Paradoja política

Paradoja

Había una vez, hace unos cuantos siglos, un político que decía que todos los políticos mienten, roban y traicionan. Lo señalaba como si esa fuera la naturaleza propia de los políticos, y creo que la generalización la permite sólo una experiencia de vida, aquella que se tiene cuando se vive en un estado fallido, como aquel en el que se formó el político del que ahora hablamos.

Cuando ese hombre comenzó a señalar mediante las generalizaciones el modo de ser de los políticos de su Estado indicaba al mismo tiempo que él no robaba, ni mentía, ni traicionaba.

Recordando que este hombre se formó como político entre políticos que mienten, roban y traicionan, ¿qué tan creíble es la afirmación de este político cuando dice que él no miente, ni roba, ni traiciona?

Maigo

Inocente preguntilla: ¿Qué es portarse bien?

Anatomía de la corrupción

Sin duda alguna, la corrupción domina la plaza pública. No sólo por ser una práctica recurrente en la política mexicana, sino por ser el problema con mayor atención. Diariamente en noticieros y periódicos hallamos noticias de culpables en actos de corrupción o índices sobre ellos. En ocasiones comienza una aventura por saber el paradero, por sacar de su madriguera al culpable, y una vez encontrado le quitan las pieles al zorro. Éstas se exhiben y pueden servir para elaborar recuerdos de la cacería. Para las campañas políticas resulta efectivo pregonar la captura de funcionarios corruptos; el candidato se muestra como figura de ruptura y probidad.Por su parte, los estudiosos igualmente concentran su atención en las instituciones carcomidas. La vida académica se robustece con las investigaciones y los análisis del fenómeno de la corrupción. Entre cifras y cifras, se descubre cuánto dinero se perdió con desvíos indebidos, cuántos programas sociales fueron afectados con esa pérdida, cómo las flaquezas impactaron en el crecimiento anual del PIB. Igualmente los estudios iluminan los diversos mecanismos realizados para triangular u ocultar dinero, es decir, así como salieron de la opacidad los involucrados, también lo hacen sus procederes. Las estadísticas traducen la historia reciente en información clara y asequible.

Frecuentemente ambos se entremezclan; los estudiosos publican en medios de gran difusión y las noticias relativas a la corrupción enriquecen las investigaciones académicas. Sabemos por ellos los sucesos recientes de corrupción, los modos en los engaños y hasta llegamos a deducir las posibles causas o contextos que los propician. Con precisión de relojero el fenómeno queda diseccionado. Las posibles artimañas o rutas ya están detectadas, lo cual es sumamente útil para las investigaciones judiciales. Reconocemos la desembocadura de los nervios o la importancia de la arteria para la circulación. A la par entendemos cuando el sistema no funciona correctamente; si la sangre no corre por haberse roto el conducto o haber una obstrucción.  En este sentido la enmienda es restablecer el funcionamiento, es decir, reparar el desperfecto para que el sistema del cuerpo no se interrumpa. Todo parece estar bien mientras los nervios conduzcan sus pulsiones y las articulaciones propicien el movimiento.

A partir de la analogía entre cuerpo y ciudad, sabemos que una esquema acerca de la corrupción es insuficiente. Las aparentes soluciones implementadas pueden ser efectivas al corregir el sistema, mas fracasan al desatender una verdadera causa. Los fiscales pueden encarcelar miles de implicados en actos de corrupción, aunque eso no detendrán que aparezcan otro mil más. Si bien es plausible que dichos actos salgan de la opacidad, no es suficiente con ello. La salud del cuerpo no se reduce a que todos los órganos cumplan con su función. En nuestro afán por hacer penitencias exhibicionistas o tener pronto resultados, peligramos en aceptar soluciones que se tornen problemas a largo plazo. Por ejemplo, ¿una oficina o instituto en contra de la corrupción no es un escenario propicio para la opacidad? Los puestos menores tienen el pretexto perfecto para caer en la corrupción. Tampoco tiene mucho alcance imprimir el diccionario de palabras cotidianas relativas a la corrupción; es la versión vulgarísima de los estudios académicos. Emprender solamente estas soluciones sirve para presumir una encrucijada por la virtud, a pesar que no tengamos convicción en ella. No curamos el cuerpo enfermo; la cirugía plástica hace parecer el cadáver con vida.

