Cuando la luz caiga…

 

Cuando la luz caiga, y no precisamente sobre nosotros –decía— es cuando verdaderamente podremos vernos a la cara.

Cuando la imagen que tienes tú de mí se diluya –decía— es cuando finalmente me habrás olvidado.

¿Qué demonios intentaba decirme con eso? Siempre se lo tomé a juego, pero el día que realmente la olvidé… bueno, no puedo decir que sucedió exactamente ese día, quizá tampoco ese mes o año, pero sí puedo revolver cosas acerca del día que recordé que la había olvidado.

El día que lo recordé comenzó mi ruina. Fue el día que los límites se juntaron y fueron uno ¿hasta qué punto se diluye una imagen? ¿hasta qué punto es bueno entender las cosas prescindiendo de nuestra centenaria luz? porque cuando ya no esté quedarás sólo tú –decía— y yo escuchaba sólo y solamente su voz.

 

Sus ecos están en todas partes. La insistencia de su recuerdo, como todos los recuerdos, podrían ser de las cosas mejor estudiadas, pero al mismo tiempo, de aquellas que por dolorosas menos interesa conocer a ciencia cierta.

Peor que un eco, porque viaja de oído a oído ya tú sabes “el oído es el camino más corto para llegar a la mente”  y brinca de boca en boca, como la chispa en el bosque otoñal, como la lepra en aquella villa.

Tu y yo estábamos ahí y no pudimos hacer nada, eh.

Por eso mejor sigue escribiendo, aquí en el estuco de la pared, no sea que nos lo borren mientras dormimos.

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“…lo que llevaba escrito en el brazo era malísimo, aun estaba fresca su sangre, por eso lo golpee. Señor Garrido, le juro que no fue mi intención… es sólo que no…” repetía la profesora como si de algún modo fuera a ser más convincente que las veces anteriores. La policía ya iba en camino y la madre del desafortunado pequeño estaba tan furiosa como consternada por la violenta reacción de aquella maestra.  

“…solo que no pude dar crédito a lo que hizo. A su edad los niños no piensan en esas cosas. Por más que le pregunté y le insistí, se negaba a decirme por qué lo había hecho o en qué caricatura vió eso. Por favor, no hagamos de esto un problema más grande…” escuchó repetir palabra por palabra y con el mismo tono a la docente. Ella repite escrupulosamente su apología –pensó—, todo esto es un número bien calculado. Prefiero seguirla escuchando una y otra vez con su historia hasta que lleguen los loqueros, a lidiar con ella enfurecida –pensó—. Una y otra vez con el mismo cuento –pensó por última vez—. Estuvo a punto de reparar en el tiempo que había tardado en ensayarlo, pero sus años habían hecho en él un carácter tan estable e inamovible como indiferente.

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Lo que Edgar se había escrito no era ya legible, tras las lavadas y las compresas, sólo quedaba un borrón. Como siempre, como niño que era, él no estaba preocupado, al menos no más que su madre.

Sabía que no podía entender lo qué decía en su brazo. Él aún no sabía escribir. Ella no sabía quién le había dado el bolígrafo o si alguien lo había pintado a propósito a sabiendas de cómo reaccionaría su profesora.

Se preguntaba si el pasar tanto tiempo con su tío no le habría afectado. Él era incapaz de algo malo. Rayar las hojas que con amor ponía en su pared día a día, era la única ocupación de éste. No tenía manías marcadas y fuera de las veces que salía a asolearse y el Sol quemaba su espalda, su hermano era incapaz de dañarlo. Además tampoco él usaba bolígrafos.

Aunque Edgar respondía sin errar a cada inquisidor, ellos se daban por desentendidos. Al responder “nada”, lo entendían todo en otro sentido.