Escuelas en cuarentena

¿Necesitan los estudiantes que se les diga lo que deben aprender para aprenderlo?, ¿dependen de una figura de autoridad para mantenerse quietos y resignarse a repetir contenidos? ¿Qué es la escuela cuando faltan amigos e intereses amorosos? La educación a distancia deja más problemas que los que pretende resolver. No sólo las excesivas tareas dejadas por los profesores son problemáticas, sino que a ningún estudiante se le enseñó a leer. El principal problema de la educación a distancia es que el alumno no sabe leer. Dependen de que alguien les diga lo que deben aprender.

Al no saber descifrar los contenidos de un libro de casi cualquier materia, a veces hasta los libros fácilmente preparados para ello, el estudiante depende de la figura de autoridad. La autoridad del profesor dimana de la costumbre y de que sabe algo que, según se les han dicho y repetido constantemente a los alumnos por otras autoridades que los rodean, es de vital importancia. Los aprendices obedecen porque les dicen que hacerlo será bueno para ellos en su futuro. Parece que no les queda otra opción. Dependen de lo que les digan. Por eso necesitan de la escuela (el edificio) para disponerse a aprender y se les dificulta, casi hasta la imposibilidad, aprender desde su hogar; hay demasiadas distracciones y la computadora tiene demasiados usos. El aula ha sido el lugar en el que los estudiantes se disponen a poner atención porque están acostumbrados a que a la escuela a eso van. Separan las labores del estudio del tiempo libre del mismo modo que los oficinistas distinguen oficina de casa. Oficinistas y estudiantes dependen de la autoridad.

Ya que casi nadie ama aprender, no se diga amar la sabiduría, ¿para qué se va realmente a la escuela? El universitario apenas si entiende que parte de su futuro depende de lo que en ese momento aprenda; el niño y el adolescente lo ignoran casi en su totalidad. En el caso de los niños, los amigos impiden que la escuela se vuelva un auténtico infierno. Recuerdo que a la primaria iba sólo a jugar con mis compañeros. Los adolescentes disfrutan ir a la escuela porque ahí ven, conviven e incluso se besan con las personas a las que quieren. Las materias poco o ya nada importan cuando comienzan a descubrir en sus almas el amor. ¿Qué será para los estudiantes la escuela virtual, donde tienen un escaso contacto con los amigos y los intereses románticos? Si los profesores no les pudieron enseñar a sus alumnos el amor por los libros, no será sorprendente que durante este encierro no aprendan casi nada.

Yaddir

A la sombra

A la sombra

¿Puede aplicarse el supuesto de la relatividad total a nuestra propia alma? La pregunta parece ociosa, porque se da por supuesto que el origen de la relatividad es claro en sí mismo: fuera de lo demostrable, lo demás es interpretación. La palabra “interpretación” pierde todo sentido, porque en sentido estricto no habría nada qué acercar: sólo reina la opinión, que quién sabe de qué será opinión. ¿Hay alguna utilidad en señalar la contradicción inherente al intento de defender la interpretación mediante una apelación absoluta a la imposibilidad de interpretar? Las lecciones morales usuales son triviales, pero la indignación se despierta fácilmente. Tanta moralidad es también una falsedad hacia uno mismo. ¿Cómo distinguir la evasión de la cercanía cuando no hay nada qué pensar? La palabra naturaleza se vuelve trivial porque es casi hermana del prejuicio. Eso sería cierto si la experiencia no pudiera todavía mostrarnos el error. ¿No es andar en círculos otra vez? La experiencia, señalamos, se construye, se hace con palabra y, por ende, se comprende por interpretación. El pupilo sólo puede maravillarse ante la pregunta que se le hace clara. No hay una ley que determine cómo puede mantener el asombro ante sí mismo. Sería falso decir que no existen ni la hipocresía ni el autoengaño. Pero también sería una visible exageración afirmar que es imposible vivir sin conocerse. A fin de cuentas, el absurdo sería inevitable si ahí en donde se busca sólo permanece el acto mismo de buscar. Mejor dicho, sólo hay absurdo genuino cuando eso que llamamos búsqueda sólo es un impulso ciego, imposible, porque no puede llegar a ningún lado. ¿Alguien establece los límites a la voluntad de poder? ¿No es la encendida frialdad del solitario que sólo puede hablar al futuro (y no a la tecnificación posible del progreso sin crítica) la dramatización del descubrimiento de la proyección histórica? Hasta el individualismo se vuelve, según esta otra idea, una vulgarización de la originalidad. Si la caverna sólo es poesía en el sentido más vulgar del término, toda pregunta es irrelevante. Quizá ahí reside el verdadero conflicto de no saber lo que somos, o de temerlo.

