Escribir como si supiera lo que digo, resultó ser una tarea mucho más difícil de lo que imaginé. Verá, soy un excelente mentiroso en la vida real, y me he venido a dar cuenta que me valgo de recursos físicos más que de los artilugios retóricos que creí poseer. Es verdad, creí poseer muchas otras cosas más, que ahora me parecen más caducas que la infancia. Algunas de ellas debieron ser bonitas, como dicen los libros que son las estrellas, como dicen los médicos que es el leer. Otras, por necesidad, feas y vergonzosas, pero aún así las extraño por igual. Creí poseer la habilidad para engañar a la muerte, un nombre, una casa, una esposa, tres hijas. Tal vez se acuerden algún día de mí, tal vez me acuerde algún día de ellas. Tal vez, si no he aprendido a mentir aún por escrito, algún día mi diario (si es que poseo alguno) me ayude a recuperar el tiempo perdido. Lo que sí me recuerdan a cada momento, es que tengo los recuerdos perdidos, y una enfermedad cuyo nombre no recuerdo cómo deletrear.
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Sellos en alumnos
Con ojos infantiles siempre hallé cierto encanto en los maestros. De niño recuerdo cuando un sello calificaba las virtudes y vicios de cada estudiante. El loro era para el más hablador; el mono para quien gustaba columpiarse entre las filas; el burro para quien arrastraba sus patas en el camino del conocimiento; el marrano no era para el más glotón, sino el que hacía de su cuaderno un chiquero. Aparte de los conocimientos puestos a prueba, los docentes valoraban la conducta. Creían que la comida podría ser una distracción o la suciedad en la tarea sería una mancha en la disciplina. Además de sellos punitivos, también había otros que nos reconocían positivamente. El búho para quien trabajaba amparado por Minerva, el estudiante que sobresalía por su tenacidad recibía una gacela bizarra.
Personalmente, recuerdo que en Inglés también se utilizaban esos sellos (obviamente con leyendas en dicho idioma), mas ésa no era la mayor presea. Durante varios años aquel departamento organizaba el Spelling bee, concurso basado en el deletreo de palabras. En las versiones televisadas, en Estados Unidos, el público es americano, a lo largo y ancho del país; aquí la invitación era abierta y usualmente asistían nuestros papás. Yo tenía una rival un año mayor a mí. Tenía cabello rizado, ojos chiquitos y rasgados, mejillas circulares y una piel bonita de blanco. No recuerdo bien el marcador final, sin embargo creo que ella acumuló más triunfos. Su madre siempre la presumía, era su orgullo, incluso al grado de fastidiar a sus amigas. Al terminar, supongo, su entusiasmo no cabía cuando su hija ganó la beca para el Tec de Monterrey. Cursó la preparatoria y terminó ahí su carrera. El par de veces que lloró por calificación, el empuje de su madre, el amor por el triunfo, la graduó en una de las tres universidades más reconocidas del país.
La escuelita me arropó en el sendero a la excelencia. Nunca me sentí con suficiente flaqueza para abandonarlo. Los elogios, cumplidos, porras, dieces y, por supuesto, sellos, siempre me impulsaron al cumplimiento de mis metas. Al menos las escolares. El trabajo en conjunto entre alumno y docente rinde frutos. Las fustigaciones en tinta coadyuvan a la disciplina y motivan a aclarar el entendimiento. Si es sumamente significativo el acceso por imágenes en los jóvenes, mis tareas y dictados evaluados bajo sellos debieron haber dejado una impresión alentadora en mí. Junto a esto, festejar los cumpleaños eran lapsos que rompían de manera excitante la rutina. El maestrito repartía pastel y gelatina a todo mundo (subdirectora, secretarias, otros profes, señoras de limpieza, el resto de mis compañeros). El receso no era el mismo y trocaba en una fiesta infantil. Trabajo y recreo, esfuerzo y juego, rectitud y relajación. Entrando a la universidad, perdí mucho de este encanto. A pesar de que mis ojos se tornen acuosos, es inevitable voltear a mi primaria y secundaria con nostalgia.
Papel, metal y tela
ARCHIVO DEL DR. HÉCTOR BERRIOZÁBAL NÚÑEZ.
CORRESPONDENCIA PERSONAL.
