Frente a la sangre

Frente a la sangre (derramados)

Por Diomedes sabemos que se llama ícor aquello a lo que análogamente podemos referir como “la sangre de los dioses”. Tras la herida de Afrodita en la Ilíada, la presencia del ícor cercena la vida. Tras ser cercenada su cabeza, en cambio, la “sangre” –que no ícor- de Medusa origina un ser fantástico, aunque ni divino por naturaleza ni vivo por existencia. En contraste, tras satisfacer su venganza, Clitemnestra sella los tumbos de la humana justicia presentando sus ensangrentadas manos al rostro del Sol. Sólo por la sabia intervención de Atenea, y la donosura de Orestes, la sangre humana que empapó las manos quedará protegida por la ley.

El ícor de las deidades griegas es difícil de verse, pues dicha afrenta se cobra la vida. La “sangre” titánica, en cambio, no toca ni a la vida ni al pudor; es invisible. La sangre humana, en fin, esa que torna huella indeleble por Apolo, derrama sobre los hombres una visible furia que sólo por la sabia justicia puede superarse: los ímpetus furiosos yacen latentes en el seno de la tierra que se somete a la ley. La sangre es insoportable de ver porque nos desata la furia.

Jesús, Dios sufriente, padece las heridas de los pecados de los hombres, sufre y sangra. Distinta de Afrodita, la de Jesús se llama sangre, sangre humana, y no ícor; da y no cercena la vida. Distinta de Medusa, la sangre de Jesús no genera una taumaturgia imaginaria, sino que regenera la vida en el milagro. La sangre de Jesús crucificado también se muestra al Cielo, pero no para ofrecer a alguien, sino cumpliendo la Voluntad: no busca el sentido en la ofrenda, sino que lo confirma en la donación. Y en un giro inesperado, la sangre de Jesús no necesita ser lavada, sino que ella nos lava del pecado: por Jesús tiene sentido nuestro sufrimiento: el perdón disuelve la furia. Por Jesús nos sabemos carne, por él nos sabemos sufrientes, y por él perdonados y salvados.

Lamentablemente en el México de sangre, narco e instituciones faltan la sabiduría de la Atenea política (como la llamó Alfonso Reyes) para contener la furia, y la fe en el Dios sufriente para perdonarnos. Nuestra sangre se derrama sin sentido. Nuestra vida se cercena sin pudor. Y ni siquiera tenemos el valor de mostrar nuestras injusticias a la luz del Sol. Pronto nos lamentaremos en las catacumbas del fracaso.

 

Námaste Heptákis

 

Garita. Deshonestas, por decir lo menos, aunque claramente abusivas son las campañas a las diputaciones locales y alcaldías del proceso electoral en turno, pues a la fecha los candidatos no se han dignado a declarar públicamente que su postulación es, ahora, para cargos de reelección inmediata. En tres años se reirán de nosotros. Puedes leer, querido lector, en el Diario Oficial de la Federación la publicación de los lineamientos que les permitirán la reelección.

Escenas del terruño. 39 narcobloqueos y en helicóptero militar derribado en pleno vuelo en Jalisco, réplicas de los bloqueos en Colima, Guanajuato, Nayarit y Michoacán. Ejecución de un candidato en Guerrero. Quema de oficinas en Oaxaca. Tiroteos en Tamaulipas y Baja California. Narcoejecuciones en el Estado de México, Distrito Federal, Veracruz, Puebla, Tabasco, Nuevo León, Sonora y Sinaloa. Violencia criminal el 1 de mayo en 17 de los 32 estados. La administración federal dice que no está rebasada.