 

Tacitus

La dicha del habla

La dicha del habla

Me parece que la frontera entre filosofía y poesía no es un artificio del lenguaje. ¿Qué es la voluntad de poder para un positivista, sino una metáfora respetable? ¿No puede uno pensar en el platonismo vulgar como en un barrunto del problema que es pensar? Del centro del problema surge la cuestión sobre cómo escribir. Tal vez por eso el diálogo sobre el discurso adecuado sea también el del Sócrates fuera de las murallas, contemplando inevitablemente a Fedro. Dentro de las murallas, uno pensaría que la expresión se nubla con el uso, que el problema de lo publicable permite distinguir fácilmente el sentido y utilidad de un texto. ¿Qué es la Ética, sino un tratado bellamente persuasivo? ¿El análisis filosófico del alma en relación con la acción se comprende a simple vista? Tal vez el problema de la ética no es visible si no se entrena uno en la observación, si no aprende a ver la relación entre imagen y ausencia de ella. ¿Qué puede pensarse sobre la regla de la virtud, que es lo bello y bueno? ¿Por qué no puede reflexionarse sobre la justicia y el alma sin mostrar que sólo un tipo de vida es propiamente feliz? La idea pasa, pero la implicación es extremadamente compleja: la ética, propiamente hablando, es una explicación pública del erótico. Eso no invita a la transgresión: tiene el extraño efecto de maravillar a quien intenta adquirir alguna precisión o certeza. No es cuestión, pues, de que la prosa permita más la explicación: lo que importa para entender es, a veces, lo que no se mira en la primera mirada. Podrá haber limitación del entusiasmo, pero la perfección retórica no termina ahí: el chiste de sacudir a quien pregunta es lograrlo a pesar de tener todo en contra.

 

Tacitus

Precisiones inútiles; especulaciones útiles

Hay quien dice que nunca dejamos de aprender. Tiene sentido al ver a los adultos mayores estudiar idiomas o alguna carrera de índole universitaria. Pero la frase podría llevarse más lejos considerando ¿qué es lo que aprendemos a lo largo de la vida? No toda la vida estamos en la escuela suponiendo que alguien que sabe algo que no sé me puede enseñar algo que considero, al menos así me lo han hecho creer, importante. ¿Qué queremos aprender? La pregunta no sólo nos lleva a sopesar los saberes especializados, sino aquellos que no se pueden enseñar. No se me ocurre que, por ejemplo, nos enseñen a calcular la distancia entre una persona y yo al caminar para no chocar si vamos caminando excesivamente rápido o a quién hay que pedir consejo; resultaría imposible que nos pudieran enseñar en cuáles personas se puede confiar y en qué otras no. Sé que algunos que dicen saber que saben, sólo porque estudiaron en una institución que presume sapiencia, me podrían decir que los saberes mencionados carecen de precisión; que en algunos lugares no enseñan a calcular distancias sin herramientas, pero en muchos sitios sí pueden medirse las distancias con una precisión que ningún humano posee; que las clases de civismo o de valores nos enseñan reglas que pueden ser ejecutadas en la práctica como los mejores consejos (cuando se sabe que quienes más saben de leyes no siempre son los más justos). Nadie puede negar que esos saberes, los llamados imprecisos, son útiles y mucho más importantes que los que podrían enseñar en cualquier universidad. ¿Qué sería mejor aprender o intentar aprender?, ¿Es mejor intentar aprender lo que nos permita vivir mejor aunque carezcamos de unos lineamientos para aprenderlo que acumular aquello que depare éxito y precisión?

