La blanda actitud

«Todo está en la actitud», dicen por ahí. Creo que casi siempre es dicho con buenas intenciones. Se trata de ayudar a alguien a que actúe con la esperanza de que las cosas pueden salirle bien, y suponiendo que es más fácil que en efecto así sea si está esforzándose por ese resultado que si actúa contristado o enojado, o de otro modo semejante. La gente amargada se caracteriza por ser inmune a este consejo: no espera que nada bueno pueda salir de ninguna acción; si acaso, lo bueno pasa por suerte y dura poco. Pero entre amargados y los demás no hay consenso posible, porque solamente entre amargados se supone que hay buenas razones para esperar siempre lo peor, y mientras, los otros los miran descalificándolos de entrada: no se les llamaría «amargados» si no hubiera allí escondida la noción de que cambiaron para mal por algo, seguramente una vida desafortunada. Como la diferencia está en el futuro y la suerte, no hay nada que compruebe quién tiene razón.

En cualquier caso, dejarle la vida a la suerte es signo de blandura de alma. No es gran esperanza la que se tiene en la suerte ciega, es más bien una espera inconsciente. Si no valoramos lo que hacemos, entonces no valemos gran cosa, sea que «nos vaya bien» o que «nos vaya de la patada». El amargado no es alguien más sabio al respecto por más que se las dé de conocedor, es sólo el que tiene una mala actitud. Esperar que la suerte traerá males o esperar lo bueno son, ambas, maneras de ponerse en las manos de la suerte. Ambas son rendiciones. La idea misma de «actitud» tiene mucho de pusilánime. Sospecho que es un substituto actual del carácter (esa cosa tan difícil a la que ya no le tenemos la menor confianza), porque plantea la posibilidad de cambiar sin ningún esfuerzo más que el de tener la intención de provecho. No requiere nada de nosotros, no supone ninguna mejora substancial, no necesita educación, no necesita enfrentamiento de los propios prejuicios. Desear es bien fácil, nos sale natural. La noción de que una buena actitud traerá consigo una buena vida es el equivalente ético del remedio charlatanesco que con pastillas promete traerle buena salud al sedentario.

Tibios y Adormecidos

Cuando llegó la modernidad a las ciudades con el ímpetu de la revolución industrial y la oleada de los inventos tecnológicos, se creyó que la vida poco a poco estaba poniéndose mejor, más de lo que nunca había sido. La comodidad era lo de menos junto a los grandísimos proyectos de crecimiento humanitario. Con la tecnología, en pocas palabras, se prometió que no habría guerra. Pero la comodidad fue la única parte del trato que se pudo cumplir. Aunque los medios variaron, nunca cambió la cuna del deseo humano, nunca mudó su corazón. Si acaso, se ha entibiado por la facilidad y adormecido por el exceso. La guerra, exterior, interior o privada, sigue allí. Hemos vivido viendo los fracasos del esfuerzo por sustituir con erudición lo que no se ganó en virtud. Ahora que se nos acabó la emoción y que volvimos a conocer vez tras vez los horrores de los avances humanos sin justicia, estamos tan acostumbrados a mirar en esa imagen joven del progreso nuestra última esperanza, estamos educados tan a fondo en los anhelos de quienes vivieron esa grande y hermosa ilusión antes de la decepción, que no esperamos recuperar la anterior fortaleza de carácter para vivir bien. Preferimos, más bien, esperar la mágica aparición de una nueva revolución, de un cambio eufórico y veloz que haga que ahora sí funcionen las cosas como queríamos. Nuestros ruegos están sembrados de nostalgia. Andamos como un hombre en un laberinto que ha elegido de entre muchos un camino y que, por más que no ve la salida, se empeña en andarlo por el resto de sus días antes que admitir el extravío. Si de por sí siempre ha sido difícil averiguar cómo vivir bien, ahora, hasta en el modo de la pregunta impera una pesadez como la de la borrachera, con una mezcla de anestesia moral y olvido detrás del cual zumba la inquietud de que algo estuvo mal, pero sin poder decir ya bien a bien qué fue.