Asalto

Aunque hizo la denuncia, nunca recuperó lo perdido: el ladronzuelo seguía prófugo con su corazón entre las manos.

Hiro postal

Quien Roba al Ladrón

«Que no se tome lo ajeno,
así está determinado
lo decretó el mismo Dios,
como precepto sagrado,
mas los doctores opinan
y aun los que no usan del don,
que el ladrón que al ladrón roba
ha cien años de perdón.»

«Un mexicano» en
Libro para el Pueblo: 1010 Proverbios en Verso, 1864.

Cien años de perdón son muchísimos. No me imagino ni siquiera un año completo de perdón asegurado sin hacer del beneficiado un peligro para toda persona que se le acerque. Habrá pocos muy decentes que no harían nada malo voluntariamente aun si les dijeran que por un año les perdonarán cualesquiera de sus maldades, pero ¿quién se va a querer arriesgar? Mucho menos se aventuraría uno a otorgarle a alguien cien años de perdón. ¿Y quiénes están tan mal de la cabeza como para perdonar por tanto tiempo a un ladrón? Parece que, en realidad, no son pocos: todos los que suponen que los ladrones de ladrones son tolerables, que se les puede comprender, o que son mejores en general que los ladrones sin más. Y eso que este tipo más sofisticado de pillo a la vileza del robo le suma la infidelidad (bueno, que ser muy leal a la cofradía de bandidos no es mucha «lealtad» de todas formas). Si al ladrón que roba al ladrón se le perdona para siempre -porque en este caso decir ‘cien años’ y decir ‘para siempre’ es lo mismo-, todos los rateros del mundo intentarán aprovechar la indulgencia y justificarán su hurto con la más mínima prueba de que su víctima antes también robó.

El ejemplo heroico y brillante de esta inclinación a perdonar al ladrón está en Robin Hood. Todo mundo lo admira como un hombre de noble corazón y férreos principios que no dejará que los suyos sufran a cuenta de la insaciable codicia del Rey y su cohorte de estafadores. No hay quien no deteste a los prepotentes abusadores y simpatice con las víctimas del abuso; lo malo es que esto es cierto también para los prepotentes abusadores. Nadie se juzga como si él mismo fuera el malvado Rey de negras ambiciones inagotables, porque siempre hay ocasión para pensar que uno ha sido víctima de alguien más y que no es uno enteramente deleznable. Entonces, cuando translada este juicio a su propia situación, ahora resulta que siempre -sea uno quien sea- hay a quienes se vale robar porque ellos mismos han robado. Pero no para allí, porque el fenómeno se amplifica casi sin esfuerzo: si al ladrón le puedo robar mereciendo el perdón de mis conciudadanos, al injusto le puedo hacer injusticias. De allí ya se pasa bien fácilmente a trazar el plano de un villano de caricatura: éste se da cuenta de que el mundo está lleno de injusticia y entonces concluye que toda maldad está permitida. Los principios de Robin Hood son los mismos que los de la Mafia.

La venganza nace cuando alguien que es injuriado actúa con el vivo deseo de convertir en una segunda víctima a quien lo agravió. En el corazón del dicho que perdona al ladrón está la idea de que la justicia y la venganza son lo mismo. Pero entonces la justicia es sólo un nombre bastante absurdo de un equilibrio de males: a una injusticia hay que responder con otra, y ésa es la justicia. No sólo la justicia se envilece cuando se le equipara con el deseo de hacer un mal, sino también el perdón cuando se le enmarca como la tolerancia del malhechor. Porque el perdón -sea como sea que se pueda dar tal cosa- nace de responder un mal con bien, y de reconocer al arrepentido y confiar de nuevo en él. El justiciero por su propia mano es, o un dios que no puede equivocarse en su examen de quién merece qué castigos, o un injusto que cree que merece perdón. El ladrón, y el que le roba al ladrón, son en realidad lo mismo.

