Actitudes individuales

Las actitudes idealistas suelen ser tan destructivas como las realistas porque ambas suelen llevar a un camino imaginario. De una manera popular se les llama optimistas y pesimistas, respectivamente. Los que se visten con las segundas creen conocer el secreto del alma humana y no esperan nada bueno de ella; por eso no sólo se les mira con un poco de miedo a los pesimistas, sino también con mucha desconfianza. Al no esperar nada bueno de los demás, ellos mismos no actúan como si creyeran en que algo bueno pueden hacer; tratan a los demás como enemigos; ellos mismos atacan como medida defensiva. Evidentemente, cuando se ostentan como realistas, no buscan simplemente simplificar la realidad, sino también justificarse; actúan aprovechándose de los demás, según les convenga (pues a veces no es conveniente aprovecharse de la gente a plena luz del día) porque realmente creen que los demás van a aprovecharse de ellos. Hay que atacar antes de ser herido. Al menos si se piensa en los pesimistas consecuentes; hay pesimistas cuyas ideas se quedan en su lengua. El optimista no actúa totalmente al contrario de los pesimistas, tan sólo cree que su ánimo es suficiente para hacer lo que cree conveniente. Lo conveniente para un optimista no es otra cosa que lo políticamente correcto. Por lo tanto resulta difícil saber si su reluciente sonrisa es sólo forma y no tiene nada de fondo o el fondo siempre va fundido con la forma. Aparentemente apoya a todos los que se acercan a él con palabras y consejos de otro optimista, ya dichos en los sitios webs de los optimistas. Siempre quiere ir para adelante; a un optimista nada lo detiene. Y es donde los pesimistas encuentran el error del optimista, pues aquéllos creen que éste nunca tendrá obstáculos. “Con la actitud correcta puedo inclusive conquistar el mundo”, me decía sonriendo un optimista. “Un optimista podría sonreírle a los edificios si creyera que así nada malo le pasará”, se burlaba sonriendo un pesimista mientras fumaba placenteramente. Pero ambos dejan de lado los detalles que se encuentran entre sus dos extremos, aquellos que permiten alegrarnos y nos hacen entristecernos. Ninguno quiere pensar la realidad, la posibilidad del mal y el bien en el hombre; ni idealistas ni realistas creen en el bien ni en el mal. Ninguno entiende dónde termina su fantasía ni donde empieza su realidad.

Yaddir

Desvarío mundano

Desde tiempos casi insondables, muy remotos que parecen inaccesibles, debió haber existido una controversia entre idealistas y realistas. Seguramente desde aquel entonces ambos grupos discutían acerca de quién tenía la razón, preguntando quién exageraba o era un rudo epimeteico. Para su desdicha, con cierta facilidad los idealistas quedan opacados por sus adversarios y la mayoría aprueba el realismo como una certeza indubitable. Este hecho no causa ninguna sorpresa al fijarnos que el realista puede aducir a una prueba casi irrefutable: la evidencia por los sentidos. El entorno alrededor de nosotros sirve como la mejor justificación para una respuesta, basta un señalamiento que el otro también sea capaz de ver para mostrarle una verdad.

Para explicarlo mejor, quizá sirva un ejemplo. Imaginemos a dos pastores que buscan cubrirse de un sol inclemente, no se conmueve ante los rostros arrugados y colorados de los hombres que ilumina. Conviene advertir que los pastores son hombres que sobrepasan los cuarenta años y presentan rasgos distintos. Uno de ellos es caucásico, con el rostro marcado por el abatimiento y poco cabello argentado sobre su cabeza. El otro tiene una menor estatura y porta un rostro afable donde contrasta un vello facial obscuro. La diferencia en edad ronda como década y media de vida. Paciente lector, tal vez nunca ha conocido a ninguno de ellos, ni ha visto su imagen en cualquier otro lado, sin embargo confío en que será capaz de figurarse a los pastores. Éstos deciden adentrarse en el espeso bosque para que el ímpetu de medio día sea aminorado, al menos se refugiarán de él. En medio de tantos robles, se preguntan cómo una bellota pudo ser el origen de aquellos árboles imponentes. Propiamente, dirá el chaparro, el árbol es una evolución de la semilla, ésta transforma su cuerpo para volverse un árbol. El temperamento del cielo, el permiso de la tierra y otras cosas del ambiente incitan a que su crecimiento termine en los robles. Dicho en otras palabras, por el curso de las edades, la región alentó a la bellota en su crecimiento. Respondiendo el caucásico, afirmará que no es cierto y en realidad el roble siempre estuvo en la bellota. Su crecimiento apunta hasta sentirse completa, lo cual es alcanzar a ser un árbol sobre la tierra. La semilla resultaría como un capullo que espera eclosionar para dar paso… y el enunciado es interrumpido por la carcajada de su acompañante. Posterior a un rato de discusión, el de barbas se fastidia y le azota una bellota sobre su frente desgastada por el tiempo: ¿Sigues vivo, por qué no te dejo aplastado tu roble?

