Cuarentena

El texto no llegó, pues no salió de casa

todo lo desinfectó, sus manos las lavó

pero su café se enfrío esperándolo en la taza.

El texto no salió, haciendo gala de paciencia

al guardarse pensó que hacía bien

para dar lugar con su silencio a la ciencia.

El texto se guardó, para no contagiar

con desesperanzas a nadie.

Para no aumentar el miedo,

o para evitar un desaire.

Por lo que haya sido: miedo,

prudencia, amor por el otro,

o por gestos de paciencia,

el texto no apareció.

Lo cierto es, que hoy le tocaba,

pero el texto no salió

porque la cuarentena guardaba

Maigo

Austeridad Palaciega

Contaban los ciudadanos de un pueblito, ahora fantasma, que en el palacio habido en esas tierras, a las que una gran ciudad, ahora en ruinas rodeaba, hacía su habitáculo un loco.

Locos ha habido muchos, algunos famosos por ver dragones entre molinos, otros por elogiar a la locura como cuna de la prudencia, pero éste centraba su fama en su temprana costumbre de dar a conocer sus ocurrencias.

Nunca faltaba a la tempranera cita, para anunciar a los vientos lo que por su mente pasaba: en una ocasión estuvo un buen rato regañando al mar, decía que con él no se había portado nada bien al seguir su naturaleza y estar formado por agua salada. El ponto bramó y siguió siendo motivo para los locos enojos de quien creía que el poder de controlar a los vientos y las aguas ostentaba.

El loco de las ruinas decía que vivía austeramente y que lo hacía por amor a un pueblo que a base de dietas y economías, pronto se convertiría en fantasma. Hasta donde sé nunca se percató de que se pensaba viviendo en un palacio cuando sólo entre ruinas habitaba.

Pobre loco, pobre pueblo y pobre mar al que de todo culpaban.

Maigo

Inocente Preguntilla: ¿Cuándo un gobierno elegido democráticamente señala que el régimen ha cambiado, se dará cuenta realmente de lo que significa el término régimen?

Sobre la imprudencia al hablar de la política

Decía Michel de Montaigne “La impostura tiene su verdadero objeto en las cosas desconocidas”. La frase se podría aplicar al ámbito político, pues poco se puede saber de una decisión política importante si no entendemos las consecuencias, el por qué se hace en determinado momento, a quiénes les beneficia y a quiénes les perjudica. Aunque en buena parte de los casos sí se pueden conocer las motivaciones de los principales actores políticos, como cuando reaccionan los rivales de quienes toman la decisión. También podría aplicarse a cualquier área del conocimiento cuya complejidad impida que la mayoría de las personas la entiendan con claridad, como es el caso de las investigaciones científicas. Es complicado saber qué tan perjudiciales podrían ser los organismos genéticamente modificables si no entendemos qué le hacen a los alimentos cuando afirman que los modifican. El ensayista francés usa la frase para explicar la falta de prudencia de quienes le atribuyen designios divinos a las victorias o derrotas de los ejércitos. Al igual que puede dársele un uso político a la religión, también se le puede dar el mismo uso a la ciencia, pues en un caso el conocimiento es de difícil acceso y en el otro es restringido. En el caso de las decisiones políticas quizá no aplique el mismo nivel de impostura, pues son más cercanas a nuestra reflexión cotidiana y de alguna manera estamos acostumbrados a actuar políticamente. Pero podría haber mayor problema para llegar a entender las intenciones de la decisión, pues más personas podrían creer que saben la verdad inamovible sobre qué político es mejor que otro. Al cundir la variedad de opiniones, cunde la confusión. Aunque también cunde la confusión cuando no se entiende de lo que se habla, como en el referido ejemplo de los organismos genéticamente modificados, pues si el asunto es polémico y tiene varias explicaciones, se pueden suscitar discusiones que rayan más en los pleitos que apenas se podrían considerar políticos que en los análisis científicos. Si la ciencia puede ser polémica, mucho más lo es la divinidad. Esto no lleva a Montaigne a disuadir de su reflexión, sino a tomarla con más cuidado y a darle la importancia que merece, pues, al fin y al cabo, su influencia en la acción humana es mayor que la proporcionada por la ciencia o la política.

