Uso de las palabras

Surgen las palabras en la pantalla desde el teclado para darle forma a lo que estoy pensando. Escribo y leo lo que voy escribiendo: qué palabra uso primero, cuál me tiene descontento, cuál o cuáles constantemente repito. Descubro lo que quiero decir y descubro la maravilla de las palabras para decirlo. Casi siempre las palabras son las que me permiten descubrir lo que estoy pensando; sigo las relaciones que las palabras me ayudan a trazar, vislumbro los entramados que cada tema tiene entre sí, cómo cada cosa se muestra y ayuda a mostrar a las demás. A tientas creo ver algo, veo cómo se va acercando o cómo me estoy acercando a ello, cómo lo veo con más claridad. Pero no todo es tan racional, no sólo pienso al escribir y el escribir y leer me ayudan a pensar, pues me emociono con una idea e intento perseguirla con esta o aquella palabra, con una u otra frase. A veces comprendo que estaba alegre cuando escribía sobre las preguntas y lo que queremos decir al preguntar o recuerdo que me enojé al escribir de política. Recientemente descubro que hablar de las redes sociales me ayuda a no estar tan a disgusto con ellas.

¿Qué sentirá el que insulta a los usuarios de Twitter por estar en contra de su postura política? No hablo de aquellos mercenarios que cobran por insultar, pienso en quien, quizás empujado por la ola de insultos, concibe como un deber cívico usar groserías contra quienes insultaron a sus ídolos. Supongo que sentirá alguna clase de orgullo, como el soldado que defiende a su patria. Tal vez se enoje porque su representante político es parte de él, él es parte de su representante político e insultar a éste, como resulta claro, es insultarlo a él mismo. En ese sentido se está defendiendo del directísimo ataque que le hacen a él. Pienso que no sería delirar demasiado si el insultador de Twitter (o de cualquier otra red donde se pueda comentar sobre posturas políticas) se imagina a sus adversarios ideológicos como seres a los que se les da lo que a él se le quito. Insultar, para el sujeto mencionado, es una exigencia, una retribución. Me rio de creerlo (aunque en alguna ocasión leí en una crónica periodística que algunas personas tocaban las ropas del más alto funcionario público en espera de un milagro), pero podrían existir personas que crean que el mentado ente político sea en realidad una especie de ser divino, alguien que tiene, quién sabe cómo, comunicación con Dios. Las palabras como reforzadoras del orgullo, usadas para la defensa o la exigencia, o que legitiman la defensa entre la Divinidad y los hombres. ¿Cómo saber quién de ellos tiene razón? Ellos asumen que la tienen, así que no es una pregunta para ellos. Estoy seguro que si se les cuestiona si sus palabras carecen de veracidad, los insultos caerían sobre el cuestionador. Tal vez ninguno la tenga si defienden por todo a su líder. Aunque tampoco podría tenerla en todo momento el que critica, pues criticar no es señal de entender completamente lo que se critica. Creo que simplemente hay que entender por qué hacen lo que hacen los políticos, por qué se les critica, por qué se les defiende y cuándo merecen ser defendidos y cuándo criticados. Pero si lo que predomina en redes son los insultos antes que las ideas y los argumentos, si los auténticos insultadores se vuelven infelices por insultar, esos espacios perjudican más de lo que pueden beneficiar.

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¿Redes públicas o privadas?

¿Qué tanto entendemos lo que escribimos? La pregunta esconde una dificultad mayor de la que parecería enunciar el corto tiempo en la que ha sido escrita. Los espacios que marcamos con palabras son tantos como los lugares en los que desarrollamos nuestra sociabilidad. No escribimos de la misma manera un mensaje llamado Whats que un texto académico. Éste lo revisamos una y otra vez. Pasará por el ojo de los especialistas, de personas que criticarán nuestra preparación, de entusiastas y descubridores del tema que tratemos. A lo mejor también tengamos  algún amigo con el cual compartirlo. El mensaje de la aplicación WhatsApp tal vez tenga menos críticas y, creemos, diga menos de nosotros o de lo que nosotros creemos ser que el texto especializado. Escribimos más Whats que ponencias, artículos o tesis. Presumiblemente los dominamos mejor no sólo por la práctica que tenemos haciéndolos, sino porque conocemos y confiamos en su destinatario. Los mensajes, a su vez, parecen más claros y creemos que son sobre materias más sencillas que una conferencia, por ejemplo, sobre la aplicación de la anestesia en adultos mayores con diabetes tipo 2. No hay confusión ni malinterpretación posible cuando queremos decir que llegaremos a cenar una hora después de lo habitual. No escribimos mensajes breves para reflexionar largamente o investigar algún nuevo aspecto sobre la complejidad del mundo y sus habitantes. En medio de lo que parecería la escritura de lo privado y de lo público se encuentran las redes sociales.

