2020, la serie que escribimos entre todos

Las personas cada vez apretaban más el paso. Por algo inexplicable, como si estuviera en un sueño, no podía caminar más rápido que ellos. Miraba hacia atrás con delirio, constantemente, esperando que desaparecieran a la siguiente ojeada. Veinte, diez, cinco, tres, a dos centímetros estaban de mí. Reían incontrolablemente, cual si estuvieran poseídos por una especie de locura o algún ser invasor de almas. Decidí detenerme, dejar de preocuparme. Intuía que olían el miedo. Pero en lugar de atacarme, sólo sonrieron. Ninguno, ni uno sólo, llevaba cubrebocas. Sabía que moriría.

Pero no morí. Ni presenté síntomas. Ni estaban cerca de mí. Ni siquiera me sonrieron. Cuento la historia y le agrego detalles para hacerla más interesante, para generar un efecto en mi escucha (lector en su caso). Del mismo modo, detrás de no usar cubrebocas también hay una historia. Como en todo acontecimiento que provoca sospechas, porque el gobierno está detrás de ello, hay más de una versión. No nos contentamos con saber que el comer un animal salvaje está detrás del virus. Queremos algo más elaborado, algo como una conspiración donde intervengan grandes potencias, donde haya algún villano porque así también hay un héroe, a lo mejor un espía al tipo de James Bond o un agente de la CIA. Nosotros sabemos la verdad, que así opera la intriga internacional porque así lo hemos aprendido en series y películas desde la guerra fría. Espectadores de este cruento 2020 esperamos el giro en el que las cosas van a empezar a marchar bien y terminemos en una bella reunión con nuestros seres queridos, o mirando al sol con el amor recién descubierto en espera de nuestro cálido futuro, o mejor aún, veamos cómo todo aparentemente se soluciona para que un elemento al que sorpresivamente nadie le había puesto atención nos ponga en aprietos y haya más escenas. Entre más grande sea la situación, más simple es la trama general: un virus (o la invención de un virus), dos bandos y un objetivo detrás creado por malévolos señores vestidos con un malévolo traje y con canas en sus astutas cabezas. Vivimos la realidad de las series. Nuestro acceso a la comprensión de las relaciones políticas internacionales es a partir de los emocionantes episodios de las series; nuestro acceso a la comprensión de nuestras propias vidas está enmarcado dentro de la narrativa de series. La mezcla de las series que hemos visto parece que componen el punto de partida desde el que nos comprendemos.

En la primera triada de meses del año 2020, la película Virus (2013) fue de las más vistas en Netflix; Dark (2017-2020), la serie alemana que señalaba el 27 de junio del 2020 como el inicio del apocalipsis, se volvió tremendamente famosa (muchos años después del apocalipsis, los personajes se cubrían la nariz y la boca). Ver las partes en el continuo de la propia vida es difícil; las series nos insinúan dónde está lo importante, dónde podría comenzar un capítulo y dónde termina. Escapamos de la incomprensión buscando explicaciones incomprensibles para una realidad que no sería posible sin un contexto casi inverosímil para que surjan personajes ajenos a nuestra comprensión. Ya no distinguimos entre la ficción y la realidad que inspira dicha ficción. Estamos como Sancho, pero sin un Quijote que nos guíe. Somos todos unos personajes, aunque sin jerarquía si nos pensamos parte de la trama mundial. No podríamos comprendernos sin la mimesis de la acción.

Yaddir

La niebla

La intranquilidad dio paso a la costumbre, y ésta al olvido. ¿Cuánto había pasado desde que el humo grisáceo comenzó a recorrer las calles, cubrir las casas y apoderarse del entorno? Los más minuciosos juraban que los primeros pasos de la niebla comenzaron por las mismas fechas en las que había dejado de llover. Pero ese dato era impreciso, porque la lluvia se mezclaba incomprensiblemente con el entorno: parecía que las nubes habían descendido y siempre estaba lloviendo o a punto de llover. Los demás actuaban, o al menos esa impresión dejaban, como si nunca hubieran vivido con claridad; no extrañaban ver a su gente querida, tocar algún objeto que correspondiera con lo que estaban viendo, no se extrañaban ni a sí mismos. Hacían lo que podía hacerse con lo que tenían. Caminaban lento, para no chocar; comían alimentos enlatados, pues ya no existía el transporte; se curaban a ellos mismos, por la imposibilidad de ser tratados por quienes se ostentaban como médicos; procuraban no acercarse demasiado a las personas, ya que desaparecían rápidamente, devoradas por el humo; sólo tenían contacto para conversar y convencerse de que no eran animales, sin saber quién hablaba, pues nadie podía reconocerse. Las personas más memoriosas afirmaban que el ambiente actual no rebasaba los tres meses de antigüedad. Pero la mayoría actuaba como si la niebla jamás se fuera a disipar; actuaban como si la niebla hubiera llegado para quedarse.

