El Fondo

Hace años, muchos años, antes de que su nombre famoso se adelgazara en las memorias y las generaciones acallaran su eco, antes incluso de que los huesos se le llenaran de reclamos y los músculos de rencores, Jadgaalo se había preguntado muchas veces cómo sería el fondo del mar. Para él era una cosa común: el fantasma del Sol aún estaría vibrando en sus ojos cerrados por el espejismo sobre el agua, mientras él pensaba en la negrura plena, en el sonido amortiguado, en la gélida presión, en el corazón vibrante de la tierra más honda en lo más bajo del mundo. Le aterraba y, a la vez, lo invitaba a sumergirse en su pensamiento. La mayoría de las veces la pregunta se le había hecho silencio, pues tenía la impresión de que sus palabras estaban rengas, incapacitadas para compartir por entero su duda; cada una de las veces que la había expresado, las respuestas que recibía eran tan toscas como para convencerlo de que su pregunta no podía entenderse. Estaba seguro de que su pregunta era exclusivamente suya, y por eso casi siempre la callaba. ¿Cómo sería el fondo del mar?

Finalmente, como ocurre con todo lo que vino de las manos del hombre, las pesadas vigas del Gigante Glauco se deshicieron; el mástil corrompido, los camarotes rebosantes de agua salina, las velas derruidas ya hilos y pasta ligera, los hombres centenares de granos de polvo, los amores olvidados: todo había sido ofrecido a la fiera venganza del tiempo. El último aro de hierro aún completo se había hundido kilómetros en un viaje inexplicable del que sólo hacían parciales testigos peces y crustáceos, y especímenes cuyas raras características no han sido nunca investigadas por el ojo taxonómico. Y con el aro, al tocar el último de todos los pisos, por fin Jadgaalo supo cómo era el fondo del mar. La iluminación no era leve ni el ruido atrapado, ni tampoco hacía frío; en realidad, no hacía nada. No había allí luz ni sonido, ni aromas o gustos, ni sintió más presión; supo qué era ese atrio del centro de la tierra: el fondo era idéntico a él mismo.

Estatuas de Sal

Pero la mujer de Lot miró para atrás y quedó convertida en estatua de sal.

Gén. 19,26

Que la sal da sabor a los alimentos es algo bien sabido por el hombre. No es de extrañar que la primera guerra a la que se enfrentó la nación más famosa por sus conquistas se realizara por causa de la región salinera más importante y cercana a ella.

Sin embrago, también es bien sabido por el hombre que la sal en exceso amarga, deja la comida con un sabor sumamente desagradable y con la boca seca y una sed tan molesta que no se calma fácilmente, pues no es cuestión de tiempo o de agua para que esta sed desaparezca, a veces parece que sólo un milagro puede curar tan gran malestar. El milagro del agua viva que calma la sed para siempre y que por desgracia no es asequible como para tenerla siempre a la mano.

Pero hablábamos sobre la sal y no sólo sobre milagros, aún cuando ésta es en sí misma uno.

La sal está presente siempre en nuestra vida, la comemos y la lloramos, nos agrada y nos deja ver la devastación por la que atraviesa nuestra alma cuando no queda otra cosa por hacer que no sea derramarla.

La sal trae vida, pero también trae muerte y sequedad, en pequeñas cantidades es necesaria, en grandes cantidades sólo acarrea la muerte y una destrucción que no hace sino dejarnos pasmados, quietos como estatuas blancas e inexpresivas, incapaces de sentir o de llorar, diríamos que nos deja secos y muertos.

La sal es única y quizá por ello llama tanto la atención de los hombres, en especial la de aquellos que gustan de poner su vida en constante peligro, pues sin la amargura que caracteriza a las aventuras a las que se someten sienten que no viven.

El problema con estos seres que ven en la sal sólo el aspecto peligroso, que la hace tan deseable, es que son seres que se caracterizan por voltear una y otra vez hacia atrás, igual que lo hiciera cierta mujer quien por curiosa se aleja de sus pasos con tal de ver las desgracias de las que se cree salvada y que aquejan a quienes le fueron próximos y quizá adversos.

La diferencia entre unos y otra es que la segunda tuvo la fortuna de convertirse en estatua y morir, mientras que los primeros sólo pueden amargarse mientras siguen caminando o se detienen, y se arriesgan a tropezar nuevamente con aquello que tanto les amarga el gusto y hace más espesas las lágrimas que copiosas salen de sus ojos.

Maigo.

Baños de sal

No hizo falta que tomara un baño al día siguiente, pues bastó con el que le habían procurado sus lágrimas la noche anterior…

Hiro postal