Escribir en Facebook, Twitter e Instagram tiene tan poco de privado como lo que se discute en un salón de clases. Lo dicho por alumnos o profesores no pasa desapercibido, se replica entre estudiantes, profesores y familiares. Las redes, pese a que permitan escoger a los contactos, pueden tener un alcance involuntariamente internacional. El usuario de Facebook confunde con facilidad su perfil con un diario, un recipiente de ocurrencias o el espacio perfecto para verter temas de los que conoce y cree conocer. El usuario cree que leer opiniones contrarias a las suyas, aunque no estén ni accidentalmente dirigidas hacia él, es ser atacado. El usuario de redes sociales suele sentirse un sol en su acotado universo de seguidores. La confusión de no saber qué tan público o privado son sus comentarios en redes le impide al mentado personaje entender a cabalidad lo que escribió y hacia dónde será conducido por sus decires. Escribir en redes tiene la consecuencia de un discurso público, sin que se sepa demasiado sobre el orador y los escuchas.

A diferencia de lo dicho en redes sociales, en el aula de clases existe la ejemplaridad. Un maestro, directa o indirectamente, enseña con su ejemplo. Un maestro puede ser entendido por lo que expresa, el modo de expresarlo y cómo ello contrasta con algunos trazos visibles de su vida. Su imagen también puede engañar y engañarlo, pero también le ayuda a entender mejor su papel; puede entender mejor la influencia de sus palabras, de sus enseñanzas, y a quiénes pueden influir más. Las enseñanzas son claramente públicas. Lo que expresamos puede cambiar vidas.

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Textos breves

Leo un mensaje, luego otro, y otro y uno más. Hay cuatro mensajes que parecen tratar de lo mismo. Uno es un saludo, otro una pregunta, el tercero la duda de si la pregunta se escribió bien, y el último una carita. Lo último que tengo en mi pantalla es la carita. Resulta amenazadora. ¿Vale la pena abrirlo? Después de dudar, lo abro. ¿A qué le pongo más atención?, ¿a la pregunta o al cuestionamiento de la pregunta?, ¿esto es a lo que Martin Heidegger llamó preguntar la pregunta? Supongo que resultaría más comprensible hacerle caso a la segunda pregunta, no sólo porque sea producto de la reflexión que un par de minutos acumulan, sino porque replantea a la primera. Creo que es más importante porque es el preludio de una carita, y las caritas, al menos para quien me la escribió, intentan enfatizar la importancia que tiene lo escrito, pues recalca una emoción, enfatiza la vitalidad de lo recientemente escrito. Pensándolo mejor, ¿tendrán relación los cuatro mensajes? El saludo es una muestra de cortesía, una muestra de que es tan importante mi aliviadora respuesta como el saber cómo me encuentro. La pregunta es el motivo del saludo, pero la segunda pregunta bien se la pudo haber hecho sin necesidad de la primera pregunta; es decir, su relación temática, consecuencia de la primera duda, apenas si es visible, como si hubiera algo intermedio que no estuviera siendo escrito. La carita es una emoción, pero jamás me explicó si el enojo se debía a que no le di respuesta en un minuto (lo cual es sumamente improbable), a que se sentía tonta preguntándome eso, o porque alguien había provocado el enojo de la persona que me escribió los mensajes mientras me los escribía. La separación de los mensajes no sólo obedece a la brevedad, también obedece a la separación que tiene un mini texto con otro. ¿Podemos aceptar que la brevedad de los mensajes útiles, con chispazos de emoción, nos hacen separar nuestras ideas a tal grado que nos imposibilita expresarnos con un mensaje amplio y explicativo, que requiere un mínimo momento de concentración, lo que nos lleva casi necesariamente a la imposibilidad de entablar una conversación larga y significativa en una mesa?, ¿los mensajitos nos incomunican en lugar de comunicarnos?, ¿vivimos a pedazos nuestras vidas, sin relacionar un momento con otro, porque escribimos a pedazos?, ¿por eso no podemos comprendernos, porque apenas si somos capaces de relacionar cómo nos sentimos actualmente con lo que hicimos la hora anterior? Un quinto mensaje me saca de mi ensimismamiento: “Olvídalo, creo que no es tan importante”.

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Insultos

¿Puede una palabra incitar al odio?, ¿repetir constantemente una sola palabra podría provocar que muchos sintieran odio hacia las personas a quienes se dirige el insulto? Quizá habría que contextualizar la pregunta, pues en la historia alemana hay casos en los que una sola palabra incitaba al odio y este sentimiento fue conducido para dañar a millones de inocentes. Muchos años antes, un árabe escritor narraba las más insólitas peripecias de un valeroso y sin par caballero; entre sus muchas historias, el caballero se encontró con que una guerra podía causarse por un rebuzno. Si un rebuzno es más complejo de entender que una palabra, no creo que sea un asunto fácil de discernir, por lo que dilucidarlo me llevaría a otras largas orillas; aunque sí habría que precisar que el primero que rebuznó en la referida historia no lo hizo con una intención bélica ni mucho menos para incitar al odio. Pero sería pertinente precisar ¿la palabra escrita en una red social podría incitar al odio?

