Saliendo de la sima

Cayó el gobierno de Sancho Panza y luego él cayó en la sima. Después de ser asaltada Barataria, el gobernador renuncia a su cargo. Por el embrollo del ataque alcanzó a darse cuenta que no está hecho para gobernar, o al menos eso cree. Los burladores triunfaron en su propósito al engañar al mentecato. En ese momento surgió la duda si Don Quijote se había equivocado en prometerle la ínsula; su falta de cordura le entregó el cetro a un tonto. La ficción quijotesca se desbarata por la sensatez de los criados y los duques.

Al renunciar a su cargo, Sancho se acerca a su rucio para suspirar por su vida pasada. Reconoce que las mieles del poder no son tan dulces y prefiere las inclemencias de las andanzas. No es lo mismo malpasarse con Don Quijote que con el doctor Pedro Mal Agüero. Las recomendaciones excesivas del médico, la falta de sueño y el asalto supuestamente furioso acaban por irritarlo. Quizá Cervantes, en voz de Sancho, esté dando una lección que un político actual podría aceptar. Gobernar es un mal necesario, un trabajo penoso que nadie agradece y sufre mucho quien lo realiza. Ser político es sacrificar las comodidades del hogar para satisfacer unos malagradecidos. Gobernar es morir. Sancho no tuvo madera de gobernador y lo menos desatinado que pudo hacer era huir de esa mala vida. Hay algo de inteligencia en señalar su propio fracaso.

La renuncia de Sancho también alcanza a interpretarse en otro sentido. Tal vez no sepa gobernar, pero eso no lo hace acreedor de maltratos. Su dignidad se menoscaba al grado de matarlo. No resulta una imagen caprichosa la excavación de Sancho para salir de la gruta. Nuestra imaginación despierta la compara con la luz al final del túnel. Curiosamente Don Quijote se encuentra en el otro lado y en una primera impresión cree ayudar a un alma en pena. El caballero rescata a su escudero de los muertos, aquellos burladores que lo sepultaron entre dos paveses y muchas pisadas. Debido a que Cervantes no es un escritor cruel, no permite que un personaje querido y bonachón termine humillado. Las mentiras y burlas no duran para siempre, menos aquéllas hirientes. El pasaje puede leerse como infusión de optimismo, además de ser un elemento efectivo en la narración. Sin embargo todavía queda incierto por qué Sancho tiene ese fervor por su señor y lo prefiere antes que a mil Baratarias.

La resurrección de Sancho va más allá de librar su maltrato. No solamente es acogerse a quien lo protege y lo mira con cierto respeto. Tampoco la burla es únicamente descortesía. Burlarse del caballero y escudero también muestra la ruindad de sus burladores. Sus risas esconden el desconocimiento de lo noble que puede ser el hombre. Su vulgaridad se revela al creerlo una pantomima. Por ello no sienten remordimiento en contribuir a los disparates. El inframundo se despliega cuando los buenos juicios, la prudencia o mesura pasan por maromas graciosas. El mismo riesgo puede ocurrirle al lector si se pierde entre las sombras de la lectura. Sancho llega a parecerle un cagón antes que un gobernador. Las oscilaciones entre ambos son reducidas al payaso con suerte. Su risa no dista mucho a la de los duques. El verdadero mundo de cabeza es cuando los hombres se ríen de la virtud.

Sapiencia sanchopancesca

Sapiencia sanchopancesca

Sancho Panza no puede recordar máximas y consejos morales, pero sí refranes. Su memoria para ellos es basta, su lengua es hacendosa para repartirlos a los oídos de los demás. El escudero más famoso de todos los tiempos tiene una memoria pródiga, pero que no le sirve para ser buen orador. La educación moral en sentencias le parece un revoltijo y una selva de palabras que no podrá recordar nunca. Dicen los pragmáticos que, por lo general, cada uno ejerce la memoria conforme el mundo le brille. El mar del sujeto, según esto, es basto: cada individuo recuerda lo que puede y desea. El psicoanálisis sirve para desenterrar y encontrar lo más profundo de ella, en conexión con eso personal que se configura en cada quien. Pero ¿qué recordamos? El recuerdo se llena de sensaciones que no podrían ser sin algo que las integre.

