Olvido y justicia

Olvido y justicia

La memoria persigue al hombre: esta mínima lección que extraje del cuarto cuento de El llano en llamas me ha hecho reflexionar sobre cierta situación incómoda. La situación vino cuando me enteré hace algunos días de ¿por qué los Zetas disolvían cuerpos? Pues para no dejar rastro de sus crímenes, y eso es obvio, pero ¿por qué no dejar rastro?, bueno, pensé, porque es un mal negocio. La memoria es un mal negocio, pues implica sobornar a más personas. El único modo en que la memoria deja de acuciarnos es si la desintegramos, si la abolimos por completo del hombre. La sangre que ahora corre fuera de nuestro hermano, lleva a preguntarnos: ¿Qué has hecho?, casi siempre la voz personal es suficiente, pero si no, la voz colectiva dirá entre estertores ¿Qué has hecho?, para impedir cualquier investigación o introspección es mejor eliminar toda evidencia.

Aquel hombre en el cuento de Rulfo que huye por haber matado a una familia entera, los Urquidi, va escondiéndose de su perseguidor, quizá de su único juez, el recuerdo. El temporal es de sequías, hay espinas y hiervas que lastiman la piel, metáfora de que es un recuerdo malo quien lo persigue o quizá la venganza. El recuerdo como bien sabemos es una marca en nuestro haber, una herida viva, punzante, casi siempre consciente. “Este peso se ha de ver por cualquier ojo que me mire; se ha de ver como si fuera una hinchazón rara. Yo así lo siento.”, el hombre de Rulfo es cainita. ¿Qué inicia la historia de estos hombres, la justicia o la venganza? Sea cual sea, vemos que este hombre no puede negarse su pasado, no disuelve a su perseguidor. El ansia lo carcome, ésa es su marca y su verdugo. El ansia de escapar o ser juzgado; vive sin querer vivir, pues sabe lo que hizo pero no quiere recordarlo. “Se conoce que lo arrastra el ansia. Y el ansia deja huella siempre.” Cualquier acto que haga ahora, después del delito, es indicio de querer escapar. Para un desesperado sólo la muerte o la locura quedan. Él se dará razones durante el camino, “No debí matarlos a todos… Después de todo, así estuvo mejor. Nadie los llorará y yo viviré en paz.” Esta paz es la de un desgraciado, un no hombre, ya que no puede compartir su pasado ni el presente: parece un fantasma, pues cuenta entre lloros que tuvo hijos y que su tierra está muy lejos, pero ni su nombre declara.

Su desgracia se nota más cuando al encontrar al borreguero, el asesino le pregunta si los animales son suyos, “No, son de quien los parió”, contesta el pastor queriendo compartir una broma. El asesino no ríe, está hambriento, ya que se ha tenido que ocultar en el cerro. Regresó a la naturaleza por su crimen, pero este retorno no lo hizo feliz. La posibilidad de compartir la sonrisa y la felicidad siempre pende del hecho de que ambas son públicas. Él regresó exiliado al estado de las necesidades básicas, pero cargado de culpa. El asesino se burla de sí en su tabuco, pero no comparte con nadie el pan ni la dicha. Quiere morir o lavar su culpa, de ahí que se arroje al río varias veces.

Para poder compartir con otros la injusticia hay que convertirlos en criminales. El crimen organizado a eso se dedica, la investigación de Vice news da cuenta de cómo después de destruir las casas de los Garza (cómplices del crimen) los Zetas llaman a la población para que saqueen lo que queda. Si a la justicia no se puede ir, sólo queda el olvido y la venganza. Es peor cuando la justicia quiere fincarse en el olvido. Para el criminal gracias, hay puerta para reincidir, para el afectado, miedo y furia. Pero la injusticia no son casos aislados, hay un deber incluso con quien no conocemos. En el cuento, quien mata al asesino es el único sobreviviente de la matanza original (todo lo mueve la venganza: el recuerdo herido), este hombre piensa en su recién nacido que también fue asesinado, pero “ni recuerdos tengo de ti” dice al hijo muerto, y sin tener recuerdo hizo el rito fúnebre, también le dio sepultura. La vida mancillada es motivo suficiente para hacer justicia.

¿Cómo perdonar cuando la justicia es sacramento del caprichoso mesías? Perdonar al corrupto viene a ser una forma de ganar adeptos; pero al mismo tiempo, la corrupción vista así, vuelve públicas a la injusticia y el olvido. No podemos ser cómplices ni dejar que se nos inculpe.

Javel

Para gastar después

El dos de octubre no se olvida, ¿tendrá su culminación en el primero de diciembre que quiere olvidar a quienes soliviantaron la impunidad?

