Nuestro tiempo vive una obsesión por la salud. Dado que toda obsesión enceguece, nuestro tiempo vive también un descuido craso de la salud. Al descuidársele, es tan sólo natural que se disminuya, que se reduzca, que se degrade hasta los huesos. Esta perturbación agrava la molicie porque el obsesionado no se opone a la macilenta idea de que salud es el estado de un sistema corporal de mecanismos (éstos incluyen la «vida espiritual» de la que hablan los instructores de yoga, no se me confunda el lector) cuyas funciones lo mantienen sin dolor. Esto fomenta el olvido de la riqueza en la vida. El fomento del olvido es una marca de las obsesiones; ésta, al entender todo en términos de cuerpo, hace de la higiene y la saciedad los síntomas de la salud. No es de sorprender que se confunda así lo útil con lo eficiente, lo bello con lo fácil y lo bueno con lo placentero. Ni lo es tampoco, que por esta obsesión, en un mundo dominado por el orden mercantil, todo haber de la salud caiga bajo la jurisdicción de los vendedores o prestadores profesionales de servicios.
Como consecuencia de esto, por un buen rato, nos mecieron las olas de una moda de aparatos de ejercicio concebidos desde la pedestre caminadora, hasta armatostes inverosímiles cuya descripción requiere entrenamiento en la narración de cuentos de ciencia ficción. Después ‒aunque no por eso desapareciendo la primera‒, vinieron olas de desagradables fórmulas para brebajes licuados y medicamentos para adelgazar o rejuvenecer, seguidas de la escandalosa publicidad de productos naturales, orgánicos y la devoción fervorosa a las capillas del gimnasio. Sobre esto último, nótese cómo no hace mucho que se menosprecia en público a los fumadores como si fueran transgresores de la moral (sugiriendo esto una atrofia grave de nuestra imaginación en la vida política), y poco después comenzó a notarse cómo se colaba un desdén mal escondido que muchos asistentes de gimnasio sienten por sus conciudadanos «sedentarios». Últimamente, alimentándose de esta obsesión, he visto a la venta muchos productos cuyo discurso, en suma, promete esto: «¿Quieres regocijarte con todo el placer sin nada del dolor que suele acompañarlo? ¡Estás de suerte! Con este innovador producto podrás engañarte a ti mismo haciéndote pensar que estás consumiendo lo que quieres sin que te haga ni un poquito de daño, ¡porque no es lo que quieres en realidad!». Chocolates que no son de veras chocolates, queso especial para quienes están haciendo dieta sin queso, botanas por un lado aprobadas por bariatras profesionales, y por otro lado con una exacta imitación del sabor de las botanas censuradas por esos mismos bariatras… y en fin, todas estas alternativas para bajar de peso sin dejar de comer lo que a uno le fascina comer (y que lo llevó junto con otras cosas al grave predicamento en que se encuentra actualmente). Para esta nueva moda, todo substituto del original vale más que su contraparte: será ilegítimo pero es igual de delicioso y además, saludable. ¿No es éste un bravo desafío contra todo quien hubiera dicho antes que ya era el colmo? Que sirva de reprimenda: eso pasa por apresurarse a acusar extremos en aquellos cuyo negocio es, precisamente, lo ilimitado.
Es ilimitado e insaciable el deseo por el placer si no se beneficia de la razón, y si se le descuida crece en todas direcciones sin que haya una que lo encauce, dice por ahí Aristóteles. La obsesión por esta salud ha proliferado de la mano con el estropeo de la moderación. En estos productos eso se nota tan claramente que señalarlos ya es bastante. El ofrecimiento que le hacen a los consumidores es el de una experiencia que desarticula la relación entre las acciones y sus consecuencias. La gente que admite tales substitutos puede olvidarse de la decisión y entregarse al gozo a ojos cerrados. La industria se alimenta de esta gente, de la que no sabe decir «no más», de gente que celebra la llegada de una nueva fritanga que dice no ser en realidad una fritanga, sino alguna amalgama de nutrientes concebida por los admirables magos de la ciencia de la salud. El hábito que fomentan pierde la moderación en el abandono a la ardicia ‒que además nunca será satisfecha por entero‒, bajo el signo de aprobación de nuestros tiempos. La ardicia se comporta como el niño malcriado que obtiene siempre lo que quiere y cada vez demanda más. Crece, crece y crece hasta que no exista fortaleza capaz de ignorar su berrinche. El caso es que pretender apaciguar los deseos satisfaciéndolos todos es como intentar apagar un incendio con gasolina. Pero eso no parece ser ya motivo de alarma. La opinión pública avala esta afrenta a la palabra y a la razón. Es más, dicha afrenta se encomia cada vez que alguien abraza el ridículo engaño y acepta que se anuncie descaradamente lo falso como falso y bueno; como algo que no es lo que dice ser y que se desea sin ser lo que se desea. Los expertos lo recomiendan. Para cuando se asienta el revoltijo no queda nada que distinga al depravado del probo, más que su nivel de lípidos. Vendrán otras olas como ésta y hasta más escandalosas, y de muchos más modos podremos seguir empecinados con el culto a nuestras apariencias, y podremos vivir esbeltos hasta no distinguirnos de los modelos en la portada retocada de una revista de moda; pero aun con eso y muy a nuestro pesar, la obesidad mórbida que cargamos no hay hospital que nos la cure.
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