México, DF, 12 de marzo, 1997
Querido Héctor:
Espero que ya haya cedido la tos. Si no, por lo menos en la regularidad de los espasmos encontrarás una muerte más ordenada de la que mereces. Mientras llega procura poner cara de contagioso, que así hasta ventaja le sacarás al asunto y tendrás incluso menos zopilotes circulando que los que te siguen normalmente. Bromas aparte, te deseo mucha salud. Te contaba en mi carta anterior que estuve deshaciéndome de cachivaches acumulados con los años (cada vez falta menos para la abominable mudanza). No recuerdo si te he contado que en esta casa vivieron mis padres también. Abajo, en la covacha, mi padre guardaba un baúl que no me atreví a mover por años sobre años y, en él, había montones de cosas que yo nunca había visto. Comprenderás, por cómo era su carácter, que si mandaba no abrirlo… pues mira, que hasta casi quince años después de su muerte seguía yo observando su prohibición, como si en ausencia estuviera él tan sediento de obediencia como en sus años de más vigor. Total, que ya te contaré de varias de las sorpresas que me llevé al hurgar en el baúl. Para mi padre ésta fue la caja de recuerdos, mientras que para mí fue la de los descubrimientos. Pensándolo bien, fue ambas. Es curioso cómo escuchamos lo que nos dicen los objetos, cómo hay algunos cuyos murmullos tienen mucho más sentido para nosotros que otros, y cómo es de brillante en nosotros la imagen de la gente que los tuvo, la gente que los quiso, la gente para la que significaron algo, mientras los consideramos. Es vertiginoso pensar, mirando algo tan inocuo como una moneda, que puede convertirse en un espejo de cara a otro espejo: es algo más que moneda porque alguien la guardó, y alguien la guardó por ser algo más que moneda. Todo el contenido del baúl fue nuevo para mí, y sin embargo, no dejo de estar consciente de que cada pieza es una antigüedad.
Ya habrá tiempo para mayores sentimentalismos y la cercanía (con un cognac) para darles su lugar. Mientras tanto, hay un hallazgo que más que los otros quiero compartirte sin demora. ¿Recuerdas al señor Guillermo Noboa? Por si no: era conocido de mi padre del tiempo en que trabajó en la planta, con los españoles. Parece que fueron amigos desde antes y quizá se alejaron con los años (esto sólo lo sospecho por la familiaridad de lo que te mostraré). De cualquier modo, entre las cosas que ahora me encontré había una carta mecanografiada que este señor le escribió a mi padre. De lo más impresionante. Te la transcribo completa a continuación:
En Ourense, a tres de Diciembre del año 1940
Mi buen amigo Álvaro:
han llegado las novedades y no paran las promesas azucaradas. Caminos, puentes, edificios, y la multitud se desvive en elogios. Vislumbres y espejos, es lo que digo. Sé que no te lo crees pero no lo soporto más. Llegará el día en que colapsen las habladurías aquí y en todo sitio a la redonda y prefiero ausentarme antes de ser testigo de cómo caen también las expléndidas (sic) estructuras. Me marcho para México. Si vieras lo que llevo de equipaje te echarías a reír. Un cajón y no más. La Carmen –ella sí que lleva hasta el embaldosado a cuestas– ha pasado por tal trance que a Dios juro ni con tres meses de valeriana que se repone. Mas es necesidad, ha de hacerse así. Pero me he extendido sin llegar al artículo de mi intención: he de confesarte un agobio. Tengo un diario, precioso para mí. Debo decir quizás que lo tuve: lo he extraviado. No lo hallo por más que he vuelto la casa al revés. Lo que te estorbará figurarte es que sea tan valioso para mí y, sin embargo, no sea diario de mis días. Se trata de un librillo que encontré cuando era un chaval. En esos días estuve con mi familia por algunos meses en los bosques que había ahí en el Candán (y que quiera sigan ahí, aunque no me fío) y solía merodear en soledad a la hora de la siesta. Conoces los juegos leves a que se dan los mozos. El tiempo era magnífico para correrías, para distracciones. Pero un día fue la diferencia. Quiso la fortuna pues que diera con el formidable visaje de un colgado. El primero que había visto, abominable, visión que aún hoy retorna ocasionalmente a fastidiarme. Nada supe hacer sino