 

La claridad del sol nunca había logrado disipar la frecuente costumbre de rumorar sobre asuntos importantes e imprecisos; en un ambiente enrarecido fue casi natural que los rumores fueran mucho más vagos, apenas una migaja de un recuerdo sustentaba su posibilidad. Se decía que no todos padecían del raro intruso, que allá donde se escuchaban las olas, la gente todavía se podía ver durante las tardes, que al menos durante seis horas vivían como personas normales. Los escuchas decían que esas eran puras mentiras, ecos del recuerdo que no quería irse. Pero los narradores se mostraban convencidos e intentaban persuadir a sus escuchas de que emprendieran una excursión. La mayoría mostraba indiferencia; unos cuantos aprovechaban el telón para insultar duramente a los propagadores de rumores; al parecer casi nadie quería salir de aquel turbulento contexto. Los rumores no se desmentían o comprobaban, no se podía saber si alguien se había ido o si todos se habían quedado, aunque como constantemente  alguien seguía rumorando, nadie se imaginaba que una sola persona se hubiera atrevido a salir. Los que sí querían irse no se decidían con facilidad: ¿y si realmente no había nada y morían de hambre o, en el caso más inaudito, eran devorados por algún animal feroz? Además, ¿quién contagiaría a los indiferentes de ánimo para buscar algo mejor? De una cosa estaban seguros los entusiastas: contra el rumor que el aire les había arrojado, ellos podían convencer a sus compañeros con la claridad de sus palabras.

 

Un día, sin ninguna señal de por medio, de cualquier manera nadie hubiera podido descifrar ninguna señal en esas circunstancias, la gente dejó de hablar. ¿Fue por una reacción ante lo que parecía un entorno virulento?, ¿nadie quería salir de su casa? ¿la mayor de las indiferencias, la imposibilidad de reconocerse, había desanimado a todos?, ¿había muerto tanta gente que hasta el sonido de los pasos había desaparecido o estaba a punto de desaparecer? Tal vez muchas personas, sin ponerse de acuerdo o en un acuerdo tácito motivado por el instinto de supervivencia, habían emprendido la huida hacia la prometida claridad. Tal vez la gente se había hartado de que los sueños fueran el único lugar que parecía real.

Yaddir

Actitudes individuales

Las actitudes idealistas suelen ser tan destructivas como las realistas porque ambas suelen llevar a un camino imaginario. De una manera popular se les llama optimistas y pesimistas, respectivamente. Los que se visten con las segundas creen conocer el secreto del alma humana y no esperan nada bueno de ella; por eso no sólo se les mira con un poco de miedo a los pesimistas, sino también con mucha desconfianza. Al no esperar nada bueno de los demás, ellos mismos no actúan como si creyeran en que algo bueno pueden hacer; tratan a los demás como enemigos; ellos mismos atacan como medida defensiva. Evidentemente, cuando se ostentan como realistas, no buscan simplemente simplificar la realidad, sino también justificarse; actúan aprovechándose de los demás, según les convenga (pues a veces no es conveniente aprovecharse de la gente a plena luz del día) porque realmente creen que los demás van a aprovecharse de ellos. Hay que atacar antes de ser herido. Al menos si se piensa en los pesimistas consecuentes; hay pesimistas cuyas ideas se quedan en su lengua. El optimista no actúa totalmente al contrario de los pesimistas, tan sólo cree que su ánimo es suficiente para hacer lo que cree conveniente. Lo conveniente para un optimista no es otra cosa que lo políticamente correcto. Por lo tanto resulta difícil saber si su reluciente sonrisa es sólo forma y no tiene nada de fondo o el fondo siempre va fundido con la forma. Aparentemente apoya a todos los que se acercan a él con palabras y consejos de otro optimista, ya dichos en los sitios webs de los optimistas. Siempre quiere ir para adelante; a un optimista nada lo detiene. Y es donde los pesimistas encuentran el error del optimista, pues aquéllos creen que éste nunca tendrá obstáculos. “Con la actitud correcta puedo inclusive conquistar el mundo”, me decía sonriendo un optimista. “Un optimista podría sonreírle a los edificios si creyera que así nada malo le pasará”, se burlaba sonriendo un pesimista mientras fumaba placenteramente. Pero ambos dejan de lado los detalles que se encuentran entre sus dos extremos, aquellos que permiten alegrarnos y nos hacen entristecernos. Ninguno quiere pensar la realidad, la posibilidad del mal y el bien en el hombre; ni idealistas ni realistas creen en el bien ni en el mal. Ninguno entiende dónde termina su fantasía ni donde empieza su realidad.

