Libros que no se leen

El principal problema de la educación en México es que los profesores no enseñan a leer. El resultado es que alumnos y profesores están más preocupados por las ideologías. Al no leerse con cuidado las ideas de pensadores que sin dificultad convencen, no se cuestionan las ideologías que parecen tener sentido vistas desde la superficie. El debate se empobrece. Se recurren a tácticas sucias para ganar discusiones de asuntos complejísimos. No se escucha lo que el otro tiene que decir porque ni siquiera escuchamos lo que nosotros mismos decimos. No tenemos ideas.

Recuerdo que cuando aprendí a leer no entendía lo que leía. Me enorgullecía no trabarme como la mayoría de mis compañeros al leer en voz alta. Pero si me hubieran preguntado qué entendí de lo que acababa de decir, habría enmudecido. Dicha exigencia no se presentó hasta como diez años después. Aún con práctica y la comprensión de lo que leía, fácilmente era convencido por la perspectiva marxista de los autores que me dejaban leer en el nivel medio superior. No tenía defensa ante lo que me parecía evidencia irrefutable. Mis otros compañeros se preciaban de saberse más ideas. Discutíamos con la convicción de descubrir la raíz de las injusticias que contra nosotros habían cometido los amos de los medios de producción. Creíamos entender a Marx sin haber acercado las narices a un libro de Marx. No veíamos más que sombras de imágenes sin vida.

Indefensos ante las supuestas grandezas de los gobernantes actuales están los jóvenes que comienzan a acercarse a sus libros de texto gratuitos. A la mayoría quizá no les importe si el presidente mencionado por sus profesores defendía algo justo o injusto; si se acercó más a un extremo que a otro. La educación para ellos habrá tenido un objetivo práctico. La historia fue sólo una materia de la que no se pudieron librar hasta muchos años después. No vieron el encubrimiento entre lo que les decían y lo que estaba pasando. Sus profesores no supieron enseñarles a leer textos que pudieran enseñarles a leer la realidad. La realidad para ellos era un concepto, algo que sólo se entiende, que no se vive. Más real para ellos era lo que veían en las dos dimensiones de sus pantallas. A veces las personas comienzan a dudar si lo que ven en la calle es una actuación para las pantallas de sus celulares. ¿Qué tanto podemos entender si no sabemos leer?

Yaddir

Historias monstruosas

En las últimas 2 semanas en las redes estuvieron circulando dos historias de monstruos. En una, una niña le escribía una carta a un monstruo diciéndole que ya sabía que no existía; el monstruo le respondía, con tono triste, que ella ya estaba muerta y tenía que buscar a otra persona para espantar. En la segunda historia, la policía atrapaba a una pareja que había matado y cocinado a más de diez mujeres. Para desventura nuestra, no es difícil saber qué historia se encuentra en la ficción y cuál es parte de nuestra monstruosa realidad. Lo más interesante de la primera historia es que forma parte de los libros de texto gratuitos para todos aquellos que estudian la primaria en el país donde atraparon a la pareja de feminicidas.

La interpretación más alentadora de la historia “Lucy y el monstruo” de Ricardo Bernal es que la niña muere para el monstruo porque ha superado y, por lo tanto, matado a sus miedos. El monstruo sigue en el mundo de la fantasía y ahora debe buscar a otra persona a quien asustar. Quizá por ello la Secretaría de Educación Pública decidió incluirla desde 2014 en los libros de texto gratuito. No sólo quiere ponderar el valor de la literatura para explicar el paso de la niñez a la adultez, quiere mostrar que, sin importar lo aterradora que parezca la realidad, esto sólo se debe a nuestra imaginación y que siempre puede superarse. El 2014 fue el año en el que desaparecieron 43 normalistas en Guerrero. Desde 2012 las cifras de homicidio doloso han incrementado (116 mil 940) en México si se les compara con los seis años anteriores (102 mil 327). Como las cifras no pueden contabilizar el dolor de los afectados, así como borronean el rostro de los asesinos, tenemos fresco el ejemplo de la pareja que mató a más de diez mujeres. Mujeres que seguramente tienen familia, amigos, gente que las extraña y a las que su desaparición afectó profundamente (hasta el momento no han sido identificadas todas las víctimas). En tal panorama de violencia, el cuento podría ser incorrecto para niños de entre diez y trece años no por el contenido literal, sino porque quizá no tengamos muchos elementos para interpretarlo.