quedarme admirado. Habría sido un viejo centenario o un hombre como tú y yo, el que sepa la verdad la diga. Para mis ojos jóvenes era anciano cual Titono. A sus pies descansaba un diario: una libretilla forrada de piel, no más que un legajo pequeño y amarillento de pocas letras con toda suerte de razones, ocurrencias, registros y entre todo, una asombrosa confesión. El hombre anónimo se había dado fin porque, según recuerdo lo escrito, «mucho antes había perdido la vida». De todo lo contenido en el diario es esta carta final la que más sentidamente grabose entre mis sienes. Que tú de mejor memoria lo conserves cuando a mí la edad me haya cobrado la deuda, a continuación contaré lo que dijo aquel anónimo:
Dijo que de joven deambuló esos bosques. Allí mismo donde lo hallé tristemente paseó con regularidad en tiempos de mayor sol y de menos odio entre los hombres. Un día dio con un gitano que también por los parajes del despoblado se paseaba. Era éste un mercader. Rara postura tenía, corcovado y de mirada alerta como la del gato montés que siente la tormenta venidera al tacto. La cara de plato, tornada al frente casi dificultosamente, enjuto de carnes y velludo de las cejas mediterráneas a los mechones que brotaban de sus orejas. Extraño de gestos y de melodía en el discurso. Negro era. Negros los ojos, los pelos, las ojeras, la voz. Todo este detalle recoge el diario y aún lo evoco. El mercader cargaba al lomo un saco abultado. «Milagro que uno como tú y uno como yo se hayan encontrado», le habría dicho al anónimo en su lengua. Le habría hablado más: «¿deseas comprar algo? Nada cargo que no sea precioso». Cuenta el diario en profundidad un largo regateo y un discurso estupendo que dio el gitano a tiempo que vaciaba su saco. Si enciende tu curiosidad, ya podré contarte todo pedazo (preferiblemente en persona). Dice que quedó vuelto el lino y todo cacharro en el pasto y a fastidio del gitano que al joven anónimo nada había seducido. «Le he dicho ya (y sí que le había dicho ya) que nada sino un maravedí poseo. Obsequiado me fue por mi madre y lo estimo por encima de estos artes». Casi se había marchado el mercader rabiando cuando se decidió a hacer un último intento. «Algo traigo mucho más estimable que ninguno de estos ingenios que adviertes. Mucho más vale que el maravedí más caro en este mundo». En la libretilla reflexionan las letras arrepentidas sobre el obvio truco que el mercader avezado lanzó como arroja el gancho un pescador, sobre su condición de inocencia que lo entregó a la curiosidad y sobre otras semejantes consideraciones. Especula dos páginas y poco más acerca de negarse o de haber fingido indiferencia. El caso fue muy otro: «¿a qué se refiere?», le preguntó el mozo. De entre sus ropas el viajero extrajo un pañuelo de lienzo coloreado anudado por las puntas. Lo abrió como si revelara algo contenido, mas nada había por ver. Preveía la decepción y la contravino con la historia del misterioso artículo:
«Hace muchos años salvé de la muerte a un hombre perdido en el desierto entregado a visiones de fiebre en las que atestiguaba otras épocas», contó en su lengua, «y siete años ha que dio conmigo nuevamente. Se le veía rozagante, complacido. Me dijo que traía el único entre sus enseres con que podía saldar su deuda y me entregó en el acto este pañuelo doblado. ‹He aquí mi vida›, me aseguró jurando en nombre del profeta, ‹que puede parecer poca cosa a quien los ojos le vengan opacos. No a ti. Aguzado quien ve en verdad cuán llena de bendiciones y maravillas es: no ha andado hombre bajo el orbe que mejor fortuna que yo haya tenido. Riquezas, amores, dignidades: en cuanto pueda uno representarse mejora, mejores todavía han sido los míos. Su fuente es divina, su corriente perpetua. Y todo cuanto resta de ella y cuanto fue que de recuperar se puede, toda cosa ventajosa que estuviera por acaecer, toda buena hora y feliz encuentro, toda oportunidad beneficiosa, todo pensamiento merecedor de elogio o plácida ocurrencia al entretenimiento; todo digo, lo renuncio aquí y ya mismo y lo entrego a ti, mi salvador, para que hagas de esta vida lo que mejor te parezca›. Aquí, a que me juzguen los cielos, que tal vida tengo».