Una palabra puede condensar el enojo, explicarlo, verterlo. Pero la palabra no se queda en su significado, también hay algo que nos hace sentir al escribirla, al proferirla y al leerla. Un insulto de una persona cercana nos duele más que el de quien sólo sabemos de su existencia hasta que nos insulta en redes. Un insulto de un hombre con muchísimos y fieles seguidores afecta más que el de un desconocido en el transporte público. Las redes sociales se han transformado en un cuadrilátero con luchadores anónimos, solitarios o en grupo. Esto no es nuevo. Cualquiera de los insultos que han perdurado en redes podrían incitar a su réplica, transitar con facilidad del seguidor fiel de una ideología al niño que comparte memes de los Avengers. Pero eso no hace al niño transformarse en un ciego defensor de la recién conocida ideología por una sola palabra, de admirar nuevas ideas y nuevos líderes, de prepararse para actuar en defensa de algo que quizá no conozca. Aunque inevitablemente habrá quienes compartan esas ideas, que expandan más de un solo insulto y gracias a las redes puedan conocerse, juntarse y planear. Pero las redes no podrían detener esta clase de grupos, me parece, sin que sean vistos como censores retrógrados. Claro, otros usuarios podrían denunciar los grupos de odio para que sean cerrados temporal o definitivamente. Aunque no todos los grupos son tan diáfanos en sus objetivos como para asumirse como anti algo; el concentrar sus ataques a sus enemigos usando una sola palabra sería absurdo si lo que quieren es sumar adeptos. Tal vez una palabra les ayude a sembrar discordia en distintos grupos de las redes para identificar a potenciales aliados y conocer a sus potenciales enemigos. Los líderes populistas abusan de sus reflectores para mostrar o probar su fuerza mediante los insultos (¿sería capaz Facebook de censurar a algún líder mundial?). El insulto vertido en una palabra es el primer paso para un plan claramente trazado. El mayor peligro está en quienes socializan astutamente en las redes.

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De dos enemigos de la lectura

El principal enemigo del libro es la digitalización. Extraño es expresar esto de modo digital. No se trata, pues, de la digitalización de los libros, sino de los modos de expresión. La expresión en redes nos acostumbra a leer como en las redes, a escribir como en las redes; la comprensión tiene que ser rápida, breve, de datos fáciles, casi maquinal. No saber qué hacer con el tiempo libre parece una natural consecuencia de las costumbres que han instaurado las redes. No podemos entender un libro si al acabar una página leemos una página de otro libro y al acabar esa segunda página nos pasamos a la página de un tercer libro para que al acabar ésta nos pasemos a una cuarta página de otro libro y así hasta haber olvidado completamente la última frase de la primera página.

Pero si de enemigos contra los libros se trata, la falta de oportunidades para adquirir libros es peor que el dominio de las redes sociales, pues da un pretexto para que crezca ésta. Los remates de libros son una excelente oportunidad para comprar buenos textos: las editoriales rematan los ejemplares que ya no se vendieron después de mucho pasearlos para perder la menor cantidad de dinero posible y mantenerse en boga; los compradores adquirimos material que a precios de lista sería casi imposible comprar sin pasar hambres o frío. Si faltan estas oportunidades, las industrias de los lectores y de los libreros enflaquecerían; si estas oportunidades están mal organizadas, las ventas se reducirían y también podrían desaparecer las referidas industrias. Un ejemplo de mala organización sería que los espacios que les dan a las editoriales fueran pequeños, o que pusieran las editoriales en distintos lugares al azar, en carpas por ejemplo, sin que éstas fueran temáticas o que predominara variedad de algún tipo por carpa. Poner muchas carpas por separado y dispuestas en desorden en lugar de que las editoriales estén ordenadas en hileras, en dos pisos claramente identificables, dificulta al comprador saber qué locales le faltan por visitar o darse cuenta de cuál visitó. Peor aún es hacer el evento en temporada de lluvias: los libros se mojan y las personas no quieren salir de sus casas. Supongo que a ningún gobierno se le ocurriría hacer un evento librero con tantos defectos si, supongamos, lo que principalmente le importa es promover la lectura.