Es que somos muy chiquitos

Desde pequeña siempre preferí el diminutivo abuelita al sustantivo abuela para referirme a la madre de mi madre por considerar que el sonido de aquél era mucho más amable, suave y tierno que el de este otro, el cual resultaba –a mi parecer– no sólo más seco sino irrespetuoso e incluso despectivo; nada idóneo, pues, para llamar a alguien a quien yo quería tanto. Sin embargo, no fui consciente de cuán usual era esta costumbre hasta que un día, mientras tomaba clase de portugués, alguien preguntó cómo es que se decía abuelita en ese idioma. El profesor se mostró extrañado ante aquella pregunta y, aunque aclaró la duda de la persona en cuestión, enseguida nos hizo saber que, al menos en los países luso-parlantes, no se acostumbraba usar diminutivos para referirse a los abuelos, ni siquiera por cariño; ésa más bien parecía ser una práctica oriunda de nuestro país.

Ciertamente, México no sería México si su gente no hiciera uso de diminutivos a diestra y siniestra en frases como “¡Pásele, güerita!”, “¿Me esperas un momentito?”, “Ahorita voy…”, “¡Ay, virgencita!” y muchas otras que podemos escuchar a diario en casi cualquier lugar donde nos encontremos; “la cuestión –como dice cierta chela– es buscarle” o, en todo caso, escucharle. Sea como sea, algo que me causa bastante gracia sobre este asunto es que no importa si la palabra no admite diminutivos, nosotros por nuestros calzones se lo inventamos, ¿pus por qué no? Tal es el caso de ahora que, por su calidad de adverbio, resulta una palabra invariable, pero nada de eso nos impide sustituirlo por el mexicanísimo ahorita que, para terminarla de amolar, no quiere indicar “en este momento” sino “en algún momento”; en resumidas cuentas, el ahorita significa que si bien haremos lo que nos mandaron, no será en el momento en que nos haya sido encomendado, sino cuando se nos dé la gana hacerlo… si es que se nos da.

Ahora bien, lo mismo sucede con algunos nombres propios como el mío, por ejemplo. Al principio, la gente batallaba con él por tratarse de un nombre extranjero, pero tan pronto se sintieron familiarizados, comenzaron a buscarle un diminutivo. Primero optaron por acortar el nombre y pasé de ser Hiromi a Hiro, lo cual no me desagradó en absoluto; luego decidieron que Hiri tenía más pinta de ser diminutivo que Hiro y tampoco me molestó el cambio; sin embargo, justo cuando creí que ya me estaba librando de la temible terminación –ito(a) que generalmente acompaña al nombre para hacer de él un diminutivo –como Anita, Juanito, Panchita, Jorgito, etc. –, la gente comenzó a llamarme Hiromita. Con el tiempo me he ido acostumbrando más porque entiendo que me lo dicen de cariño que por otra cosa, aunque –como en el caso de abuela– no me gusta el sonido que produce porque me resulta cacofónico; no obstante, esto llevó a que me preguntara por las razones que tendremos para seguir haciendo uso de los diminutivos aunque el resultado sea nefasto, por decir lo menos.

Como ya se ha visto, expresarle afecto a los otros es ciertamente un motivo para recurrir a los diminutivos, pues –creo yo– la suavidad del sonido que éstos brindan nos remite al cariño de la persona que así nos llama; o bien, una variante de aquél será proporcionarle un trato amable a la gente que nos rodea, con la que quizá no intimamos pero sí tratamos con frecuencia. Una segunda razón es el hecho de que los diminutivos llegan a dotar de mucha fuerza ciertas expresiones que tienen como fin la ironía o el sarcasmo, sobre todo en el caso de las madres, quienes nos dicen cosas como “¡Pobrecito de ti! No te vayas a cansar (de no hacer nada)…” o “¡Qué costumbrita la tuya de dejar todo tu cuarto tirado!”. Sin duda, no sería lo mismo si estas frases no incluyeran esos diminutivos que les dan un estilo muy sui generis de mamá. La tercera razón, aunque suene a psicología barata, podría deberse a ese sentimiento de inferioridad que se nos achaca a los mexicanos, por lo que quizá el uso de diminutivos no sea más que el reflejo de dicha inferioridad, misma que nos impide decir las cosas como son –por ejemplo, llamar a un obeso gordito por temor a herir susceptibilidades– o bien aceptar las consecuencias de nuestros actos –como cuando decimos que “tenemos un problemita” con el afán de minimizar el gran enredo en el que estamos envueltos–.

Puede que éstas no sean las únicas razones por las que usamos diminutivos –o que ni siquiera sean las razones–, pero si algún crédito merecen es el de distinguirnos de alguna forma de los demás habitantes del mundo, orita para bien, orita para mal.

Hiro postal