Adicción al enojo

Entre la alegría y el enojo preferimos el enojo. Preferimos enojarnos con un extraño en redes sociales que ser felices con las personas que queremos. Estamos prefiriendo lanzarnos a los contenidos de internet que estar con alguien. De alguna manera nos preferiremos perdiendo el tiempo que compartiéndolo con alguien más.

Nos gusta ese modo raro de aprobación que es el convencimiento a las multitudes. Viéndolo más allá de la superficie, nos gusta creer que lo que decimos es sagaz, inteligente e ingenioso porque parece convencer a muchos. Nos interesa que estén de acuerdo con nuestras opiniones nuestros amigos virtuales más de lo que sabemos de ellos. ¿Será buena persona quién dijo que tenía toda la razón en el meme que recién puse en mi muro?, ¿cómo habrá llegado a la misma conclusión? Poco importan los detalles cuando el resultado nos gusta. Nos gusta gustar a los demás porque eso, creemos, es ser de buen gusto.

Sabemos que nos enojaremos si nuestra opinión es rechazada aunque sea por una sola persona. Ese no es impedimento para buscar que los demás piensen que poseemos el conocimiento del bien absoluto. Este es precisamente el inicio de nuestra finalidad en la vida. Sabemos que nos enojaremos por no moldear el cerebro de los otros, pero persistimos en permanecer en redes. Pasamos horas seguidas educando a las masas. Alargamos largas cadenas de comentarios para asfixiarnos con los eslabones. Nada ni nadie cambian si pasamos una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete u ocho horas en una misma discusión. Seguimos siendo los mismos dogmáticos, quienes intentan incendiar a quienes comentan el dogma totalmente contrario, de esos dogmas del pasado, que por ser del pasado no tienen razón, están totalmente equivocados aunque podrían ser verdaderos, pero son dogmas débiles porque casi nadie los comparten o porque no coinciden con lo que creemos que pensamos. ¿Cómo romper las cadenas de los dogmas propios y extraños?, ¿todo dogma es perjudicial o sólo lo es el dogma que está en contra del dogma de la mayoría de las personas?, ¿y si precisamente ese, el dogma de la minoría, es el dogma que no perjudica, y que, con un atento y minucioso examen, resulta no ser un dogma cualquiera sino algo así como la verdad? Las respuestas a estas preguntas involucran muchas más preguntas, involucran nuestra vida misma. En claro vemos que no podemos seguir creyendo que hacer el bien consiste en violentamente querer convencer a una mayoría, en que con las redes, de manera furibunda y alocada, podremos hacer un cambio crucial y decisivo. Pocas veces lo que se escribe coincide e incide con la realidad. Nadie es tan inteligente ni tan tonto como para educarse con un tuit.

