Espejos en círculo

Espejos en círculo

No es cierto que las miradas sean revelaciones instantáneas. No es posible decir con certeza que haya mirada sin que el observador esté implicado en lo observado. Para mirar en el recuerdo los ojos deben ejercitarse. De la relación entre el pasado y la actualidad del alma, del sello del tiempo en la actividad natural surge el conocimiento “psicológico”. Los esquemas del psicoanálisis son explicaciones que intentan ser certeras, pero que no aclaran su nivel interpretativo: ¿qué nivel de “objetividad” aparece en el fenómeno del alma en su relación entre recuerdos, vivencias, costumbres, palabras, gestos, inclinaciones? ¿Es una causalidad definida? Al mismo tiempo, esa pregunta ya no puede ser abordada por nosotros sin al mismo tiempo interrogarnos por la posible utilidad de ese saber. La versión de la autognosis moderna interpreta la actividad del alma a raíz de algo que le subyace: el movimiento de las afecciones nunca es espontáneo, pues obedece a “estructuras” profundas, insertas en el ser de todo hombre, que se dinamizan en los esquemas de las relaciones personales naturales.

¿Por qué es tan persuasiva la mera idea de que en el alma hay una especie de profundidad que esquiva la mirada primeriza? Esta pregunta no intenta decir que las actividades del alma sean todas ellas sencillas de comprender, sino que busca aclarar si acaso la “profundidad” que buscamos es necesariamente la mejor manera de entender la profundidad de una investigación en torno a qué es el alma. Quizá es pregunta resulta irrelevante, puesto que nosotros hemos dado por sentado que esa palabra es un error interpretativo de lo que experimentamos sin cesar: la sensibilidad, la imaginación, la inteligencia, el deseo y, no nos es fácil asociarla en esta sucesión, la nutrición como exigencia del vivir. Es importante asociarla, porque el hambre muestra perfectamente la relación ínsita entre todas: no sólo es un fenómeno sensible e inteligible como una especie de exigencia dolorosa y motriz, es también posibilitadora del antojo, la cocina y el anhelo, todos ellos imaginativos; sobre todo, sin esa manutención exigida las otras actividades son mermadas. El hambre, dicen algunos, permite que se haga visible plenamente la línea entre la indigencia y la supervivencia para oficios arriesgados, lo cual es cierto sólo a medias.

La profundidad de las observaciones psicológicas, hasta donde he visto, está más revestida de la discreción que de la evidencia del esquema. Observar nuestros propios recuerdos con esa discreción tiene la complejidad que conlleva un auténtico juicio moral: nunca se conforma con la claridad apodíctica de la seguridad puritana o con la relajación de los extremos maniqueos. ¿Obedece eso a la complejidad del entramado que hay en lo que la naturaleza del alma ha experimentado, o al entramado del mundo? Los maestros morales rara vez expresan claramente un juicio, como si quisieran decir que no hay arte mimético de las obras humanas -esa dimensión que implica todas las actividades, hasta la del pensamiento- en revelar el pensamiento sobre lo moral. El arte no estaría en revelar las profundas intenciones de manera directa, sino en manifestar la dificultad de mirar moralmente: el acto nunca habla por sí mismo, entendiendo esto como si todo hubiera de producir el mismo juicio. Quizá por ello la virtud, el problema por antonomasia de la ética clásica, no pueda resolverse con una definición, la cual deja a todos insatisfecho por mostrar la insuperable dificultad de que la predicación apodíctica no conlleva entendimiento. Como si el juicio aquí no se precisara con esa sencillez a la que se reduce fácilmente la lógica del pensamiento griego. El moralismo siempre se escabulle en las miradas a nosotros mismos, y el producto de esa asociación es una ignorancia inevitable. Lo es porque hacemos el camino sabiendo a donde llegaremos. Lo es porque, como podría pensarse, buscamos reafirmarnos. En nuestros propios recuerdos, huimos de nosotros, lo cual es también una huida de los demás. Ahí viven las apariencias y las imágenes que buscamos encarnar, a veces sin saberlo.

 

Tacitus

 

 

Identidad secreta

Hace poco, una niña de once años llegó a la escuela con el cabello pintado de rosa mexicano. Sus compañeros la vieron con sorpresa, pero más sorprendida estaba la profesora que primero la amonestó. En la oficina de la dirección la acusaron de haber actuado a sabiendas contra los estatutos de la institución y de promover entre sus pares lo que no se admitía de los estudiantes de primaria. Ahora, esto pasó en una escuela común y corriente, en la que otras de las reglas incluyen cosas nada sensacionales: llevar el uniforme, ir aseado, no portar instrumentos punzocortantes, no tatuarse, etcétera. Sin embargo ‒según me cuentan‒, la niña tomó de inmediato una posición defensiva e impenitente. Protestó que su psicólogo la había alentado a encontrar su propia identidad y que eso precisamente era lo que estaba haciendo. El prefecto que ya para ese momento trataba a la creatura, llenó un formato especial para los padres y lo mandó a casa de la niña con el mensaje claro de que esa muestra de desobediencia era inadmisible, esperando que la familia la reprendiera o cuando menos se hiciera consciente del problema. Al día siguiente asistió a hablar la madre de la niña (quien, por cierto, llegó desafiante a presumirle a sus compañeros cómo seguía ostentando su tinte), no con el prefecto, sino con la directora general. Estaba enfurecida. Entre las amenazas de la jerga legal y los insultos de la jerga de arrabal, la señora dijo con mucha precisión una cosa: su hija estaba tratando de encontrar su propia identidad, y ni ella ni la escuela tenían derecho de hacer nada para impedírselo, so peligro de daño psicológico irreversible. Mudos frente a la ola de la que esta mujer es tan solo una burbuja, los directivos no pudieron más que aceptar la transgresión a sus preceptos.

