La muda religiosidad

La muda religiosidad

La prisa por pensar es tan absurda como las palabras a modo. No es la premura lo que impide que lo público se discuta, lo impide el que la verdad sea relegada. No hay verdad por encima de la imagen oficial: y decían que el PRI ya se había consumido en su propio hedor, amargado por su rancio sabor putrefacto. La corrupción es un problema político cuya solución no está en la imagen y el discurso oficial. ¿Qué puede hacer la palabra? Clarificarlo. Sería una exageración pedirle más. Sería absurdo retraerla a la llaneza kantiana de la buena voluntad: el imperativo categórico es más rígido que la mentira oficial, pero igual de ominoso en la ignorancia de uno mismo que exige. Mucha palabra no pide. Como no la pide en realidad la moralina del respeto al líder providencial. Absurdo del más banal. La perversidad se confunde con la honestidad cuando la inventiva aplaudida de la palabra descansa en el escarnio. ¿Alguna relación entre el placer por el escarnio y la hipocresía tan disimulada? Consiento que se me llame exagerado: la política se trata de ser real, de acomodarse a la circunstancia. Ni a maquiavelismo llega esa vulgaridad. La realidad de nuestra política es la impostura, la delación, el vitoreo. ¿Acomodarse a ella nos hace más astutos o más banales? Puede que no haya diferencia, pero eso es falso: la astucia puede también servir a la palabra, a la claridad. El futuro, la renovación, el compromiso, las farsas del poder completas en la ignorancia desparpajada, en la versión complaciente de nosotros mismos, de la vida. La mentira de la moral: no vernos expuestos a la tiranía publicitaria de las buenas intenciones. ¿Qué importa el fin, si de eso pocas palabras certeras puede haber, si los “modos” son superficies convencionales, si la anomía es también sinceridad y simplicidad religiosa, secreto del providencialismo y de nuestra fe sin palabras?

 

Tacitus

Vuelta traslúcida

Vuelta traslúcida

Nuestro tiempo se avoca a la marcha del progreso bajo la fe de que le democracia es el régimen más adecuado para la satisfacción humana. Es claro que si uno quisiera preguntarse por la solidez de tal esperanza tendría que indagar al menos en la idea que nos hemos formado de nosotros mismos y de los otros. La claridad que aduzco no es un invento: si uno está convencido de que algo le conviene, tiene una noción, oscura, ciertamente, de qué es uno mismo. Pero la pregunta más relevante no solemos hacerla, a pesar de que esté supuesta en estas afirmaciones hechas con presteza. ¿Puede uno preguntar por algo tan evidente como el ser propio? La evidencia no es lo mismo que la reiteración. Uno cree tener la medida que unifica el movimiento. La prueba de que la lógica es limitada estriba en que no alcanza a explicar plenamente la relación que es uno mismo en tanto palabra. Pero entonces, ¿no será necesario concluir que en el ámbito de las convicciones públicas todo está condenado a la falsedad? ¿No la pregunta complicada requiere ser escuchada para ser considerada, después de haber sido adelantada una respuestas atropellada?

La interpretación más recurrente de la filosofía política se atiene a señalar la relación entre el régimen propuesto y el carácter del hombre que dicha propuesta defiende. El régimen aristocrático está presentado como una comunidad en la que, precisamente, todo es absolutamente común. ¿Será la pedagogía del erótico en torno a lo justo un medio para guiar a Eros dentro de lo público? ¿Por qué es lo justo lo que determina a esa guía? A la mitad de la República está la idea que hoy en día poco se distinguiría de la tiranía. El filósofo tiene que ser rey para que haya justicia en serio. Lo que suena a subordinación ante la voluntad de uno solo tiene mucho de complejidad: ¿será tiranía la que ejerce el sabio? Por otro lado, ¿no será una radical injusticia la obligación del filósofo? El problema se puede volver más complejo mediante términos muy sencillos: lo que para un demócrata actual suena a injustificada soberbia, termina siendo para un fanático una mala lectura. Lo importante de dicho diálogo acaso no sea la proposición de que gobierne el que sabe, lo cual parece una opinión más o menos admitida entre quienes razonan con algo de detenimiento. ¿No será más importante el hecho de que el filósofo sólo será soberbio si no tiene Eros, ante lo cual dejaría de ser filósofo? No puede Eros divinizar, porque entonces no tiene sentido preguntar qué se es: ya se sabe.