Yaddir

Autonomía y autorregulación

La paciencia es invaluable. Me parece natural que sea una característica tan rara, porque casi nadie tiene bastante como para detenerse a observar por qué es de provecho tenerla. El otro día platicaba con un cuate que me tuvo una paciencia monástica. Hace mucho tiempo no lo veía. Durante nuestras discusiones se me hizo obvio que una misma idea le daba vueltas en la cabeza; pero no eran nomás vueltas como para decir que la tenía en la periferia, sino que estaba bien centrada en su mente y por eso, independientemente del tema de nuestra charla, cada tanto se aparecía rondando en una corta y rápida órbita. Su idea era que el mercado es una cosa fabulosa, que es fabuloso que todos dirijamos nuestra vida según el mercado, y que lo que lo hace tan fabuloso es que se regula solo. Su tono me hacía pensar en biólogos a los que se les aguan los ojos de emoción explicando los prodigios de la fotosíntesis. Hablaba así del movimiento mercantil como algo «autorregulador», que «se adapta naturalmente», que «tiende al equilibrio» y otras analogías por el estilo. Como al principio no me parecía muy claro qué estaba pensando cuando decía estas cosas, le pregunté. Me explicó varias veces el principio de la oferta y la demanda. Le inspiraba veneración pensar en lo perfecto que era y en lo conveniente que resultaba para nosotros que así fuera. Él supuso erróneamente que yo no era lo torpe que soy para los tecnicismos sobre observaciones de economía, así que sufrimos amargamente un rato juntos tratando de hacerme entender los pormenores de esta complicada disciplina que más que matemática se me hacía trigonomancia.

«Bueno –me decía–, no es tan complicado. De hecho el chiste es que cualquiera puede entenderlo», y efectivamente, cada una de las veces que me dijo esto continuó con una explicación que sonaba menos complicada y más fundamental. Llegó el momento en que entendí, o eso creo, a lo que llamaba el principio de la oferta y la demanda. Me explicó algo como que ambas fuerzas se jalonean en sentidos contrarios mientras van cediendo terreno la una a la otra, hasta que terminan equilibradas. «La demanda de un bien específico hará que se le oferte más –me dijo– y luego, a mayor presencia de ese artículo en el mercado esa demanda disminuirá. Juntas las dos cosas se irán nivelando conforme la gente comercie hasta que la demanda llegue a coincidir con la oferta en un punto en el que ninguna estaba cuando empezó. Así, el mercado se regula solo». «Solo –abundé–, supongo que quiere decir, que no necesitas ingeniarte ningún plan aparte, ni se requiere otro arte que intervenga para que el bien sea valorado cuanto merece ser valorado». Coincidió con esto. «Si uno lo piensa, no es distinta la idea de lo que ocurre en el intercambio de energía térmica entre dos sistemas con diferencias de temperatura», le dije, y también coincidió, emocionado con la analogía. Me advirtió en numerosas ocasiones que esta forma tan básica de entenderlo es apenas el primer paso; después se estudian muchos detalles que se erigen sobre estos cimientos.

