Austeridad Palaciega

Contaban los ciudadanos de un pueblito, ahora fantasma, que en el palacio habido en esas tierras, a las que una gran ciudad, ahora en ruinas rodeaba, hacía su habitáculo un loco.

Locos ha habido muchos, algunos famosos por ver dragones entre molinos, otros por elogiar a la locura como cuna de la prudencia, pero éste centraba su fama en su temprana costumbre de dar a conocer sus ocurrencias.

Nunca faltaba a la tempranera cita, para anunciar a los vientos lo que por su mente pasaba: en una ocasión estuvo un buen rato regañando al mar, decía que con él no se había portado nada bien al seguir su naturaleza y estar formado por agua salada. El ponto bramó y siguió siendo motivo para los locos enojos de quien creía que el poder de controlar a los vientos y las aguas ostentaba.

El loco de las ruinas decía que vivía austeramente y que lo hacía por amor a un pueblo que a base de dietas y economías, pronto se convertiría en fantasma. Hasta donde sé nunca se percató de que se pensaba viviendo en un palacio cuando sólo entre ruinas habitaba.

Pobre loco, pobre pueblo y pobre mar al que de todo culpaban.

Maigo

Inocente Preguntilla: ¿Cuándo un gobierno elegido democráticamente señala que el régimen ha cambiado, se dará cuenta realmente de lo que significa el término régimen?

Nimio tratado sobre la noche

 


por Perro de Llama

Al salir de la taberna, no tenía otra cosa en qué pensar. “Esos pobres bichos se creen tocar el sol” pensó al ver a los quijotillos rondando las farolas.  Era un ocaso de lluvia ligera,  y el agua escurría del pavimento a los parches de pasto amarillo que aun crecían neciamente sobre la arenisca. Tras ver la desolada parada del autobús pensó en esperarlo, pero a sabiendas de que no llegaría, decidió seguir adelante; así que pasó sin saludar a los peatones que cada día desesperaban casi inmóviles.

 

Tras pasarlos sentía algún lazo roto. Y no era para menos, tantas otras veces prefirió esperar junto a ellos la llegada del autobús que aligerara su marcha, y siempre impaciente abandonaba su espera. Prefería caminar. La siguiente noche era lo mismo “¡Llegó tan pronto te fuiste, Marquitos! Caray contigo, eres tan impaciente”, “Seguro que llegamos a casa antes que tú” se burlaban. Le resultaba curioso que a pesar de haber platicado con ellos tantas otras veces, no haya sido hasta aquél hartazgo que se dió cuenta que nunca se cambiaban las ropas, por unas limpias, o unas distintas. Siempre traían las mismas. Quizá tampoco tenían casa alguna a la cual llegar.

 

Tampoco en aquella ruina los encontró. Al buscar a sus amigos encontró nada más que polvo sobre polvo, y piedra sobre piedra, casi intactos como hace cientos de años, delante de él no había nada salvo lo que nos queda del Templo Mayor. Sabía que sus amigos no iban a estar ahí desde antes de la búsqueda, así que solo fue un jugueteo, sólo recorría los alrededores en búsqueda de algo que le quitara el tiempo. De encima. Retando al azar, buscando contacto visual a esas horas de la madrugada con algún desvelado. Ahora consideraba estos juegos absurdos, pero ¿cuándo se ha visto que consideración alguna remueva hábitos tan arraigados?

 

Siguió sus pasos hasta llegar a casa. Los Amigos habían dejado una nota en lugar de su presencia. Al entrar el calendario ya lo esperaba; con su crueldad habitual mostraba la fecha del día anterior. Haciendo gala de una infantil venganza arrancó tres hojas una a una para que transcurrieran tres días, o un ciento de años. Así ya era domingo.

 

Porque tabernas, peatones, piedras y días pasados; amigos, caminos y soledades, formaron aquél mar donde se naufraga pero no se nada. Cuando menos, por aquella larga noche.