Del cielo nublado

Estas tempestades que azotan al país nos dejan entre sombras. Nublan el cielo, asedian por ambos flancos y apenas conjuradas prometen volver con rugidos salvajes, sin asegurarnos cuándo. Ignoramos las causas verdaderas, sólo vemos las más cercanas, las más obvias. En tinieblas, nos quedamos sin poder hablar de lo que pasa, sin poder decidir qué es mejor hacer, en el centro del tonante huracán con los ojos cerrados a los ventarrones y las bocas secas con la sal del mar.

El Grito de Dolores

Todo está puesto: las luces tricolores, las campanas de papel, los rostros de los héroes de antaño, las banderas ondeantes, los letreros de “¡Viva México!” centelleando por doquier; todo está listo porque esta noche es especial. México conmemorará una vez más el Grito de Dolores, también conocido como Grito de Independencia, ése que –cuentan- profirió el cura Miguel Hidalgo y Costilla para darnos patria y libertad. Las familias se reunirán en el Zócalo para degustar ávidamente algunos antojitos y platillos mexicanos como quesadillas, sopes, pambazos, tamales, enchiladas, chiles en nogada, mole con pollo y pozole. Tampoco podrán faltar los dulces mexicanos: un crujiente buñuelo acompañado con piloncillo, las alegrías, las obleas con miel y pepitas o las cocadas pintadas de colores. Los niños, por su parte, jugarán tronando cohetes, palomas, brujitas y demás fuegos artificiales, y por si eso no fuera suficiente para ambientar la atmósfera, siempre estarán las matracas listas para tronar y llenar el aire con su sonido. Por todos lados resonará el mariachi con canciones como “México lindo y querido” mientras hombres y mujeres por igual los acompañarán cantando no con buena voz, sino con un gran sentimiento. Lo mero bueno vendrá al caer la noche, cuando aparezca el presidente de la República en el balcón del Palacio Nacional para tocar la campana simulando llamar al pueblo mexicano a alzarse en armas, como en su tiempo hiciera el cura Hidalgo, mientras se recuerda entre vítores a Josefa Ortiz de Domínguez, a José María Morelos y Pavón, al propio Hidalgo, a Vicente Guerrero…, a quienes debemos que nos hallan librado del yugo de la Corona española. Así es, básicamente, como México celebrará sus 203 años de supuesta independencia.

Lo cierto es que, desde aquella madrugada del 16 de septiembre de 1810, México no ha conseguido su verdadera libertad ni ha dejado de proferir gritos de dolores. Pasamos de liberarnos del yugo de la Corona española para someternos al de los incipientes criollos y luego pasamos de éste al de los avasalladores estadounidenses, yugo bajo el cual nos seguimos manteniendo. Indígenas, viejos, hombres, mujeres, jóvenes y niños: todos han gritado desde entonces hasta quedarse roncos para hacerse oír, para demandar una vida mejor, una vida justa, una vida plena y feliz; bastantes han sido los que se han quejado, los que se han manifestado, los que han intentado sacar a los demás de ese espejismo llamado independencia, pero nadie atiende su llamado: todos hacen oídos sordos y continúan caminando. Antes bien, el propio pueblo repudia y censura al pueblo: prefiere que a todos esos que se dan cuenta de las cosas y que intentan luchar para cambiarlas, se les encierre por mitoteros y revoltosos, por estar coartando la libertad de los otros que “sí trabajan en vez de estarse quejando y manifestando”, cuando hay otros más poderosos –y por ello más peligrosos– que coartan la libertad de todos y a esos no se les censura. Que me digan todos ellos que trabajan en vez de manifestarse cómo es que han cambiado a México para bien cuando todo su dinero se va en pagar impuestos que mantienen a nuestros gobernantes gozando la buena vida mientras que el pueblo se hunde cada vez más y más en la pobreza extrema, que me digan cómo la causa por la que luchan los maestros no es también causa suya si lo que suceda con ellos traerá consigo repercusiones para los demás, que me digan cuándo seremos verdaderamente libres si lo único que hacen es defender esa vida de esclavos. ¡Que me lo digan!

Sinceramente, no sé qué tiene que celebrar México: ¿que nuestra democracia es una cruel y ridícula burla?, ¿que nuestro presidente no es más que un títere mal hecho?, ¿que millones de mexicanos mueren al año, ya sea por hambre, por falta de empleo, por un seguro médico mediocre o por la lucha contra el narco?, ¿que nuestros gobernantes sólo buscan exprimirle al país hasta el último recurso y el último peso que tiene para satisfacer sus deseos reformando a diestra y siniestra la Constitución? Sin embargo, nada de eso me impedirá gritar de dolor esta noche, pues no vaya a ser que el próximo año también nos quieran cobrar impuestos por celebrar nuestra “Independencia”.