Ya estarás pensando, y acertarás, que el anónimo descreyó del forastero. Insistió en el valor incalculable de su prenda. Mas el gitano ya no pensaba en dineros. «Cuando mude tu vida», le dijo, «tendrás cien veces cien maravedíes y entonces me buscarás para pagarme uno solo de ellos. Lo que vale esta vida es únicamente un respiro. Aspira el aroma del pañuelo y seguido sopla en él. Es todo». El mozo lo hizo. Sus razones habrá tenido, que el diario no daba relación de ellas. Me inclino a pensar que fue el aspecto trivial del acto. El mercader se fue ya entonces. La confesión afirma tal evento como el último de su vida. Imagino que quedarás tan suspendido como yo por esto y lo que sigue. El anónimo no concedió gran importancia primero. Mas con los años comenzó a dudar pues que ocurrieron muy asombrosos sucesos. Las más improbables peripecias lo dejaban tan bien parado que pensaríase tenía concurso con demonios o videncias del porvenir. Halló brío donde no lo había tenido nunca antes. Se hizo de gentes en altos puestos. Tarde o temprano tornose rico y alcanzó ser magistrado en Valencia bajo el ala del mismo Espadón de Loja. No había placer que desconociera ni dolor que lo acompañase. Nada reprensible había en su comercio con los hombres. Mas crecientemente recorría en su seso la idea de que esa vida no era suya. Escribe el difunto, esto lo recuerdo con mucha claridad, que «nunca en estos mis años de madurez tomé una sola determinación sin sentir un impulso repugnante, ora poderoso, ora débil, que evoca en mí imágenes de otro hombre cuyo natural camino me fue vedado y ya nunca andaré». Explica que cada año turvábase (sic) peor, mas en su desesperanza no había asunto que le concerniera y que no se compusiera o prosperara prácticamente solo. Intentó renunciar a todo y desentenderse de sus dignidades, amores y riquezas. Fracasó. Quiso perder el entendimiento mas no aprendió nunca cómo. En sus últimos días no quebró su voluntad la consideración de sus jornadas impostoras, sino la de sus jornadas perdidas. Rumiaba sin sueño sobre hombres y mujeres que nunca conoció, pensamientos que nunca tuvo y decisiones que nunca deliberó. ¡Qué singular confesión, amigo! ¿Cómo vine a perder semejante diario? Ahora que ya no me aprovecha, quisiera haberme dado las horas para transcribirlo (que muy capaz que soy de extraviar uno y su copia). De cualquier manera abandonó todo el anónimo y regresó al Candán buscando al mercader. Tamaña insensatez, que habría sido polvo hacía décadas. Mas eso hizo, con un maravedí en la bolsa y sin dar nunca con él ahí en los bosques de su juventud se ultimó.
¿Entiendes ya que abandono la tierra natal con una única pena? Escucharé las tuyas pronto esperando que sean pocas. Adiós. Cuando nos veamos menos te hablaré de cuentos y más de un par de planes que te agradará conocer.
Un tierno abrazo con saludos y recuerdos (y aquí viene un rayón que, aunque parezca pintura de Franz Kline, supongo que es la firma).
¿Qué te parece? Fuera por lo extraordinario del relato del señor Noboa o por otras causas que se me esconden, otear así las palabras pasadas me dejó pasmado. Es una especie rara de pasmo, una sensación liviana, como el presentimiento de una afinidad; de que en cosas como esta carta que guardó mi padre en su baúl, y en el resto de ellas, se percibe un tejido que las enhila a todas, aun siendo tan distantes, tan dispares. Y con estos fantasmas te dejo, Héctor. Quedo a la espera de tu respuesta y de que pronto nos encontremos con el convocado cognac para que ya, por fin, me reveles a detalle todas las intrigas de la academia. Todas, pero especialmente las de la procesión de doctores (que nadie se atrevería jamás a comparar con zopilotes revolviendo el cielo).
Un tierno abrazo con saludos, recuerdos y una firma decente.
(AQUÍ LA FIRMA A TINTA NEGRA DEL SEÑOR LORENZO ALANÍS FERAUD).
Deshacerse a la mar
Tuve un sueño anoche, trataré de relatarlo lo mejor que mi memoria me lo permita. Sin mayor preámbulo o explicación me lanzaba a la playa así, sin nada, ni una mochila ni dinero ni nada, bueno, nomás pal pasaje y con la ropa que traía puesta. En cuestión de segundos (como sucede en los sueños) llegaba y veía un hotel en el que me quedo siempre que voy a la playa de mis sueños, el lugar era bien familiar y bien conocido por mí, las personitas jugaban a lo lejos con sus pelotas rayadas de colores, verde, blanco, rojo, azul, amarillo, otras caminaban a lo largo de la costa tomadas de la mano. Los niños reían y se divertía a la distancia. No había mucho que me llamara la atención, lo conocía todo de pe a pa, como si yo hubiera nacido en ese mismo lugar inexistente, o como si fuera yo, el Demiurgo de ese lugar que había tenido el apetito de echar un vistazo atrás.