Yaddir

Recuerdo de la luz

Recuerdo de la luz

La ignorancia tiene un vínculo sanguíneo con la displicencia. La displicencia en el intento por conocerse un poco elude el diálogo del alma consigo misma, para sustituirlo por algo mucho más cómodo, pero, en realidad, mucho menos placentero: los enunciados trillados. La mímesis es una actividad natural, tan natural que nadie nos enseña a hacerla: crecemos echando raíces a partir de las imitaciones simples. Uno puede hacer malabares fraudulentos con esa capacidad al darse licencias en lo que se dice uno para maquillar sus pensamientos. Pero no podemos olvidar que el animal racional puede imitar porque el deseo y la voluntad van cobrando visibilidad a través de la imitación misma. El nihilismo, por eso, no es sólo un dilema teórico, académico o moral: está en el modo en que nos encontramos viviendo y pensando, en el modo en que uno se halla en la nada, en el humo. Mejor es preguntarse ¿qué es la sabiduría? La interrogante no es un antídoto o una alternativa práctica universal, una guía de salvación, sino el único camino posible para allanar la dificultad de no desesperar por falta de vigor. ¿Eros o voluntad de poder? La voluntad de poder no requiere sabiduría, sino, quizás, clarividencia histórica a través del acto poético. Eros parecería inmoral siempre que no veamos que la sabiduría sería imposible si no estuviera posibilitada por la unión de deseo y razón.

La sabiduría teorética, decimos, sólo será posible una vez consumado el proyecto en el que la ciencia se halla inmersa; el problema es que, en algún sentido, esa afirmación requiere de cierta seguridad sobre la inevitable relación entre lo sabio y lo inacabado. ¿Quién posee la sabiduría de las tantas especialidades y avances? La diferencia entre saber teórico y práctico va hacia el mismo abismo: el saber no puede ser absoluto, o no sería saber. ¿Cómo entender la práctica de muerte si sólo pensáramos en la ansiedad de consumir un proyecto inacabable por definición? ¿Cómo pensar el diálogo con la historia bajo la imperiosa necesidad de abarcarlo todo? No alcanzo a notar si es coincidencia, pero es el mismo tratado aristotélico en el que la mímesis muestra la posibilidad de las artes reproductivas y en el que se revela el carácter filosófico de la poesía en relación con la historia. El animal con logos reproduce situaciones y arquetipos en las que el alma siente y piensa un fragmento unificado de la experiencia práctica, con todo lo que ella implica. ¿Será esa la fuente de la cercanía con la filosofía?

La maestría en reproducir no debe entenderse, como ha enseñado el platonismo de escuela, como oficio para la copia. Para que la poesía sea mímesis no sólo requiere de la evocación de una acción, sino de la situación bajo la que ella misma se da a pensar y sentir. Lo trágico no es, por ello, un sello de estructura dramática, sino un nombre que apela a la manera en que la acción trágica misma se revela para quien la intenta contemplar: lo trágico mismo es lo importante. ¿No había algo de saber trágico en el decir que sólo se aprende con el sufrimiento o el padecimiento, algo que, por supuesto, difícilmente podría compartirse con la férrea conciencia positivista de la historia humana? Algo se vislumbra sobre el todo sin ser absoluto, sin requerir de una visión multitudinaria de la cultura o la naturaleza entendida a partir del concepto de ley.

Sería fútil toda reflexión que soslayara el problema diciendo que puede haber distintas sabidurías o una sabiduría que se nutriera de lo que todos dicen saber. ¿No es necesario para indagar en la vida el preguntarse por la causa de los actos? Hay que correr a las muletillas para responder, pidiendo un poco de aire: la palabra naturaleza humana lo engloba todo. Pero ¿cómo hablar de naturaleza humana sin algo que se note como regular, como medianamente inteligible? Evidentemente, esta pregunta está lejos de definir al hombre a partir de una posible ley. Es falso aquello de que las ideas son lo cognoscible: la idea de Bien permite ver, mas no es vista. Nuestros propios actos, en ese sentido, no se explican si la razón no los examina, por supuesto. Sócrates mostraba que era una imbecilidad explicar cualquier acto a partir de las razones más evidentes, como la posibilidad de moverse porque los músculos se contraen o porque los huesos están en su lugar. Lo que hace a los actos y lo que contemplamos en ellos, lo que permite revelar nuestra ignorancia, es aquello que los gobierna: la inteligencia del deseo. Debería ser fácil notar que el objeto material que parecemos perseguir nunca es la razón última, porque nunca perseguimos la materia.