Es interesante discutir qué tan correcta es la norma que impide los tintes de colores llamativos a los niños en primaria, y me imagino que una opinión al respecto debería considerar si es una disposición que hace algún bien o previene de algún mal a los estudiantes (de lo contrario parece difícil de defender); pero cuando me contaron esta anécdota, más llamativa que el rosa mexicano me pareció la reacción de la madre, quien como merolico dijo lo que también como merolico había dicho su hija un día antes. Y no son ellas dos las únicas que repiten que uno de los inalienables deberes de nuestro progreso hacia la vida en cómodo equilibrio es la búsqueda de nuestra propia identidad. ¿Pero qué querría decir tal cosa? En el caso de la niña, es obvio que hacer lo que le venga en gana le deja experimentar ‒loa le debe la ciencia‒ cuáles cosas le placen y cuáles le disgustan. Así, parece que la mentada identidad es una disposición personal a los placeres y dolores. Una disposición oculta por la imposición exterior. Aquí parece que cada uno de nosotros tiene un arreglo específico propio, personal, irrepetible e incompartible, hacia el placer y el dolor; tal, que nos gusta o disgusta según nos acomodamos a las particularidades de nuestras vidas. Hay que buscar nuestra identidad porque entonces podremos vivir del modo más placentero y menos doloroso posible según nuestras propias características psicológicas, y es de lo más saludable del mundo que se nos permita esta libre búsqueda, en lo que nos deshacemos de todo lo que nos caiga mal. Dicho de otro modo: nada mejor para nosotros que nunca sufrir nada.

La identidad puede nombrar al conjunto de rasgos que hacen de alguien distinguible de todos los demás, o más bien, reconocible como quien es. A eso se refiere el que, sabiendo quién es alguien más, dice que lo identifica. Aquí, sin embargo, la identidad no es algo que parezca poder identificar a una persona a menos que ésta haya logrado dar consigo misma y «revelarse de verdad». Al revés, lo que vemos en todos es lo que más nos aleja de encontrar quiénes son, o quiénes somos nosotros mismos. En vez de ser algo visible y público de lo que puede hacerse un retrato, es más como un secreto, como un oculto modo de ser que no se expresa (¿y eso cómo se experimenta?) y que está velado de todos, incluso del pobre doliente que busca su disposición individual. De ahí la transgresión de leyes, la rebeldía de la búsqueda, la necesidad de hacer todas esas cosas que en los anuncios encumbran como el pináculo del éxito: «rompe los moldes, sé tú mismo, haz tus propias reglas», etcétera. Esto no es decir que la autarquía sea censurable a secas, pero hay que cuidarse de la idiotez de quien afirma que es posible gobernarse en un mundo sin orden. Esta extraña identidad que debe buscar la niña pelirrosa y cada uno de nosotros ‒si hemos de crecer sanos y fuertes de nuestras psiques‒, se figura como una persona durmiente oculta debajo de la máscara con que jugamos, de las capas de lo que hacemos, del modo en que nos vemos y de las cosas que decimos. ¡De pronto resulta que tenemos una persona que no se persona nunca, que no se presenta, no se ve, ni suena! ¿Pero de dónde salió idea tan rara? ¿Por qué confiar en un incomprensible galimatías que nos condena a estar siempre en tinieblas? Creo que tenemos más razones para creer que la Tierra es el centro del universo; y sin embargo… Y no exagero con las tinieblas: la única manera de corroborar los resultados del «experimento» que debemos emprender viendo qué cosas corresponden a nuestra propia identidad, está en nuestro sentimiento personal. Pero si éste es incomunicable, no hay relación humana por la que sea posible contrastar nada de lo que somos nosotros. No tendríamos a nadie en quién encontrarnos. No habría con quién encontrar el bien. En esta personalísima identidad sólo hay gustos, y éstos rompen tanto todos los géneros que no hay uno solo que tenga más de una especie. Todos terminamos siendo idénticos a nosotros mismos y a nadie más, y no hay otra cosa que tengamos de humanidad aparte de esta condena que nos confina a buscar a ciegas y a sordas. Se extienden las tinieblas cuando nos negamos a la luz del otro. «El sentimiento» con el que guiaríamos nuestros experimentos no puede ser de mucha ayuda si lo que estamos buscando ni se expresa, ni se sabe, ni se puede preguntar.

Buscar nuestra propia identidad tiene entonces el mismo caso que andar preguntando cómo se ve el espacio. Afortunadamente, esta horrible condena se desdice entera con sólo notar que es posible educarnos. Es tan obviamente falso que a un niño (o a un adulto) le hace bien no sufrir absolutamente nada, que hasta ridículo es estar en una posición de tener que argumentarlo. Nuestro modo de ser con respecto a placeres y dolores es mejor o peor, es comunicable, es visible por lo que hacemos y sonante en público, y por lo tanto, nuestra identidad no es un secreto modo estático que podría revelarse al sentir el mundo mientras nos pasa entre gustos y disgustos. Desafortunadamente, tan somos educables, que no son sólo la hija altanera y su pendenciera madre las que repiten con euforia las peroratas del psicólogo.

Palabras impertinentes

El mayor gusto de todo consejero es que gracias a sus palabras un problema se haya resuelto. Su resultado le muestra que supo ver adecuadamente cada uno de los hilos que estaban revueltos en el embrollo, que su palabra fue pertinente, que pudo ayudar. Aconsejar se vuelve una actividad importante en la vida del hombre, pues es una muestra del conocimiento sobre el hombre mismo. Pero aconsejar mal es más común que dar un buen consejo, casi tan común como es más fácil dar un consejo que no darlo. Tal vez la principal dificultad al momento de aconsejar radique en que queremos demostrar nuestra imperecedera sapiencia sobre el hombre en vez de entender un problema en determinado momento de una persona.