Valorar un bien en el mercado es apreciarlo: en la generalidad de este principio, «la existencia de un bien, su abundancia y la necesidad percibida subyacen a su precio –expandió su explicación–. Se autorregulan los precios de los bienes que se hallan disponibles en el mercado porque el precio de lo ofrecido se adapta naturalmente en proporción a la cantidad de gente interesada y a su disposición a pagar por ello» y añadió al conjunto más consideraciones que no tuvo tiempo de explicarme a detalle (como el poder adquisitivo, los tipos de competencia, los medios de producción, los de transporte y un gran etcétera). Le pregunté si necesidad percibida quería decir tal como sonaba, o sea, que se trataba de cuán necesario era un bien según lo percibían los que lo demandaban, y me dijo que sí, efectivamente. Le dije «pero entonces la analogía con la naturaleza y el intercambio térmico no puede estar bien planteada. No puede ser que la autorregulación del mercado sea tan ‹fabulosa› como dices». Al decir estas cosas estaba pensando en un afiebrado al que se recomienda darse un baño de hielo. El traspaso de calor por el que se espera que vuelva a su temperatura natural es un suceso que ocurre indiferentemente de la enfermedad. Las moléculas meneándose con más o menos enjundia no pierden su tiempo pensando a quién matan o a quién curan. Por otro lado, aprovecharse del conocimiento que permite la hazaña curativa es un ingenio, un arte. Son dos cosas diferentes, aunque se den en el mismo movimiento, la curación que es arte del médico, y los cambios naturales que corresponden a las cosas por ser lo que son. Algo así traté de expresarle, aunque fui más vago de lo que quería, porque me pidió que le explicara qué tenía que ver eso con el mercado y su fabuloso proceso. «Pues es que esta comprensión del mercado que tienes –le dije–, requiere que finjamos que las causas naturales y los bienes humanos son idénticos». «¡Claro que no! –objetó–, lo que hace es enseñar cómo funcionan juntos. Porque es natural y es benéfico: las personas nos beneficiamos de que el mercado regule solo los bienes, nada termina con mayor ni menor precio que el que las personas de hecho piensan que merece cualquiera de las cosas que se ofrecen. Si algo hace falta en un momento dado, por el mismo proceso eso deja de hacer falta, y al revés, lo que sobra tiende a desaparecer». «Estarás de acuerdo –ofrecí entonces–, en que los bienes que están en el mercado siempre son bienes humanos. –Él accedió y yo seguí–: ¿Y no son representados por el principio de equilibrio del mercado con la misma necesidad irrefragable de las leyes cósmicas?, como si el deseo de tener computadoras se diera en los seres humanos con la misma necesidad con que caen los rayos de una tormenta, como si la prudencia creciera nomás por regarla. Esta idea de mercado no toma en cuenta nuestra capacidad para elegir ni tampoco las tensiones del deseo. Por ejemplo, para elegir consumir menos de algo que se me antoja mucho pero me hace mal, o para desear un bien, pensando que es capital, cuando la mayoría de la gente lo considera trivial o hasta nocivo, cosas por el estilo». Seguía sin convencerse. «Pero no estás entendiendo –respondió–. Es cierto que no son lo mismo los artículos en el mercado y los eventos cósmicos: nunca dije lo contrario. Y claro que el mercado considera la elección y el deseo. Míralo así, tomando tu ejemplo, los rayos en una tormenta no pueden someterse al juicio de los consumidores; pero si pudieran, no nomás nos desharíamos de los rayos, sino de las tormentas enteras. ¿No viviríamos todavía mejor si el mercado se encargara de esas cosas también? Pero son las cosas humanas las que así funcionan, y ya ese proceso se da naturalmente».

Después de algunas idas y venidas sin claridad, parecidas a las anteriores, le propuse que cambiáramos de tema y accedió. Afortunadamente no quedó todo en un completo desacuerdo porque de todas formas, como les conté antes, su imagen del mundo humano como un gran mercado no dejó de aparecérsenos de vez en cuando. Casi por inercia volvimos al asunto, o por lo menos, a tocarlo de refilón. Hablábamos ahora de su hijo, me contaba las chistosadas que éste hace y las cosas que está aprendiendo de él. Todo lo hacía sonar como un mayate incontrolable de escuincle. Estábamos en plena disertación sobre los caprichos infantiles y sus berrinches, además de los problemas que mi cuate tiene para determinar si está premiándolo mucho o muy poco para que se porte bien, cuando coincidimos los dos en algo: definitivamente los niños no saben lo que les conviene. «Ahí sí estaría de acuerdo contigo –me dijo–: si se tratara de un mercado de niños, dejar que se autorregulara sin meterle mano sería la peor idea del mundo».

El príncipe vals

El príncipe vals

Los caballeros no bailan. Siempre están sentados, aburridos, ¿a qué van a los bailes? Eso pensaba yo hasta que vi a uno que bailó con una dulce señorita. Sucede que por razones de compromisos sociales, he tenido que reunirme con algunos amigos en un pueblo algo lejano de aquí, en él habita una señorita algo porfiada, pero de buenos sentimientos, que se la pasa las más de las veces haciéndola de casamentera. Una de sus amigas o de sus proyectos, es la señorita que ahora baila con el caballero. Me enteré de que este proyecto fue fallido, principalmente por dos motivos, uno, por la excesiva imaginación de la casamentera, y dos, porque ella misma no se preguntó: ¿Cómo se ve un enamorado?, ¿qué es el amor de a de veras? El proyecto fue mal logrado, porque ella no advirtió más que piezas que podían ser manipuladas para estar juntas, es decir, que reunían ciertas características que bien podían complementarse. Ella preguntó a su amiga, ¿quién crees que te convenga más? A mi juicio, se olvidó de cómo se expresa un enamorado, para ver sólo cualidades convenientes a la alta sociedad. Se le olvidó que los hombres promedio, también se enamoran.

