La ventana indiscreta

Existe un descrédito incuestionable en los medios de información. No es sorprendente. Anteriormente esos medios casi no podían cuestionarse públicamente. En muchos países eso los convirtió en una máquina de propaganda gubernamental. ¿Con qué medios masivos podía ponerse a prueba lo que decían? La propaganda contraria era fácilmente falseable por esas mismas empresas. Con un SmartPhone se sustituye sin tanta tardanza lo que hace cualquier medio de información: informar. No es casualidad que el negocio de los medios ya no tenga el mismo poder que antes. Pero la facilidad para informar no es directamente traducible a la veracidad para informar. Al contrario, cualquiera, sin el más mínimo criterio, ni una línea informativa, dice lo que sea sobre lo que sea. La responsabilidad sobre cómo se difunde determinada información se ha perdido. ¿Qué se hace ante la sospecha de que en la casa de enfrente se cometió un asesinato?, ¿se va a la casa a investigar qué fue lo que pasó, sin ninguna clase de metodología o una somera idea del alma humana, o se postea en redes que en tal lugar vive un asesino responsable de quién sabe cuántos crímenes? Partiendo del supuesto de que sí se haya cometido un asesinato en el lugar sospechado, ¿cómo se comprueba que el asesino no usó el sitio y luego escapó?, ¿qué pasaría si se culpa a una persona parecida, y se fabrica a un falso culpable, para que las redes, que quizá estén clamando justicia, crean que con su actividad se vive en un mundo más justo? Al ser una actividad empresarial, los medios tienen compromisos económicos con inversores, publicistas y otras personas, y deben ser lo más fidedignos que puedan para no perder credibilidad. ¿Qué pierden quienes postean lo que quieran sobre quienes quieran?, ¿se plantean lo que pueden provocar con lo que creen informar? La información puede ayudar a la vida pública de la misma manera que la puede perjudicar.

Yaddir

Es terrible personificar

El hombre existe por la libertad. Su existencia se sustenta en lo trascendente, pues no hay libertad en lo efímero. Si el hombre es verdaderamente libre de desear, pensar y actuar, esto lo hace responsable del mal tanto como del bien. Renunciar o empañar la dignidad del hombre con teorías que lo alejan de este privilegio lo convierten en un resultado pasivo, en la suma total del medio ambiente y social en que se desarrolla, y así como la flor, lo único que le queda es el inevitable destino de abrir sus pétalos o ser aplastado. El fracaso, lo mismo que la mentira o cualquier intento por sabotearse sería imposible. Pero el fracaso, la injusticia, el malentendido son privilegios de la libertad, no por ello necesarios, pero sí posibles dentro de la naturaleza humana. Sólo así se puede entender que errar sea de humanos, como una manifestación de la libertad, de la existencia que se piensa a sí misma. ¡Quiero fracasar! Es un grito humano que ya no entendemos.

El error tanto como la certeza parten del fenómeno de la trascendencia. Es decir, de las almas libres e inmortales. La trascendencia es necesaria para entender el bien y el mal, la verdad y la mentira, de otro modo estamos determinados a nuestra naturaleza primera como los animales. Éstos no podrían ser enjuiciados de asesinar o dañar a otro animal, puesto que no son responsables, es decir, no son conscientes de que el acto en cuestión es una manifestación de su voluntad, de su ser. Y si lo fueran, caerían en la cuenta de «que es lo mejor que podemos hacer dada la condición». El reconocimiento de la individualidad es lo más terrible que sucede en la comunidad humana. Tan pronto como sabemos de nosotros como individuos determinados, singulares, únicos, caemos en la cuenta no sólo del solipsismo como afirman las teorías evolucionistas, sino en la terrible decisión de ser o no libres. ¿Actuar o no? ¿Elegirme a mí como fin de mis acciones o algo superior?

Personificarnos significa aparecer en el mundo. Actuar, ser libres. Pero, ¿aparecer libres? ¿Cómo? La libertad es un misterio, más sensato es el pan, la sed de poder, el hambre de dominar. Antes de justificar el porqué la sociedad materialista, ya sea en su versión capitalista o socialista es la única posible, deberíamos preguntar por qué la comunidad política de la que hablaron Platón y Aristóteles o la fraternidad universal cristiana estuvieron basadas en la intangible presencia del alma. ¿Fue un paso en la evolución o un error técnico? Hace falta un juicio de valor para entender esto, o lo que es lo mismo, una condición metafísica. La liberad.