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Partidismos inamovibles

Se ha puesto de moda una película mexicana: Roma. Decir que se ha puesto de modo, en estos ruidosos tiempos, es lo mismo a decir que ha despertado simpatías y antipatías. Que está muy aburrida, que la fotografía es magnífica, que la historia reivindica las raíces mexicanas, que no las reivindica sino que romantiza la servidumbre. Los expertos tuiteros han hablado, y, como en casi todo tuit, sin dar ninguna razón. Los tuiteros, conocidos por tenerse ojeriza entre ellos, se han sumado a cada uno de los respectivos bandos; aquellos que no saben si la película les gusta o les disgusta, tienen dudas al respecto de la historia, no importan para la red social, pues no pueden generar tendencias. Los bandos, aunque nadie pueda creerlo, han existido desde que a Twitter y a cualquier red social se infiltró el fantasma del partidismo, esto fue aproximadamente desde que en ese lugar cibernético se empezó a sumar una masa considerable de usuarios; los partidismos han existido desde el principio de las organizaciones mismas. No importa si se discute de feminismo, machismo, aborto, derechos animales, tauromaquia, siempre se generan bandos con ideas más o menos establecidas e insultos programados. Algunos han querido sintetizar cualquier partidismo sobre cualquier tema con el eslogan: lo tuyo es malo y lo mío es bueno por eso tú estás mal y yo bien. La razón por la que no existen videojuegos de discusiones es porque eso ya se logra en la red. De cuando en cuando, las opiniones no se quedan en palabras binarias, sino asaltan a la realidad con la misma simpleza con la que fueron tecleadas. Hace poco se atacó a un magistrado mexicano con el pretexto de que su sueldo, como el de todos los magistrados, era más de tres veces superior al del presidente y en la Constitución estaba indicado que nadie podía ganar más que éste. Los descontentos no cesaron ahí, pues las protestas afuera de la Suprema Corte continúan pese a que los internautas ya se hayan entretenido con las opiniones y memes generados por una película. Quizá los magistrados pacten con el responsable de las protestas o apuesten a que otros eventos distraigan la atención de los ansiosos internautas; esperan que algún otro tema, como la molestia del recorte al presupuesto destinado a las principales universidades públicas, desvíe su atención y los haga protestar en otros lugares y en otras instituciones. Pues, quizá supongan, de todos los temas polémicos nunca se aprende nada: los animalistas seguirán protegiendo a los animales con el mismo ahínco con el que los espectadores de la fiesta grande disfrutarán de la temporada grande; se seguirán atacando entre las feministas más radicales y los machistas más agresivos; difícilmente alguien cambiará su posición respecto a la interrupción legal de la vida.

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Cenas enredadas

Empieza diciembre y arrancan las reuniones navideñas. Uno se imagina una cena digna de comercial: los niños riendo, contagiando alegría; los padres unidos y contentos, conversando sabrosamente con sus otros familiares; los adultos mayores siendo tratados con el mayor respeto y consideración; inevitablemente, en el fondo hay un árbol navideño rodeado de juguetes, esferas, luces y otros objetos brillantes. Sin embargo, en pocas ocasiones se logra una postal como la mencionada. La principal razón atribuida a la poca convivencia navideña muchos la encuentran en la adicción a los smartphones. Esos espejos negros que representan la propia complacencia en uno mismo y que permiten su extensión en comentarios e imágenes. Eso explicaría por qué las cenas navideñas tienen tan poca repartición de palabras. Aunque, a diferencia de un espejo normal, el espejo negro no refleja nada.

Otro problema de las fiestas decembrinas es que la poca convivencia parece impedir el tránsito de una conversación. ¿De qué platican quienes no se han visto en mucho tiempo?, ¿de qué temas pueden conversar?, ¿saben de qué asuntos les gusta o les disgusta departir?, ¿qué cosas pueden hacer? Supongo que ese problema es un falso problema si las personas quieren reunirse; si sólo se manejan entre compromisos, cuya base es una tradición que ellos mismos no logran entender, se recurre al espejo negro como escape del tedio. Si las personas que sólo pueden (quieren) reunirse una vez al año tienen un pasado, como los hermanos, los primos, tíos o las personas con cualquier relación filial, el pasado siempre será un tema. El problema es que cada año se va vaciando el tema y, al momento en el que al fin se acabe, ni el pasado de contar el pasado podrá dar conversación. El presente de esas relaciones no se quiere mantener; sólo se quiere dar sentido al presente con unas relaciones que impiden olvidarlo. Pero el pasado sin presente es tan vacío como el presente sin pasado. Visto así, el reflejo del pasado en el futuro no tiene nexo por su carencia de presente.

Pero no todos los encuentros navideños están teñidos de acartonadas, tediosas, largas e insustanciales conversaciones; hay lazos que no se rompen ni con los silencios más atronadores. Quizá con esos trozos de tela se pueda tejer una convivencia que cubra el frío de las solitarias mesas navideñas. Quizá sólo se trate de que las personas quieran reunirse y sepan por qué es bueno que se reúnan.

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