Oi de Iúlaj

En una noche pálida por la brillante Luna que alerta vigilaba las calles, Quíguijo corría lanzando bocanadas, intentando que su aliento no se le fuera entero en cada zancada, y con fortuna casi agotada llegó así al Callejón de Milpesares sin saberlo. Sus manos sudorosas y el temblor de sus rodillas no le habrían dejado disimular su miedo ni aunque dependiera de ello su exitoso escape… y, pensándolo bien, tal vez sí lo haría, porque allí en la esquina la puerta de un tugurio revelaba un haz de luz por lo bajo. Llevó una mano a su bolsillo para asegurarse de que su trofeo siguiera allí, y su tacto frío lo tranquilizó un poco. Quíguijo se acercó con todo el cuerpo en pie de cautela y con su oído aguzado, vigilante, se dedicaba a pescar pisadas o rastros que la noche le llevara de su persecutor con suficiente anticipo como para emboscarlo o escabullírsele. Pero nada había a lo lejos que pareciera amenazarlo, y al otro lado de los tablones de madera del local «Tacos Birria el Maromas Pase Ud», una voz que de silente no se le quitaba lo rasposa conversaba sobre algo que tendría que ver con un juego, o una contienda.

Quíguijo estuvo a punto de tocar la puerta antes de que el portazo que la abrió delante suyo le sacara un grito ahogado, un saltito y tres espasmos de palmas abiertas. El hombre que abrió la puerta (presumiblemente el Maromas) tenía en la mano derecha una cubeta llena de agua sucia y un delantal azul le cubría la esférica barriga. Su abultado bigote y su mal rasurada barba apoyaban la sensación general que daba este hombre: que la pereza había tomado el control de todo el mundo y ahora gobernaba como indómita tirana. Con los dientes expuestos en una mueca, el gran hombre preguntó «¿qué quieres, mano? Ahorita no tengo tiempo», y Quíguijo eligió con cuidado lo que diría: tenía que vender su mercancía allí mismo, ésa era la oportunidad. Finalmente respondió «me llamo Efericio, señor, y vine aquí porque me dijeron que usted sabe cuando ve lo bueno». Diciendo así, mientras el gran hombre en delantal tiraba el agua al drenaje, sintió su cuerpo cimbrado por la emoción de la mentira, mas sus manos quietas le daban confianza de dominar el asalto completo. «¿Bueno? ¿Qué me traes de bueno?», preguntó el Maromas. «No aquí, vamos adentro, es importante», respondió Quíguijo. Con un rápido examen de tope a pies, esa voz que parecía raspada con rocas asintió y con la mirada su portador indicó la puerta abierta.