Los monstruos no sólo están en los cuentos. No querer que los niños lo lean, quizá porque teman que realmente sí puedan aparecerse de algún rincón oscuro, no los protegerá de las noticias, ni mucho menos de la aterradora condición del país. ¿Es loable la intención de la SEP cuando el gobierno puede hacer poco contra los monstruos que no se encuentran en la fantasía?

Yaddir

Cosméticos para oradores

Es muy interesante observar cómo aprenden los niños. Con atención, pronto se da uno cuenta de que no sabe cómo sucede por más que los siga viendo. Por supuesto, uno se percata de que imitan lo escuchado y lo visto, de que en sus oraciones delatan relaciones curiosas que encuentran entre las cosas, y otros detalles por el estilo; pero por más que uno haga analogías con esponjas o tablas de cera, no se ve ni el agua llenándolos ni los caracteres imprimiéndose. Uno los ve a ellos, y dicen y preguntan y aprenden. Luego, con más atención, uno se percata de que no es muy diferente cómo uno mismo aprende de lo que está viendo en los niños.

Preguntas tenemos todos, y por lo general son muchísimas: la mayoría son preguntas vagas, y algunas poquitas claras. Parece que hay un sentido en el que aprender es un modo de respondernos preguntas, especialmente sobre las cosas que nos interesan. Pero no todo lo aprendemos igual y muy congruentemente, no todas nuestras preguntas son del mismo tipo. No es lo mismo interesarse por la astronomía y aprender los ciclos de los astros, las mediciones de sus movimientos, las causas de los colores nocturnos; que interesarse por otra persona y querer conocerla, saber sus hábitos, compartir en conversación, etcétera. No son la misma clase de preguntas las que nos invitan a curiosear en ambos casos (si las invirtiéramos, de pronto andaríamos queriendo saber la circunferencia de la cabeza de alguien y qué cosa le hace bien al Sol).

Las personas que saben mucho de cierta área suelen inclinarse por usar muchos tecnicismos (palabra fea que implica tramposamente que las palabras comunes y corrientes no tienen nada de técnico), y estos nombres que suenan tan extraños a los novelesparecen haber surgido de preguntas que ya se han respondido. Por decir, puede pensarse que ya no hace falta más búsqueda de qué es el corazón una vez que uno conoce bien qué es el mediastino, el pericardio, los músculos auricular y ventricular, y cosas como ésas. He notado que el uso extendido de tecnicismos es favorecido especialmente por gente que piensa que el lenguaje vive en dos mundos, más o menos como si fuera un niño: el mundo de los juegos, las bromas y el relajo, donde todo lo que hace es liviano y puede decir con metáforas lo que se le antoje porque nada tiene el severo peso del protocolo; y aquél otro, muy solemne, lleno de miedo por expresarse como debe ser y por seguir los pasos de la tradición bajo la espada que decapita al errabundo. Lentamente (¿o será más rápido?), el lenguaje técnico parece apropiarse del lenguaje de quien publica en artículos de importancia y se comunica con los defensores de la verdad. Por supuesto, la mayoría de las personas ven aquí a los científicos. Tiene tal grado de detalle cómo han pulido cada término, que ya no hace falta volver a preguntar nada sobre él una vez que se ha leído y comprendido su significado. El avance está prometido porque no se pierde tiempo nunca más con las preguntas que ya antes se han hecho. El progreso ha sido servido.