¿Será lo público el lugar donde lo que se medita a solas debe ser expuesto? La misma pregunta ostenta un problema: la sugerencia del deber. No sabemos plantear el beneficio posible en otros términos. No es claro que el deber sea lo mismo que el conocimiento. Por ese paso el camino es más oscuro: es extraño que, al parecer, lo bueno sólo se conoce mediante la primicia de que es uno inicialmente un desconocido para sí mismo. No es claro tampoco que esa observación conlleve a la reclusión silenciosa; ¿qué sería de la palabra? El beneficio público es posible sin la necesidad de imperativos, y sin que haya que emprender la huida. El problema parece apuntar a que el autoconocimiento, al residir en una actividad, en un modo de vivir, es también reconocimiento del bien del otro. Eso no determina un énfasis en la publicidad del filósofo, que esa nunca es vista propiamente, sino una publicidad posible de lo bueno, en el mejor sentido posible de la palabra.

 

Tacitus

¿Y la justicia?

Hace tiempo escribí aquí sobre una diferencia entre el tecnócrata y el político. Aquella vez dije que el hombre que no se emociona por los sucesos del presente más que por la administración de los recursos, no merece ser político. AMLO tampoco se emociona ante las injusticias. Pero habló de la república amorosa. Sí, porque su administración se basa en el sentimentalismo, es decir, en lo que la intuición y/o el corazón le dicen que está bien. Su justificación es lo que siente. Y los sentimientos son alógos, por ello no podemos pedirle explicaciones o apertura al diálogo. Por ello los expertos en cualquier tema son innecesarios, ya que el corazón es el mejor juez de lo público.

¿AMLO es el buen salvaje y quien encarna al pueblo? No, porque sus sentimientos nos son puros, ya que él también goza del honor. Es el profeta que viene a hacernos el regalo de liberarnos del mal. Obvio no es un asceta, pues aislarse lo dejaría sin el mayor de los goces que tiene el presidente, el cual es el elogio, la pompa de lo sagrado. Para ser buen salvaje es necesario alejarse de la sociedad, pero él lejos de eso intenta fundar una donde el pan de cada día sea su palabra. Y su palabra es sentimiento calculado en lo más privado y obscuro de la rutilante alcoba.

AMLO calcula su amor. A éste perdona y a aquél no, a uno le dice: “tranquilo que no has pecado, indica quién sí, conforme yo te los voy indicando” (La lista que leyó Bartlett). El señor presidente se cree la medida de todas las cosas, por eso con su ejemplo quiere transformar la vida pública y privada del país, de cada ciudadano. Eso está bien, pero que piense mejor qué ejemplo da, pues parece que el refulgente corazón esconde lóbregas razones.

Javel

Digresión del espejo

Digresión del espejo

¿A qué doctrina recurre uno para reconocer sus falsedades? ¿Cómo comprender que la historia de las doctrinas es irrelevante? Doctrinas morales ha habido muchas: puede creerse que todo se resuelve logrando argumentar a favor de una por medios personales. Pero lo importante de lo moral es la comprensión de nuestros actos. Y la comprensión no se agota teniendo claros los medios y fines. Eso sólo es facultad de planear, no comprensión de uno mismo. Incluso la palabra doctrina ha perdido sabor bajo la especialización. Al pensar que la doctrina es un conjunto de enunciados y proposiciones que se coordinan para señalar un punto de vista, el problema se ha evadido. Para que haya doctrina tiene que haber algo por saber, algo enseñable, para lo cual no es necesario que todos estén facultados para conocerlo todo. La tecnocracia requiere adornar con datos y evidencias el altar del vacío: cree que lo importante para las audiencias y la educación es la información clara. ¿Ese tropiezo invalida la educación moral?