Yaddir

Lo que el sueño y la locura salvan

Lo que el sueño y la locura salvan

El insomnio debe de ser una enfermedad tan insufrible como lo es la cordura. Ambos pacientes adolecen de no poder cerrar los ojos, no ya para escapar hacia la obscuridad, sino para poder reconocer por un momento las impresiones que el ojo ha captado en el espectáculo de luz. Quien ha sufrido de insomnio sabrá que lo peor del asunto es no poder omitir ningún detalle, salvo que se está despierto: existo pensando, la exageración cartesiana se ve reflejada en el ansia de quien queriendo dormir no consigue sino hilvanar una constelación de sucesos hasta el más mínimo detalle. Los sentidos aquí sí se agudizan, nos volvemos más sensibles al cambio de temperatura, al zumbido del mosquito, al ir y venir de una idea que tortura las cienes de quien no puede dejar de existir en la realidad. La recamara se convierte en un monstruo silente. Y una noche luminosa nos arruina la existencia. El guardia de seguridad, tanto como el pensador obcecado están alertas, alterados. Rayan en la cordura de saber con todo detalle ¡Quién es el que se esconde tras la puerta!, o tras la siguiente pregunta “¿Por qué?”

El sueño es tan importante como lo es la locura, pues son los límites de sus contrarios. El sueño aparece no siempre en la noche, sino tras un trajinar duro. Es la dulce recompensa o turbadora respuesta presentada con maestría por la misteriosa imaginación; mientras que la locura es permitir que algo nuevo o viejo nos sorprenda sin tener que apuntarle antes con una pistola o con una pregunta que impida el paso de lo desconocido. Los sabios también duermen, y quizá sea en sus sueños donde mejor podemos ver su sanidad, si es que seguimos aquel viejo adagio de mente sana en cuerpo sano. Sólo sueña quien se permite adentrar a la aventura de la creación poética más personal e inmediata que tenemos; así como sólo vive quien se permite conocer el misterio de la creación del hombre como lo haría un niño y no un taxonomista o hilandero perverso.

Algo habríamos de recordar de los antiguos. Cuenta Diógenes Laercio en su ya conocida obra sobre los filósofos, que Aristóteles para no dejar de investigar, se colocaba una bola de acero o hierro en una mano, así al irse durmiendo, ésta caería en una tina con un poco de agua, logrando despertar. ¿El estagirita adolecía de insomnio? No. No lo padecía, pues se cuidaba de no quedar dormido, no de escapar de la realidad, o lo que es lo mismo, procuraba servir a su vocación, no quedar despierto para siempre… eso sí sería una locura.

Javel

Gasto útil: Ayer en una conferencia, Adolfo Castañón celebraba su cumpleaños recordando el regreso de don Alfonso Reyes en 1939, año de la muerte de Antonio Machado y fecha en que se publicara «Muerte sin fin». El poeta se la pasó evocando en su cumpleaños, y yo no sé qué tenga la fecha 8/8 que pareciera que nacen los que a don Alfonso Reyes más conocen. Además, también se unió al ejercicio evocativo Vicente Quirarte, quien dijo que sus maestros no se sentían viejos, sino añosos. Así, una felicitación a los añosos de agosto.