Creo que el que sale perdiendo con esto es el recién llegado. El orador experimentado ya tiene puesto su podio, tiene colgados banderines atractivos de colores sobre su cabeza y su salón acústico además está reforzado con micrófonos y bocinas para entumecer a los oyentes. El que acaba de llegar no tiene de otra que sentarse a oír. Él se tiene que aprender las palabras del orador casi como mantras. Él es quien aún tiene preguntas y busca aprender. Si de cierto modo casi todos somos recién llegados, en este mundo de oradores tanto tecnicismo podría darnos en la torre a todos. Que conste que no estoy diciendo que sea malo por técnico, ¿pero no será exceso usarlo para aprender? Un tecnicismo, por pretender responder una pregunta, ya cuenta con una perspectiva que podría pasar de largo el que la encuentra por primera vez. «El Medievo», lee un novato, y al repetirlo corre el riesgo de creer que tiene en su boca una época. «Romanticismo», lee otro, y puede pensar que está nombrando una corriente de pensamiento. Un descuido y el que usa el tecnicismo ya se comprometió con todo lo que esconde. Además se pueden usar a diestra y siniestra sin problema, ocultando un hueco peligroso y haciendo las veces de mucha sapiencia de quien ni siquiera se ha planteado las cosas que está diciendo. Los discursos que promueven nuestros programas de educación están repletos de frases como «indicadores transversales», «democratización de la productividad», «tasa de victimación»; pero no contienen discusiones sobre sensatez, paciencia, prudencia (que hasta suenan ridículas en este contexto). ¿No será que asumir que sólo es serio el tipo técnico de discurso sea muy perjudicial para la educación? Después de todo, si de verdad tenemos las respuestas a todas las preguntas, ¿por qué están las cosas como están? ¿O en serio se piensa que es cuestión de tiempo? ¿Es mejor dar por sentado que nada que no se pueda medir y contar con encuestas vale la pena para juzgar qué tan buena educación tenemos?

Con la gente en general y con nuestros amigos en particular, solemos ser muy serios cuando juzgamos que algo tiene importancia, y eso no quiere decir que lo serio sea igual a lo técnico. ¿Apoco admitiríamos que no son importantes las cosas que se aprenden por la amistad? Podemos ir ahí para ver esto; pero la verdad es que no hace falta. Con escuchar a algún joven fantoche presumido usar sus tecnicismos para apantallar basta para ver el riesgo de su vanidad (o a uno viejo, que da lo mismo). ¿No será este exceso, en el que confundimos lo técnico con lo serio, un síntoma de haber vivido tanto tiempo confundiendo lo científico con lo verdadero? Si lo es, hay muchísimo que preguntar todavía. Puede ser que más nos valga empezar tan pronto como podamos a hacer preguntas en serio importantes.

Evaluación sin preguntas

Ya es bien sabido que la educación en nuestro país necesita una reformada. Que se le cambie, porque está obsoleta o, en todo caso, incompetente. Tal vez, en el pensamiento del más delicado, está bien planteada pero mal realizada. Las escuelas, así como están, no sirven como deberían, ese es el hecho. Los programas han sufrido innumerables cambios en los últimos años, persiguiendo quién sabe la idea de quién, de cuáles son las cosas que deben saber los estudiantes (o, como dicen, las competencias que deben adquirir). Las horas aumentaron, los maestros se convirtieron en guías, los castigos en incentivos, los libros serios se reescribieron para tener más cotorreo. Clarísimo: no es raro el planteamiento de que la educación así como está no es aceptable para lo que queremos de nuestras instituciones educativas. Bueno, es que pocas cosas son más obvias, poquísimas personas salen bien educadas de nuestras primarias, secundarias, preparatorias y universidades. Lo que suele escucharse es una variación del discurso de que el país está tan desordenado porque nadie sabe bien a dónde dirigirlo, nadie está bien capacitado para tomar las más importantes decisiones, o casi nadie; y de los pocos que sí, se sospecha que desde hace mucho luchan para cargar el ingente peso de los indoctos que los hunde en la arena movediza. Pobreza, violencia, desesperación y crimen: parece que todo ello se erradicaría si tan sólo la educación fuera como debería.

He tenido la corazonada de que la idea, hoy tan impresionantemente popular, de que todos los problemas de la gente pueden resolverse con un buen sistema educativo, es producto de la educación que llevamos desde hace muchas generaciones. Es curioso que sean éstas las que están bien convencidas de que la misma educación requiere un progreso substancial. Esta multiforme solución tan paseada se apoya de unos pies quebradizos: la confianza de que es posible ocasionar la mejora de las personas a través de la mejora de la tecnología y el más eficiente intercambio de la información a través de ella. Para lograrlo, muchisisísimas personas necesitan educación. Pero hay un problema que nomás no hemos tenido el valor de enfrentar de lleno. Sólo pocas personas disfrutan ser educadas, así que enfocarse en ellas es ineficiente. La vocación por la educación es un lujo que no podemos darnos, debemos mejor apelar a los rasgos más comunes y corrientes. Lo que esto quiere decir en el fondo es que no es posible mantener ambas cosas: educación de alta calidad y cantidades mayoritarias de educados. Nuestro dogma nos responde ya a cuál lado de esos dos inclinarnos: la ineficiencia es inaceptable, demerita nuestro grado de sumamente civilizados y nos sume en la aristocrática visión del obscurantismo más –despectivamente hablando– medieval. La eficiencia se mide con la cantidad y la celeridad, así que tenemos que olvidar cualquier esfuerzo por la preparación de estos pocos curiosos. La guía de este planteamiento está más o menos formulada con esta secuencia: ¿los estudiantes no escuchan? No podemos enseñarles a escuchar, así que hay que decirles lo que quieren oír.