 

Tacitus

Tierra de ciegos

Tierra de ciegos

Los ojos siempre agradecen la luz cuando se regala en la medida adecuada. Por más que percibamos la intensidad de su resplandor con incomodidad, nunca la percibimos directamente. Ni siquiera en las actuales teorías del color vemos sólo luz, sino siempre un tono de ella. Esa incomodidad ante la intensidad muestra cierta imposibilidad natural del ojo para bañarse en pureza resplandeciente. En la imagen platónica de la caverna, los que se hallan cegados por su salida descubren plenamente la oscuridad subterránea. De ahí que sea posible habituarse a la luz. No salen al encuentro del sol: miran con luz y no con la proyección del fuego. Así, la salida no representa el platonismo que la lectura fácil permite: teorizar no es producir la luz ni filosofar es el acto de conocer científicamente el absoluto. A lo mejor la utilidad de la “utopía” no es plenamente visible sin un esfuerzo sobrehumano (suponiendo que los de la caverna sean plenamente hombres), sin apófansis de la condición propia. Tal vez el misterio de la salida de la oscuridad y las sombras se organice en torno al de la idea del Bien.

¿Qué importa más para la política? ¿La consecución de los fines privados o la satisfacción de lo público? La pregunta va más allá de la ramplonería con que se quiere provocar hoy en día la imaginación. El conocimiento de la política también lo es de la naturaleza humana. En ese sentido, por más poder que se tenga, las decisiones mal calibradas demuestran sus consecuencias tarde o temprano en las vidas de quienes se hallan bajo el rango de sus efectos. ¿Qué no las malas decisiones son error de técnica y falta de conocimiento especializado? ¿Qué tiene que ver la naturaleza humana en eso? La política no sólo es escenario de decisiones técnicas, sino de obsesiones ridículas, de frivolidades, de ambiciones y de sed de reconocimiento. Es a esas pasiones a las que la predilección por el conocimiento especializado está a fin de cuentas subordinada. La política implica la dificultad de la armonía en lo público: el deseo común de subsistir no tarda en revelar su inocuidad; la justicia no es igual al humanitarismo. Es necesario descubrir si el conocimiento de lo humano conlleva se convierte necesariamente en una técnica sobre la naturaleza, y de qué tipo.

La ceguera ha penetrado aún más en nuestro espíritu. Lo público importa ahora en tanto materia maleable de la opinión. Importan más las justificaciones, el estruendo popular que entroniza los miedos más primarios, las visiones más frívolas. Todo relacionado, claro, con lo privado. Quienes quieran ver a las dos esferas alienadas se equivoca. El puente es, quizá, el deseo mismo, esa potencia natural que alimenta y sustenta las fantasías provincianas, el terror agresivo, la renuencia ante lo legal y la displicencia con la verdad. Del ruido a la sordera no hay mucha distancia: quizá más temprano que tarde ese efecto termine produciendo la afasia inevitable. ¿Cómo entender esas frustraciones humanas y esas opiniones vulgares sin la capacidad para imaginar lo que esperamos de esta tierra ajada? ¿Quién es el idealista ante el deseo? Puede argüirse que la practicidad, el momento siempre exige rapidez, agilidad sin titubeos. Lo más práctico, en todo caso, siempre es la solución que mejor atiende a los fines con los medios pertinentes. No hay que olvidar, en ese caso, que no podemos ser hombres prácticos sin conocer los fines que se persiguen a la vez que se sopesan. Con la rapidez de un trueno puede encenderse el fuego; triste es cuando el incendio se le atribuye a la suerte y cuando el acierto sólo se afirma cuando hay aplausos.

 

Tacitus

La desigualdad ante lo justo

La desigualdad ante lo justo

Quien se aplica a un oficio no garantiza inmediatamente su excelencia. No solemos asumir las diferencias existentes en los talentos naturales como distinciones sustanciales, pues preferimos tacharlas de irrelevantes cuando se juzgan frente al fondo humano en que resaltan. Todos reconocemos que hay diferencias sociales (casi siempre concebidas como arbitrarias), económicas (debidas a habilidades y ambiciones), físicas y anímicas, pero estamos convencidos de que una comunidad no encuentra paz si no disminuimos esas diferencias. Hay sensatez en preferir la paz: nadie dice que por poseer un carácter o talentos distintos a los de otros tenga que ser marginado por ellos. En algún sentido, la imagen de la igualdad sirve como maquillaje para la experiencia de lo social y lo político. ¿Qué sentido puede tener el exacerbar la diferencia utilizando palabras como excelente, insuficiente, bueno o malo, preguntamos irritados? La fantasía de la igualdad es efectiva porque pensamos que es mejor para la vida no determinar con juicios endebles lo que se presenta como diferente y semejante al mismo tiempo. Pero quien renuncia a ver las diferencias bajo la idea de que atreverse a hacerlo es un asomo de intolerancia, de orgullo ciego, pierde la oportunidad de entender, de teorizar sobre su propia vida práctica. Se rehúsa a la posibilidad de conocer el modo de vivir como una muestra de nuestra opinión sobre lo que nos conviene, se rehúsa a mirar aquello que podría aclarar si la igualdad es la mejor representación, la opinión más prudente en torno a la naturaleza de los hombres. Por ello, todo sentido de la palabra semejante pierde su sentido, puesto que en realidad es una especie de pincelada monótona sobre la múltiple imagen del hombre.