El divorcio universal a que nos lleva el materialismo u hormiguero, para usar una imagen dostoyevskiana, sigue sin explicar por qué un hombre o mujer aniquilaría su individualidad, es decir, la manifestación más racional de su libertad, en pos de otro. La única respuesta posible es la inmortalidad del alma, y no por miedo al castigo eterno en las llamas del infierno, que eso es no entender el infierno, sino por el amor al otro. El amor al prójimo rompe la cadena de la determinación animal racional, nos hace libres. ¿Cómo entendemos que tantos seres egoístas (esto significa terrenales), quieran vivir juntos y hasta se ayuden? Por el amor libre y consciente de esa libertad recíproca.

El amor nos hace fuertes en algún sentido, eso lo sabemos. Justo lo contrario es la pereza emocional donde suceda lo que suceda, si cuenta con un valor estético fuerte, está bien. El éxtasis de los sentidos, y éstos como una tabula rasa es una de las grandes desgracias humanas. Permitir que todo suceda como si nada importara es aniquilar al hombre, el libro de Raymond Radiguet lo ejemplifica bien. Un jovencito se hace amante de una mujer casada y todos a su alrededor pueden evitarlo o sancionarlo, pero no lo hacen, y ni siquiera es por una justificación de la voluptuosidad (que en ocasiones hay que defender), sino simplemente porque a punto de esgrimir un reclamo, todos sus personajes bostezan. El lema de la roman sería, mañana lo arreglo. El miedo al conflicto es lo que evita un verdadero sobresalto de valor en la novela. Hasta el amor de los protagonistas es perezoso: «hay que buscar una ciudad con un encanto constante», dice ella, no quiere vivir en el campo porque sabe que eso representa su belleza, brillante en la juventud, marchita en la vejez. El amor de ellos no soportaría tal prueba. La muerte de la amante arregla todo, aunque nunca hubo problema, pues «nadie» se enteró de su amorío. La mentira o la verdad habrían sido igual de molestas, afirma él. Él que es un demonio primerizo, a la manera de los Endemoniados, hasta el título lo sugiere: Con el diablo en el cuerpo.

Abolir el alma significa tratar de evitar el fin o adueñarse de él. La muerte nos enseña que el fin no lo podemos evitar, porque no es nuestro. Pero podemos reflexionar de él como de nuestros límites para descubrir nuestra verdadera imagen. El fin de algo es necesario para poner a prueba la trascendencia, su más allá que es interno. Machado aprendió a hablar con el hombre que siempre iba consigo, eso lo hacía libre y ¿feliz? La esperanza en el fin de los tiempos es la reflexión más necesaria si queremos probar un poco de esa dignidad, de ese amor libre, de otro modo la hormiga reina terminará por engullirnos a todos. Y en el juego del egoísmo sólo uno gana: el hambre, la glotonería. La fraternidad es necesaria, por ello habrá que repensar la inmortalidad del alma en estos términos, como dignidad humana de la manifestación de nuestra personalidad. El llamado divino que nos habla, a veces, en sueños o pesadillas de quienes somos.

Radiguet hace pensar que la verdadera dignidad humana está en la tragedia. Cuando siento compasión por otro y ese otro se compadece de mí al tiempo que vemos nuestro destino venir. El egoísmo no reporta tal catarsis.

Javel 

Un político en el diván…

– La culpa la tienen los otros, los que estuvieron aquí antes.

-Ellos hicieron todo mal y sin pensar en mí o en mis futuras necesidades.

-Pero, hombre, date cuenta de que estás siendo juez y parte.

-Ellos son los que no entienden, ellos son aquí los únicos culpables, por sus actos inconscientes yo vivo como miserable, teniendo todo no accedo a nada y por su culpa mis actuales fracasos son más grandes.

– ¿Y qué ganas con culparlos?

– El mundo debería darse cuenta de que yo soy bueno y que si hago cosas desagradables es porque cargo un pasado lleno de contrariedades, yo soy bueno, si algo malo hago es porque ellos son los culpables.

-Culparlos no te garantiza la comprensión sobre tus acciones desagradables, si sólo vienes a culparlos no lograremos avances.

-¿Me está sugiriendo que olvide el pasado y deje todo así como así, eso no me lo esperaba de usted y de los que como usted se dicen profesionales?

-No te estoy pidiendo olvido, sólo una mejor comprensión sobre tu pasado y aquello que se esconde en las profundidades, si crees que esto sirve sólo para encontrar culpables entonces en tu tratamiento jamás encontraremos avances.