Regularmente se aconseja en conflictos relativos al amor (quizá porque nada suscite tantos conflictos). El consejero ve al inexperto amante envuelto en dudas, dilemas o arrojado a la abismal tristeza. Alza la voz y da un consejo esperando que al confundido amante le quite sus penas. Sus palabras, en el mejor de los casos, apenas si son escuchadas. El que aconseja debe percatarse, antes de hablar, en qué radica el problema sobre el que aconsejará; debe reflexionarlo muy bien, con cuidado; intuir si su compañero le está ocultando algún detalle; en caso de que lo oculte, si lo hace voluntaria o involuntariamente; debe, además, entender el carácter, el modo de ser de la persona a quien va a aconsejar; también debe ver la situación del que se encuentra en un lío, es decir, debe ver si algo que no es el lío haya podido influir en el lío; finalmente, aunque quizá por esto deba empezar, le conviene ver si aconsejará porque realmente quiere ayudar o tiene alguna otra intención para dar el consejo; una vez hecho eso, quizá pueda aconsejar, aunque tal vez después de tanto reflexionar se dé cuenta que es mejor callar y abrazar a su compañero.

¿Puede aconsejarse sobre lo que no se ha tenido experiencia? La pregunta nos lleva a cuestionar sobre lo que motiva la acción y si eso que motiva la acción puede pensarse antes de experimentarse. La respuesta más fácil es decir que no, pues dado que uno no ha experimentado cómo se siente estar en determinado problema, no puede decir nada al respecto. Dicho así, se cancela la posibilidad de conocer la acción y sus consecuencias antes de hacerla; se está castrando a la imaginación como la que posibilita vislumbrar las consecuencias de una acción. Evidentemente, no cualquier situación que se vislumbre se vislumbrará adecuadamente; se requiere comprender suficientemente la situación para saber qué conviene hacer, ver posibilidades e imposibilidades.

Hace poco conocí a una experta consejera: una psicóloga. Ella tenía amplios estudios en diversas maneras de entender la conducta humana, pero prefería que su paciente se diera cuenta de su propio problema mediante una serie de preguntas y respuestas, pues el paciente siempre tenía su propia solución. Ella estaba confiada en que esta era la manera en la que todos podíamos resolver nuestros problemas, en que era el mejor modo de aconsejar. Interesado en su actividad le pregunté: “¿ha conocido a alguna persona a la que no haya podido hacerle ver su propio problema?” Ella me dijo que no, porque finalmente el paciente siempre tiene su solución. Aunque en voz más baja se contestó: “pero a veces, antes de dormir, me pregunto ¿qué le habré dicho a mi paciente?” Aconsejar es cosa muy fácil, dar un buen consejo tiene mayor dificultad. Dar un consejo no sólo puede afectar una vida, sino varias, por ello no cualquiera debería de aconsejar.

Evangelio

“Estaba cómoda pero me dieron ganas de ser feliz”
— Una tuitera en su estado de tuiter

Hoy, lector, igual que ayer, como siempre, desperté bien calentito en mi cama. La diferencia es que en esta ocasión vengo a decir que ya estoy harto, me he dado cuenta, gracias a la atinada observación que hizo mi psicólogo: “te niegas a salir de tu zona de confort”. ¿Por qué un hombre como yo, guapo, carismático, inteligente y sagaz visita a un psicólogo? Se preguntará usté después de leer estas líneas, y lo hará con justa razón, porque esos párrocos de la nueva religión, han sustituido a lo que otrora fuesen fieles leprosos en el cristianismo, por feos, introvertidos, zonzos y brutos hombres modernos. Si usted piensa eso, como yo lo hice antes de convertirme en cuerpo y alma a la Nueva Verdad libre de estulticia, entonces usté necesita un psicólogo, si usté no está visitando a uno, mejor para mí, porque eso quiere decir que habrá más para los que sí queremos superarnos, para los que buscamos mejorarnos cada día y queremos crecer en nuestras “áreas de oportunidad”. Si usté no sabe cuál es la suya, entonces en eso ya le llevo ventaja. La gorda que tenía hinchadas las encías a tal punto que hacía ver sus dientes como si fueran de leche, me señaló que mi área de oportunidad es mi temperamento, bueno, dijo “actitud”, pero no es su culpa no saber distinguir una de otra (está en su área de confort y ahí la voy a dejar), no se le puede pedir mucho a las responsables de los recursos humanos de las empresas grandes; bueno, según esta mujer que no sabe andar en tacones y siempre lleva el mismo peinado, dijo que me enojo con facilidad y que trabajar en mi “actitud” es mi área de oportunidad. Por supuesto yo no le iba a devolver el favor, lo caido caido, si ella quiere hacerme crecer personal, espiritual y emocionalmente señalándome mis áreas de oportunidad, ¿quién soy yo para no aceptar tal regalo? Ah, pero eso sí, que no espere que le pague con la misma moneda. Yo no quiero que ella crezca, no quiero que sepa lo desagradable que es su risa, lo asquerosas que se le ven sus encías llenas de masilla, ni lo abultada que le hace ver su gorda cara con su peinado. Como sea, entre menos burros más olotes, así que usté, lector, no vaya a un psicólogo, no queremos gente triunfadora en este nuevo mundo que forjamos en la nueva religión. Bueno, sí queremos, pero que no sean todos, solo los que estamos dispuestos a llegar a la perfección del desarrollo humano y por lo tanto vamos un psicólogo.