Realidad y vida ordinaria

Realidad y vida ordinaria

Carece de interés la expresión que no busca el arte para ordenarse. La Academia justifica su falta de ingenio en la sobriedad que requiere toda exposición. Falta sentido del arte expresivo que permite el conocimiento del alma: un conocimiento que no se agota en el límite nuestras individualidades marcadas, y que no por ello deviene abstracto (el conocimiento de uno mismo no es inventario de todas nuestras impresiones). No nos sobra crítica en el exceso de precisión conceptual: la especialidad tiende a ser acumulada en trabajo de hormiga, pero resulta indigesta cuando pierde de vista la conexión íntima entre la vida y lo pensado. Puede haber erudición maravillosa de un campo que llegue a agotar todas las flores y a rascar en todas las peñas que ofrece dicho terreno, pero en agotarlo todo no hay un arte grácil: se confunden la disciplina y la voracidad. Pero ¿no carecemos también de ingenio cuando no apreciamos la seriedad presente en el problema de ser profesional?

Eliot observa que Shakespeare aprendió más historia de Plutarco que otros historiadores habiendo agotado bibliotecas enteras. Más prosaica, pero no por ello menos pertinente, resulta la observación cauta del juego de espejos y maquillaje que las ganas de aplauso y el apapacho (no sorprende que la era de las conferencias sea también la del auge de la superación personal) tienden ante nuestros apetitos. Sería una lástima entender la observación tan fina del ojo verdaderamente crítico de Eliot para llevarlo en el agua sucia que corre hacia el molino del amor propio. Eliot explica la relación entre poesía e historia, entre poeta y tradición, como un vínculo ineludible cuyas flores son visibles en la poesía misma. Seríamos más cautos si, en vez de querer brillar personalmente al vestirnos de entendedores que practicáramos ese pudor que debe haber para que la ignorancia haga mella. ¿Servirá la poesía para brillar? Evidentemente no, a menos que se entienda su utilidad, de nuevo, bajo la tónica de la especialidad: puede dar el privilegio de la cátedra. Contrasta con ese interés el hecho comprobado de que es un género que no interesa al público general. La pregunta del público indignado: si no sirve, ¿cómo apreciar su lugar? Se estima inútil la respuesta, pero hay quienes se atreven a darla: para conocerse o, al menos, para conocer las gracias del idioma.

Nadie aprende de poesía, ni de nada escrito que tenga arte, si no es leyendo. Nadie se enseña a leer si no empieza a leer. El círculo no se abre por poseer quien nos tienda la mano para llevar a cabo tal tarea: ese que nos enseña aprendió de la misma manera, a no ser que esté exponiendo la obra propia. Sería una exageración, como muestra Eliot, aseverar que la sabiduría de los poetas proviene toda de la erudición. Sería, en el caso de muchos lectores, algo burdo pensar que sin leer se puede conocer seriamente lo que buscamos. ¿Cómo entender, a fin de cuentas, ese gesto filosófico de Platón por eternizar, en un sentido ordinario de la palabra, a Sócrates para que el esfuerzo discreto pudiera entender el sentido profundo de la eternidad misma? No puede haber queja de que el filósofo no entendió lo ordinario mejor que los que viven ordinariamente. Si filosofar es atar el concepto escurridizo a las redes del esquema, tomamos los medios por los fines, y nos aseguramos rápidamente en un oficio que no corresponde con algo que no puede ser oficial. Lo interesante de Sócrates no está sólo en la insistencia (incómoda para muchos todavía, siempre y cuando no se miren como simples espectadores) con que realizaba sus preguntas, si no en comprender como nuestra propia incomodidad o insatisfacción revelan la ignorancia ante lo que la pregunta intenta abrir. Sin la palabra escrita, estaríamos probablemente en condiciones más complejas para vernos la cara con el problema de Sócrates. Lo mismo sucede si leer consiste sólo en terminar el texto desde la primera hasta la última página.

La impostura profesional es una especie de esclavitud cuando no conoce la sabiduría como problema, y no sólo como una aspiración, un proyecto. La poesía tiene en realidad poco que decir a la vanidad porque su primer requisito es la disciplina de un sentido lleno del cerumen del pretexto: el oído. El profesionalismo del saber tiene siempre el mismo tono aburrido en que uno pierde el verso entre el timbre y la rima. Se resiste la poesía a ser un saber profesional porque habla de algo que no es profesional. Ningún profesional puede mantener su calma expositiva si piensa que su vida está ligada de maneras que se le escapan a la voluntad de los dioses. Se pierde la raíz de la comicidad en la vida cuando no se lee la farsa que uno representa, y no sabe cómo hacer del fracaso la fuente del ánimo. Cuando queremos información pura, estadísticas claras, conceptos y orientaciones, perdemos todo el aporte que el arte se ha esmerado en crear con la palabra. El poema se queda en resumen, Sócrates sólo expone los orígenes históricos del método interrogativo, y nos queda el sentido más limitado de aquellas palabras que canta el ave de Burnt Norton: “human kind cannot bear very much reality”.  Nuestras palabras siempre tienen la forma que provee nuestra realidad.