Yaddir

Sentenciar una sentencia

¿Cuántas de nuestras frases podrán recordarse más de diez años?, ¿cuánto de lo que escribimos es leído? Escribimos con la convicción de afectar como nos afecta a nosotros la idea antes de ser escrita. Claro que esto no sucede en todos los casos y al momento de escribir mi idea previa fui víctima de mi propia convicción. Pero las ideas que más nos emocionan son las que más creemos que emocionarán. ¿Las ideas que nos emocionan después de ser leídas más de veinte veces, de pasar por un escrutinio más celoso que el padecido por los libros de Alonso Quijano, el bueno, serán las que merecen ser públicas? Creo que la respuesta tiene tantas variantes como las maneras en las que puede ser preguntada la idea, enunciada la pregunta. Lo único cierto es que pocos o ningún usuario de las redes sociales revisan lo que piensan antes de ser atrapados por sus propias ideas.
Previo a intentar reflexionar una sentencia con la que sentencia  Montaigne encontré una afirmación que criticaba una película por su adelanto de dos minutos. Además de impresionarme por la capacidad intuitiva de la prodigiosa crítica de cine (análoga, supongo, a la capacidad con la que Edgar Allan Poe leía las primeras páginas de las novelas de Dickens y adivinaba sus desenlaces), me di cuenta que la sentencia sentenciaba más una idea cercana a la referida persona que a la película. Es decir, se sentenciaba más a ella misma que a la película. Esto no quiere decir que el creador del filme no sea sentenciable, aunque todos sus trabajos pasados sean dignos de elogio, y algunos hayan sido elogiados por festivales importantes. Lo que quiere decir es que cualquier persona en redes sociales puede sentenciar cualquier cosa como quiera hacerlo. Puede criticarse a un cineasta premiado que no sabe hacer cine, a un escritor laureado que no sabe escribir porque abandonó a su pareja, hasta puede decirse que una novelista no sabe nada de la migración porque nunca fue migrante (aunque la novelista sea mexicana y viva en Nueva York). Lo importante es perseguir adeptos que compartan las sentencias o hacer manifiesto que el enojo personal debe convertirse en una idea general. La ventaja, así como la gran desventaja, es que en las redes un día puedes ser ensalzado y al día siguiente vilipendiado (en el mismo tema y con la misma fuerza). No hay adjetivos fijos, ni categorías que puedan establecerse. No hay memoria. En las redes sociales no vale la pena escribir. 
Si las proezas o yerros de Julio César se dieran en la actualidad, tal vez se harían tendencia en Twitter. Afortunadamente no fue así. «La suerte está echada» se entendería como un grito de guerra o una frase de paz, una búsqueda de alianzas o la desazón que se siente al no alcanzar dulces en una tienda. Aunque la frase necesita de un contexto más preciso, es demasiado breve para las imprecisas aguas de las redes sociales. La siguiente idea me parece que no lo requiere: «Merced a un vicio común de la humana naturaleza acontece que tenemos mayor confianza y temor mayor en las cosas que no hemos visto, y que están ocultas y nos son desconocidas.» Dado que nuestra hiper especialización y nuestra aversión al conocimiento nos llevan a desconocer mucho y no saber nada, pero a afirmar cualquier cosa, no podemos saber si Julio César tenía razón en lo que decía. Precisamente porque esa frase difícilmente entraría en las redes o sería vista con la convicción con la que fue escrita en la específica academia es que la sentencia del general romano merece ser recordada.

Yaddir

Afirmaciones peligrosas

“Nosotros somos el virus” es una afirmación profundamente general. Resulta difícil y fácil de entender; resulta muy fácil de aceptar y adherirse al grupo de los afirmadores convencidos. Las únicas explicaciones que he encontrado a la enigmática sentencia vienen acompañadas con imágenes de temas variados: bombardeos, playas repletas de basura y sus contrastes, ciudades deshabitadas y playas limpias de tan solas.  Claro que es muy fácil suponer que los belicosos y los que tiran basura son el virus, pero aceptarlo, siquiera convencerse un poco, es aceptar que los pacifistas y los recicladores son el antídoto y que, así como hay que acabar con el Covid-19, hay que acabar con los que hacen daño al mundo. Sería mucho más fácil suponer que estoy exagerando la afirmación, pero si no se consideran las consecuencias de la afirmación, cualquiera puede propagar el odio en redes, sin demasiada reflexión, hacia los que hacen la guerra y tiran basura. Exagerando un poco, si cuando vaya a la playa y por accidente se me vuela una basurita mientras disfruto del sol, alguno de los convencidos de quiénes son los malos y quiénes los buenos podría reclamarme y querer desinfectar al planeta de mí (a lo mejor sólo intentaría explicarme el daño a los animales y al medio ambiente que provoca el dejar que la basura viaje por la mar, aunque si sí toma en serio que soy un virus, podría aniquilarme como lo hace un medicamento contra una enfermedad) sin darme tiempo de explicarle la situación. No quiero imaginarme qué pasaría si el convencido ve a alguien con uniforme militar.

