La luz sobre el misterio

La luz sobre el misterio

A la memoria de Francisco García Olvera

 

La precisión es alegría, una sonriente dicha que elabora la definición ante lo ignoto, como si el misterio que nos aborda fuera tan evidente como para no gozar la insistencia de pensarlo, de nombrarlo, realizando nuestras inclinaciones más benignas. Lo aciago de la palabra escuela es que el ocio no se alcanza ya a saborear, pues tiene encima las yemas tiesas del negocio casi inevitable. ¿Cómo se puede propiciar aquello para lo que estamos dispuestos? ¿Cómo entender esa relación entre el ser, el hacer y el haber en que parecen irse delineando los bordes de nuestra voluntad, sensibilidad e inteligencia? La sabiduría es asombrosa, y nuestra admiración por ella muestra, quizá, el gusto por saber, aunque dicho gusto natural no sea todavía philosophia, mas que en un sentido primordial. El problema moderno de la inteligencia está basado, hay que recordar, en la imposibilidad última de distinguir la inteligencia de todos sus actos posibles, para los que la sensibilidad, si bien no insignificante, es pensada a partir de una división primordial en el orden del conocimiento: el yo se encuentra en un cuerpo cuyos movimientos sensibles sólo son aclarados hasta que el entendimiento se aplica a ellos. La fenomenología, a través de la visión, ha de dejar espacio a la palabra para recordar que sin inteligencia no hay misterio, sin palabra no hay manera de auscultarnos, de pensar aquello que se nos presenta. Por eso la aclaración se viste de una admiración ante lo que parecía estar silencioso. Los que salen de la rudeza no aprenden eso: los datos no son claridad por sí mismos.

No hay hábito sin ser, y no conducimos el hacer de manera afortunada sin conocer nuestro ser. Investigar es una especie de felicidad que colma nuestras deficiencias con nuestras propias capacidades. No puedo evitar pensar que nuestro ser, a la vez que común, aparece diverso en una maravilla visible en las palabras y las obras. Educar es una obra de palabra: al silencio necesario para la concentración en la filología sigue la posibilidad de comprender, al escuchar aguzamos el oído para la noble obra de hablar bien. La maestría en el decir reluce en la obra del saber mostrar, conducir. Es tentadora la opción de afirmar que la maestría para decir nos mueve sólo a repetir sus propias formulaciones, pero aceptar eso sería falta de filología. La raíz de la lengua común nos alimenta de una convención materna única, pero el que se anquilosa sobre el pecho forma el hábito de dependencia inútil, que no honra el decir bien. Probablemente, si para lograr una vida dedicada a saber hubiera un solo camino y un molde, conocerse sería imposible. La palabra no es estática, sino relación con otros, juego y seriedad. Quien no tiene palabra, andará a tientas; quien remeda sólo es un alumno, pesadilla del maestro, afiliado sempiterno del profesor.

Misteriosa esa diversidad para el obrar y el hablar, posibilidades cercanas a todo hombre. ¿Ese ente que somos, reflejado en el espejo, tan parecido a otros semejantes en sus diferencias, no está hecho para lograr su diversidad a partir de su movimiento? Pero la fuente parece la misma. Los recovecos del alma requieren, para ser descubiertos, de todas nuestras facultades. Tal vez por eso sólo hasta que uno se admira de lo que está tan cerca sea posible notar la bondad existente en lo que sentimos. Lo que nos acaece corre siempre en distintas aguas, aunque la inteligencia sea facultad universal. En ese caso la filología tiene todavía mayor sentido como obra de constancia amorosa, lo que permite descubrir mejor ese ente que somos en sus distintas relaciones. Toda obra tiene como base la relación del ente humano, como un todo, con aquello sobre lo que se ejerce. A veces, lo he visto, las actividades más vigorosas no involucran el trabajo manual, que por lo general tiene una duración estipulada por las capacidades para él. Es como si esa gracia de iluminarse tuviera la oportunidad de relucir en el fuego vivo de un aliento que no se desea apagarse, como si la potencia natural en verdad mostrara sus incandescencias de manera tangible a través de la voz. No están equivocados quienes dicen que la obra de un pensador se alarga como una estela a través de su vida.

¿Qué significa ser para el hombre? Aunque la respuesta parezca estar a flor de piel, titubeamos al esbozar siquiera un acercamiento. Y es que la comunidad de esa palabra con todo lo no humano es algo que la práctica diaria parece encubrir con la opinión común. Existimos con un sentido privilegiado para entender el movimiento, para notar el ser como tal. Lo natural sólo es comprendido a través de nuestra naturaleza propia. La palabra realidad no prescinde de la actualización constante de nuestras relaciones, pero no tendría sentido si su actualización no se basara en algo. Quizá eso posibilita el lógos sobre el fenómeno: aquello que aparece ante la inteligencia, ante la vista interna, subsiste en la actividad de pensar el ser, de verlo. Maestro es quien nos ayuda, con su hacer, a sabernos más claramente humanos, para propiciar lo bueno.