Yo, como buen apóstol recién convertido, he decidido tomarme las cosas en serio, porque yo no soy un timorato pusilánime que apuesta a medias en una mano ganadora, voy a vivir la vida que me llevará a conocer el éxito y a ser la mejor persona que puedo ser. Ya no quiero mirarme al espejo todos los días y estar en disgusto conmigo mismo sabiendo que puedo ser mejor que ese cadáver reflejado en el cristal. Es por eso que hoy, después de levantarme de mi cama caliente y suavecita, he decidido salir de mi zona de confort, comencé por mi cama, la puse en venta en la banqueta de mi casa a un precio que va a hacer que vuele. Después seguiré con mis ropas, mis pants, mis bluyines, mis camisas y mis pantuflas. Solo guardaré un traje para buscar empleo, un empleo que me haga sentir lo que de verdad soy, que me permita trabajar sobre mi “actitud” y que me deje crecer como persona. Voy a ser vendedor, porque cualquier otro quehacer solo me limitará en mis ganancias, en el tiempo invertido y en las metas que me propongo. Voy a vender cualquier cosa, comenzaré por mi cama y mis ropas para tener un nuevo comienzo, después venderé rocas, si puedo vender aunque sea una, ¿qué cosa no podría vender? No siga mi ejemplo, lector, en el nuevo mundo que queremos lograr, queremos que la gente como nosotros sea la menor, no queremos que usted crezca a través de este camino lleno de cardos y chumberas, no, nosotros, los que creceremos tanto que no cabremos en nuestros departamentos del Infonavit, vamos a necesitar un techo mucho más alto y a gente que guste de estar en su zona de confort para que atienda nuestras necesidades. El siguiente paso en mi plan de autosuperación, de desarrollo humano, de crecimiento personal, es invertir todo mi dinero a plazo fijo a unos veinte años en el banco que me dé más intereses, de ese modo no lo despilfarraré en comida, vicios y distracciones que me hagan tropezar en mi ya de por sí difícil camino. Esta noche dormiré en la calle, si no me siento muy fuerte, tal vez me quede en la banca de un parque público, eso ya es demasiado confort, pero confío en que con el paso del tiempo el suelo me parezca más placentero gracias a la fuerza del hábito.

Cuando dije que todo mi dinero irá a una cuenta de banco es porque así será, y ya sé que usté, como buen hombre comodino y sin ganas de superarse, pondrá trabas y pretextos para no crecer, porque tiene miedo y el miedo es de los débiles, de los que no quieren triunfar y conocer lo que es el éxito. Me dirá con un aire superior, soberbio e ingenuo, ¿y si va a poner todo su dinero en el banco, con qué va a comer? La respuesta a ese “impedimento” u “obstáculo” que a usté le parece tan de primera importancia, es muy sencilla: hay un montón de árboles frutales en la ciudad, sin problema puedo ir recogiendo uno que otro fruto que me mantenga sano y fuerte porque eso es lo que mejor hacen las frutas y las verduras: mantenernos sanos y alejar a la enfermedad. ¿O me va a decir que nuestros antepasados comían sopas instantáneas en sus microondas de las cavernas? Me va a decir, también, que los árboles frutales no son tantos como yo creo y que tendré que caminar largas distancias entre uno y otro para hacerme de una manzana, o de una pera, o de un durazno, o de un limón. Bueno, pues déjeme decirle que la vida es dura, y que uno tiene que hacer lo necesario para comer, que caminar largas distancias es bueno para la salud del hombre y que ayudará a reducir mi colesterol. Caminando largas distancias fue como se pobló América precolombina, y nuestros antepasados aztecas eran los seres humanos más chingones del mundo, ¿por qué eso sería una mala cosa? Ya sé que como usted es muy inteligente y busca ante todo autosabotearse, me va a decir ahora que eventualmente mis zapatos se van a desgastar y a romper, que tendré que sacar de mi inversión a largo plazo para comprarme unos nuevos. Déjeme decirle que sigue equivocado y buscando pretextos para no crecer, porque eso ya lo tengo previsto yo, y espero cuanto antes que mis zapatos se desgasten para que mis pies empiecen a salir de su zona de confort, están mal acostumbrados y no han desarrollado los cayos suficientes como para no necesitar calzado. Yo no quiero vivir así, no quiero estar dependiendo de artefactos que solo me limitan en cuerpo y espíritu. También sé que con el tiempo comenzaré a oler mal (porque los baños y los perfumes son reconfortantes y como bien dice mi psicólogo: “el confort solo es un grillete que nos mantiene pegados al suelo”), y la gente me mirará con disgusto. Por supuesto, eso será envidia, y no necesito envidiosos en mi vida, si alguien se atreviera a regalarme un pan, mismo que le regresaré de un escupitajo. Yo no soy un pordiosero, soy un ganador y no voy a permitir que me miren hacia abajo seres pusilánimes que no se atreven a salir de su zona de confort.