Convenció a su amiga para que se fijara como meta a un caballero inglés, de buen porte, sociable, educado, pero con fama de interesado. Los presentó, pero él vio mayor posibilidad en la casamentera, que en la amiguita de la casamentera. Ninguna de las dos lo advirtió así, porque la directora del proyecto veía que todos los halagos y molestias que se tomaba dicho caballero eran para su amiga, (esto le convenía a ella para su fama de celestina, así como para ayudar a que una mujer dulce y mansa, subiera de posición). Ellas veían lo que querían ver y no lo que estaba sucediendo. Lo que sucedía en realidad –y esto me lo contó el caballero que ahora baila–, es que la celestina, hizo que su amiga se olvidará de un buen hombre digno de confianza, educado y de porvenir, que no pudiendo ser más claro le pidió matrimonio a la señorita; aquí fue donde la casamentera encajó más el diente, sabiendo de la poca voluntad de su amiga, con la siguiente pregunta: ¿Quién te conviene más?, en lugar de preguntar ¿Quién crees que en verdad te ama? O ¿a quién amas tú y por qué lo dices?

La labor de casamentera sin una previa reflexión sobre qué es el amor, o ¿cómo es que sé que alguien en verdad está enamorado?, llevaron al fiasco y la decepción de saber que el caballero se interesaba más en la casamentera que en su amiga, y que al ser rechazado, con suma vergüenza por la señorita, fue a buscar otra oportunidad en otro pueblo, donde contrajo compromiso con una mujer que poseía una herencia considerable. Sale sobrando la pregunta de si ¿así se comporta un enamorado? Sí o no, depende de qué tanto podamos explicar nosotros mismos sobre nuestra experiencia amorosa. En fin que el caballero regresó casado, y en la primer oportunidad que tuvo para mostrar su burla y su orgullo cruel a las señoritas, decidió rechazar como pareja de baile a la dulce mujer que tenía enfrente. Dijo que estaba cansado, pero dos minutos después pasa bailando con su esposa frente a la ya injuriada mujercita. Es ahí donde empezó mi historia, el verdadero kingsman, se levanta y saca a bailar a la señorita, mientras la casamentera pasa del coraje por la injuria, a la sorpresa grata de ver que un caballero la auxilia. El mismo caballero que le ha cuestionado mil veces su labor como casamentera.

Y es que no sólo el amor está en juego, sino también la dignidad, si es que entendemos al amor como la posibilidad y finalidad de la perfección humana. Si no podemos dar justificación del amor (como búsqueda de lo que nos falta), toda exploración parece falsa, pues sólo busca la verdad el enamorado o el afanoso.

Aún no entendemos

bien este vals.

Javel     

Con esperanza democrática

Con esperanza democrática

La palabra ciudadano no debe usarse para los habitantes de una ciudad, porque la ciudad no debe ser entendida como una concentración poblacional ordenada geográficamente. Ciudadano debe ser siempre un término político. Los términos políticos no deben pulirse profesionalmente. La política es para más de uno, o de unos cuantos. De esas diferencias parten las bases de los distintos regímenes. La democracia no está asegurada por plebiscitos, porque el carácter predominante de la democracia no puede radicar en elegir al candidato de un grupo. Así no existe la representación. La demagogia es un peligro latente para lo democrático, pero no es democrático. Puede existir la oligarquía en medio de las elecciones, aunque las mismas elecciones den una pizca de libertad a la deliberación política de la dialéctica en la opinión. Parte del peligro demagógico son las falsas esperanzas como producto. La ilusión de que la democracia reside en una urgencia práctica. Hasta en lo urgente hay matices a pensar.

Ese es territorio del silencio. La urgencia parece ciega. Como si ella exigiera una prudencia que no podemos tener si queremos “apegarnos a los hechos”, eligiendo lo más adecuado como solución inmediata, para pensar después en lo mejor. ¿Qué sucede con la libertad para la prudencia? ¿Nace de una decisión que puede ser imprudente? ¿Nace de la esperanza en lo inevitablemente irrefutable? Esas preguntas deben abrir para nosotros el horizonte en el que debemos navegar si nos interrogamos sobre nuestro potencial ciudadano. No nos es claro si el carácter para vivir democráticamente es algo que podamos decidir en connivencia con el régimen, en perpetua transformación de él o en comunicación con el otro. ¿Hay educación para ser un ciudadano? La pregunta deviene crucial para el habitante de un Estado inoperante, para una situación de una comunidad erosionada, roída, muerta, ignominiosa. Llama a superar el prejuicio eugenésico desde el que el gobierno no democrático está acostumbrado a operar, e incita al posible ciudadano a pensar el poder más allá de la fuerza, obligándolo a pensar en sí mismo como posiblemente libre. Lo lleva a preguntarse si el ser ciudadano va más allá de ejercer una moral privada, lo cual es hacer la cuestión de la virtud algo local en un sentido primario, ordinario quizás, pero no por ello menos importante. La corrupción es, desde ahí, una falla institucional que, democráticamente, no puede ser ya parte de la vieja lógica que el mismo poder instauró para nosotros, que dice que la opresión es el obstáculo para la libertad.