El puesto estaba ya cerrado al público, y al fondo un tercer hombre escuálido que se estaba quedando dormido parecía estar esperando que su interlocutor continuara la conversación, sin ninguna respuesta. No pareció sorprenderle el extraño entrando al lugar, así que Quíguijo se sintió confiado de su suerte por primera vez desde hacía días. Pronto, ese flacucho se quedaría dormido y no sería problema. Tomando una silla alta, el visitante se sentó y puso su bolsa junto a una salsera de tres partes que repartía la verde, la roja y la mortal de habanero con cebolla morada. Entonces le dijo al dueño: «Gracias, y perdón por el inconveniente. Me vienen alcanzando esos desgraciados del museo y todos sus guardias; pero qué suerte para los dos que vine a dar aquí». Extrañado, el gran hombre dijo «¿Por qué suerte? ¿De qué museo vienes, o qué?». Con una risa ensayada que indicaba complicidad quiso evadir la pregunta haciendo sentir al dueño que debía saber de qué se trataba todo eso, y luego dijo en un tono juguetón «La buena suerte de que a usted nadie lo ha visto ni sabe que está conmigo, y a mí no me pueden hacer nada si no tengo lo que dicen que tomé. Ésta es una oportunidad de oro para los dos: usted tendrá lo que yo les quité, y yo ya no lo tendré para cuando me hallen, si me hallan«. Con un resoplido y un movimiento del bigote, el Maromas torció la boca. ¿Querría decir que comprendía y que había mordido el anzuelo? ¿Habría logrado azuzar su curiosidad? «¿Qué es?», preguntó después de haberse dejado intrigar un poco. «Oh, exclamó Quíguijo, es una maravilla como nunca ha visto otra, es nada menos que el Oi de Iúlaj, una joya de casi 1700 años cuya leyenda relata caudales de milagros. No sólo de buena fortuna y de miríadas de riquezas, sino que además cuentan de ella prodigios verdaderamente asombrosos». Apenas terminó su frase, sintió el temor de haber fracasado: lo había exagerado demasiado. «¿Una joya? ¿Dices que mejora la suerte y los negocios? ¿Cuánto por quitártela de encima?», preguntó más interesado. ¡Lo estaba creyendo! «¡Uy!, cuando sepa usted lo que puede hacer dirá que me da lo que sea por ella. Dicen que si se mira a través de ella en una noche clara, unos cuantos segundos antes de que ocurran las cosas el ojo las hace visibles a la mirada de su dueño. Su nombre quiere decir Ojo del Presagio». Pasó un silencio pesado, y después vino la respuesta «Bueno, pues a ver si es cierto. Enséñame».

Hasta ese momento había salido bien el discurso, pero ahora vendría el más grande reto para Quíguijo: debía convencer al Maromas de que lo que veía a través de la cuenta verde cortada estaría en el futuro. ¡Buen momento para inventar semejante cosa! Tendría que hacer algo para convencerle de que, aunque fuera un truco, algo especial sucedía con esa gema que valía los billetes que podían gastarse en ella. Si no lograba el efecto de adivinación, por lo menos debía de conseguir que le gustara tanto como para que no deseara apartarse de ella y la comprara. Y mientras más pronto mejor. Sacó con ceremoniosa y casi teatral cadencia la joya de su bolsa y al tiempo deseó con fuerza que fuera en verdad esa antigua joya, y no una esmeralda robada de un escaparate y ya. Su fondo misterioso era tan atractivo que hipnotizaba con facilidad al portador, y el marco de plata grabada con grequitas añiles desaceleraba respiraciones, aseguraba miradas y abría bocas. Era bellísima. Era bellísima y parecía esconder siempre su centro, como si hiciera imposible llegar al fondo y si la fuerza con la que se intentaba verlo fuera la fuerza con la que escapaba. Había una negrura indecible allí dentro, ¿cómo cabía?

Nabralio, como se llamaba el Maromas, tomó entonces el artefacto con su mano, asombrado por la inusual hermosura, y miró a través de él para probar su magia. Con dificultad y en un hondo trance, miró lo que el otro lado de la translúcida piedra pudiera enseñarle, esperando que las cosas de su taquería se malearan y cambiaran en figuras inexplicables; que se movieran, que bailaran, que les saliera fuego o quizá esperando que una luz iluminara todo a su rededor. Pero no vio más que lo que yacía allí. Y comenzó a extrañarse y a decepcionarse. Estaba así mirando con un ojo cerrado y el otro posado casi sobre la joya, viendo a través del verde obscuro como si fuera un caro lente a su recién conocido vendedor, a este prófugo de la justicia, cuando de súbito la puerta se abrió como consecuencia de una tremenda patada. Dos hombres armados entraron gritando al local y el ladrón sólo tuvo tiempo de gritar de regreso aterrado y clamando por su vida un instante antes de que uno de los policías soltara agresivamente un tiro en su cabeza y lo dejara caer muerto, sin dinero ni botín. Con el terrible estruendo del portazo y el estallido de la pistola, de un sobresalto Nabralio brincó para atrás cubriéndose la cara para protegerse inútilmente, despertando a su dormido compañero, y apenas alcanzó a sollozar, tirando de su mano la preciosa piedra verde. Asustado por el brinco y algo maravillado, Quíguijo le preguntó sonriente «¿qué pasó, don, qué vio?»