Asumamos que somos un montón de gente, no de máquinas. Las máquinas mejoran cuando sale la nueva versión y se puede replicar por millones; la vieja se tira o se presume con una placa especial para lucir la absurda nostalgia del coleccionista. Las generaciones de personas, en cambio, ni se tiran ni dan mucha noticia de haber llegado con notables avances. No parecemos contar con herramientas para lograr más buenas generaciones, más comprensivas personas, ni mucho menos gente más feliz. Entonces, ¿de dónde que estemos tan seguros de que las reformas así planteadas a nuestra educación son el primer y más fuerte soporte del cambio nacional que estamos esperando? ¿Quién va a tener la cara para asumir la responsabilidad del plan que acabará con el carácter violento de los más indignados, con la pereza de los parásitos sociales, con la mezquindad de los servidores públicos corruptos, en fin, con la insensibilidad de los corazones más crueles de nuestra nación, a través de una más eficiente transferencia de datos a las mentes jóvenes? ¿O apoco hay alguien que de verdad crea que el obeso mórbido pudo haber mantenido la salud si tan sólo le hubieran enseñado a leer la información nutrimental de las cajas de comida, o que lo que le falta al asesino para dejar de matar es conocer el nefasto impacto económico que el asesinato le impone a su ciudad por la disminución del turismo?

La relación entre las «técnicas de aprendizaje», los «temas de los programas escolares», y la formación del carácter de un hombre decente, es ridícula. Es absurdo pensar que las cárceles se vaciarían si hubiera menos analfabetas. ¿Y todo esto qué? Estas cosas son de poca importancia para la mayoría, porque la mayoría ya asumió que lo que es necesario es una reforma. La mayoría da por sentado, sin pruebas ni verdadero examen que el progreso no sólo es posible, sino lo más deseable del mundo. Entonces, la reforma no necesita plantearse ninguna pregunta sustancial, sólo necesita anunciarse. «Calma –dirá el demagogo–, ya vienen los cambios al modelo educativo». ¿Basados en qué? ¿En lo mismo en lo que se basaron los cambios anteriores que no sirvieron para nada? ¿De dónde nos viene la seguridad de que el defecto del procedimiento anterior fue la aplicación y no el deseo de variedad? Anhelamos tanto el cambio que ya estamos acostumbrándonos a que todo fácilmente se mude de una cosa a otra, sin preguntar. Ya queremos que todo mejore por el mágico arte del progreso. «Ahora habrá más evaluaciones». ¿Y qué queremos evaluar? Dudo mucho que se tenga clara esa pregunta, y sin embargo, el impacto aparente es suficiente: el trámite se hace, la gente se mueve, los libros azules se tiran y se imprimen unos verdes, la burocracia con su aletargado paso camina hacia donde la llevan sus engranes como un gigante mecánico ciego y soso. Y ya, al término de unos años, se dirá que se hizo algo, cuando en realidad el fondo del asunto sigue exactamente igual: nada se ha hecho, nada ha mejorado. Y lo único que aumenta es la desilusión.

Si nos tomáramos la palabra con seriedad, el que evalúa tendría que decir qué vale y qué no, tendría por necesidad que asumir que hay algo de lo que se enseña que tiene más valor que otras cosas, y que el modo en el que lo manifiestan los que aprenden es congruente con ese valor. No es el que dice quién pasa y quién no, sino quién está bien y quién está mal (y por tanto, qué es estar mejor y qué peor). Pero, ¿valor en la educación? Miramos esta perspectiva con terror supersticioso: «¡Queremos ciencia, en la ciencia no hay juicios de valor!». La palabra evaluación ya nada más se usa porque tiene tinte de importancia y apantalla. En realidad, de ella no tenemos la mínima idea. Y aún peor, podríamos estar seguros de que mientras más tiempo carguemos esta ausencia de preguntas y asumamos que sabemos perfectamente cómo se mejoran las generaciones haciéndolas expertas y doctas y llenas de maestrías, celebrando el cambio por el gusto de la variación como un acalorado festeja el aire acondicionado, menos aptos seremos para hacer precisamente las preguntas que nos dejarían evaluar qué tan benéfico es lo que estamos haciendo por nuestros jóvenes y su educación, y claro, por nosotros mismos.