Coletilla. Una cervecera logró lo impensable: reunió a las principales empresas de lucha libre en el país para impulsar una causa en común. Según me cuenta uno de los directivos de una de dichas empresas, tras la muerte del luchador El Hijo del Perro Aguayo –de quien siempre recordaré el amable y alegre trato-, se han llevado a la discusión pública las condiciones laborales de los luchadores; las empresas consideran que es el momento de hacer algo por la lucha libre. La discusión es interesante. Por un lado, la cervecera y las empresas han iniciado una campaña publicitaria para limpiar la imagen de la lucha libre tras las distorsiones que el accidente de Tijuana generó. Por otro, un legislador guanajuatense se ha montado en la espectacularidad del fallecimiento del luchador para promover la prohibición de la lucha libre y los deportes violentos (box y artes marciales mixtas entre ellos). Además, el Hijo del Santo y otros luchadores veteranos han tenido reuniones en el Senado para promover una de sus demandas añejas: seguridad social y cobertura médica adecuada a los profesionales de la lucha y el deporte de contacto. La discusión no es anodina, pues involucra el difícil problema de la violencia, de las tradiciones, de la salubridad y de la protección de la vida humana y las libertades. Esta semana arrancó la campaña publicitaria de la cervecera, se reforzará hoy por la noche con la famosísima pelea de box, y espera tener buenos resultados para las carteleras grandes del verano en las arenas tradicionales. No está de más pensar este problema político.

El País Robado

Estoy casi seguro de que poquísimos (si acaso algunos) en este país piensan que el poder no es capaz de corromper a un hombre. La mayoría más bien piensa que se necesitaría una clase extraordinaria de persona para soportar los encantos del poder sin ceder a su peor y más baja clase; que buenas familias y honestas relaciones se han corroído como hierro a la intemperie en cantidades incontables; y que todo eso es de lo más natural. ¿No es sintomático del estado del país que no pongamos en duda ni siquiera un poco esta constancia malhadada del poder?

Parece que la educación que llevamos nos inclina a aceptar la corrupción como un fenómeno tan natural que podría acoplarse con el rocío y la neblina matutina o con la tormenta de relámpagos, y nadie tendría buenas razones para negar la relación. Y no sólo vemos con una insensibilidad atroz la corrupción de las personas con las que vivimos, sino que la asociación con ellas también nos parece de lo más regular: el cuate ése que checa el medidor de agua le pidió dinero al vecino para medirle menos, o el de adelante de la fila pagó por su calcomanía doble cero, o ese profesor salió de un pleito de acoso sexual con ayuda de sus contactos; y los saludamos, pasamos al lado suyo, hacemos negocio con ellos, o nosotros mismos somos ellos. Esta misma semana un sujeto me ofreció diplomas y títulos falsificados en el centro de la ciudad como si me ofreciera chicles, y se hubiera visto ridículo que me mostrara insultado. Estamos tan cansados de la violencia y la deshonestidad que la hemos aceptado con una resobada indignación que poco a poco se vuelve más bien conformismo. ¡Ahora hasta nos gustaría volver a ser “el país del no pasa nada”! Encuentro eso tristísimo. Según el sentimiento popular la vida nos ha enseñado que el mundo quita tanto que más vale estar al pendiente de cuándo puede uno mismo quitar para su provecho. ¿Y nos cuestionamos si esto es cierto? Por supuesto que no. Por eso, si uno de estos días entran a alguna página que anuncie la muerte violenta y espantosa de algún sicario del narcotráfico o de algún político corrupto (hemos aceptado que estas fórmulas son redundantes), verán que la mayoría de los comentarios tiene el tono de: “qué bueno, se lo merecía por desgraciado.”

¿Eso somos nosotros? ¿Somos los que se alegran de la muerte sanguinaria? ¿Somos los encadenados que no hacen daño por temor a las consecuencias? Cuando me han preguntado si amo mi país o no (especialmente la gente mayor en Septiembre), he pensado muchas veces con tristeza que podría decir que sí, pero que queda muy poco bueno de él, como si lo vil fuera ajeno y se estuviera introduciendo como enfermedad al pueblo que alguna vez fue sano; pero ahora me he preguntado si no es mi país el corrupto, si no es que nos han educado hacia la dureza del mundo con una barbarie que no podría amarse jamás sin ser uno un salvaje, y si no es el caso que los extranjeros somos los pocos que preferirían mil veces perdonar a alegrarse en el fondo del corazón del asesinato de un desconocido. Si un puerto es asaltado por piratas que usurpan sus casas, sus huertos, esclavizan a sus hombres y asesinan a sus gobernantes, ¿quién diría que ése sigue siendo el mismo puerto, aunque los asaltantes conservaran el nombre? ¿No es más sensible suponer que sus modos y acciones son más el pueblo que el nombre y el sitio en el que habitan? Si los nuevos dueños del lugar son sólo diez y sus esclavos trescientos, tres mil, o trescientos miles de millones, da lo mismo: la mayoría sin poder no hace a la ciudad más de lo que innumerables rectas pueden hacer un círculo. Y si quienes tienen poder para gobernar a miles son más la ciudad que los que no pueden más que acceder o quejarse amargamente en sus casas hasta que algo malo les pasa a ellos, ¿no estamos en la misma situación, más o menos? Y más espantoso si según nuestros modos el poder y su abuso son inseparables. Antes que ser mexicanos asediados por los corruptos más me parece que somos despatriados asediados por México.