Yo caminaba sobre la arena al lado del mar y pasaba junto a uno de esos paraguas gigantes hechos de palmas, bajo el que había unos señores platicando (estaban haciendo filosofía y hablaban sobre San Agustín, sobre cosas que no puedo recordar ya) caminaba casual frente a ellos sin malicia, andaba hasta tropezar con (a unos cuantos metros de distancia, tampoco frente a sus narices) un cofre viejito, de madera carcomida por la sal y la humedad. Se sentía mojado, tibio y rechinaban sus remaches de fierro viejo a la hora de abrirse. Tenía un montón de paja adentro, tal vez no era paja y era heno, o tal vez era un montón de tiritas de periódicos finamente pasadas por un rayador de zanahorias y regados como en una ensalada. Yo metía la mano y sacaba un bonche de monedas que eran como de plata, con un grabado de algún rey que tal vez nunca existió, pero yo sabía que eran antiguas, como de tiempos de la conquista. Las tomaba y las guardaba rápido en mi bolsa del pantalón pa que no fueran a cacharme los filósofos. Luego me llegaba a la mente un pedazo de una canción y me entraba la urgencia de escribirla en un grupo de WhatsApp, de tuitearla o lo que fuera. La urgencia era hacerla pública, gritarla en silencio sobre el papel, tal vez te llegaría a ti, tal vez se perdería en el infinito ciberespacio. Intentaba escribirla en mi celular, pero creo que no se mandaba, algo salía mal, solo sé que el ansia no había desaparecido, así que me acercaba a los filósofos (nuevamente a hurtadillas) y les robaba unas hojas de papel y una pluma y ahí escribía ese pedazo de canción. Ellos, como es natural, seguían platicando, hablaban ahora sobre las monedas, pero seguía, como si fuera una nube de humo sobre sus cuerpos, la sensación de que tenían que ver con el tema agustino que exploraban unos momentos antes.
La canción que escribía no eran más que unas líneas de infinita melancolía, muy sonsas y sin mucha profundidad como las de cualquier canción de pop. Sin embargo, me ponía muy triste y arrugaba el papel y me dirigía a lanzarlo al mar. Ya estaba toda corrida la tinta como de un periódico mojado y antes de llegar al mar aparecía una especie de reja, que no era otra cosa que unos postes inmensos de fierros tubulares grises e inertes que salían de la arena y se detenían un poco antes de tocar el cielo (la reja siempre había estado ahí, pero no me había fijado, sino hasta que me encontraba junto a ella). El sol que brillaba antes de que yo hurtara las monedas, había cedido su trono a un montón de malosas, gordas y oscuras nubes fortuitas que inundaban el cielo del horizonte y ya no dejaban pasar el brillo del Astro Rey. El cielo tenía el color y la consistencia de una gota de tinta negra vertida sobre agua y yo no me detenía a contemplar tan majestuosa visión. Mi único deseo, era lanzar ese papel a la inmensidad del océano y olvidarme de todo eso, o de algún modo, encontrar alivio a mi sentir.
Lo malo es que no podía pasar al mar pa aventar mi papelito, me quedaba junto a la reja llorando y apretando el papel y se me ocurría aventarlo desde ahí, aunque sabía que nunca alcanzaría las olas y quedaría como un pedazo más de basura sobre la arena. Tal vez lo barrerían o lo recogerían al día siguiente, lo amontonarían en una bolsa de plástico y terminaría por confundirse con el resto de la basura en la parte trasera del camión. En eso aparecía Carlitos y me decía que qué pedo, que qué hacía ahí. Le contaba de la canción y de las monedas que me había robado, luego me decía con la naturalidad y calma que lo caracterizan que mejor volviéramos a casa, y así sin más, sin decirle adiós al cuarto de hotel testigo de mi única luna de miel, sin voltear la mirada una última vez a la joven noche que conservaba un poco de luz natural sobre los turistas, así, sin pensarlo dos veces, volvía con él. Tomábamos un avión con vuelo directo a la Ciudad de Méjico y llegando al D.F, veía que yo ya no tenía dinero, así que le decía que ya me iba porque tenía que caminar a mi casa, y él respondía que me fuera con él, que no tenía dinero tampoco pero que podía quedarme en la suya todo el tiempo que quisiera. Me alegraba yo un montón y sin pensarlo dos veces aceptaba su invitación. Segundos después, desperté, sin rastros del papel, con poca memoria de la canción y con un sentimiento de tristeza estampado en mi ser.