Afrontar la dificultad de educarse requiere de reflexión sobre la hermenéutica en general. Dado que somos entes de palabras, no puede esperarse que la interpretación se limite a la comprensión de libros. Leer sería imposible si a cada momento tuviésemos que parar para reconocer si acaso las grafías encarnan átomos unidos al azar. La lectura es sabrosa cuando sabe a algo que se vive. El problema de vivir, una vez visto bajo la luz adecuada, es el conocimiento de sí. Dicho así, pareciera que el que escribe ha adquirido la omnisciencia de su propia disposición y naturaleza. Acaso sea ya demasiado afirmar que el autoconocimiento es un problema visible desde cualquier lado que se le mire: es difícil no creer que la palabra apunta sólo a un escrutinio de sí, a un análisis de sus propios afectos y aversiones, a una definición dramática de la personalidad propia. ¿Un encuentro con los humores y la anatomía clásica? Hacer taxonomía de la pasión es imposible sin palabra e imaginación: para reconocerse en las elucubraciones propias no hace falta serenidad impersonal, sino ansia de descubrirse, de enunciar lo que pueda decirse verdaderamente. Quizá sin ese ímpetu pocas cosas puedan en verdad ser decepcionantes en cuanto a nosotros mismos se refiere: sólo veremos mediocridad por huir al éxito, vaguedad en el discurso, apoltronamiento.

Pero esta digresión no puede olvidar aquello de la interpretación. ¿Qué hay más dramático y difícil que las palabras cuidadosas? ¿Qué mayor atención que la presentación pública de algo problemático? La pregunta no puede ser confundida con la afirmación de que todo problema puede ser público, ni de que todo lo que se presente como problemático de manera pública tenga que serlo. La moral no es problemática sólo por lo que se deja ver en público; todo lo moral sería imposible si, a fin de cuentas, cualquier modo de ser fuera deseable. Vemos que a veces lo público es impenetrable, pero eso no implica que nosotros mismos dejemos de ser entes públicos. Aunque otros no vean justamente lo que somos, ¿qué haremos con nuestra propia mirada cuando busca orientación? Tal vez por eso las “doctrinas” nos emocionan tanto: encubren una pérdida recóndita de uno mismo.

 

Tacitus

De la mentira sobre uno mismo

De la mentira sobre uno mismo

La moralina es buena publicidad de uno mismo. La buena publicidad es un uso de la palabra, aunque no sé si uno bueno. La buena publicidad requiere una pericia retórica hecha para el acto más elemental de persuasión. La publicidad es eficiente si seduce pronto. La publicidad no es la única manera de estar en público. Nadie apostaría por anuncios llenos de cosas contrarias a la moral común. Pero entonces la publicidad es imposible sin deseos comunes. La discusión moral no debe limitarse a renegar de lo público. Por ese lado también puede haber publicidad de uno mismo. La discusión moral es más interesante cuando se intenta pensar eso que llamamos “juicios de valor”; pedir que eso no se cuestione no es sólo una posición intelectual: es, inevitablemente, publicidad. Si la moral pública puede tornarnos esclavos, creer que el hecho de renegar de ella nos libera es simplificar la libertad. Uno huye de la moral pública en aras de salvar la moral. Pero tal vez el problema nunca ha sido salvar la moral, sino asumir el conflicto de verse pensando lo moral. Ahí no es relevante la publicidad, sino la imposibilidad de asumir a la publicidad como criterio de la palabra usada en público. ¿Qué otro criterio puede haber?