Amarga Victoria

«Nefasta práctica», dijo en voz alta el soldado. Con un pie sobre lo que antes fue el brioso pecho de un hermoso joven hizo presión y con fuerza jaló hacia sí. En un tronido se zafó la lanza del costillar. ¡Horrible estremecimiento! El ángulo del Sol ya se abatía exhausto, y aún sonaban en la distancia forzados respiros y el golpe de metal con metal, como cuando rebaja su fragor la lluvia y cesa su fuerza minutos antes de que se apacigüe por completo.

«Nefasta -repitió-; tener que lanzar así la jabalina…» Después de suspirar siguió disertando para su audiencia invisible, como quien ensaya antes de presentarle al foro su discurso: «Nadie debería venir al llano a morir sin saber lo que enfrenta, muerto de lejos, cobardemente y sin defensa. Es lo mismo que caer quebrado por un rayo, o ahogarse en las honduras del mar vinoso.»

Detrás de él, su general alcanzó a escuchar lo último, y dejó salir una risa compasiva. En sus manos se confundían su sangre y la ajena, pero sus ojos las distinguían. Cuando el soldado volteó de súbito al ser tomado desprevenido, de la marcada sonrisa de su superior salieron estas palabras: «Cuando miras a tu enemigo a la cara y sabes que uno de los dos morirá; cuando le dices tu nombre, le relatas tu linaje y presentas tu casa y tus logros; cuando escuchas los suyos y aprietas las manos al mango de tu espada; cuando haces todo esto, ¿sabes tú a lo que te enfrentas?»

El soldado pronunció un agudo silencio, y después miró a su general marcharse a ordenar los honores funerarios de los amigos caídos.

Huevo carmesí

Acaso no haya forma mejor de despertar un domingo en la mañana, al menos para mí, que con el delicioso aroma de un desayuno recién hecho. El sol ya se ha puesto y me acaricia gentilmente la cara, mientras yazco en mi cama, envuelta entre sábanas y colchas que me mantienen calentita, con un sueño a medio terminar; todas ellas razones más que suficientes para rehusarme, no sólo a despertar, sino a poner un pie fuera de la cama. Es entonces cuando el aroma del desayuno, travieso cual infante, decide escapar de la cocina y dar un paseo por la casa con destino a mi nariz adormilada, a la que encontrará desprevenida y con la guardia baja. Así inunda todo mi ser haciéndome imaginar una mesa bien puesta con pan recién tostado a su centro, acompañado de un rico café humeante depositado en tazas pequeñas, mientras que el chisporroteo del tocino en el sartén llena el aire combinado con el olor a mantequilla derretida que dará sabor a los huevos revueltos. Ante semejante escena, no hago más que abrir mis ojos como platos –o mejor dicho, como monedas de cinco pesos–, estirar mi cuerpo lo más que puedo y ahora sí me dispongo a abandonar el calor que me proporcionaba mi cama por el que acaba de ofrecerme el aroma del desayuno.