Si surge la controversia y desavenencias al juzgar las cosas naturales, todavía hay mayor complicación al observar situaciones humanas. Lo difícil en discernirlas se hace presente cuando consideramos si actuamos de manera correcta. Un realista ve en esta dificultad la consistencia de los hechos y la importancia de ellos en nuestra vida. Las grandes preguntas morales se vuelven enanas ante los resultados de los hechos. Mirar y registrar lo que hacen los coetáneos para que sirva como resolución en acciones futuras. En un pueblo donde el crimen no sea censurado y traiga muchas recompensas, no sorprenderá que la ley sea menospreciada e incluso se infrinja para traer el pan a la mesa o las monedas en el bolsillo. Resalta al pueblerino que traiga beneficios a quien toma parte de esas acciones, se le ha ofrecido una respuesta efectiva hacia su pregunta de qué hacer. No hay ni bien ni mal, todo es según el color del cristal con que se mira.

En este escenario el idealista es un forastero en medio de aquel pueblo. No se contenta por la región, por sus costumbres o hábitos. Su modo de vida no pertenece cuando menos a lo delimitado por esas fronteras. Ante esta distinción, el descrédito se avecina y los lugareños lo tachan de que su residencia está en las nubes. Por lo mismo parece un loco que no entiende nada de por ahí, no lo han convencido la contundencia de los hechos. Con ello la pugna entre ambas tendencias se agudiza, se nos recuerda la tensión que siempre hubo. Sus ideales, no siempre tangibles en el polvo que somos, mantienen viva su intención por enderezar el mundo, aunque en muchas ocasiones sus medidas lo lleven a las peores insensateces o acciones acertadas (todavía resulta un gran problema si su ideal no es una locura abrasadora).

En un suelo podrido donde ya no crece ninguna planta, ni el rastro de cizaña, y sobre él se halla sólo desolación, los sueños pueden refrescar el lugar. A pesar de que siempre se vea molido y con una apariencia desahuciada, siempre nos recordará el caballero que alguna vez existió una Edad de Oro, cuyo brillo aún mantiene alumbradas nuestras tierras.

Bocadillos de la plaza pública. Estas semanas ha causado revuelo el desastre ecológico perpetrado en Cancún, Quintana Roo. Gracias a los permisos liberados para un proyecto inmobilario, se calcula que se destruyó en un grado mayor de la mitad del manglar Tajamar. Además de las opiniones en defensa de las naturaleza y las críticas a partidos oportunistas, el caso también sirve para reflexionar en la tremenda expansión hotelera o inmobiliaria en las costas mexicana. Se publicita demasiado acerca de la buena imagen turística o de las condiciones cinco estrellas del país, cuando el deterioro natural será difícil de enmendar. Peor aún si se piensa que varias autorizaciones salen con prisa, llenos de irregularidades y tratos extraños. Si se quisiese combatir la corrupción, el sector ambiental sería primordial para revisar.

2. También en estos días se capturó Humberto Moreira en tierras ibéricas por presunto fraude y posible lavado de dinero. Aparentemente pudo librar un tiempo en prisión, sin embargo su estancia obligatoria en España permite que la decisión sea apelada. Curioso: aprisionado un ex priista en esas tierras, mientras otro fue recompensado con un cargo. Ante tanta especulación dubitativa y pegarle al gordo dos veces, ¿cuándo se hará una investigación esclarecedora a Fidel Herrera?

Señor Carmesí

Mentirosos realistas

«Although now long estranged,
Man is not wholly lost nor wholly changed.
Dis-graced he may be, yet is not de-throned,
and keeps the rags of lordship once he owned:
Man, Sub-creator, the refracted Light
through whom is splintered from a single White
to many hues, and endlessly combined
in living shapes that move from mind to mind.
Though all the crannies of the world we filled
with Elves and Goblins, though we dared to build
Gods and their houses out of dark and light,
and sowed the seed of dragons—’twas our right
(used or misused). That right has not decayed:
we make still by the law in which we’re made».

