¡Qué bonita es la temporada navideña! Ni bien han pasado Halloween y el Día de muertos –festividades que, dicho sea de paso, ya casi se cuentan como si fueran una sola– y las calles comienzan a llenarse con esas luces de colores que tienen por misión anunciar la llegada de la Navidad. El espíritu navideño se siente en el aire –¡y cómo no si todos los días amanecemos con temperaturas sumamente bajas!– y la gente está vuelta loca con los preparativos para la que parece ser la festividad más esperada de todo el año.
Primero lo primero: el árbol. Algunos se dan por bien servidos con uno artificial, siempre y cuando parezca un pino de verdad, cual Pinocho. Otros más prefieren ir a algún bosque en busca de ese árbol frondoso y natural que habrá de ser talado –no por ellos, por supuesto– a fin de que la sala luzca adornada para tal ocasión; no importa que después el dichoso árbol termine marchito en la basura porque la casa habrá lucido a todo dar en Navidad. Luego se compran los adornos que habrá de llevar colgados el árbol previamente escogido: las esferas de todos tamaños, figuras, colores y texturas; la serie de luces de colores –dependiendo del largo y ancho del árbol, podrá necesitarse más de una–; la estrella que va en la punta del árbol –mientras más grande y brillante, mejor– que ya ni se sabe por qué se pone, pero que no puede faltar. Alguno que otro también le pone listones de color dorado y rojo, por si acaso el árbol no estuviera suficientemente atiborrado de adornos. ¿Y por qué no? De paso hay que colgarle hasta el molcajete, para que no digan que no somos mexicanos. La casa irá igualmente adornada, aunque ya no con esferas, sino con más luces de colores, escarcha ya sea verde, plateada, dorada, roja o del color que más le plazca a uno, botitas que llevan bordado el nombre de los miembros de la familia y que van colgadas al filo de la chimenea –los que tengan– o en alguna pared olvidada, macetas con flores de Nochebuena para los rincones y la imagen que no puede faltar: el gordito bonachón vestido de rojo y con barba blanca, mejor conocido como “Santa Claus” –para aquellos que no saben leer ni pronunciar en inglés como Pena Ajena, perdón, como Peña Nieto se dice “Santa Clós”. Por si esto fuera poco, también hace falta cambiar las cortinas, las toallas, las sábanas y cobijas, los accesorios del baño y de la cocina, entre otros, por unos que tengan motivos navideños, a fin de no desentonar con todo lo demás. Después se procede con los objetos que irán debajo del árbol: los regalos –habrá algunos extravagantes que pongan ciertos muñequitos a cuyo conjunto lo llaman “Nacimiento”, pero como son los menos, ni falta hace mencionarlos–, por mucho la parte favorita de grandes y pequeños.
Todo mundo anda en busca del mejor y más costoso regalo; para esta tarea, la gente se ve en la impetuosa necesidad de abarrotar los centros comerciales, lo que provoca que la ciudad, la cual de por sí es caótica, se vuelva la peor y más salvaje de todas las selvas. En dichos centros aprovechan las increíbles ofertas navideñas donde todo tiene facilidades de pago ya que abundan los dichosos “meses sin intereses”, por lo que no importa endeudarse ahora con tal de demostrarles a los seres queridos el gran amor que se les tiene con esa pantalla plana de 60’’ o el reproductor Blu-ray que tanto les hace falta. Ahora que si uno es prole y no tiene tanto dinero como para comprar tales cosas, se vale recurrir a lo sencillo: los chocolates, que en esta época abundan y pueden encontrarse a granel o empaquetados en una gran variedad de presentaciones como dulces, envinados, semi-amargos, amargos, blancos y obscuros; los muñecos de peluche como ositos, perritos o gatitos con el gorrito rojo ad-hoc; alguna bufanda, que seguro ni calienta pero de que luces bien mona esta Navidad, luces. En fin, todo vale la pena con tal de ver esa gran sonrisa fingida –prueba irrefutable de que el regalo recibido no fue ni el mejor ni el más costoso– en el rostro del otro, acompañado de ese caluroso abrazo hipócrita. Una vez que se ha gastado lo que se ha podido en los regalos, se procede a planear la cena pues nada es la Navidad sin cena de Navidad. De precios no me pregunten porque no soy la señora de la casa, pero los platillos típicos no pueden faltar: pavo relleno, pierna al horno, romeritos, bacalao, ensalada de manzana y ponche –con piquete porque si no, no es ponche–. Aquí depende de qué tan bueno sea uno en la cocina, aunque si en realidad no confía en sus habilidades culinarias, es preferible que compre la comida ya hecha, pues no vaya a ser que todo lo anterior (árbol de Navidad, casa adornada y regalos) e incluso haber roto la dieta –para poder entrar en ese vestido ultra pegado– resulte en balde porque la cena no estuvo a la altura.
¿Y cómo olvidarnos de las posadas? Si son el anuncio por antonomasia de que la Navidad ya está cerca. Lo único que hace falta es una casa lo suficientemente amplia para albergar a cuanta gente se haya invitado –así como a los colados que lleguen después–, contar con un buen equipo de sonido capaz de reventarle el tímpano a todos los de la cuadra y pedirles de favor a los asistentes que cada quien lleve lo que guste beber esa noche. Eso sí, nada de ponerse a rezar ni cantar villancicos en la posada porque eso es mero invento de los religiosos que no saben qué hacer para divertirse, además de que la gente que asiste a la posada, incluyendo al organizador, es bien atea.
Si no cabe duda de que la Navidad es la mejor época del año, así que atiborren su casa hasta que se caiga de adornada, derrochen el dinero que no tienen en regalos, cenen rico hasta reventar o hasta que no sea posible recuperar la figura que mantuvieron todo el año y asistan a todas las posadas donde no se vaya a rezar a las que sean invitados.
¡Feliz Navidad!
Hiro postal
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