He previsto, que ese día llegará sin falta, y de verdad lo espero con ansias porque será la señal de que voy por el buen camino, el camino del metahumano*. Cuando los envidiosos comiencen a verme distinto, cuando huyan de la amenaza que mi éxito les representa, entonces yo haré algo en lo que otros han fallado: me alejaré de ellos, porque lo más seguro es que puedan aprender de mi experiencia, y no, querido lector, como le dije desde un principio, somos pocos los elegidos, los que nos atrevemos a salir de la zona de confort. Saldré a la carretera, al campo, tal vez a la montaña, allá habrá más árboles frutales y podré compensar mi dieta con algunas hierbas y raíces, ya la experiencia me ayudará a discernir entre las venenosas y las saludables. Tendré la ventaja de convivir con los animales, aprenderé a cazarlos. No viviré cobardemente como usté que se gana el pan sentado en una oficina rodeado de lujos como el interné, ropa, calzado, techo, calefacción, o un sillón cómodo. Todo eso lo pervierte a usté, lo limita y lo hace no desear salir jamás de su zona de confort, como si fuese usté un lánguido remedo de Ulises. Aprenderé a domar el calor, a saborear la lluvia nocturna, y a dormir en los brazos del padre Invierno. ¿Quién necesita dormir ocho horas? Eso es lujo y comodidad. Una vez alejado de la ciudad, podré yo, desarrollarme en mi máximo potencial, tendré que estar alerta para sobrevivir día y noche como la naturaleza espera que estemos, como se supone que debemos vivir: alejados de la mayor zona de confort jamás inventada (eso a lo que llaman ciudad los maricas llamados intelectuales). Aprenderé a superar en astucia a los animales salvajes, para después comerlos crudos, porque el fuego es el más viejo de los lujos y yo mismo soy evidencia de que el hombre pudo vivir sin él desde hace mucho tiempo. Ejercitaré mi cuerpo con la áspera piedra de la necesidad y superaré, también, a ese montón de gordas con encías hinchadas que no temen hacer hombres mejores que ellas. Viviré así veinte años, en lo que el banco se encarga de empollar mis beneficios, después volveré a utilizar mis rendimientos, los reclamaré y los heredaré a los hijos que haya tenido a lo largo de este tiempo (porque es evidente que yo no lo necesitaré más), para que ellos puedan gozar de una zona de confort en lo que el tiempo los hace sumarse al despertar, a la búsqueda del éxito o los hace morir en el intento.

No deje que mi texto lo incomode, lector, mi intención no es hacerle el favor de sacarlo de su zona de confort, ni de mostrarle sus “áreas de oportunidad”. Mi intención es dejar un testimonio de esta nueva religión: la psicología (como lo dejaron los apóstoles de Cristo, yo sé que le incomoda que me compare con aquellos santos, que en su momento, fueron llamados locos < aunque a decir verdad quién sabe si estaban locos, no había psicología entonces como para dar un certificado sobre eso>, y que su almita cristiana, seguramente me está condenando en estos momentos al Infierno por hereje. Déjeme decirle que si algo ha de faltar en el Infierno, eso debe ser confort y me estaría haciendo el mayor de los favores al desearme tal cosa), a los que quieran ser los mejores hombres posibles. Yo solo trazo el camino, sin esperar que alguien me siga, pero eso sí, ojo, si alguien, al igual que yo, decide salir de su zona de confort, el éxito lo estará esperando para recompensarlo en su bella y reluciente cama de navajas y vidrios.

A Ciegas

— ¿Y las religiones?… ¿Y cuál es la mejor?  —Verá usted, la mía.
Como te digo una co
, Joaquín Sabina.

Tenemos una adicción como hombres modernos (tal vez sea solo de mexicanos, o incluso solo en mi colonia, pero si hablo del hombre moderno me siento más chido a pesar de estar copiando a los que sí saben de lo que hablan cuando dicen eso) de la cuál no estamos del todo al tanto como la mayoría de los adictos. Creo que el primer paso de los alcohólicos anónimos consiste en aceptarse a uno mismo como alcohólico, no sé para qué sirva esto o qué ventaja traiga, pero los psicólogos dicen que hay que encarar los problemas para dar el primer paso hacia la sanidad, que es algo así como lo bueno, pero sin esa carga tradicional que tanto escozor les causa en la psique que ya no significa alma (porque eso dicen) sino otra cosa que ni siquiera se parece. Bueno, pues quiero que demos los primeros pasos juntos hacia el reconocimiento de esta adicción que todos tarde o temprano llegamos a adoptar. El hombre moderno es adicto a la originalidad (tal vez porque piensa o la confunde con la Verdad, a mí me parece que es esta la causa, aunque yo no sabría distinguir una de otra si alguien me lo preguntara seriamente). Desde niño recuerdo a mis amiguines de la cuadra emocionarse por comprarse sus tenis Jordan originales, ni más ni menos, las copias de Jordan o los tenis Mike que vinieron a hacer la delicia de las burlas en mi adolescencia, no tenían ese valor que solo posee la verdad, digo lo original, ya tiempo después, esta tendencia se extendió a otro tipo de cosas, como ropa, libros, videojuegos, obras de arte, mujeres (porque, ¿quién va a preferir a un travesti como pareja sexual, pudiendo tener una mujer?), la idea de que lo original siempre es mejor, la portamos orgullosos como bandera, ¿verdad?