Se pueden hacer mitos sobre uno mismo. Funcionan para soportar a la imagen pública. ¿Cuál es su poder? No sólo convencen a los demás, sino que logran mantener la imagen ante su productor. Uno mismo se puede perder creyéndose encontrado plenamente. Cuando uno se la cree, ha dejado de examinarse. Examinarse es imposible con plenitud si la distinción entre juicios de valor es irrelevante, pues en dado caso nunca puedo saber en sentido estricto en qué términos comprender siquiera mis deseos. El deseo, entonces, no se aclara simplemente respondiendo: ¿qué deseo? Quizás el verdadero problema de la moral sea la existencia misma del deseo. La moral pública puede fingir que los regula y tener éxito, pero la pregunta por lo que hoy llamamos juicio de valor no disminuye por ese éxito. La moral pública bien puede ser ese mito en que uno participa ocultándose a sí mismo. La libertad ilusoria que da huir al deseo nos esclaviza en él. Pero resulta que el juicio de valor es el término público para el conflicto con que se relacionan lo público y privado: no habría sociedad alguna si el deseo no fuera algo comunicable y si aquello que deseamos no fuera algo compartido.

El cuestionamiento de la moral es mucho más sutil: no requiere de obras desmedidas. Eros mismo lo realiza implícitamente. ¿Puede distinguirse sin sabiduría a un sabio de un moralista? Si sólo existen juicios de valor, si la perspectiva del juicio moral nunca puede aspirar a la sabiduría, la ética como pregunta por el modo de vida es imposible. No habría manera de teorizar sobre la acción, porque, al intentarlo, estaríamos olvidando lo más radical: ¿no es la experiencia un acceso ya preparado, ya puesto en algún sentido, a la práxis? Bajo esa pregunta, el cuestionamiento del dogma moral ya no sería lo más importante. No obstante, ¿qué me lleva o me inclina a tal cuestionamiento radical? En esa penumbra, tal vez sólo el intento continuado pueda servir. Sin el conocimiento de Eros, no es posible distinguir entre el falso moralista y el inocente. En tiempos de moral exacerbada, sólo preguntar por Eros podrá desvanecer el engaño público sobre lo privado.

 

Tacitus

La vista rápida

La vista rápida

Alguien debería atreverse a formular un imperativo para explicar ciertas habilidades y manías destapadas por los teléfonos móviles. Así como en el voraz mundo académico lo único que vale es ser citado, lo cual se logra, según parece, publicando más de la cuenta (porque las probabilidades aumentan: todo es cuestión de números), la atmósfera de la “comunicación” “privada” pareciera tener sus exigencias serias y ardorosas. No se puede argumentar urbanismo y cortesía como justificación: más cortés es la paciencia que la atención demasiado desenvuelta. Digo que debería formularse un imperativo porque quiero pretender ingenuidad; no sé qué otra cosa podría explicar ese ferviente deseo de soltar las amarras de la mente en responder cuanto sonido emita el aparato telefónico. Además de esa manía esquizofrénica por contestarlo todo y por hablar solos, existe también el alimento de la impaciencia: ¿cuántos perciben todavía el valor genuino que tiene la privacidad? Me incluyo entre los ignorantes.

Porque las probabilidades aumentan, parecería razonable la suposición de que a mayor número de caracteres escritos durante el día, mayor tiempo se invierte en el futuro posible de una conversación amena y entrañable; mayor se volvería también el contacto con las cosas de este mundo y la voz de los demás. A mayor tiempo invertido en recorrer el dedo por la pantalla, mayor sería la posibilidad de encontrarse con algo sorprendente. Así, no quedamos mal ni con este mundo ni con las amistades, celosas en extremo de procurarnos el bien de su palabra o de alguna risa pertinente vía vídeo o meme extraído de la red. Para que no se crea que sólo busco asustar y disuadir porque estoy lleno de amargura debido a la creciente falta de atención de mis conocidos, piénsese bien en el carácter de ese cosquilleo, de esa inercia compulsiva pero taciturna que nos mueve, tan pronto nos hallamos con posibilidad de un tiempo muerto, a rescatar el teléfono de esa reclusión caprichosa con que nuestro bolsillo lo tenía oprimido. Nos gusta, como con todo lo irracional, pensar que lo tenemos bajo control, que sedamos esos impulsos ciegos y que podemos moderarlos, que estamos en capacidad de elegir qué hacer con cada instrumento. Pero los deseos no son instrumentos: éstos se hallan siempre subordinados. Es más difícil saber si en el deseo existe una subordinación; tampoco es sencillo aclarar ante qué.

