Iniciativas revolucionarias

Un político mexicano, en días recientes, nos sorprendió. No hablo de aquellas sorpresas por corrupción, que más nos indignan de lo que nos sorprenden; tampoco me refiero a declaraciones absurdas, usadas en un caso de desesperación extrema para distraer efímeramente de lo verdaderamente grave. Hablo de aquel senador que propuso una iniciativa para que se les permitiera a los automovilistas o patrones de un changarro portar armas para poder defenderse en caso de peligro. Cuando leí la noticia comencé a reír, pero por algún motivo mi risa no se elevó al nivel de una estruendosa y alegre carcajada. La iniciativa, por poco que la haya pensado el senador, da una respuesta práctica al miedo, impotencia y disgusto que provocan los asaltos. Me imagino que a los conductores que acaban de ser robados en periférico (no establezco fechas, pues ahora mismo, en ese lugar, pueden estar asaltando) la propuesta les parece razonable y justa. Pero como toda iniciativa que involucra directamente el actuar de los ciudadanos, da lugar a que supongamos que el actuar político y judicial ha quedado rebasado por el crimen. A esto le podemos encimar lo fácil que será para los conductores o patrones irascibles desenfundar su arma como modo de aliviar su tensión; lo cual haría que la iniciativa, contrario a como se podría pensar en un primer momento, les diera más trabajo a los policías. ¿No es el colmo de la irresponsabilidad aventarle la responsabilidad de impartir justicia a los ciudadanos?

Pero los políticos interesados en la iniciativa, seres acostumbrados a idear agudos y entramados planes, podrían replicar, quizá no refutar, a todas las objeciones previamente planteadas. Me imagino que podrían decir algo así: “Estimado ciudadano Yaddir. Los interesados en la legítima defensa de los conductores y propietarios de inmuebles laborales hemos leído atentamente, punto por punto, sus objeciones a la iniciativa recientemente planteada por el honorable Senador… A lo cual le contestamos: la iniciativa tiene como finalidad apoyar a los organismos responsables de la seguridad de todos los ciudadanos. De ningún modo el crimen organizado ha superado a las fuerzas del Estado. Toda iniciativa, una vez emitida, debe seguir un riguroso protocolo donde sufrirá modificaciones que garanticen su óptima ejecución. Esto se puede señalar mejor si se compara la iniciativa con la licencia que permite la portación legal de armas en las viviendas, donde antes de otorgar el permiso, el solicitante debe comprobar que su estado de salud mental es el adecuado, así como que no tenga antecedentes penales que lo relacionen con la portación de armas de manera ilegal, entre otros requisitos. Por todos los señalamientos anteriores queda claro, estimado ciudadano Yaddir, que la iniciativa  y sus promotores se preocupan por los ciudadanos. Que tenga una excelente tarde…”

Supongo que los políticos usarían más términos formales y señalarían apartados de códigos y de leyes para reforzar su argumentación. Aunque lo hicieran, lejos estarían de poder garantizar la seguridad de los usuarios de las armas y de las víctimas, tanto criminales, sospechosos o inocentes. Una iniciativa así sólo garantiza menor respeto a los oficiales que sean considerados como corruptos y a sus pares en la política.

Yaddir

Susurro infernal

Susurro infernal

Ocurre tan seguido que no es nada extraño que las personas piensen en aislarse del resto del mundo. Guerras aquí, maltratos allá, desaparecidos. El poder sigue siendo el acicate agridulce de los déspotas, pero el martirio de los inocentes. Los aparentes fragmentos que van dejando las dentelladas rabiosas del crimen no dejan de punzar en el sentimiento colectivo. El mal desprende la unidad que es el bien. Lo más sensato sería aislarse del mal, para que el resto del bien que aún nos queda siga entre nosotros.

Mientras a mí no me pase, mientras yo y los míos estemos seguros, protegidos, lo demás qué importa. Esta máxima del actuar moderno es el susurro que la serpiente azuza en el alma de los hombres. Las argucias de la malvada quieren deshilar la relación que hay entre el hombre y el bien; ella sabe que no se puede resquebrajar el árbol que da frutos, pero se puede alejar a los hombres de esa sombra paternal. Perdido el rebaño, es fácil hacer que se olviden del bien como eterna unidad.

Por eso bien se dijo que el mal es la ausencia del bien, o el olvido de éste. Pero el bien no puede ser destruido, fragmentado. Esto quiere decir que el bien siempre ahí sigue, como promesa de lo venidero. Si el mal es ausencia del bien, lo que sigue es reconciliarnos con él. El sentimiento y la idea que nos genera la ausencia nos incita a buscar. Es por esto que se hace patente el volver a pensar al bien como uno solo, como un cuerpo que no puede ser desmembrado por más que lo martiricen. El bien es unidad no sólo porque esté todo junto, sino porque puede, verdaderamente, unir.