(Haciendo muecas y sonriendo el interlocutor se levantó de su asiento, salió del consultorio y decidió no volver por aquellos lares, por un momento pensó que el análisis de su alma consistía en encontrar culpables, pero nunca entendió que de todos modos de sus actos tenía que hacerse responsable)

Maigo

Tiempo libre de responsabilidad

 

¿Cómo saberlo, cómo sacarte de la multitud
del tiempo, de los apretados espacios, ponerte frente a mis ojos como un discurso impreso,
como una tinta fluvial en las venas del mediodía?
–David Huerta, Incurable

Uno, primero, no puede realizar una actividad significativa en sí misma,
excepto con una actitud de apertura receptiva y de silencio atento.
–Josef Pieper, Trabajo, tiempo libre, ocio

Vive en la vanidad quien se abandona. Para éste, la vida es sólo para sí misma, como si no fuera él mismo. Deja que ella, aparte, se viva sola. La vanidad está hinchada en el mundo del mercado, donde la dedicación predilecta es negar al ocio. Se le niega por principio. Aparte, no concede discusión porque lleva prisa. Asunto decidido, a lo que viene. Claro, el mundo del trabajo no es el mismo que el mundo del mercado, aunque lo incluya. Se trabaja por necesidad, pero no es necesidad que lo único que haya en la vida sea trabajo. Quien comercia incluso con su vida es presa de la necesidad y por eso no puede ver otra cosa sino lo trágico: hasta la decisión está en manos del destino. La vida es un solo viaje efímero: nacimos cuando se soltó la catapulta. Pero se engaña quien piensa que, una vez observado este problema, es fácil vivir el ocio estando inmersos en el mundo del mercado.

El que pronto quiere escapar de la fatiga del trabajo recurre al tiempo libre como si fuera ocio; pero no lo es. El tiempo libre es la sombra del ocio que el mundo del mercado ofrece al que tiene la liquidez económica para consumirlo. Hay de varios tipos, tamaños, colores y presentaciones según el gusto (cuya infinita variedad es culpable de haber roto miríadas de géneros), y según las posibilidades del bolsillo: gimnasios, balnearios, cuadernos para dibujar mandalas, vueltas al mundo, guías turísticas, libros, paquetes de masajes, futbol en la tele… Es una sección del mercado, una muy importante, muy útil. Sin tiempo libre, el que negocia truena. No sólo eso, el negocio truena también, lo que es mucho peor para el mercado. El que trabaja todo el día requiere tiempo libre para descansar, relajarse, divertirse y distraerse. En suma, necesita preparar sus fuerzas para seguir trabajando. El tiempo libre es requisito laboral, entonces es para el trabajo, para el negocio. Es subordinado, es parte del mundo del mercado. El ocio, en cambio, no está dedicado a nada que no sea la vida. En este sentido, el ocio se dedica a sí. El ocio no es un estado, ni siquiera si queremos revestirlo de honores y decir que es el estado propicio para, con él, dedicarse a los asuntos más elevados del espíritu. Esto es un engaño: el ocio no es para nada más, no es útil. El profesional que se hace un cachito en su agenda para tener el ocio que necesita para reflexionar hondamente, sigue confundiendo ocio y tiempo libre, buenas intenciones aparte. Vive en la vanidad. ¿No es su agenda sino un reflejo a escala del peso trágico de la necesidad?

¿Dónde ve uno, entonces, al ocio? Josef Pieper piensa que se encuentra en la creación artística. Tiene sentido, porque en la dedicación artística el ser humano reconoce, y celebra, la vida por cuanto ésta es mucho más que el día de trabajo; en ello, él mismo se celebra como mucho más que trabajador. Me gustaría pensar en otra posibilidad también: la responsabilidad. Responde sólo alguien que puede vivir entre palabras, o dicho de otro modo, responde el ser de la palabra. Sólo éste pregunta. Si miramos al otro como responsable es porque nos responde, y esto es únicamente porque es nuestro interés y a su palabra podemos dirigir nuestra pregunta. Hay algo que queremos saber de él. Sin juicio nadie puede ser responsable ni esperar respuesta tampoco. Sin palabras no tienen caso las preguntas. Las bestias «no son responsables de sus actos», como solemos decir: no tiene caso preguntarles nada. Más aún, nos sabemos implicados, tanto en lo que se pregunta de nosotros cuanto en lo que respondemos. Hay modos peculiares de preguntar y responder en toda comunidad, distintos por multitud de causas. Con los otros nos damos en la palabra. ¿Y qué tiene todo esto que ver con el ocio? Que el obscurecimiento, cada día más profundo, entre el ocio y el tiempo libre, depende de que creamos que hay tiempo que es únicamente nuestro, que es nuestra potestad administrarlo, y que en su neutralidad ejercemos la libertad de recrearnos como nos dé la gana. Nos sentimos poderosos viendo en nuestras manos el cuchillo para repartir las cronométricas rebanadas. El ocio, en cambio, debe pensarse de otro modo: se vive el tiempo, no se le usa como lote o como predio. Interesarse en el otro se hace a su tiempo, y en ello es que no se puede uno hacer responsable ni de sí mismo ni de otros sin ocio. No es susceptible de prisa ni de aceleradores. No es una reacción que requiere catalistas. Nadie puede apurar la amistad. La responsabilidad es admisión de la razón; como tal, sólo puede encontrarse en el cuidado mesurado por la palabra. El trabajo nos distrae de nosotros mismos, pierde la palabra, y en su exceso la tergiversa, desprecia la razón. Estas cosas son invisibles para el que está trabajando porque su atención está en lo que tiene a la mano, en la tarea enfilada, en la secuencia del producto. El hombre responsable se encuentra a sí mismo en los otros, y viceversa, a su tiempo.