Por eso la ciudadanía no puede ejercerse en plebiscitos, porque no ha de ser confundida con la voluntad popular. Si la ciudadanía democrática se ejerce por medio de la voluntad popular, ¿cómo distinguir entre un plebiscito y la simpatía de los habitantes de un reino por el monarca? Aunque en una no se requiera el plebiscito, no podría existir sin algo que podríamos llamar con la misma facilidad voluntad popular de mantenerse viviendo así. No creamos, por ello, que la comunidad política está hecha por el consentimiento de sus habitantes, porque ese difícilmente podrá existir en ese sentido abstracto que lo marca una palabra como voluntad popular. Lo importante de una decisión en consenso y crítica constante es que haya ya algo común en lo que los ciudadanos hayan discrepado o asentido, en que su palabra valga para ellos como para los otros. La prudencia y todas las virtudes pueden ser admiradas en una democracia (aunque no sea el caso siempre y en todo momento) por eso mismo. Sin algo que las muestre, sin la práctica, sin la dimensión deliberativa, lógica, retórica y política de la vida en común, ellas no podrían tener siquiera un nombre. Puede que con el pragmatismo del que tanto nos quejamos, pero que adoptamos a veces (enfermedad inseparable de la política) y que ejercemos al momento de reducir la praxis democrática al voto, estemos siendo un poco injustos. No será un homicidio o un crimen mayor, pero sí algo que las víctimas de un crimen, por ejemplo, no merecen: que se les ignore por la sensación de lo providencial, o que nos creamos la historia de que la esperanza nace de la desesperación, lo cual es un absurdo.

Aunque un buen ciudadano no sea lo mismo que un buen hombre, eso no quiere decir que la naturaleza ciudadana de un hombre se resuelve en la caballerosidad de sus costumbres y pensamientos. Ser ciudadano tampoco se puede reducir al aspecto moderno de las ambiciones personales, o de la virtud como inteligencia práctica para el poder. Por eso el voto debe ser más que el respaldo de un líder político. Puede que los regímenes totalitarios obligue a sus ciudadanos a la injusticia; por ello mismo, lo que hace ciudadanía no debe ser únicamente el respeto a los decretos. La naturaleza de la ley es, más que una coerción, cierta racionalidad, cierta medida justa de las acciones que permiten siempre mantenerla en lo mejor para el individuo y para lo común. Un buen hombre coincidirá en sus actos con la ley, porque sabe lo que es justo. Un buen ciudadano no puede dejar que su decisión no sea conveniente para la comunidad. Democráticamente, esa dimensión de su bondad no puede ser totalitaria. Sabe que la crítica es necesaria para afrontar la degeneración de la justicia en el régimen: ve de frente la virulencia de la demagogia.

 

Tacitus

Cosméticos para oradores

Es muy interesante observar cómo aprenden los niños. Con atención, pronto se da uno cuenta de que no sabe cómo sucede por más que los siga viendo. Por supuesto, uno se percata de que imitan lo escuchado y lo visto, de que en sus oraciones delatan relaciones curiosas que encuentran entre las cosas, y otros detalles por el estilo; pero por más que uno haga analogías con esponjas o tablas de cera, no se ve ni el agua llenándolos ni los caracteres imprimiéndose. Uno los ve a ellos, y dicen y preguntan y aprenden. Luego, con más atención, uno se percata de que no es muy diferente cómo uno mismo aprende de lo que está viendo en los niños.

Preguntas tenemos todos, y por lo general son muchísimas: la mayoría son preguntas vagas, y algunas poquitas claras. Parece que hay un sentido en el que aprender es un modo de respondernos preguntas, especialmente sobre las cosas que nos interesan. Pero no todo lo aprendemos igual y muy congruentemente, no todas nuestras preguntas son del mismo tipo. No es lo mismo interesarse por la astronomía y aprender los ciclos de los astros, las mediciones de sus movimientos, las causas de los colores nocturnos; que interesarse por otra persona y querer conocerla, saber sus hábitos, compartir en conversación, etcétera. No son la misma clase de preguntas las que nos invitan a curiosear en ambos casos (si las invirtiéramos, de pronto andaríamos queriendo saber la circunferencia de la cabeza de alguien y qué cosa le hace bien al Sol).