Leí hace poco en este lugar un párrafo en el que Alfonso Reyes advierte que corrientemente ocurre una impertinente confusión de lo real con lo feo. El comentario nace de una reflexión breve sobre nuestra disposición a las historias que se nos muestran con el cine y sobre los artilugios con que los cineastas logran que lo más falso parezca verdadero, cuando muchas veces lo verdadero no les sirve para sus propósitos[1].  El ejemplo del cine sólo sirve para enfatizar el arte del imitador, pero no se queda nomás en el cine: todo relato requiere del relator un entramado del discurso y una disposición especial de sus imágenes en las que presenta lo que ha de suponerse como verdadero. En nuestro contacto con un relato, pareciera que lo que deseamos de él es un signo de nuestro gusto, y nuestro placer al verlo y juzgarlo es un signo de nuestros deseos. Así, lo que se pone de relieve es que deseamos de un relato que se nos muestre lo real. No vamos a ver una película sobre una historia inventada porque fue inventada, sino porque a través del invento se nos muestra algo que queremos ver sobre las cosas. Si todo en una historia nos parece inventado la trama no tiene sentido (difícil de imaginar, ese «todo»), y por otro lado, si dos personajes ficticios se enamoran, se nos enchina la piel cuando el amor parece amor verdadero. Podemos tomar esta reflexión y darle una pequeña vuelta, para notar qué aparece al anverso: qué nos complace al atender un relato revela qué esperamos de la realidad. ¿Qué sería de la experiencia de escuchar un relato si no nos placiéramos y doliéramos al escucharlo? Sin embargo, esperar lo real por el placer que nos hace sentir acarrea consigo un peligro: la advertencia de Reyes, ésta de que corrientemente confundimos lo real con lo feo, quiere decir que se puede desear lo feo por creer que eso es más verdadero que todo lo demás, y que detrás del discurso de quien quiere que lo que se muestra sea siempre lo real, hay una tendencia a rebozar el deseo de vivir lo feo del mundo.

Lo bueno de lo feo, si se me permite decir tal cosa, es que no podría salir de ningún lado en un mundo que no rebosara belleza. En 1938 un cuentacuentos inglés acuñó la palabra eucatastrophe para indicar el súbito e inesperado giro de los eventos de un relato de lo peor a lo mejor. Según dice este señor, tal cambio ocasiona un júbilo que satisface un deseo natural en el que escucha el cuento. ¡Tuvo que acuñar el término porque lo normal es hablar de catástrofes, y aún así dice que este anhelo es natural! Al giro de la palabra tendrá que aparecer algo muy maravilloso si acaso vamos a convencernos de que tuvo alguna buena razón para engendrar su neologismo. Si se quisiera poner a prueba esta «naturalidad» se necesitaría recordar, o mejor dicho, cada quién necesitaría recordar qué clase de placeres ha experimentado al contacto con los discursos, y con qué tipo de ellos. ¿Mas no es de lo más difícil de notar, lo natural de nosotros? Al primer momento tendremos que estar lidiando con qué creemos que es personal, sólo nuestro, adquirido como un gusto por el vino, con hábito paciente y una reiterada exposición; y qué estaba desde siempre allí, qué es de todos los hombres, y qué no podríamos haber cambiado más que a través de arteros métodos que nos enchuecaran como se curvan las matas a la fuerza para decorar los frescos arcos de los jardines italianos.

Afortunadamente para nuestro propósito, la profundidad de este problema ni siquiera tiene que avistarse si se quiere poner en evidencia la irresponsable falsedad de los feístas, pues «naturaleza» quiere decir por lo menos dos cosas: una, cuando habla de lo óptimo; otra, cuando habla de lo posible. El hombre es capaz de la voracidad más vil y rapaz sobre la tierra, el mal del mundo humano puede extenderse al mal del mundo, y el peor de los hombres sobrepasa en males con facilidad a la bestia más hosca y destructiva. Sin embargo, desear que ésta sea la imagen que representa al hombre es un deseo más afín a esta baja criatura, que a la verdad. Que la naturaleza del hombre le permita tal bajeza no nos aleja de poder notar con facilidad que ésa no es su mejor cara. Los feístas, por este deseo (quizá perverso), dirán que hablar del hombre decente y responsable, de las buenas costumbres y las sanas relaciones humanas, es parlotear sobre buenas pero vanas esperanzas; dirán también que los otros, ciegos por su ímpetu de que el mundo fuera un mejor lugar, nunca hablan de cómo son las cosas, sino sólo de cómo deberían de ser. Todo eso es mentira. El mundo es el lugar de bellezas insospechables y maravillas que arrancan el aliento para devolverlo dignificado, de acciones que merecen nuestra admiración a gritos y aplausos, y de profundas inspiraciones de respeto y veneración; y el mundo también es el lugar de terrible ignominia y vergonzosa decadencia, de abominaciones de carácter y de figura, de deshonras inescapables y hondas tristezas. El mundo real es éste, y el ser humano real vive en él. No parece tan descabellado que un deseo de experimentar el júbilo de lo bueno sea sana y naturalmente satisfecho en un relato del que se espera «la verdad», lo real. El puro placer de vivir bien luce con un cálido tintineo la dignidad del ser humano: aunque haya pocos, los buenos seres humanos actúan y dicen bien. La gran cantidad entre la que la mayoría nos contamos, lo intenta.


[1] Es como pintar caballos para que parezcan vacas ante las cámaras; y para simular caballos, amarrar un montón de gatos y ya.