Hiro postal

El andador

Nunca me ha gustado caminar; sin embargo, no me quedó más remedio que hacerlo cuando vi que el dinero que traía se me había acabado. No quise pensar en el camino a recorrer que me quedaba por delante, por si mis pies consideraban que era mucho y decidían que mejor se quedaban quietos donde estaban ahora. Eché a andar con cautela, como siempre que hago cuando estoy en la calle, y todavía más porque me encontraba sola. Iba a paso veloz, procurando no hacer mucho ruido al caminar, para así poder detectar otras pisadas que no fueran las mías, mientras pensaba: «Por favor, que ya llegue a casa». Ya estaba oscureciendo; el cielo claro, pero gris, amenazaba con tornarse negro pronto y las primeras luces comenzaban a brillar, intentando hacerle frente a la inevitable oscuridad que se anunciaba, así que, por lo menos, no caminaba a ciegas. Eso me tranquilizó un poco y seguí caminando rápido, aunque con más calma. Al poco rato, se dibujó una sonrisa en mi rostro al sentir el frío acariciando mis mejillas, pues siempre lo he preferido más que al calor –en realidad, detesto el calor–. Sin embargo, conforme se acercaba la noche, el viento se hacía cada vez más y más helado y mi sonrisa se fue diluyendo hasta que mis labios apretados formaron sólo una línea tensa, con lo cual pretendía evitar que me castañearan los dientes. Por fortuna, antes de salir, mi madre me había obligado a cargar otro suéter, además del que traía puesto en ese momento. ¡Bendita ella!

Ya había oscurecido por completo cuando llegué al andador que funcionaba como atajo para llegar a mi casa. Como siempre, no había ninguna luz alumbrando el camino. Exhalé un suspiro y en cuanto me hube persignado, continúe andando. No había dado más que un par de pasos cuando escuché el crujido de unas hojas y enseguida volteé hacia el lugar de donde había provenido el ruido con el corazón latiéndome desbocado. Nada me hubiera preparado para lo que vi. A lo lejos, pero enfrente de mí, me regresaba la mirada un par de ojos blancos, tan fríos como el viento que me golpeaba la cara. Sentí el ramalazo de miedo recorrerme la espalda en cuestión de segundos; se me hundió el estómago y un vacío muy hondo ocupó su lugar; el corazón me latía desenfrenado y amenazaba con salírseme del pecho; mis piernas, más que de huesos, parecían estar formadas de goma; todo mi cuerpo estaba en estado de alerta ante semejante ¿peligro? ¡Ni siquiera sabía de quién o de qué se trataba! Lo único de lo que no tenía duda era de que esos ojos poseídos atravesaban mi ser cual filosas navajas y no había nada que yo pudiera hacer para evitarlo. Por un momento no hicimos nada, más que clavar nuestra mirada en los ojos del otro. Sólo había de dos: o se hartaba de mirarme y se daba la media vuelta o echaba a andar hacia mí y entonces sería yo la que pegara la carrera. En efecto, no se hartó de mirarme y pronto vi cómo esos ojos infernales se acercaban muy lentamente hacia mí. Quise correr, pero mis piernas no recibían la señal que mi cerebro les mandaba. Quise gritar, pero fue el silencio y no mi alarido lo que llenó el espacio entre aquellos ojos y yo. Más cerca, cada vez más cerca los sentía y ya no era el miedo, sino el pánico el que brotaba por las lágrimas que empañaban mis ojos. Sólo pude ver al dueño de esos ojos blancos y poseídos cuando estuvo a un par de metros de mí. Era alto, mucho más de lo que yo me había imaginado, y fuerte, o al menos eso dejaba denotar su musculatura.

Mi cuerpo había hecho caso omiso de la orden de huida, así que huir ya no era una alternativa viable para mí; pero ¿acaso podría hacerle frente…? ¡Por supuesto que no! Si a leguas se notaba que bastaría un brinco para que yo cayera acorralada en el piso. No hice más que enjugarme las lágrimas que me impedían ver mi fin y entonces esperé a que esos ojos poseídos, fríos como el viento otoñal, decidieran fulminarme. Sin embargo, eso nunca pasó. El perro, más alto de lo que había imaginado y tan fuerte como se veía, el mismo que era el dueño de esos ojos blancos, fríos e infernales, que miraban como poseídos, sólo atinó a olfatearme. Cuando tuvo suficiente, me miró por última vez y se fue por el camino que yo había andado con la cabeza gacha y la cola entre las patas. También así se fue septiembre y yo continúe andando…

Hiro postal