Pero lo que me parece más virulento es afirmar que el virus somos nosotros sin ninguna explicación. Imagínense que tras esa afirmación se ocultara un grupo nutrido de personas que quisieran un nuevo rumbo para la humanidad y el planeta, para replantear la relación entre los humanos y el planeta de manera ventajosa para el último. Un grupo suficientemente grande y organizado para limpiar los virus de la tierra y dejar sólo a los sanos. Supongo que podrían perdonar a los jóvenes menores de tres o cuatro años, para que no recuerden a sus padres y, más importante, para que sean adoctrinados o educados en las prácticas saludables. Supongamos que logran la virulenta aniquilación de los virulentos, ¿podrían ponerse todos de acuerdo y evitar divisiones sobre cómo cambiar la relación tierra-humanidad?, ¿no habría guerras por saber quiénes estarían al mando?  O ¿el virus no son también los tipos de regímenes? En ese caso, ¿el que lleve una vida más acorde con el planeta, es decir, que no le haga daño, sería el líder máximo?, ¿y si hay dos o más personas que vivan casi igual? Tal vez ahora sí esté exagerando con las consecuencias de la afirmación. Pero como nadie le pone diques (ahora que lo vuelvo a pensar, tampoco sucede que en redes se reflexione sobre el contexto de las frases), supuse que podría reflexionar en torno a ella como la entendiera. A mí me da la impresión que el único virus es afirmar, sin pensarlo, qué sea lo bueno.

Yaddir

Discursantes

De tanto hablar, nos hemos quedado sin oídos.

Maigo

Espera virtual

Esperaba con parpadeante nerviosismo el mensaje. Alzaba el celular cada dos o tres minutos. ¿Por qué le costaba tanto trabajo concentrarse de nuevo en las actividades pendientes y dejar de prestar atención a la reacción de la otra persona?, ¿tenía el más mínimo motivo para sospechar un interés parecido a quien se encontraba en el lugar contactado? Del otro lado quizá sí estaban haciendo actividades importantes, platicando con la familia, preparando de cenar, cenando o disfrutando de la vida en uno de sus variados ámbitos. Esto se decía para consolarse, pero al voltear nuevamente el celular las dudas le hacían recular de idea: “¿Ya vio el mensaje y no quiso contestarlo?, ¿por qué no puede tomarse un pinche minuto para leer y contestar lo que le escribí”. Se decía, de una u otra manera, a veces alterando el orden de las preguntas, pero siempre cayendo en el mismo lugar. Si hubieran estado frente a frente, la prometida amabilidad de la charla personal le hubiera exigido una respuesta rápida (esto no hubiera evitado, por supuesto, que en lugar de contestar, se apresurara a sacar el celular y desviar la atención). Dada la dificultad de dicha cercanía, se toma el placebo ofrecido por los smartphones para hablar con quien sea en el momento que sea. Su desesperación rompía la ilusión contenida en la compra de un teléfono de gama alta, al cual, si un objeto de 2 o más toneladas, como un automóvil, pasara sobre el, no podría hacerle ni un rasguño. Su desesperación era casi desgarradora. “Si tan sólo me contestara, no volvería a estar en esta situación”. Se decía constantemente para no revolverse desesperadamente. Lo peor era que su teléfono vibraba cada minuto. Alguna noticia, publicidad o hasta un recordatorio de lo que no había hecho, le hacían ilusionarse una y otra vez; desilusionarse el tiempo suficiente para que la nueva ilusión volviera renovada, diferente a la anterior, aunque casi igual de desesperante; y, finalmente, volverse a ilusionar con una nueva vibración. Había escuchado tantas notificaciones que, según su propia opinión, podía distinguir la vibración de una notificación de Facebook, la del mensaje de Whatsapp, la respuesta de un tuit, un retuit o la actividad de constante de muchos contacto a un mismo mensaje en Twitter, así como la actividad de Youtube, la de su correo e inclusive la de su sistema operativo. El mensaje no llegaba. Casi desesperado, pensó que cuando comenzara a olvidarse de la respuesta ésta llegaría, y que al pensar esto, vibraría su teléfono. Y sonó, pero después de tantas notificaciones, que casi se olvidó de su mensaje. Ahí estaba la respuesta. No era lo esperado, tampoco lo no esperado. ¿Realmente podía saber qué le quería decir con un like? Un simple, solitario, rápido, seco y breve like. No pudo, no más y soltó a reír, quedándose con una sonrisa extraña, como la de un emoticon.