Entrevistas de Trabajo

Para emplearse en la mayoría de las profesiones hay que realizar antes una entrevista, y la mayoría de las entrevistas son muy semejantes. Salta a la vista que con la diversidad tan inmensa entre los trabajos, las cosas que se traten en las entrevistas que les son propias sean más o menos las mismas: ¿no tendría mucho más sentido que se averiguara sobre el posible empleado lo que tiene que ver con su capacidad y disposición para tal puesto particular? Pero la razón de que las cosas sean así es que hay una fortísima convención por la que se pueden despertar gritos de indignación entre solemnes y respetadas figuras de vasta erudición con tan sólo cuestionarla o sugerir su incongruencia.

La convención es el orden con el que se propone que cualquiera que trabaje en esto que llaman feísimamente «recursos humanos» examine la personalidad del entrevistado. El prejuicio del que se sostiene esto es que todos los entrevistados pueden ser conocidos, en cierta medida por lo menos, en una sola forma de la vida humana que es la «aptitud para el trabajo». Esto incluye un amplio rango de capacidades, desde el que se pregunta por la experiencia en el campo laboral y se hacen los exámenes «psicométricos». Pero es prejuicio porque no sólo supone sin explicar que todos los trabajadores tienen los mismos principios de trabajo en cualquier profesión, sino que también supone que es posible dictaminar la naturaleza de la personalidad de cualquiera que se someta a las pruebas. O sea, que las pruebas parecerían estar edificadas con los elementos más básicos de la naturaleza humana, de modo que cualquiera que sea persona puede allí reflejar sus peculiaridades.

Esto no sólo es ridículo, muchas veces hasta es insultante. Entiendo que con una cantidad tan ingente de peticiones para puestos vacantes en una inmensa ciudad como en las que vivimos, haya que encontrar un modo de facilitar el conocimiento de una persona con la que se va a trabajar, y de la que no se tiene ni la menor idea, porque en este mundo nadie nos conoce más que nuestros amigos, familiares y poquitos vecinos. Pero ese modo en buena parte es que exista algo como el título que le entregan a uno al terminar su carrera universitaria o su curso de aprendizaje específico (cosa que tampoco está muy bien que digamos). Malo cuando, teniendo la oportunidad de conocer a alguien hablando con él de frente, teniéndolo allí dispuesto para abrirse al diálogo, en lugar de tratar de dar con un modo de ponerlo genuinamente a prueba, se ensaya esta clase de planilla de medición humana genérica, fijándose en las que falsamente se consideran las aristas en su vida: cuánta gente depende de él, de qué color va vestido (y si es de traje o no), cuáles dice que son sus proyectos a corto, mediano y largo plazo (¿qué endemoniada clase de pregunta es ésa?), y qué objetivo tiene en su vida (ah, porque es diferente que la pregunta anterior, claro). Y del examen psicométrico se puede decir otro tanto, pero no quiero aburrir con lo mismo extremado.

Es desafortunado y triste que siendo entrevistado para ser docente de una escuela, por ejemplo, no se le pregunte al posible profesor qué opina sobre la educación, por qué le parece importante, qué tanto cree que se puede lograr con ella, a qué debe aspirar, y cosas por el estilo. ¿Cómo a una escuela va a servirle más que esto saber si sus profesores son o no hijos únicos, huérfanos, homosexuales o casados? Y triste es, pues, que este prejuicio en la elección de los responsables de la educación sólo nutre más el prejuicio, y los resultados de exámenes como éstos probablemente tiendan a tener en sus filas de preferidos a los que más aptos son para creer en su efectividad. ¿Así se contrata también a los que investigan los mejores modos de hacer entrevistas de trabajo? Porque me parece que así, la convención de la ceguera de algunos llamados psicólogos se hunde como semilla en la tierra, y sin que podamos hacer más que agitar de lado a lado la cabeza impotentes, crece dándose por sentada como crece una tradición.