 

Tacitus

La vida y sus herramientas

La vida y sus herramientas

La mano, se dice, es el instrumento por excelencia. Se convierte en signo del trabajo: se agrietan o endurecen con el uso rudo. La mano y el lenguaje son instrumentos distintivos del hombre, cada uno con un sentido especial. La mano no entra en la definición de hombre, porque su función está incluida en la vitalidad y la racionalidad. El lenguaje parece tener mayor presencia en la definición, pero sería falso afirmar que sólo pertenece a la racionalidad: el habla es parte de la vitalidad del hombre, porque el pensamiento es una actividad del alma. Por eso las definiciones no se elaboran sintéticamente. La vitalidad o el alma no es la materia, pero no podría el hombre ser tal si su racionalidad no fuera actualidad vital visible en la individuación espacial de la materia. El obrar no define al hombre, sino que éste es definido tácitamente como él único ser obrante: la operación de la mano responde al deseo, al pensamiento, a la imaginación, la memoria y a la palabra misma, por ser ella pensamiento. El lenguaje expresa la actividad de las facultades de otro modo: la mano no es apofántica, sino productora o coordinadora. Manipular tiene un sentido maléfico cuando se busca la injerencia en el pensamiento de modo errado y egoísta.

La mano no podría mantenerse si no es teleológicamente. La mano y el lenguaje están unidos en el lugar del alma en el cosmos, que es la humanidad. Cabe aclarar mejor su pertenencia a la vitalidad y racionalidad en este sentido. La mano no sostiene fundamentalmente. El bios hace posible que la mano encuentre orientación y apariencia. La técnica, asociada inmediatamente con la mano como productora, no es reflejo de ella. La técnica, como saber, requiere de la mano, pero su causa no es ésta. La experiencia de la verdad sí lo es. La mano, se ve, no puede experimentar la verdad. La “manipulación” técnica es figuración de la materia, producción, no creación. La arquitectura, como saber, no se limita a la operación de los materiales, si no que se observa en el conocimiento de las relaciones adecuadas entre las partes y los materiales. Quien no sabe hace cimientos, seguramente no sabrá elevar muros, porque no conoce la manera adecuada de producir casas. La experiencia de la verdad lo posibilita la apertura del alma racional al mundo. Si lo natural no pudiera ser ordenado racionalmente en el arte, la mano estaría impedida. Ese conocimiento puede perfeccionarse: un albañil común no sabe lo mismo que Gaudi: sus producciones lo demuestran. Los que ven el arte arquitectónico no poseen el conocimiento de la técnica, aunque pueden apreciarlo y reflexionar sobre su ubicación espacial y el sentido del acomodo estructural que pensó el arquitecto, lo cual quiere decir que experimentan la verdad a partir de la producción en otro sentido. La mano se adorna con el sentido llano y profundo de la vanidad. Todos los instrumentos manuales son elaborados por la mano porque la vida permite la manualidad. Ningún otro animal tiene manos y, además, su vitalidad no es racional. Su alimentación e intelección los mantiene en lo irracional en tanto sus reconocimientos y apetencias no los hace juzgar la verdad o falsedad. La conducta de los perros es educable pero de manera ilógica: para ellos la palabra es únicamente sensible.

El lenguaje es herramienta que también puede ser productiva, poética. No importa su origen cuando se le juzga en relación con su función primordial, aunque compleja, que es distinguir, afirmar, negar, unir, referir el ser. No puede disponer de él porque resulta complicado afirmar su eficiencia a partir de lo meramente arbitrario. Por eso es primordial, para toda investigación, aclarar la relación entre lo esencial y lo real, y notar que no se habla de se predica el ser en el mismo sentido para lo más alto y para la imperfecto. El nombre ser aplica a Dios como sustancia, y por eso es complejo identificar cómo la sustancias naturales comparten ese nombre. Lo esencial en el hombre implica la relación entre género y especie en la definición. El lenguaje como instrumento tiene una función rudimentaria que no se aclara, sólo la investigación “lógica” puede hacerlo. No obstante, se ordena conforme al fin de la verdad: la apófansis. Quizá la naturaleza del diálogo puede aclarar esa complejidad, que rebasa los análisis tradicionales. El instaurador del carácter dialógico del pensamiento es Platón. Su lectura muestra la superficialidad de la interpretación académica de las ideas. Platón, en sentido estricto, no dejó palabra suyas. Son palabras de otros en todo momento. La labor de un lector nunca termina sobre todo en el caso de los diálogos. Los argumentos y las acciones forman una trama en la que el logos está siempre presente como conversación, que es la forma misma de la lectura. Lo dialógico, en ese sentido, revive constantemente, porque depende mucho del lector. Pero no del todo. La guía de Platón muestra cómo lo apofántico está insertado en lo dialógico. Su lectura es en mayor o menor medida reproducción de la práctica socrática. La función del logos para la verdad se reproduce en el acto mimético en el que cada argumento oscurece o ilumina nuestra vida. Nuestra referencia atraviesa oscuridad y claridades porque nuestra vida racional es naturaleza que se distingue por el bios. La práctica demuestra hábitos como signo de esa vitalidad.