Cinemex se ha encargado de meternos bien adentro del alma que la piratería es cosa mala, porque termina por devorar a los hombres de los pueblos que asalta, digo, porque es como robar y robar es como malo. No es piratería de a verdad la piratería de la que habla Cinemex o las industrias musicales o Metálica que como la quinceañera del cuento ése de José Revueltas hizo berrinche por perder el Virgo. La piratería que nos venden las compañías del entretenimiento es pirata, ¡quién lo diría! Bueno, a decir verdad es como pirata, pero no es pirata como los piratas originales y eso me basta. Pero eso no importa, lo que importa es que nosotros valoramos la originalidad con más fuerza de lo que valoramos el agua (que es original siempre aunque venga embotellada). El amor por lo original nos ha llevado a muchos extremos, como por ejemplo buscar el amor verdadero a la hora de relacionarnos como pareja (y a muchos dolores de cabeza por tanto reproche femenino al respecto), teniendo por presupuesto que el primer amor es el verdadero (siempre). Nos ha llevado a buscar nuestra vocación original, nuestro verdadero ser. Esas cosas raras orientales que ahora aceptamos como si nada, que consisten en encontrarse a uno mismo, no tendrían tanto éxito si no fuéramos adictos a la originalidad. Buscamos la experiencia genuina, primera, la experiencia verdadera y no viles copias chinas hechas con un montón de arte y poco presupuesto. Exigimos que nuestro maíz sea venido del mismísimo Centeōtl, y no de las inexpertas manos torpes de científicos que no salen de sus laboratorios artificiales para conocer la naturaleza original. Mucho se dice sobre las comidas transgénicas, que causan cáncer (del original, no una copia barata) que causan infertilidad o que a la larga van a causar mutaciones en los seres humanos (porque lo igual engendra lo semejante y los maíces transgénicos son mutaciones de lo original). Vaya, esta adicción nos ha llevado chistosamente a buscar originales hasta en nuestras raíces prehispánicas (que son más nuestras que las de nuestros padres, que por suerte no fueron prehispánicos), y a su vez, un forzado e infértil esfuerzo por adoptar (por no decir copiar) tradiciones genuinamente occidentales como lo es la filosofía a estas raíces salvajes. Vaya, que el príncipe poeta haya hecho filosofía de verdad como la de Nietzsche y que necesite ser anunciada (para darle veracidad, originalidad) por una niña tocando una concha de mar para yo enterarme de que esa es la verdad; no le quita la piratería al asunto.

Pero la copiadera no para ahí, digo, la propagación de la originalidad, porque si seguimos ese asunto nos llegamos a estampar con el problema de si hay cosas más originales que otras (en un principio diríamos que sí, los tenis Nike son más Nike que los Mike), como que las tradiciones de la antigua dinastía Tokugawa son más tradicionales que las que se enseñaban en el Calmecac, o que dar el grito de Independencia en el zócalo en la actualidad. Y podemos expandir este problema a los nórdicos, a los franceses, a los peruanos (que según nos cuenta Locke, devoraban a sus hijos bastardos copiando la moda contemporánea bárbara europea), a las danzas y al amor. Porque, eso de que el amor francés es más amor que el mexicano pues como que no me cuadra, no sé por qué. Vaya, hay que establecer un límite a la originalidad, y hay que marcar desde dónde inicia tanta copiadera, para poder así conservar y reproducir lo que en un principio fue original. Bueno, suficiente con tanta enmarañadería, no vengo a hablar hoy acerca de los problemas de ser más iguales que otros, o ser más distintos que aquestos. No, lo que vengo a hacer en el texto presente, es a platicarles por qué vengo a platicarles sobre lo original.

Hace ya varios otoños, me encontraba jugando póquer con un buen amigo cuyo nombre no mencionaré aquí, pero que la mayoría de los lectores de este blog conocen, y al que le gustan esos problemas de la mímesis. Jugábamos con fichas falsas, bueno, ni eran fichas, eran cartas de otra baraja que representaban fichas de cierta denominación la cuál dictaba el color al reverso de las barajas. Ocupábamos dos, una baraja roja que valía el doble de la baraja azul y jugábamos con la baraja del reverso verde. La partida tuvo la peculiaridad de que en algún momento olvidé quemar una de las cartas de la baraja de juego. Se dice quemar, cuando a la carta superior del mazo se retira para revelar la que le sigue, dando cierta fe de legalidad al juego mostrando que las cartas no están acomodadas de cierta manera que terminará por favorecer a alguno de los jugadores. Bueno, mi amigo protestó porque yo no había quemado una carta en esa ocasión, yo le respondí que eso no importaba porque no había acomodado las cartas y de todos modos yo estaba vencido ya con el as revelado en el river. En tono burlón le comenté que no afectaba la suerte que yo quemara o no las cartas, a lo que él respondió que sí, que a lo mejor no lo podía probar pero que se sentía incómodo sabiendo que al no quemar, la carta revelada no era la que debía revelarse. Seguimos jugando sin más reflexión sobre esto, pero sí con harta incomodidad de su parte porque yo seguí negándome a quemar las cartas correspondientes solo por molestarlo. Vaya, no estoy muy seguro de cómo abordar esto, tal vez se note en la introducción que rebota en muchos sentidos y que no supe encausar bien, pero, desde entonces tengo la duda de si hay modo de hacer más azaroso un juego. Vaya, ¿es cierto que es más azaroso quemar una carta que no quemarla? En aquella ocasión tocamos el tema pero no pasó de unas cuantas risas, porque a decir verdad el problema nos supera.