Días de lluvia
En la mañana vi llover cuando debía estar el sol. El cielo enteramente gris, cubierto de nubes, no dejaba ningún espacio al más pequeño rayo de sol. En las calles los niños no caminaban ni se dejaban escuchar. Si hay algo que desmiente el rumor de que la lluvia entristece los corazones es la alegre y chapotera presencia de los niños. Ver a dos pequeños corretearse, caerse, enlodarse y reírse, hasta lo hacen sentir a uno un niño risueño. Pero sin esas pequeñas alegrías, la lluvia sí parece un entristecimiento colectivo, un llanto que no se detiene, más cuando por doquier hay muerte.
Aún recuerdo los días de sol, las tardes de fiesta, la tambora que resonaba como una carcajada; aquellos días en los que todos nos saludábamos con una sonrisa, seguros entre nosotros, con la seguridad que da la costumbre. Vivíamos sin muchos lujos, pero eso sí, nunca nos hacía falta un plato de frijoles y una tortilla de maíz. Todo iba bien, hasta los días de lluvia eran alegres. Pero llegó la promesa del dinero, esa ladina tentación, que condena a los hombres a tragarse entre ellos, como hermanos malditos. Los primeros en caer en la trampa fueron los que ya conocían la capital y sabían cómo conseguir dinero rápido; según, sólo se trataba de prestar las tierras durante unas cuantas temporadas y hacer como que todo seguía normal. Los del pueblo, al ver que los primeros prosperaban, traían ganado, construían y viajaban más, también ofrecieron sus tierras; no las alquilaron porque no estaban en igualdad de condiciones. Los pocos que no quisieron entrarle al juego, al poco rato eran obligados a ceder sus terrenos y si no lo hacían, los mataban. Poco después esos intrusos ya ni pedían permiso a los dueños de las tierras, se adueñaban de ellas, junto con ellas de sus casas y hasta de sus familias. Todavía se puso peor cuando llegó la competencia de los nuevos dueños del pueblo; algunos decían que venían a hacer justicia, a repartir las tierras nuevamente, dizque con equidad. Esto sólo lo decían quienes habían traído a los otros intrusos, para que el pueblo los aceptara y no les temiera como a los primeros. Pero tantas palabras no sirvieron para nada; el caso es que hubo más violencia y más muertes.
Ahora la lluvia sigue; triste lluvia que apenas puede limpiar la sangre de las calles. Los más abusados de entre todos pudieron escapar, los pobres ya a nada pueden regresar, nadie los espera. Ya no hay niños. Ya ni siquiera se puede llorar en paz. Los que nos quedamos decidimos soportar todo el peso del interminable sufrimiento, enterrar a nuestros amigos con nuestras propias manos y lágrimas; esperamos que algún día desaparezca la neblina y se pueda ver un poquito de sol. Al menos cuando vivíamos eso era lo que esperábamos.
Yaddir
¿Qué cosita es?
Ojo tiene, pero ciega está; recuerdos guarda sin ser los propios y aunque se haga de tres patas nunca podrá caminar.
Hiro postal
Hablando del Olvido V. Olvido Histórico
2 de octubre no se olvida
Hoy es el día del olvido, nos reunimos a olvidar y a reconstruir anécdotas que hace mucho dejaron de serlo, pues lo que fue anécdota, ahora forma parte del imaginario colectivo que sale a las calles gritando que el día de hoy no se olvida, y olvidando lo que se supone no se debe olvidar.
He de aclarar que no estoy negando hechos que desconozco, es imposible que niegue lo que no puedo demostrar que fue o no fue, pero sí estoy poniendo en duda que la mejor manera para recordar lo que se supone debemos recordar es la empleada por todos aquellos que salen a las plazas para hacer lo que no se hacía cuando ocurrió lo que se supone no se debe olvidar, o que por el contrario la mejor manera de recordar sea procurando reconstruir lo que se hacía cuando algo importante pasó.