 

Tacitus

El espejo que se ve a sí mismo

El espejo que se ve a sí mismo

¿Vas a renunciar a él?

-Sí, voy a renunciar a él.

La cultura es esa actividad del espíritu que eleva al hombre a la altura del bien universal y no por encima de él. Los cultos son lo que se han preparado para ver con claridad cuál es el camino que ha de seguir el hombre, en su universalidad y particularidad, para llegar a ser verdaderamente libres. Cada generación descubre un resquicio de este camino, y sin alardear lo comparten con voz amorosa, sabiendo que a los hombres de su tiempo les ayudará más de lo que podrán ayudar sus palabras a los hombres que vienen; pues el hombre culto se sabe perecedero en el tiempo, pero parte esencial del Espíritu eterno que lo llama a reconocerse en su imagen. El hombre culto busca la libertad que hay en esta dialéctica del destino y la voluntad; de la ley y la autonomía; de la vocación y la rebeldía; del objeto y el sujeto; del amo y el siervo. La cultura unifica a los hombres con el cosmos. Por ello, no es para sorprenderse que cultura era, como indica Gabriel Zaid, el cultivo (la preparación y desarrollo del alma a fin de reconocer su llamado) de las virtudes, las artes y la religión, allá en las lejanas Grecia y Roma.

El hombre culto estando preocupado por el bien de la humanidad, en este oleaje que hay entre el yo y el otro, puede caer en la terrible adoración del yo. Si bien es cierto que una renunciación a éste sería una imposibilidad de saber algo, pues el único que sabe que sabe o que no sabe, es el individuo, no estaría superando con esto la dialéctica, de hecho la perdería de vista. Sin embargo, creer que la misión del humanista es una tarea mesiánica o de reformación de la humanidad, es comenzar el camino de tirano o de ingenuo. El humanista ama a la humanidad por lo que es y no por lo que puede ser. Por eso es importante que recuerde a cada momento que el hombre es principalmente una obra de amor que puede caer, pero que necesita más que nada, de este amor activo del humanista, para volver a descubrirse como semejante al bien supremo. De lo contrario tenderemos reformistas preocupados más en su imagen o en su labor de escultores que en amar, tendremos tiranuelos con voz melífica, en vez de maestros y amigos.

El hombre culto es más que nada un ejemplo de la libertad que hay al amar el bien, la justicia, la belleza, tal y como se nos fue dada ¿o de que otra manera podemos entender a Don Quijote, sino como el máximo ejemplo del hombre que ama al hombre? Del otro lado está la burla que Lucy le hace al profesor de literatura David Lurie, su padre, cuando éste declara que “todas las mujeres le han enseñado algo de sí mismo al grado de convertirlo en mejor persona”, y ella le responde: “Espero que no te jactes de que la inversa sea verdad también, de que por el hecho de haberte conocido, todas tus mujeres sean ahora mejores personas.” Él se enoja y denota que si bien no lo había pensado tan enserio, le duele ver, con claridad, la villanía de su noble intención.

El hombre inteligente que agria las preguntas, buscando no verdades, sino aplausos o herir enemigos, es el modelo que mayormente seguimos los hombres hoy día. El parámetro de la cultura y del humanismo ya no es el amor a la libertad del hombre como creatura de Dios, sino el encumbramiento de un sujeto que se ha construido para el éxito y la pasividad.

¿Será que ya no vemos la necesidad de la cultura? ¿Que nos conformamos con el show?, ¿que ningún hombre volverá a ser ejemplo de bondad, por habernos convertido en espejo que se mira a sí mismo? ¿Será que nuestra mayor desgracia es aceptar que esta vida está condenada, y que para aliviar tal situación, todo, incluyendo la cultura, debe ser fruto de una inseminación del ego humano?… sin embargo, al reafirmar nuestra humanidad de esta manera, perdemos de vista aquello por lo que habíamos comenzado a luchar y nuestros ojos no ven más que ridículas desgracias.