Yaddir

Justicia enredada

No paraba de caminar. De izquierda a derecha y de regreso recorría la sala mientras miraba al piso y cada que completaba una vuelta alzaba los brazos como si quisiera volar. Pensé en dejarlo hacer la misma rutina durante treinta minutos, pues en algún momento iba a variar, haría algo diferente, algo que le diera sosiego; un destello de incipiente claridad. Pero después de diez minutos dejó de ser gracioso observarlo hacer exactamente lo mismo; hasta había dejado de contar las vueltas completas y la cantidad de aleteos. Había notado que era común entre las personas inseguras mostrar los síntomas de su preocupación sin decir una sola palabra; querían que se les preguntara qué les pasaba o proponerles alguna teoría para atreverse a hablar. ¿Qué tan preocupado estaba mi amigo como para reaccionar hasta la tercera ocasión en la que le pregunté por qué se encontraba así? Su respuesta me dejó con ganas de caminar incesantemente y empezar a aletear.

“Es una asociación sin fines de lucro que se dedica a… tú sabes, proteger la naturaleza.” Fue su inicial y misteriosa respuesta. Atropelladamente me contó que cometió el error de compartir una noticia falsa en Facebook en la que se advertía sobre el daño a una especie que cometían ciertos cazadores en alguna región (que no precisaré para proteger la identidad de mi amigo). La falsedad de la información consistía en una alteración de la misma. La asociación lo contactó y, a gritos, le dijeron que era un estúpido, que era el peor ser humano que habían conocido, que no sabía qué clase de error había cometido, y que lo iba a pagar. Supuse que la amenaza radicaría en algún daño físico hacia mi amigo, así que le propuse acompañarlo a realizar sus actividades los días en los que me fuera posible; me contactaría con otros amigos y amigas en común para nunca dejarlo sólo; de ser posible hasta iríamos dos con él, por si lo querían atacar en manada. Un círculo de seguridad tan solícito, amistoso y organizado no lo tenía ni el presidente. Pero él respondió ante mi precisa sugerencia: “vamos, no seas paranoico. El daño que me piensan infligir, mejor dicho, el daño que me han comenzado a hacer no es físico, sino virtual.” Afortunadamente yo era el paranoico. ¿Qué es eso del daño virtual?, ¿es una especie de tuitazos lanzados contra una persona para contar rumores sobre ésta hasta que aprenda la lección, es decir, hasta que le cierren su cuenta? Mi cuestionamiento se acercaba al temor referido. Mi amigo temía que le dañaran su imagen.

 ¿Por qué nos preocupamos por lo que digan de nosotros? Regularmente pocas personas saben a detalle lo que hacemos y por qué lo hacemos, es decir, pocas personas pueden entendernos y, en consecuencia, juzgarnos adecuadamente. Pocas personas son las que se interesan por nosotros. En ese sentido, el daño a la imagen en las redes sociales es inevitable, fruto natural del alocado e irracional desenvolvimiento que tienen las reacciones y palabrerías de dichos sitios. Visto así, se podría pensar que mi amigo es un vanidoso, preocupado por la imagen de la imagen (podríamos agregar de su imagen creada por la propia imagen que tiene de sí) que le pudieran hacer. Este juego de espejos debería tener algún nombre clínico. Pero no, a mi amigo le preocupa lo que de él se pueda decir porque esa es la primera impresión que la mayoría de las personas que lo saludan tienen de él. En ese momento le dije que no se preocupara por lo que pudiera decir sobre él una organización a la que le preocupan más los asuntos no humanos que los humanos, que su preocupación, por evidentes razones, era irracional. Pero luego de ver el efecto que sobre sus conocidos, y una que otra persona querida, tenía un video que la referida organización lanzó contra él, comencé a preocuparme casi como él. No le habían dado oportunidad alguna de defenderse. Si gente admirada por realizar actividades que a muchos les parezcan nobles, aunque dicha nobleza tenga fecha de caducidad, te acusa de malvado, lo eres sin duda alguna y como tal te tratan. La justicia en las redes se provoca con likes y reacciones. De no ser porque me senté a escribir, ya hubiera completado la centena de aleteos estériles.

Yaddir