¿Qué clase de atención requieren lo privado y lo público? Permítaseme poner en duda que la atención pronta y atinada pueda provenir sólo de la presteza en responder algo. El alma, por su naturaleza, está hecha para configurarse y vivir en esos extremos que se rozan constantemente. No puede prescindir nunca de privacidad: a lo mucho puede exhibirse artificialmente. Ni con la tecnología para tener cerca lo lejano nos mostramos sin reservas. Lo público permite saber el contexto en el que se puede actuar. Comunicarse a veces requiere de ese misterio en que las caras no siempre están fijas por la imagen: la voz que decide hasta donde llega en la exposición de su ser es más preciosa que el rostro que busca presumirse en gestos ambiguamente claros. En vez de posibilidades para la amistad, la obsesión por las respuestas instantáneas muestran algo que nadie puede dar, una falsedad: atención desmedida, que debe ser recíproca. Por otro lado, ¿qué no al compartir lo que debe ser compartido nos vamos haciendo más conocidos, lo cual facilita el surgimiento de la capacidad para sabernos piezas comunes de nuestro ámbito público? Dudo aún que la imagen del entendimiento como un ojo sirva para ilustrar como hay que verlo (con los ojos) todo para saberlo todo.

 

Tacitus

El hombre privado

El hombre privado

El matrimonio es una elección, no una exigencia de la necesidad. La familia es una región de la libertad. No es política, porque las decisiones de los padres para mantener su hogar o, sobre todo, para decidir lo que en ella gobierna dependen de una deliberación en torno a los integrantes de ella. Por eso gobernar no es lo mismo que ser un padre. Los hijos y la mujer no son esclavos. Los griegos lo distinguían, aunque todo mundo se queje de que eran una bola de primitivos que no diferenciaban a su mujer de sus esclavos. Mandar a los esclavos tampoco era parte de la política. Se manda a los ciudadanos de un régimen. La teoría de los valores mantiene la simplicidad de que la familia es la base de la sociedad en tanto es el núcleo educador. Esa idea empobrece nuestras convicciones sobre la educación y nos vela la vista ante la verdad sobre la libertad. Por eso nos confunde en torno a la importancia de la familia ante lo político.

Modernamente, se cree que la política se cambia o construye desde su raíz. La libertad del hogar debe inclinarse a cincelar moralmente al ciudadano para que respete y obedezca a sus padres. Pero esa no es necesariamente libertad. Los ciudadanos deciden que hacer en su casa, pero para la virtud es necesaria la política. Por eso la educación familiar no evita el problema del mal. La libertad que funda a la familia es la de la decisión que tiene todo juicio humano sobre la manera en que ha de vivir, lo mismo para decidir sobre su trabajo como sobre las dimensiones de su casa. La libertad política se ejerce en la acción. Por eso la virtud es visible y juzgable. Entiendo que por ello puede problematizarse sobre lo hereditario de la virtud como sabiduría para la acción.

¿No es verdaderamente problemático que la política y la virtud estén asociadas de tal modo? La solvencia familiar, el bienestar económico no hacen hombres justos, sólo hombres menos necesitados. De la misma manera, la política no funciona cuando sabemos ser buenos orquestadores de lo privado. La prudencia no es lo mismo que la obediencia o la responsabilidad. Los buenos ciudadanos no siempre son buenos hombres. Por eso no puede haber virtud cuando queremos que la libertad sea sólo la medida de las posibilidades que nuestros deseos abren ante nuestros ojos. El mal nos enseña más allá del valor. La piedad sabe que la ética, como saber, es sólo el primer paso en el camino hacia lo mejor. Orígenes decía que el saber práctico era sólo un primer peldaño en el saber divino. No hay mejores hombres mientras la política no sea ese modo de ser mejor. La injusticia no siempre vive en las demostraciones arbitrarias de poder.

Tacitus