En la responsabilidad puede uno encontrar el ocio porque es una forma de la vida en la palabra, del encuentro con que uno es más que uno solo. Esto, por su parte, ilumina que el ocio sólo puede vivirse si no estamos solos. En la acción de la razón nos presentamos: por un lado, dándonos a quien se pregunta por nosotros y por el otro, preguntando por el otro. Sería atrabancado pensar que la responsabilidad es cosa fácil en el mundo del mercado, claro. Si a algo nos ha acostumbrado el mundo del mercado es a rehuir de la responsabilidad, aunque sea la que así se entiende hoy, y aunque sea fugazmente, en la ilusiva desconexión de la vida durante el tiempo libre que tanto bien le hace a nuestra salud. «Responsable del área de recursos humanos», le decimos al que tiene el puesto en la compañía. «Fulano es responsable de esto, nos encargaremos de encontrarlo donde sea que se esconde para que enfrente la justicia», se dice del criminal que no tiene la entereza de mirar a nadie a los ojos, pero que bien que hizo lo que sabemos que hizo. «Menganito es muy responsable» se ufana la mamá de Menganito porque hace todo lo que le dicen los profes en la escuela, sin rechistar. Estos días es fácil llamar responsable al que puede llevar a cabo una tarea eficazmente. No olvidemos, sin embargo, que nada especialmente digno hay en esto, que para lo mismo se inventó la palanca. Y la palanca tan bien puede prensar los tipos entintados para hacer libros, cuando puede cimentar una fatal catapulta.

Desorden

Esperar de otros que arreglen nuestros desórdenes es traición a nosotros mismos.

Maigo.

La extraña transformación del que ignoró

Nadie elegiría vivir sin amigos,
aun cuando tuviera todos los demás bienes.

Yo conocí a Jonathan cuando todavía hablaba. Eso fue hace muchos años, pero lo largo del tiempo no me quita la idea de que posiblemente desde entonces ya tenía las semillas de su extraña suerte. Lo digo porque recuerdo que no habrían sido ni cuatro las veces que nos quedáramos platicando toda la noche, cuando por primera vez me expresó su idea de la bonanza de las bestias. No hay mayor felicidad, pensaba él, que la de una mascota que no tiene que preocuparse ni por su alimento; cuyos dueños la cuidan bien y a la que se le presta atención bastante; que no está nunca frente predicamentos ni debe tomar ninguna decisión; que jamás corre el riesgo ni de lastimar a otros por palabra u obra, ni de ser herida ella misma. Ah, la bendición ‒especulaba él‒ de no tener la responsabilidad de la razón, radica en estar más allá de toda justicia e injusticia, en aquel punto tan bien balanceado, que ni siquiera se tiene lo mínimo para percatarse de que hay algo mejor o algo peor, de manera que lo que se tiene es como si fuera lo único, siempre completo, siempre la pura e irreflexiva plenitud. Hablaba del asunto con tal candor, que uno se sinceraba de inmediato al escucharle y respondía con gusto; independientemente de lo que se le respondiera. Primero sólo me pareció una postura adoptada, casi como la credencial de una escuela filosófica a la que pertenecían él y otros como él, y por la que, con mis opiniones al respecto, me hubieran más bien negado la entrada. Mi error fue no poder expresarle por qué creía yo que él no sabía lo que decía. O quizá, el error fue dar por sentado que lo que él decía estaba a discusión.