El refrán, se sabe, corre popularmente, aunque eso le quita valor literario, práctico o incluso sapiencial. Tiene el tino de acumular en él más de una situación a la cual puede referirse, y por ello requieren del tino de quien los recuerda para entender la situación en algo que captura el momento, pero que no lo discute. Don Quijote dice que la plática desfallece cuando ellos se cuelan en retahíla, seguramente porque más de uno siempre suena a un remolino de enunciados en donde se pierde la pertinencia del refrán. Se dice que los oradores requerían de una memoria educada, puesto que era ésta el único instrumento que podía ser fiel antes de la escritura. Sancho, pródigo en refranes, no sabe leer ni escribir. Muestra que a la memoria basta el lenguaje hablado. Quizá sus refranes suenen a disparates porque él mismo parece darle sentido a los refranes. Su memoria simplemente corre como un río, profiriendo mediante su lengua todas las cantaletas que su sapiencia interpreta dignos del enunciado proverbial.

Nos suena posible que la educación moral, por ejemplo, se haga camino a través de las sentencias. Nuestra experiencia moral y práctica no se articula sin el lenguaje, aun cuando estemos bien convencidos de que el último fondo de la significación y la ética sea el sujeto. Recordamos lo común de las situaciones proverbiales en la adecuación de la palabra. Muchos de nosotros no sabemos cómo exhortar a evitar la pereza matutina si no es recordando el modo en que eso nos da el favor de Dios. La jornada empieza temprano para quien no cesa en buscar al Señor. Pero también puede ser que simplemente creamos que Dios nos favorece por ser “chambeadores”, porque eso es muestra de la honestidad y la valía humana en general. Modernidad y cristianismo como dos caras de una expresión. La palabra articula nuestra experiencia, pero esa articulación se da desde cada lugar. Recordamos las palabras elementales, precisas para una situación, y nuestra expresión da el fruto cuya semilla cuida el alma.

Parece sencillo juzgar la rusticidad de la expresión y juzgar que de esa rusticidad proviene la bajeza del alma. El refranesco Sancho Panza nos instiga a salir de esa comodidad al mostrarnos que una buena memoria como la suya, memora de iletrado, sirve para gobernar y juzgar. Nuestro apocamiento aristocrático reduce inmediatamente su rusticidad y buena memoria a algo insólito, único o, en todo caso, a una muestra de la igualdad de las capacidades. Nos agarra su practicidad de noche. Desafía la idea de los letrados como ideólogos de la práctica. Nos abre a notar esa verdadera y engañosa igualdad en la naturaleza: las aspiraciones altas residen en lo que parece caóticamente rústico, simple, risible. Puede que la memoria de Sancho viva a chorros de sutilezas, pero esos chorros de abundancia que rayan en el absurdo, único resquicio del lenguaje en el escudero, muestran eso: la abundancia en la efigie de pobreza. Sancho requiere de que le lean las sentencias cuando las necesite: que sean esas lumbreras que son los refranes para la memoria, presencia en el momento del auxilio. El buen natural de Sancho se muestra en expresiones sobre el valor que le ve a su alma. Por eso lo práctico y el lenguaje, el ejercicio de la memoria delatan su unión en la sencillez. Todos parecen caber en el corazón de Sancho Panza, pero también parecen ajenos.

Tacitus

El palacio enmohecido

El palacio enmohecido

El agradecimiento se da entre amigos, entre justos, entre ciudadanos, pues éstos reconocen el bien y lo celebran. Entre villanos se pagan favores, no es lo mismo, ya que la justicia no es negocio. Cuando se piensa a la justicia como una sucursal de favores, de préstamos, de contactos, de la fuerza, el resultado es una cadena de compradores insatisfechos con lo que han adquirido. Al no conseguir protección inmediata y poder o impunidad y placer; al no poder regresar el producto comprado, al notar que esta inversión fue una pérdida, lo que queda es negar la justicia re-inaugurando sucursales propias con miembros de cárteles, bandas, a fin de hacer del palacio una cueva de villanos.