Bueno, hoy, me volví a topar un problema similar, y es que me parece increíble y chistoso al mismo tiempo, es por eso que quise compartirlo. Pero antes, todavía me resta otro preámbulo que me parece conveniente. A la fecha (no de publicación, sino de cuando escribí esto) llevo jugando póquer tres meses sin perder, más de 20000 manos y tengo más dinero del que tenía cuando comencé. No quiero alardear, lo digo porque me parece pertinente. Cuando uno está aprendiendo a jugar, lo primero que debe saber es que en el Texas Hold em cuando recibe un par de ases por mano, tiene un ochenta porciento de probabilidad de ganar esa mano. Ok, seguro los matemáticos, los ingenieros y los actuarios me resuelven el problema con una mano en la cintura y la otra en una cerveza, pero en lo personal me parece absurdo creer que un par de ases tiene un ochenta por ciento de probabilidad de ganar. La manera que conozco de demostrar que esto es cierto, es sencilla, tomas una muestra de todos los pares de ases que has jugado y verás que has ganado un número cercano al ochenta por ciento, de no ser así, necesitas una muestra más grande, pero es seguro que con cincuenta mil manos como las que yo he jugado es suficiente para demostrarlo. El problema que yo veo es que no para ahí el asunto, y que cuando un juega póquer, no tiene cuándo acabar, las manos que va a jugar serán limitadas, sí, porque la muerte terminará ganándole a uno la partida, pero son un número infinito porque no sabemos cuánto vamos a jugar antes de morir. Una vez dicho esto, puedo mostrar que me parece absurdo creer que hay tal cosa como ochenta por ciento de infinito. El problema se complica cuando jugamos póquer en línea, donde podemos ser omnipresentes y jugar más manos de las que jugaríamos originalmente. Nanonoko es un jugador japonés que se volvió famosito por jugar al mismo tiempo en cincuenta mesas, algo que de ser posible en la vida real, tardaría mucho tiempo en realizarse. Gracias a la tecnología que tenemos en la actualidad, esto es posible.

Ya, sin más preámbulos, escuchaba a otro buen amigo mío lloriquear porque ha perdido con par de reyes (que tienen algo así como setenta por ciento de probabilidad de ganar) veintiocho de treinta manos jugadas. Me decía que era imposible porque no cuadraba con las probabilidades que debía tener dicha mano y por lo tanto el software que usamos para jugar póquer en línea está alterado. Bueno, ahora que saben que pienso que es absurdo confiar en las probabilidades, no les extrañará que le diga a mi amigo que la sala de póquer en la que jugamos no está alterada y que funciona correctamente. Su respuesta es lo que me trajo a escribir este choro interminable, me dijo “ya no aguanto más por ir a sentarme una mesa real donde las probabilidades funcionan como deben”. Nuevamente me encuentro con el problema original de la carta quemada, o si no lo es, es una copia muy parecida. El problema es que mi amigo cree que hay tal cosa como un azar artificial, vaya un azar pirata que nos vende Pokerstars para quitarnos nuestro dinero. Mi intención no es exhibir las creencias de un jugador, mucho menos contarles un choro mareador o tratar de convencerlos de que el póquer en línea es legal y no hace trampa. No, quiero abordar el problema de que distinguir lo original de lo copiado se agrava (al menos para mis luces) a la hora de querer distinguir el azar original del que es su copia (o para a final de cuentas cualquier cosa, bajo nuestras condiciones culturales). ¿Cómo uno puede siquiera llegar a comenzar a explorar tan tremendo problema? Si logro al menos señalarlo aquí, me daré por bien servido. Podemos admitir, como yo, que en cuanto al azar es una y la misma cosa no importando si es generado por la computadora o por la naturaleza, o puede suceder que lo que hacen las computadoras no sea nada parecido al azar y nomás sea un chocho que nos vendieron los matemáticos y que aceptamos porque no sabemos nada sobre el azar, pero eso no pasa porque las matemáticas no mienten; o también podemos meternos al problema de lleno y no dejar a un lado que hay un supuesto tremendo donde recargamos nuestra cabeza y creemos que una máquina puede reproducir tal cosa como el azar (o el caos si se me permite la extensión, porque si algo conocemos con tal minucia como para poder ser reproducido, eso es el azar). Las páginas que generan números al azar (RNG por sus siglas en inglés) parecería que hacen la misma labor que hace el Mar cuando decide devorar un buque de pesquero, o el que hace el subconsciente al dictarnos nuestras vidas cotidianas, o el que hace el psicólogo al diagnosticarnos, o el que hace cupido al flecharnos (disculpen la blasfemia). No estoy seguro de si se puede tomar demasiado en serio el problema, ya que basta con decir que sí es el mismo azar a la hora de barajar las cartas con las manos que el que influye en las máquinas del RNG. Es sencillo dar esta respuesta porque vivimos en una época contradictoria donde distinguir se vuelve un crimen, ¿¡Qué podemos esperar de un mundo donde la discriminación es el peor de los insultos!?. No, no, no, en nuestro tiempo, no queremos discriminar, es mejor aceptar contradicciones como la que nos dicta el dogma de realizarnos como un individuo a su vez que buscamos todos (por mandato de los sacerdotes del azar llamados psicólogos) a ser integrales (es decir, hacer una comunión con un montón de cosas, hablando muy en general). A su vez, aceptamos que todas las culturas tienen el mismo valor, de la misma manera en que todos los seres humanos son igual de especiales, al tiempo en que nos despedazamos por agarrar un hueso en un sistema macabramente capitalista que nos obliga a sobresalir o ser dominados (a pesar de nuestra igualdad). Como buen adicto contemporáneo que soy, me alejo de las distinciones, me bastará con decir que son una y la misma cosa el azar natural y el creado sintéticamente y me saldré a la calle tranquilo a adoptar a un perro callejero (porque ellos también tienen derechos); a su vez diré que todos somos igual de excelentes (incluidos los perritos) porque de ese modo me libro del pesar de pensar que hay muchos hombres mejores que yo; a su vez haré como que un montón de salvajes caníbales tenían una rica cultura y yo la heredé, de ese modo me libraré de aceptar la realidad de que mi cultura es ecléctica desde su más profundo principio, y por lo tanto es una especie de maíz transgénico del que Centeōtl se avergonzaría llorando atole cien por ciento puro. Me gusta pensar que mi cultura es tan original como la griega, mi política tan justa como la de Estados Unidos, mi azar tan oscuro como el caos, y mi adicción a la soberbia tan genuinamente falsa como la de cualquier psicólogo de mi tiempo