Sucedió, pues, que comenzó a alejarse paulatinamente de sus conocidos, de sus familiares, y terminó por enfriarse hasta con sus amigos. Vivía muy triste, muy frustrado, muy preocupado. Algún psiquiatra habló con él y se convenció de que su tendencia al enclaustramiento y su progresiva degradación del discurso se debían a una depresión clínica. No lo culpo. Lo medicó para que los jugos de su cerebro estuvieran bien combinaditos, y como en ese momento el pobre aún tenía remanentes de determinación que finalmente perdería por completo, llevó a término su tratamiento. Por supuesto que no sirvió de nada: siguió su pesadez hasta volvérsele redondez, los ojos se le extrañaron, las respuestas se le empezaron a desubicar, perdió poco a poco ambiciones, propósitos, opiniones y uno a uno se le difuminaron sus juicios. Nadie supo bien a bien ni cuándo empezó ni cuándo era ya demasiado tarde. Para el momento en que me percaté de que él tenía una película de vello negro recorriendo lo visible de su piel, había pasado ya muchísimo de nuestras discusiones nocturnas. Cuando le vi por última vez de pie, aquella ocasión en la que me confesó con derrota estar exhausto, creo haber notado que sus orejas se habían angulado. Pronto perdieron sus ojos la inteligencia desafiante que los caracterizaba. El orgullo de su honestidad se esfumó. La vitalidad de su curiosidad se desplomó. Yo, que vi esto suceder sin poder evitarlo, miraba con tristeza a éste que ya no podía comprender en qué consistía que alguien lo mirara con tristeza.

Nunca más quiso encontrarse conmigo; y si me aproximo a su morada corre debajo de la cama y me observa con sus ígneas pupilas verticales, esperando bien a que me retire para resurgir, o a que me acerque más para escapar por alguna oquedad. Bajo su nariz húmeda queda un hocico en el que ya no caben las sonrisas, ni ninguna mueca que no sea la de la indiferencia indolente o la del bufido alarmado. Dicen que escupe bolas de pelo de vez en cuando (la verdad prefiero darle crédito al recuento que averiguarlo), que ahora tiene un rabo que hace juego con sus nuevas garras y pelaje, y que hace mucho que dejó de usar ropa. Se hace bola como cochinilla sobre casi cualquier lugar y duerme hasta que el hambre lo despierta, para luego comer hasta que la somnolencia satisfecha lo tumba a dormir más. También platican, aunque algunas cosas se crean más fácilmente que otras, que llega a maullar ronroneando tranquilamente, en un letargo indiferente hacia la vida, ¡y que hasta gregario se vuelve por un rato!, cuando se le antoja recibir una ronda de cariño poco antes de echarse en el suelo a ver inconmoviblemente el paisaje.

Subterfugios

Subterfugios

Ya otros lo han hecho. No es nueva su hazaña. Lo que impresiona de su trabajo es lo bien ejecutado, la perfección que nos mostró. Pudo haber sido mejor si su perfección no se hubiera reducido a lo técnico, a lo práctico de la inmediatez. Es cierto que como todo hombre autónomo su obra le dio libertad. Además, para no enajenarse de la comunidad, contó con un gran equipo, –amén de que la voluntad de los otros quisiera actuar sin miedo.  Así, palmo a palmo, consiguió su huida.

     Los especialistas están asombrados por tan exquisita obra de ingeniería. Construyó, sin que nadie se diera cuenta, su propia forma de evadir la ley, de no seguir justificando sus actos. Pero, como dije, no es el único, ya otros lo han hecho. En todos lados se trata de buscar las fisuras que ofrezcan las indefinidas leyes, los puntos ciegos. Y es que, como me dijo un trabajador del gobierno, hay que buscarle por donde se pueda salir de esta miseria, ¿no?… Porque si alguien le preguntara, ¿Por qué te escapaste de ahí?, una posible respuesta sería: Porque tengo negocios que atender. ¿Qué clase de negocios?, con una sonrisa hiriente nos respondería, y otros especialistas se asombrarían.

     Él ya terminó, y ahora es el más buscado, pero estamos a punto de ver cómo escavan sus propios túneles los responsables de su cuidado. Quizás no debamos esperar  un gran despliegue de ingeniería, o de argucias, éstos son amateurs comparándolos con él. Tal vez sólo emprendan la nada grácil huida, pues qué de ligero tiene esto para el que se queda con el problema. El que se va lo olvida todo, el que se queda le pesa el recuerdo, como a los padres de los cuarenta y tres. Esperemos que si se quedan no usen aquel pretexto de “ya me cansé”, cuando se vean instigados por las preguntas.

     Lo único que espero es que aun podamos caminar por las calles con la poca seguridad que nos quedaba, sino, ya que ellos están en las calles, gracias a los pasillos subterráneos que usaron para salir, nosotros tendremos que usar los subterfugios para vivir, pero así, nuestros actos (carentes de responsabilidad) ya no serán dignos de respeto. Podríamos preguntar todavía, ¿por qué callejas andamos y andaremos?

Javel