Retomemos el inicio. Un oficio prueba las capacidades naturales para él. El talento no se conoce hasta que se ordena por el conocimiento productivo, encendido por la inspiración práctica. Las producciones distinguen al productor. No lo discriminan, ni lo hacen menos humano: las diferencias cualitativas son humanas, muy humanas. Sólo Dios hizo todo bueno. La humanidad no es cualidad, sino naturaleza. Incluso los viciosos de los que habla Aristóteles viven contra su naturaleza sólo comparativamente: se hacen como bestias. La bestialidad del hombre es posible sólo por ser también animal. ¿Eso quiere decir que la humanidad es algo que no puede erradicarse del alma? La pregunta apunta a algo distinto: las cualidades pueden modificarse mientras estén en la misma cosa, precisamente por no ser sustanciales; la humanidad pudiera poseer, dentro de su carácter genérico, variaciones en cuanto a aquello que la muestra ante nosotros. Nadie duda que el horror criminal parece poco humano, pero, ¿de dónde proviene el horror si no tenemos algo ordinario, algo más deseable, más cercano a lo que llamamos bueno? Las diferencias morales, hechas cotidianamente, dan pie generalmente a la hipocresía no porque no deberían ser hechas (el deberían también es moral en este caso), sino porque no sabemos explicar sensatamente el valor que tiene la capacidad de relacionar palabras y actos en nuestra alma. En el hombre, las diferencias son naturales. Esto está muy lejos de justificar el totalitarismo, puesto que, por lo general, esos regímenes no suelen comprender a fondo el problema radical de la diferencia. Si en lo político se muestra la natural propensión y necesidad del hombre de vivir en común (por lo cual es posible la persuasión en lo público), es útil preguntarse si aquello que se busca como común puede hallarse de manera eficiente. Las dictaduras están demasiado cerradas por la esclavitud que el líder tiene ante sus imposturas morales, y se hallan impedidas de comprensión política porque confunden lo normativo con lo útil para lo común. El bien de la ciudad se confunde ahí con la opinión del poderoso, al grado de posibilitar el apoyo moral popular a la impostura. Por eso requieren de adoctrinamiento, de persecución y estrechez persecutoria, del delirio por la personalidad. El ansia de poder no es poco común, y también distingue a quien la posee. Sancho Panza probaba la existencia de la codicia en una muchacha que se quejaba de haber sido injuriada al poner a prueba su amor por el dinero: no había mejor manera de hacerlo que arrebatándoselo sin explicación previa.

Quien teoriza sobre su experiencia práctica, ha de toparse con el problema de saber qué es lo que en verdad desea. Decir que hay conocimiento de lo natural en lo político parece una extrañeza: la ley se toma como ajena a lo natural. Al parecer reconocer el alma de alguien es un conocimiento político: no sé bien qué acciones convienen a alguien, no sé juzgar si no entiendo qué mueve al otro, qué lo hace ser de tal modo. Seth Benardete observa con su esmerada agudeza que, dado que Sócrates es el único narrador de la República, no podía haber visto que Polemarco había enviado a su esclavo para detenerlo, y de hecho cuenta la escena como si pudiera atestiguar lo que sucedió a distancia de él, lo cual parece obviar el conocimiento de Sócrates en torno al carácter de Polemarco. Parecería que desde entonces la República nos increpa sobre la relación entre lo justo y el conocimiento del alma. La utopía no es un instructivo, pero tampoco una artimaña de la irrealidad. Es la pedagogía más radical en que se mira el Bien. La distancia con las cosas humanas sólo se salva cuando uno busca instruirse en ella.

 

Tacitus