Progresos del Alma

En nuestro mundo se ha hecho muy común que busquemos soluciones que existan ya dispuestas para todo tipo de problemas, y que procuremos ser bien eficientes en su persecución. Es algo así como la extensión del espíritu enciclopédico. Uno con mucho gusto intenta alcanzar, por el atajo surcado por otro, lo que de otro modo sería muy trabajoso de conseguir. Hay algunas cosas, sin embargo, que conviene buscar por uno mismo. La tranquilidad de los días propios, por ejemplo, parecería muy necio dejársela a alguien más, porque difícilmente confiaríamos en que la calma de nuestras almas fue asegurada con anticipación por las artes de alguien que ni nos conoció. Parece que nuestra propia comprensión de nuestras circunstancias y de nuestras acciones implica un conocimiento que jamás podría formar parte de una enciclopedia. Si no por otra cosa, por personal.

Con todo, hay quiénes suponen que es posible clasificar los males del alma como las gripas, y que la comprensión de los problemas que penden como las hondas tristezas están «estudiados» con suficiencia, como para que se les trate de manera genérica. Puede ser que ciertos detalles de algún caso sean hasta cierto grado comprensibles como parte de una condición bien conocida, y de hecho, de no ser así viviríamos el extremo de no poder compartir entre nosotros los discursos sobre cómo nos sentimos; pero por otro lado, es necio suponer que se puede conocer un mal del alma sin tratar de comprender la situación particular del aquejado. Los «especialistas» cuya especialidad consiste en ver cuadros clínicos en vez de a las personas, siempre operarán con esa confusión: que lo que nos sucede en el mundo es susceptible de progreso, y que quizá algún día, cuando los psicólogos sean más sapientes y la medicina más precisa, ya nunca nos entristeceremos.

Entrevistas de Trabajo

Para emplearse en la mayoría de las profesiones hay que realizar antes una entrevista, y la mayoría de las entrevistas son muy semejantes. Salta a la vista que con la diversidad tan inmensa entre los trabajos, las cosas que se traten en las entrevistas que les son propias sean más o menos las mismas: ¿no tendría mucho más sentido que se averiguara sobre el posible empleado lo que tiene que ver con su capacidad y disposición para tal puesto particular? Pero la razón de que las cosas sean así es que hay una fortísima convención por la que se pueden despertar gritos de indignación entre solemnes y respetadas figuras de vasta erudición con tan sólo cuestionarla o sugerir su incongruencia.

La convención es el orden con el que se propone que cualquiera que trabaje en esto que llaman feísimamente «recursos humanos» examine la personalidad del entrevistado. El prejuicio del que se sostiene esto es que todos los entrevistados pueden ser conocidos, en cierta medida por lo menos, en una sola forma de la vida humana que es la «aptitud para el trabajo». Esto incluye un amplio rango de capacidades, desde el que se pregunta por la experiencia en el campo laboral y se hacen los exámenes «psicométricos». Pero es prejuicio porque no sólo supone sin explicar que todos los trabajadores tienen los mismos principios de trabajo en cualquier profesión, sino que también supone que es posible dictaminar la naturaleza de la personalidad de cualquiera que se someta a las pruebas. O sea, que las pruebas parecerían estar edificadas con los elementos más básicos de la naturaleza humana, de modo que cualquiera que sea persona puede allí reflejar sus peculiaridades.

Esto no sólo es ridículo, muchas veces hasta es insultante. Entiendo que con una cantidad tan ingente de peticiones para puestos vacantes en una inmensa ciudad como en las que vivimos, haya que encontrar un modo de facilitar el conocimiento de una persona con la que se va a trabajar, y de la que no se tiene ni la menor idea, porque en este mundo nadie nos conoce más que nuestros amigos, familiares y poquitos vecinos. Pero ese modo en buena parte es que exista algo como el título que le entregan a uno al terminar su carrera universitaria o su curso de aprendizaje específico (cosa que tampoco está muy bien que digamos). Malo cuando, teniendo la oportunidad de conocer a alguien hablando con él de frente, teniéndolo allí dispuesto para abrirse al diálogo, en lugar de tratar de dar con un modo de ponerlo genuinamente a prueba, se ensaya esta clase de planilla de medición humana genérica, fijándose en las que falsamente se consideran las aristas en su vida: cuánta gente depende de él, de qué color va vestido (y si es de traje o no), cuáles dice que son sus proyectos a corto, mediano y largo plazo (¿qué endemoniada clase de pregunta es ésa?), y qué objetivo tiene en su vida (ah, porque es diferente que la pregunta anterior, claro). Y del examen psicométrico se puede decir otro tanto, pero no quiero aburrir con lo mismo extremado.

Es desafortunado y triste que siendo entrevistado para ser docente de una escuela, por ejemplo, no se le pregunte al posible profesor qué opina sobre la educación, por qué le parece importante, qué tanto cree que se puede lograr con ella, a qué debe aspirar, y cosas por el estilo. ¿Cómo a una escuela va a servirle más que esto saber si sus profesores son o no hijos únicos, huérfanos, homosexuales o casados? Y triste es, pues, que este prejuicio en la elección de los responsables de la educación sólo nutre más el prejuicio, y los resultados de exámenes como éstos probablemente tiendan a tener en sus filas de preferidos a los que más aptos son para creer en su efectividad. ¿Así se contrata también a los que investigan los mejores modos de hacer entrevistas de trabajo? Porque me parece que así, la convención de la ceguera de algunos llamados psicólogos se hunde como semilla en la tierra, y sin que podamos hacer más que agitar de lado a lado la cabeza impotentes, crece dándose por sentada como crece una tradición.