Reconocer los frutos de la vida justa es labor no sólo del gobernante y de los servidores públicos, sino de cualquier ciudadano. Hace muchos años, cuando los grandes conquistadores salían de sus tierras con sus caballeros a tomar posesión de algún lugar que fuera infiel a las buenas costumbres, se hacía la repartición de aquellas tierras entre los nobles, no sólo porque hubieran mostrado su valor y fuerza en el combate, sino porque se les consideraba dignos de dirigir una nación, o parte de ella. El agradecimiento que se les hacía a los nobles era la oportunidad de mostrarse justos con su rey (o como si dijéramos, justos con su gobierno), gobernando con magnificencia, a fin de que los bárbaros vieran la justicia y fueran justos. Todo esto recaía en beneficio del rey, del noble y del nuevo ciudadano: así se agrandaba el bien y la justicia. Hoy es un poco distinto. El ciudadano vota en pro del servidor que cree es el mejor para la causa de vivir bien. El servidor público siendo justo y agradecido con sus conciudadanos, pone su empeño en ayudar a que éstos vivan bien, de acuerdo a la justicia.

La propagación de la buena vida, los honores y la gratitud parecen ser los únicos y verdaderos frutos de la justicia. La justicia como mercado bursátil es infructífera si lo que se busca es la paz y la buena vida. Claro que el gobernador o los servidores públicos no han de ser pobres, que no sólo de halagos justos vive el hombre. La remuneración por su labor ha de ser justa, no rentable ni conveniente. Si la justicia se ve como mercado, lo que se consigue es tener en el senado, o en cualquier silla presidencial a unos ávidos mercaderes. Cuando la justicia pasa (y ha pasado en todas las épocas) a ser parte del progreso personal, es justificable que el buen hombre, al darse cuenta de esta injuria, saque a patadas a los mercaderes que han tomado posesión del templo de la justicia. Pero sigue siendo cierto que el justo ha de tener más: más reconocimiento de su persona buena, lo que hará que todos lo estimen y que pueda caminar entre los suyos sin miedo y sin rencor, ¿qué mayor bien que ser bienvenido en todas partes?

Por eso, la profanación de la justicia es asunto de todos, sino viviremos ensuciando el mayor recinto que tenemos para vivir bien, y cuando alguien haga algo bueno por nosotros –si acaso lo reconocemos como bueno– no podremos agradecerle –porque el envidioso no agradece– más que con la herrumbre que deja en las manos el negocio del oro, del cobre y de la sangre; no podremos pagarle más que con ingratitud, como ocurre con muchos de los soldados que combaten al narcotráfico por vacación al bien o con quienes nos comparten su dolor para no desampararnos en la búsqueda de la justicia.

La injusticia nos hace ingratos, envidiosos, ciegos al bien.

Javel

Para seguir gastando: Don Quijote nos enseña que es muy difícil hacer justicia, y Sancho Panza que no se puede ser desagradecido con quien va en busca de ella.

Además: Jesús Silva-Herzog Márquez nos hace una invitación para pensar la nación, este mito al que le pusimos alas modernas y corazón globalizado, pero «donde México dejó de ser asombroso, curiosidad, fascinación, para convertirse en un caso.» ese “relato que puede arraigar en la experiencia y en el deseo de un futuro compartido.” La dirección de la invitación es el libro de Claudio Lomnitz: La nación desdibujada.

La ambición de Sancho

La ambición de Sancho

En cierto pasaje del Quijote, Sancho cree que el bálsamo de Fierabrás sería un espléndido negocio, pues su amo le explica las infinitas bondades de éste, consabidas por los valientes caballeros andantes. Es el mismo que anda repleto de alforjas, que se entristece por que el vino se acaba, como todo manjar, y que duerme con la panza repleta de comida, mientras su amo se alimenta con los recuerdos de su Dulcinea. Sancho, que no sabe leer ni escribir siquiera, sueña con una ínsula, humo prometido con olor a rosas, sin tener idea de lo que significa gobernar una.