Buscar aislarse del mundo es estar bajo los encantos de la sierpe. Es soportar el mal sabiendo que la luz que es el bien un día se extinguirá. Pero así quedamos solos, temerosos, en posición de quien lucha y espera el último golpe. Es peor si somos varios bajo el influjo de la serpiente, pues así, únicamente estaremos esperando la traición por cualquier costado. El poder seguirá siendo el acicate agridulce de los déspotas si no buscamos el bien unificador en la promesa del que viene: en nuestro hermano el hombre. Si la serpiente gana, ya no habrá inocentes que salvar, no habrá paz que heredar.

Javel

En busca de una actitud ciudadana

La fuga de Joaquín Guzmán Loera alias “el chapo”, ha generado una montaña de comentarios, pues hecho tan apantallador difícilmente queda desaprovechado. La mayoría de las voces (la parte baja de la montaña) se burla de la fuga, recalcando en cada carcajada la incompetencia del gobierno federal o un afán de no querer quedarse callados por parte de los ingeniosos comentaristas. Una facción menos cuantiosa, aunque quizá más importante (pues se trata de políticos y periodistas a los cuales se les toma como personas de opinión sensata), dicen que no hubo escape por parte del capo, sino un gran montaje, es decir, el gobierno federal y aquél planearon el escape, haciendo una gran puesta en escena para que la credibilidad en las instituciones no se perdiera ante los ojos del público. Otros pocos se indignan, critican al gobierno, pero lo más importante para ellos es que se resuelva la situación, que el país se encuentre en mejores condiciones.

En el escenario, mejor dicho, en la situación de los muchos comentarios, de la voz de moda o el ataque egoísta, hay una pregunta que me parece ineludible: ¿por qué es importante la fuga del “chapo”? Algunos dirán, celebrando al famoso capo, que de esa manera se manifiesta la astucia humana. Pero decir astucia humana es contradictorio, pues los astutos, siguiendo ese argumento, viven aprovechándose de los escasamente astutos; además, los forofos del astuto, se ubican a sí mismos dentro de los aprovechados (pues sólo hay un astuto y los demás le sirven). A esto se le puede objetar que los grandes capos son almas caritativas, porque dan dinero a los pobres. Esta objeción es absurda por el simple hecho de que los grandes capos tienen a su servicio personas que abusan de la gente inocente (Servando Gómez Martínez alias “la tuta” decía que en su organización castigaba y excluía a quienes se aprovechaban de su poder dañando a los inocentes, pero él no podía controlar a todos sus colaboradores, pues el estado de Michoacán es muy grande para vigilarlos); el capo que regala billetes a las adolescentes, puede tener a su servicio hombres que violenten a éstas. Otra respuesta es que así podemos ver la corrupción del partido que ostenta actualmente el poder. Una tercera, que considero más sensata, es que de esa forma el estado mexicano queda débil en materia de seguridad (lo cual no nos lleva a pensar en una ineptitud general, en todas las áres, por parte del gobierno), pues el crimen organizado tiene la capacidad suficiente para superar una cárcel de alta seguridad. Ante esto podemos volver a la burla momentánea (no sólo por efímera, sino también porque si la seguridad del gobierno sigue empeorando, próximamente no habrá tiempo para reírnos), tomando una actitud poco ciudadana, porque la mayoría de los que hacen chistes, poco se preocupan por el rumbo del país, sólo buscan demostrar su capacidad para provocar la risa. También puede servir para que se opine con una manipuladora acusación, buscando un beneficio propio si a alguien le conviene que se diga esto; lo que tampoco es una actitud ciudadana. Pero también podemos indignarnos por el cuestionable manejo del gobierno, preocuparnos por la seguridad del país, y pensar en una posibilidad de mejora en la seguridad. Este último punto nos deja en una gran interrogante: ¿es posible mejorar las condiciones en las cuales se encuentra el país, siquiera pensando en el ámbito de la seguridad? Momentáneamente se me ocurre responder que sí, con dos justificaciones que quizá resulten insuficientes: es posible si hay gobernantes decentes y si mediante la educación pueden surgir buenos ciudadanos que se alejen del crimen organizado.

La confianza en la educación como formadora de buenos ciudadanos puede parecer más ilusa que la confianza en los gobernantes decentes, pues, dicho muy sucintamente, en el país se educa para hacer trabajadores efectivos, no buenos hombres. En la perspectiva política, se ha visto que los gobernantes decentes no son cosa de ilusiones y huecas promesas, pues con ciertos políticos al mando de ciertas zonas, los ciudadanos de ese lugar viven con seguridad, gozan de servicios básicos (entre ellos los de salud) y se les informa, mediante ciertos módulos, lo que hacen aesos mismos gobernantes. Visto así, creer que no existe posibilidad alguna, por muy pequeña que parezca, de que las condiciones políticas mejoren es una exageración tremenda. La actitud ciudadana que nos corresponde mostrar, desde esta perspectiva, es elegir de la mejor manera a nuestros gobernantes, empezando por conocerlos desde lo que ya han podido hacer. Además, si hay quienes pueden demostrar que es mejor tener una actitud ciudadana que una actitud de moda o de egoísmo para el país, no podemos creer tan fácilmente en la aniquilación de la política; podemos creer en la restructuración paulatina, y lejana, de la política.