He bajado ya y apenas voy entrando a la cocina cuando me doy cuenta de que todos se han sentado a la mesa y que yo, por haber sido la última en despertar, no he alcanzado nada del desayuno prometido. Lo que es más: ¡hasta mi perro obeso ha alcanzado su porción de huevo revuelto! A modo de consuelo, mi imaginación comienza a trabajar de nuevo y pone ante mí la imagen de un rico omelette de queso crema que desprende un suave olor a mantequilla y que se encuentra sazonado con un toque de pimienta. Entonces, con el apetito renovado, me dirijo presurosa al refrigerador en busca de los huevos, la mantequilla y el queso, para luego tomar de la alacena un tazón y un plato extendido, así como un tenedor del cajón de los cubiertos. En un rinconcito que encuentro, coloco los ingredientes y los utensilios escogidos y los acomodo conforme al orden en que los habré de usar. Con la imagen del omelette en mi mente, la cual me ha hecho agua la boca de tanto saborear, tomo el primero de los huevos y lo rompo, vaciando el contenido en el tazón. Apenas ha tocado el huevo el fondo cuando justo en ese instante el encanto de mi delicioso omelette se rompe como sucedió con el cascarón de aquel huevo: junto con la yema y la clara descansa una masa sanguinolenta que no debiera estar ahí. Inmediatamente, el asco se me hizo presente y mató por completo cualquier rastro de hambre que hubiera habido en mí hasta ese momento. No sólo me había quedado sin desayuno, ahora también me había quedado sin apetito.

Del rico desayuno, cuyo aroma había hecho despegarme de mi cama, no quedaron más que promesas y terminó por transformarse en un triste plato de cereal, ése con forma de popó de conejo que, de cualquier forma, resultaba más apetitoso y atractivo a la vista de lo que había resultado mi huevo carmesí.

Hiro postal

Sangre.

No hay mancha más nociva para el alma que la vista de la sangre que macula su mirada.

 

Maigo.

El «Comehombres»

Se cuenta por ahí, como se cuentan muchos de los mitos más inverosímiles por  escuchar, que en el metro de la Ciudad de México habita el Comehombres.

Era una madrugada como cualquier otra de día laboral, iban a dar apenas las 4:30 am por lo que la mañana aún no clareaba; los trabajadores comenzaban a llegar a sus puestos así que las taquillas, las entradas, los comercios  y los andenes intentaban despertar. Las cámaras eran reiniciadas, la radio encendida y el aire artificial comenzaba a circular penosamente; los operadores, bromeando según costumbre, se dirigían caminando por entre las vías hacia su respectivo tren. Súbitamente, desde el límite del puerto de la línea 1 en donde se paran los trenes por la noche, se comenzó a despedir un aroma nauseabundo; uno de los maquinistas que ya había emprendido la marcha hacia la cabina del tren que estaba más alejado, percibió este aroma y se le revolvió el estómago (más tarde dijo que –el olor era una combinación terrible… a azufre y putrefacción). Estaba conteniendo su náusea cuando escuchó unos pasos tras de sí, al voltear para hacer un chiste acerca del aroma, se topó con una mirada confusa y desconocida que entreveían lejanamente unos ojos perturbados; no tuvo tiempo de reconocer a alguien cuando notó que los pies de aquellos ojos, volvían hacia el túnel apresuradamente y se confundían con la oscuridad de éste y de la todavía noche. Al maquinista le extrañó que alguno de sus compañeros corriese hacia allá, pues ya era hora de echar a andar los trenes, además de que cerca no había otra cabina aparte que la que él ocuparía y más aun, qué cosa era aquélla que mantenía al hombre agachado y en silencio. Intrigado por saber quién había sido o qué era eso  que yacía inmóvil en el suelo, se volvió exactamente hasta el lugar de donde surgió aquel bulto acelerado; por lo que dubitativo y extrañado comenzó a acercarse…  Recuerdo que hacía frío y el viento no dejaba mi cabello en su lugar –narraba después. Llegó hasta el punto y su sorpresa aumentó cuando vio a un hombre ahí  tirado. La ropa de ese hombre estaba harapienta y sucia, lo movió un poco a ver si  reaccionaba, pero nada; estaba el hombre boca abajo así que el maquinista creyó que era un borracho que había sido abandonado por su “compadre”  al ser descubiertos y no poder despertarle. Lo giró con el pie, ya algo inquieto, y se sobrecogió al descubrir que sangraba abundantemente de la cara, que tenía muchas mordidas que le habían dejado el rostro desfigurado: la mandíbula inferior le había sido casi arrancada; era como si un perro furioso o algún animal con colmillos lo hubiese lastimado. También le faltaban varios dedos de su mano izquierda –los cuales nunca fueron hallados– lucía aquel residuo de piel y gran parte de su brazo roído, desgarrado. Asqueado y aterrado, el maquinista retrocedió un par de pasos mientras se trataba de explicar qué era eso y cómo había ocurrido. No atinó sino a llamar a la estación y pedir ayuda policiaca, definitivamente aquel hombre… había sido brutalmente mordido. Estaba muerto.