Las personas que saben mucho de cierta área suelen inclinarse por usar muchos tecnicismos (palabra fea que implica tramposamente que las palabras comunes y corrientes no tienen nada de técnico), y estos nombres que suenan tan extraños a los novelesparecen haber surgido de preguntas que ya se han respondido. Por decir, puede pensarse que ya no hace falta más búsqueda de qué es el corazón una vez que uno conoce bien qué es el mediastino, el pericardio, los músculos auricular y ventricular, y cosas como ésas. He notado que el uso extendido de tecnicismos es favorecido especialmente por gente que piensa que el lenguaje vive en dos mundos, más o menos como si fuera un niño: el mundo de los juegos, las bromas y el relajo, donde todo lo que hace es liviano y puede decir con metáforas lo que se le antoje porque nada tiene el severo peso del protocolo; y aquél otro, muy solemne, lleno de miedo por expresarse como debe ser y por seguir los pasos de la tradición bajo la espada que decapita al errabundo. Lentamente (¿o será más rápido?), el lenguaje técnico parece apropiarse del lenguaje de quien publica en artículos de importancia y se comunica con los defensores de la verdad. Por supuesto, la mayoría de las personas ven aquí a los científicos. Tiene tal grado de detalle cómo han pulido cada término, que ya no hace falta volver a preguntar nada sobre él una vez que se ha leído y comprendido su significado. El avance está prometido porque no se pierde tiempo nunca más con las preguntas que ya antes se han hecho. El progreso ha sido servido.

Creo que el que sale perdiendo con esto es el recién llegado. El orador experimentado ya tiene puesto su podio, tiene colgados banderines atractivos de colores sobre su cabeza y su salón acústico además está reforzado con micrófonos y bocinas para entumecer a los oyentes. El que acaba de llegar no tiene de otra que sentarse a oír. Él se tiene que aprender las palabras del orador casi como mantras. Él es quien aún tiene preguntas y busca aprender. Si de cierto modo casi todos somos recién llegados, en este mundo de oradores tanto tecnicismo podría darnos en la torre a todos. Que conste que no estoy diciendo que sea malo por técnico, ¿pero no será exceso usarlo para aprender? Un tecnicismo, por pretender responder una pregunta, ya cuenta con una perspectiva que podría pasar de largo el que la encuentra por primera vez. «El Medievo», lee un novato, y al repetirlo corre el riesgo de creer que tiene en su boca una época. «Romanticismo», lee otro, y puede pensar que está nombrando una corriente de pensamiento. Un descuido y el que usa el tecnicismo ya se comprometió con todo lo que esconde. Además se pueden usar a diestra y siniestra sin problema, ocultando un hueco peligroso y haciendo las veces de mucha sapiencia de quien ni siquiera se ha planteado las cosas que está diciendo. Los discursos que promueven nuestros programas de educación están repletos de frases como «indicadores transversales», «democratización de la productividad», «tasa de victimación»; pero no contienen discusiones sobre sensatez, paciencia, prudencia (que hasta suenan ridículas en este contexto). ¿No será que asumir que sólo es serio el tipo técnico de discurso sea muy perjudicial para la educación? Después de todo, si de verdad tenemos las respuestas a todas las preguntas, ¿por qué están las cosas como están? ¿O en serio se piensa que es cuestión de tiempo? ¿Es mejor dar por sentado que nada que no se pueda medir y contar con encuestas vale la pena para juzgar qué tan buena educación tenemos?

Con la gente en general y con nuestros amigos en particular, solemos ser muy serios cuando juzgamos que algo tiene importancia, y eso no quiere decir que lo serio sea igual a lo técnico. ¿Apoco admitiríamos que no son importantes las cosas que se aprenden por la amistad? Podemos ir ahí para ver esto; pero la verdad es que no hace falta. Con escuchar a algún joven fantoche presumido usar sus tecnicismos para apantallar basta para ver el riesgo de su vanidad (o a uno viejo, que da lo mismo). ¿No será este exceso, en el que confundimos lo técnico con lo serio, un síntoma de haber vivido tanto tiempo confundiendo lo científico con lo verdadero? Si lo es, hay muchísimo que preguntar todavía. Puede ser que más nos valga empezar tan pronto como podamos a hacer preguntas en serio importantes.