Yaddir

Intimidación social

He pronunciado ya en varias ocasiones que estamos viviendo un exceso de tolerancia en la opinión pública. Exceso al encomiarla, exceso al ejercerla, y exceso al promocionarla con propaganda que hasta parece de candidatura política por lo apantallante. No solamente lo he escrito aquí, lo he hablado en presencia de pronunciados partidarios de la tolerancia y nunca he causado mayor revuelo. Los niñitos tímidos muchas veces no objetan algo que les parece erróneo porque la seguridad de la adultez puede mostrarse intimidante, y en un alma suave una opinión fácilmente se marca por imposición antes que por convicción. Los adultos tímidos son iguales, sólo que ya no es la intimidación directa la que revela esta transformación de su seguridad, sino algo como, en este caso, la persuasión teórica de que hay que respetar toda idea que se exprese con el mismo respeto. Esta persuasión puede haber sido instaurada por una educación intimidante. En nuestra generación abundan los niñitos tímidos y sus contrapartes adultas, y su apariencia es la de personas respetables que promueven la tolerancia entre sus congéneres.

Desafortunadamente, como decía, nunca he tenido que defender esta idea demasiado porque se me ha tolerado que la exprese sin problema. Tanto, que incluso en esta sociedad tan preocupada por mantener una libertad de expresión completamente tolerante, tales discursos pueden pasar desapercibidos sin escandalizar a nadie. Claro, mostrar que la expresión de esta idea es intolerable en público le daría la razón: probaría que hay cosas que, por más respetuosamente que se digan, merecen ser juzgadas con cuidado antes que admitidas. Querría decir que, en efecto, hay excesos para la tolerancia, que puede ser perjudicial. En cambio, si es verdad que «cada cabeza es un mundo», que todo lo que alguien opine es respetable, no hay fuerza humana capaz de poner en duda nada que se exprese. Por supuesto, esto incluye la pronunciación contra la tolerancia. Así, pues, el mismo planteamiento de nuestra sociedad es incapaz de negar que la tolerancia que vivimos es excesiva y hasta ridícula. O tengo razón porque todos deben tolerar que lo que opino es respetable, o tengo razón porque lo que opino no es tolerable.

Alguien puede argumentar que éste es un bucle lógico o un engaño. Peor, podrían replicarme que sólo tengo una razón parcial, en lo que concierne a mí mismo, porque como cada quien ve la verdad como cada quien puede, a mí me parece verdadero esto que digo –y eso es muy respetable–, pero ellos no están de acuerdo en que sea así. Sin embargo, preveo con cierta tristeza que más bien ya no existe el tipo de comunicación que me permitiría enfrentarme a ningún argumento. No tendré que defenderme de ninguno de estos puntos. Ya no existe (o está oculto y adormecido) el tipo de comunidad de la palabra que puede intercambiar, hablar y escuchar con verdadero respeto. Me refiero con éste a la disposición abierta a que el otro tenga la razón y haya visto mejor las cosas que uno mismo, y por supuesto, a admitir en tal caso que la verdad es aquélla y no la que uno creía al principio. Nos han intimidado tanto que se nos desvanece la comunicación. Nos quedamos callados mirando hacia el suelo, o murmurando frustrados centenares de cosas en voz tan bajita que nadie escucha. ¿Cómo voy a hacer común algo que pienso si no puedo mostrarle nada a nadie? Por más escandaloso que sea alguien, anunciando plena confrontación de una idea con la de otra persona, nada sucede. Parece que se ha perdido la capacidad de sentirse conmovido por la posibilidad de que las palabras hablen bien, de que digan algo verdadero. Así, cada quien con sus propias muy respetadas opiniones, seguros de que todos pueden tener la razón, aunque sean diferentes o de plano incompatibles, somos una sociedad de niñitos tímidos de dientes para afuera, y de una arrogancia atroz de dientes para adentro. Y además, contradictorios en el más risible sentido, porque esta gigantesca propaganda que nos hace ineptos para comunicarnos no nos impide vivir como siempre ha vivido la gente: actuando en contra de cosas de las que no estamos de acuerdo. Nomás que no sabemos decir por qué no estamos de acuerdo, por qué actuamos así o por qué seguimos a quien seguimos hasta donde lo sigamos. Dígase lo que se diga sobre la tolerancia y la libertad de expresión, es bien obvia la falsedad de sus supuestos beneficios sin más consideraciones, al ver con un poquito de atención lo que ocurre todo el tiempo: por ejemplo, que no muchos mexicanos están a favor de que a algún político cínico se le escape expresar su opinión sobre la ineptitud del pueblo, la facilidad de aprovecharse de él y la necesidad de manipularlo con cuentos.