El sello sobre el lienzo

El sello sobre el lienzo

Por alguna razón, nos hallamos imbuidos en la ignorancia de lo que nuestros sentidos pueden ofrecer para instruirnos. Una mayoría fácilmente podría decir que el criterio se forma al mantenerlos al tanto de novedades y cosas desconocidas. Los viajes permiten observar panoramas desconocidos, visuales, táctiles, olfativos y gustativos. No hablemos de la efusividad que se ha desarrollado por la técnica industrial de la música, que evidentemente no es lo mismo que el gusto honesto por ella.  Los sentidos se ofrecen como vehículos para una memoria inane: ¿cuándo habremos de incluir, en ese panorama de la sensibilidad, la posibilidad de observar la conexión que todos tienen con el recuerdo y el olvido para nuestra formación? Independientemente de si creemos o no verdadero el ardid cartesiano en contra de la percepción, no podemos negar que a través de lo que recordamos haber sentido se precipita la particularidad de la sensación. Aunque lo sensible mismo pueda ser desfigurado por nuestro recuerdo, puede también ser recreado para otros. Aunque podamos experimentar muchas variantes sensibles, la diversidad de recuerdos y sensaciones no puede asegurar mayor conocimiento del mundo, y mucho menos conocimiento de las honduras de la sensibilidad.

Cuando comenzamos a meditar en torno a placer y el dolor, polos de lo sensible, caemos en redundancias inopinadas. No sabemos atribuir una verdadera razón a nuestra persecución o evasión de ellos: lo admitimos como un hecho. Hay quienes incluso evitan ciertos placeres, otros ven en sus placeres de antaño una deficiencia culpable, aunque eso, al parecer, no niegue el hecho mismo del placer. Pero ¿se puede hablar de hechos en el caso de la sensibilidad? La pregunta es interesante, porque nos permitiría ahondar en el impacto que el objetivismo moderno ha tenido para abordar la actividad sensible. Si la sensibilidad se puede esquematizar en la corporalidad, unión que permite decir que sólo es cognoscible lo relacionado con el cuerpo en este caso, los juicios sobre aquello que me produce placer provienen siempre de la opinión. En dado caso, no niego el hecho y las diferencias en torno a los juicios de mi sensibilidad, los juicios estéticos, no abarcan el terreno de lo objetivo.

Además del placer y el dolor, con los que somos tan proclives, más por una sospecha que por una fantasía pura, a moralizar la reflexión, ¿qué sucede con el conocimiento de lo que nos dan los cinco sentidos? En torno a ellos no moralizamos generalmente porque el acto sensible que realizamos bajo su poder, al parecer, no tiene mucho que ver con la voluntad. No obstante, el arte abre una posibilidad para esas facultades que el mundo natural no puede tener. Incluso puede entrenar el sentido del que requiera. Los productores de perfumes tienen una capacidad mnémica impresionante para los aromas que se producen por ciertas combinaciones artificiales; los catadores de vino pueden también distinguir ciertos elementos de lo que toman. Con el lenguaje, nuestra memoria y voz no recrean sólo sonidos al leer un poema, sino una música. Nuestra sensibilidad está abierta a ese fenómeno, y eso establece los distintos grados que hay entre los indiferentes y los apasionados. El oído para los versos no es sólo un atributo intelectual, sino capacidad auditiva. ¿Cómo se entrena el sentido? ¿Interviene la voluntad en su educación, además de los talentos necesarios? Para vislumbrar el arte no sólo necesitamos nuestros sentidos, aunque sean lo primero que tengamos frente a las producciones humanas. De otro modo, la diferencia entre lo artístico y lo poco inspirado sería siempre elusiva en su totalidad. Al tiempo que podemos conocer lo sensible de manera común, podemos ejercer cierta influencia sobre la producción y sobre nuestra apreciación de sensibles que muestran la compenetración de nuestra inteligencia en lo que juzgamos de nuestro sentir, a tal grado que no se puede hablar con absoluta seguridad de subjetividad y objetividad sin ser arbitrario en alguna medida. Cabe hablar, en cambio, de la presencia ineludible de la imaginación y su función potente. La memoria es la mejor compañera del resguardo de lo sensible, pues sólo quien trata de mantenerla sabrá mejor de los engaños frívolos de lo actual y lo curioso.

 

Tacitus

Mar o mujer

Mar o mujer

Vi el eterno vaiven de tu ser;

sentí la salinidad de tu piel;

no supe si eras mar o mujer.

Javel

Todos a comer.

La experiencia de comer, o mejor dicho de degustar, es una demostración fenoménica de que tenemos alma. Esta afirmación es muy aventurada y la única posibilidad de que deje de serlo es explicando qué es lo que hacemos cuando experimentamos aquello a lo que denominamos una buena comida.

Cuando comemos no buscamos nutrirnos, o al menos esa no es nuestra primera intensión, y de ello nos damos cuenta cuando notamos que no sólo con tomar unas vitaminas nos basta para decir que hemos comido realmente; y tampoco decimos que hemos quedado satisfechos porque se ha cubierto una necesidad energética.

Además en la mayor parte de las ocasiones en las que comemos no nos basta con sentir el estómago lleno, siendo omnívoros no quedamos conformes con comer pasto, hierbas o carne cruda con tal llenar el estómago y ya. Buscamos algo más en lo que nos llevamos a la boca, en primer lugar buscamos un sabor que sea a fin a nuestros gustos, y en ese sentido que concuerde con nuestra manera de ser en el mundo.

No se me olvida que hay ocasiones en que suspendemos el acto de comer, la mayor parte del tiempo lo hacemos cuando tenemos algo más importante que hacer o más valioso que calmar los retortijones causados por el hambre, pero esto propiamente no es comer, es calmar las molestias que provoca el hambre a favor de algo mucho más valioso que la conservación de la vida.

Dejando de lado estas ocasiones, podemos decir que cuando comemos buscamos deleitarnos más que nutrirnos, esperamos que la comida tenga aquello a lo que llamamos buen sabor, buen color, buen olor, buena textura y de ser posible un agradable sonido que la acompañe, el cual no necesariamente viene de lo que nos metemos a la boca, sino de aquello que rodea al platillo que comeremos, es decir, el logos de una agradable conversación.

Así pues, para hablar de una buena comida necesitamos pensar en el trabajo que realizan todos nuestros sentidos en función de una misma finalidad, cumplir con las expectativas de lo que consideramos que es lo bueno; todos hemos experimentado en alguna ocasión el encuentro con un platillo que cubra las exigencias del gusto, del olfato, del tacto, de la vista y quizá del oído, en tanto que de nuestro plato no sale ningún sonido extraño o inesperado, pero cuando tan perfecta conjunción viene acompañada de un logos que nos resulta desagradable todo lo anterior pierde sus bondadosas cualidades, y decimos entonces que se nos amarga la comida.

Cuando comemos buscamos cubrir más necesidades de las aparentes, pues nuestra acción de comer es sumamente compleja en tanto que no nos limitamos a llenar con material los huecos dejados por el material antes desechado. Cuando comemos nos mostramos a nosotros mismos como seres con logos, es decir, como seres que eligen en vista de un bien mayor, y por qué no decirlo también, cuando dejamos de comer por buscar algo más allá del deleite de los sentidos, también nos mostramos como seres que pueden sobreponerse a la necesidad apremiante del cuerpo con tal de alcanzar un bien que está más allá de la cobertura de esa necesidad.

 

Maigo.