Durante las investigaciones, el operador fue interrogado acerca de lo que vio aquella mañana en medio del puerto. Dijo lo que sabía y lo que había visto, nada más. La policía llegó a la conclusión de que ese hombre había sido atacado por otro hombre, de acuerdo a las secreciones de saliva que le fueron encontradas al cadáver; éste presentaba mordidas en varias partes de su cuerpo y los trozos de carne que ya no tenía, se presume que fueron comidos. Se trataba de un antropófago. Salió a la luz –no pública, poco se supo de este acontecimiento– que no había sido el único caso de hombres que encontraban por las mañanas antes de iniciar el servicio, muertos con diversas laceraciones por su cuerpo, no todas coincidían respecto al lugar o a la magnitud, pero todos habían sido intentados comer o al menos eso parecía; la cosa en común: el fétido aroma.

Muchos –por no decir: todos– de los trabajadores del metro, desde los policías hasta los encargados de la limpieza, saben de estos sucesos. La línea 1 (y muchas otras) siempre ha contando con historias de esta índole, todos temen a que llegue la noche o que la oscuridad invada los pasillos. Sea como sea, nunca te quedes dormido en el vagón… dice uno de los tenderos de una farmacia naturista– así empieza todo, despiertas en el puerto de trenes por la noche, solo, detectas el intimidante olor y es  cuestión de segundos para que el Comehombres quiera hacerte su platillo principal.

La cigarra

La Mosca

Aquí estoy de nuevo, sin palabras, sin sentido alguno. Sentado inerte ante esta inerte taza de café, tratando de encontrar en mi cabeza algo coherente que decir, que compartir; pero la lucidez nunca ha sido una de mis cualidades y lo único que puedo hacer es contemplar una mosca que vuela a mí alrededor.

 

De cuando en cuando se posa con sus patitas sobre la mesa. Intrigado, la acecho con la mirada. La escudriño y la analizo tratando de encontrar algo diferente en ella, algo oculto, único. Una verdad tal vez. Veo sus movimientos, sus poses, su color; me deleito observando su trompa que busca algo para comer, mientras sus alas transparentes se agitan de cuando en cuando, y sus ojos fijos y rojos reflejan un universo infinitamente multiplicado.

 

Sigo mirando, y en mi búsqueda percibo sus patitas delanteras acicalando su cabeza… justo entonces sucede: La mosca comienza a crecer, a expandirse; de la nada surge otra mosca, se duplica. En este éxtasis surge una tercera, una cuarta, se multiplican cada vez más rápido, una infinidad de moscas aparecen ante mis ojos, me acechan y no dejan de multiplicarse. Súbitamente su forma cambia adquiriendo la de un rostro humano, un rostro igualmente multiplicado y que reconozco. Es mi rostro que me analiza; mi rostro embobado y boquiabierto que me escudriña minuciosamente.

 

Pero no soy yo; es un ser que deja de tener forma, un ser que no alcanzo a comprender, ni siquiera lo concibo ya. Miro a mi alrededor y descubro que todo está multiplicado. Es un universo infinito, lleno de posibilidades y de misterios. Formas gigantes, contornos inalcanzables, movimientos, superficies, locura. Me observo y descubro unas protuberancias en el abdomen que me sostienen al piso. Me asombro de unas alas que crecen por mi espalda, y emprendo el vuelo.

 

Todo es enorme y mi único pensamiento es encontrar algo, algo para comer. Por todos lados busco con la trompa. Me acerco hacia algo blanco y profundo que contiene un líquido oscuro. Mirando perplejo aquél líquido, sumido en la necesidad del azúcar, percibo algo enorme que se acerca a gran velocidad. Trato de volar, de huir; la angustia se apodera de mí; muevo mis alas cada vez con más fuerza pero todo es inútil, ya es demasiado tarde.

 

 

El golpe me noquea, me deja sin conciencia y en mi desesperación miro mi mano descubriendo una pequeña mancha negriroja. Me limpio con una servilleta y sigo bebiendo mi café tratando de encontrar en mi cabeza algo coherente que decir, maldiciéndome por haber matado al único objeto de mi inspiración.

 

Gazmogno