Cuando se pretende rescatar del olvido algún suceso, éste es considerado en primera instancia como algo importante, pero negado por aquellos que se encuentran en el poder, o importante pero enterrado en las arenas del olvido gracias a las ventiscas de vida cotidiana que hacen que los días se sucedan uno a uno sin que estos efectivamente sean significativos para quien los vive.
Pretender sacar de las arenas del olvido aquello que éstas ya han devorado, exige tesón de quienes buscan iniciar tal empresa, pues un pequeño error en el intento por desenterrar el pasado puede traer consigo grandes errores en el momento de recordarlo, ya que se puede dejar de lado lo importante por lo fatuo.
Pero esto supone que hay algo importante que debe ser recordado, es decir, supone que el examen de la historia es algo que puede dotar de sentido la vida de quien la examina, y que ésta no sólo es un cúmulo de fechas inconexas que es mejor no aprender porque nada dicen a quien las memoriza. Este supuesto debe ser examinado, en especial cuando estamos tan cercanos a la idea de que la historia ya se ha terminado y que la mejor manera de progresar es permitiendo que el desierto del olvido crezca día a día.
Así pues, antes de decir que una fecha en específico no se olvida porque en ella ocurrió algo importante, es necesario ver por qué es importante el estudio de lo ocurrido en fechas anteriores a cuando los ojos del estudiante vieron la luz del sol por primera vez, es decir debemos examinar lo que se entiende por historia.
Hay muchas maneras de entender lo que es historia, y lo que une a esas diversas maneras son el pasado y la memoria del mismo, no importa si lo que se busca en esa memoria sea el orden que gobierna al mundo de los hombres, la posibilidad de la comprensión de la ley que trae consigo la salvación del alma, el carácter progresivo del ser humano como aquel ente que modifica más que ninguno su entorno o la posibilidad de aprender para no cometer errores que traen consigo los horrores más grandes que puede realizar el ser humano; sea cual sea el modo de pensar a la historia, ésta siempre se remonta a lo memorable y nos pone a la vista al hombre como ser memorioso.
Pero ese ser memorioso, rememora de distintas maneras, a veces con fiestas que le hacen olvidar todo y le permiten salir del orden que regularmente tiene establecido, mismas que desde el punto de vista de quien no se pierde en el olvido de sí que trae consigo la fiesta, sólo son vistas como desordenes que deben evitarse a toda costa, es decir, como actos de mal gusto; en otras ocasiones se rememora de maneras más solemnes, y más que un olvido se sí, lo que acontece con el ser que recuerda es que éste es capaz de ver el sitio que le corresponde en la vida, que bien puede ser un sitio por mucho inferior al que le corresponde ocupar a los dioses o a los héroes, pensados estos como aquellos seres que algo tienen de divino y que deben destacar entre los hombres debido a su naturaleza.
Quizá esta segunda manera de recordar sea la más apropiada para ver en el recuerdo histórico algo que dote de sentido a la vida de quien recuerda y no sólo la posibilidad de hacer lo que no se hace todos los días, como salir a las plazas públicas a gritar que el 2 de octubre no se olvida, o que México es una nación libre e independiente, o aprovechar que no hay que ir al trabajo cuando se supone que hay que acudir al templo. Pero esta manera de recordar nuevamente depende de cierta manera de pensar a la historia, en la cual el sentido progresivo de la misma no entra con facilidad, pues para el progreso no importa tanto de dónde viene el caminante, sino hacia dónde va.
Por lo pronto la única manera de pensar que la memoria histórica tiene algún sentido, es considerando que ésta es efectivamente importante, y que mediante ésta nos es posible ver algo que sobre el hombre no se aprecia en otras maneras de pensarlo. Aceptando esto la pregunta por la mejor manera en que se debe recordar algún suceso se mantiene latente, pues la fiesta desenfrenada trae con invitado al olvido y el orden ritual de otro tipo de festejo también oculta en su seno al olvido de lo que se pretende recordar. En la primera, el festejante deja todo de una manera descuidada, en la segunda el recordante puede verse ahogado por el peso del ritual, a tal grado que sí éste no se lleva a cabo de la manera correcta sea necesario empezarlo otra vez. El hecho es que en ambos casos el olvido se muestra y deja a quien festeja y recuerda a veces sonriente y a veces lloroso.
Maigo.