 

Tacitus

Absurdo y vida

Absurdo y vida

¿Cómo celebramos el absurdo? ¿Nulificando la vida y la realidad? En el país más kafkiano ninguna pregunta tiene sentido, porque la sustancia de donde emanan todas las cuestiones se va desvaneciendo poco a poco entre lágrimas, sollozos, carcajadas y aún hay quien mejor cierra los ojos o se envuelve en un caparazón; o desde el papel de víctima se nombra dios; o nos obligan a cerrar los ojos, o nos disuelven el alma. En fin, estamos enfermos de mentira. Por eso la humanidad es un fantasma molesto y extraño entre nosotros cucarachas que luchamos por sobrevivir, por adaptarnos: ¿o no es verdad que nos quedamos sentados frente a la puerta de la ley, pero no intentamos entrar porque nos lo han impedido? Y no hablo de romper el sistema capitalista burgués. Hablo de algo más metafórico: ser hombres. Evidentemente para esto tenemos que ubicarnos. ¿Quién soy?, ¿cuál es mi responsabilidad para con los otros? ¿Qué es ser hombre? No podemos responder inmediatamente a ninguna de estas cuestiones, pero si lo intentamos, poco a poco iremos tomando la justa distancia con que merecen ser tratadas las mentiras, y veremos pequeño aquello que ahora nos parece lo único. El guardián se hará diminuto, porque encontraremos que ley o justicia no es sinónimo de fuerza, pero para ello, este guardián o mesías también tiene que saberlo.

Frente al absurdo o la mentira sólo cabe la disposición socrática. Pensemos que el mejor de los hombres fue Sócrates, y que en todo sentido fue un caballero, es decir, un hombre de palabras justas y de actos irreprochables. Ya sé que me dirás, lector, que Sócrates fue ante todo un hombre molesto para sus conciudadanos. ¿Pero es que alguien nos ha dicho que el caballero es siempre con quien encontramos una grata compañía?, o ¿en qué condiciones se vuelve grata la compañía de un caballero? Los jóvenes que hablaban con él siempre terminaban aburridos o molestos. ¿Por qué su molestia? En general porque los cuestionaba, ponía a prueba su capacidad de razonar, de encontrar la verdad mediante este ejercicio llamado filosofar. ¿Por qué se aburrían? Porque no tenían el mordaz deseo de encontrar la verdad. Sócrates se hacía impertinente porque mostraba que los mejores en realidad no lo eran. Pero esto nos deja en el campo de la sofistica. ¿Sócrates era caballero porque tenía un poder argumentativo como ningún otro? No. Porque su intención no era vencer, sino educar y educarse, es decir, salvar de la mentira a sus amigos y en general a todos los atenienses.

Si el caballero se nos hace impertinente es porque atenta contra nuestra vanidad y contra nuestra realidad. Esto no quiere decir que el caballero sea un escéptico o un loco, quiere decir que ve que no vemos y se preocupa, pero tampoco cae en el extremo del hipocondriaco que ve enfermedades en todas partes, ya sean ideológicas o físicas. La compañía del caballero se vuelve grata cuando como él intentamos encontrar la verdad y la felicidad. Por eso ni en su muerte, que podríamos ver como otro guardián de la ley (pues se nos ha dicho que es infranqueable) Sócrates deja de contagiar su ánimo por reflexionar a fin de que vean sus amigos que este guardia no es temible.

También nosotros hemos intentado sobornar al guardián de la muerte. Pero ni con la muerte (narcotráfico) ni con el injusto (corruptos) nos hemos sentado a dialogar, aun creemos que si lo sobornamos y pactamos un silencio mortuorio podremos vivir en paz; también están los que quieren matar a la muerte o a quien se deje… México absurdo, donde las cucarachas no hablamos.

Javel