Lo curioso es que él fue escogido. Nunca sabemos exactamente la razón. Jamás se nos dice que Quijote vea un escudero medieval muy formidable en él, como sí ve caballeros en los rufianes con que se topa. ¿Qué lo hace el escudero ideal para un hombre como Don Quijote? No sólo nos puede ganar el romanticismo que hace del saber una maldición, y de la ignorancia el don de los hombres simples. La simpleza de Sancho, la credulidad que mana de esa lisonjera ambición por un pedazo de tierra propio, lo hacen quizás indigno para digerir el bálsamo del “Feo Blas”, pero eso nos deja en ascuas sobre su lealtad.

¿Habrá posibilidad de que esa pequeña ambición, que parece apocada en relación con el honor del que habla su amo, sea noble no sólo por ser propia de ignorantes? La ignorancia de Sancho no es una maldición. Si el escudero más famoso de la historia habla de negocio en donde su amo ve medicina para su ánimo, es porque el negocio es aquello por lo que Sancho puede disfrutar de su preciado vino. Si las ambiciones dulces del hombre que acompaña al caballero de la Mancha son tan bajas, ¿cómo pueden perdurar tanto al lado de éste? Una ínsula arrastra a Sancho más lejos de lo que nadie imaginaría.

Quijote duerme apenas, alimentándose de visiones, manteniendo a flote su enjuta pero larga figura, engañosa para la fortaleza que se esconde en él, mostrada en el furibundo golpe con que se deshace del Vizcaíno que lo ofendió; Sancho come todo lo que puede, escuchando sus tripas, jamás a ese sueño metafísico que es el amor. El mundo de villanos que rodea a Quijote muestra que, aunque hay quienes desean cosas semejantes a Sancho, nadie posee esa “ingenuidad” que le hace escuchar promesas inútiles. Para las aventuras estorba el escuchar la panza; pero los deseos más comunes tienen incluso capacidad de ser elevados. Precisamente, es la panza lo que no le hace digno de ese bálsamo precioso. Pero es también la panza lo que lo hizo dejar hijos y esposa. No es claro que sea la panza lo que lo haya mantenido tan cerca de su amo sutil.

Tacitus

Buscando aventuras

Más de uno habrá pensado o escuchado que la vida es un camino, el cual, permítanme añadir, siempre es más o menos accidentado. Erróneo, aunque frecuente, es el afirmar la automatización de la vida, es decir, se suele pensar en que vamos en una especie de alfombra mágica, movidos sin oponer la más mínima resistencia por anchos pasillos apenas vislumbrados. Contrariamente, me resulta más sensato creer en que nos conducimos en un rucio o en un rocín, incluso a pie, por un camino con muchas desviaciones, cruces, volteretas y regresos, algo semejante al andar de Don Quijote y Sancho Panza.

En sus vidas algunos mueven sus pies porque preciso fue hacérselos mover con la promesa de una ínsula; en caso contrario pastarían con el sólo provecho que causa la comida. Algunos otros más locos se mueven buscando el honor, que carece de valía sin el amor, en un mundo repleto de villanos. En ambos casos el movimiento comienza con la búsqueda de algo, deseando algo, aunque uno sería mucho más feliz estando sentado. Uno se contenta con poco, pues quiere hacer poco; el otro quiere más, mucho más, más honroso, más justo, más bello, aún a sabiendas de la locura de su empresa, de la dificultad de la misma. Pero cuando se encuentran y van juntos, se ayudan, pues uno mira más allá de su plato de comida y al otro se le salva en más de una ocasión la vida. Los demás nos movemos entre Sancho y Quijote, contentándonos con tener bien servida la mesa, pero suspirando porque deseamos no desperdiciar nuestras capacidades, añorando ir a la búsqueda de las más locas aventuras.

Yaddir