargado de moralina. Intentamos juzgar al otro, nuestras emociones nos hacen saber que no somos independientes del otro, pero esos rasgos de todo ser humano no son suficientes para suponer que el sentido inmediato de nuestra vida asegure la verdad. Esos rasgos del ser humano aparecen ahora en un contexto en que se esconde el extravío del desconocimiento.

El problema de la vida humana está al fondo de ese desconocimiento. Nadie verá un problema cuando tiene claras sus metas, cuando la teleología cotidiana ha establecido sus límites comunes. Lo importante sería observar que en esa estructura está lo que nosotros somos, que por ella se nos distingue o, mejor expresado, que ella es posible porque en alguna medida conocemos y desconocemos lo que somos, aunque podamos vivir sin reconocerlo. No se debe eso sólo a que vivir sea un proceso natural: el conocimiento del cuerpo humano nos ha posibilitado una manera peculiar de vivir. Es decir, el conocimiento de lo que la vida “es” no está asegurado por la ciencia, porque ella misma se reproduce bajo un deseo, rasgo de lo vital. Si la experiencia histórica puede llamarse en algún sentido actual no se debe sólo a su posición en una cronología temporal, puesto que todo mundo puede, sin necesidad de saber historia, reconocer que en ningún momento las cosas humanas pueden mantenerse en un estatismo absoluto. La experiencia histórica actual tiene un panorama distinto, con ideas peculiares y propias, pero los signos de nuestro tiempo son también efectos de las relaciones humanas en el tiempo. El pensamiento del pasado no puede caducar por el simple hecho de un cambio de contexto, y el problema más grave estaría en no notar que quizá sostener la novedad total de nuestra vida esconda más una catástrofe para las posibilidades mismas de nuestra vida cotidiana. Un problema no se vive si la experiencia no se alimenta del misterio que emana de lo temporal en el hombre. ¿O puede tomarse en serio la afirmación de que la creación de nuevas posibilidades implica una transformación de lo que hace posible lo posible? ¿No sería esa la contradicción más inane posible? La situación se establece conforme a lo actual, pero incluso podría ser que el sentido mismo de lo actual no pudiera ser aclarado si no sabemos responder por nosotros, que somos los únicos capaces de hablar de actualidad. Problemático es saber si esa capacidad de notar más de una posibilidad de satisfacernos no se reduce a una sola esclavitud. La libertad podría no ser un estado natural o legal.

 

Tacitus