 Javel

Querencia

Quiero ser lo que no soy y lo que soy ya no lo quiero.

Gazmogno

Submolinismo

“Viendo tus ojos puedo descifrar el universo.”

Belanova

 

Quise sumergirme en tu mirada y terminé ahogándome en tu ser.

Hiro postal

El abismo entre el ser y la existencia.

Al leer la obra de Heidegger, en específico Ser y Tiempo, nos damos cuenta de que, a pesar de la densidad del tema, hay un orden muy claro en su discernimiento. Pero al encontrarnos con la Carta sobre el Humanismo, resultamos confusos ante su discurso, pues su reflexión parece tener forma de apuntes sueltos en donde habla del ser, de la existencia, de la metafísica y a veces de Marx. Cuando leemos el título esperamos encontrar una reflexión sobre el significado del Humanismo, pero nos encontramos más bien con argumentos para demostrar que la metafísica que se ha tratado desde la antigüedad no es un estudio sobre el ser.

¿Por qué le fue necesario a Heidegger hablar en términos ontológicos para reflexionar sobre el humanismo? Esta es la pregunta que trataremos en este ensayo. Para ello empezaremos por analizar qué es aquello que entiende por ser, para después ver su relevancia frente al Humanismo.

Dado que el término Humanismo nos remite a la misma existencia humana, nos ha interesado encontrar una relevancia del discurso heideggeriano en la vida del hombre. No olvidemos que en su juventud, Levinas era file seguidor de la filosofía de Heidegger, hasta que llegada su estancia en un campo de concentración, se dio cuenta de que dicha filosofía no podía modificar su vida. Pareciera que la pregunta por el ser en cuanto ser es tan lejana a la cotidianeidad de lo humano, como el Dios que Heidegger critica. Es por ello que Shakespeare, en especial Hamlet, nos será muy útil al hablar de la existencia concreta del hombre y su circunstancia para ver si la postura de Heidegger frente al ser es totalmente alejada del mundo humano o no. Hemos escogido esta obra porque nos parece importante que el partir de una ontología para hablar del humanismo nos estacione en algo tan lejano al hombre que ni siquiera la ética sea posible, y en la obra de Shakespeare vemos una antropología que habla del ser del hombre viéndolo también como existencia.

Para comenzar nos gustaría hacer notar que ha habido dos extremos en el pensamiento filosófico causantes de pensamientos como el de Heidegger: uno es el de que todo lo que tiene que ver con la experiencia es tan contingente y perecedero que resulta incognoscible y despreciable; y el otro es el positivismo extremo en donde sólo lo que se puede conocer y es verdadero es lo dado por referentes meramente empíricos y nada más.

Estas dos posturas, nos parece, han dado pie a que Heidegger retome la pregunta por el ser acercándolo al hombre, y alejándolo a la vez de todo ente. Ahora bien, ¿qué significa dicha lejanía y dicha cercanía?  Si recordamos cómo en Ser y Tiempo Heidegger habla del ser, podremos darnos una idea de cómo éste le es lejano al hombre, pues el ser es el más general de todos los conceptos, es indefinible y es conocido de suyo, es decir, sabemos que las cosas son, sin pensar en qué es el ser:

Pero ¿qué es el ser? Es El mismo. Experimentar esto y decirlo: eso ha de aprender el pensar venidero. El “ser” no es Dios ni  es un fundamento del mundo. El ser es más amplio y lejano que todo ente, y sin embargo más cercano al hombre que cualquier ente, sea una roca, un animal, una obra de arte, una máquina, un ángel, Dios. El ser es lo más cercano. Pero la cercanía le queda al hombre holgada, por demás alejada. El hombre, por lo pronto, se atiene siempre al ente y solamente al ente.[1]

De esta manera, el ser, al estar cerca del hombre en tanto que piensa sobre él, se encuentra alejado porque el hombre se ocupa de mantener el orden en los entes, busca finalidades en las cosas que hace, es decir, piensa de manera técnica. Por ello la llamada Metafísica, en Aristóteles por ejemplo, pretende preguntar por el ser, sin embargo, lo que se hace es buscar las causas últimas de los entes, los cuales finalmente tienen una constitución de causa y efecto. Pero ¿no es esto una herencia de la visión positivista de la época de Heidegger? Pues parece que esta rama, al negar por completo a la metafísica y estudiar sólo aquello que es parte de lo tangible y demostrable, se olvida del carácter ontológico de aquellas cosas que estudian. Por ello, Heidegger vendrá a decir que el “ser es absolutamente lo trascendente”[2], pues es como trascendente como se nombre su verdad, tan alejado y tan cerca de los entes. Su cercanía consiste en dar un cuidado mediante el cual se acerque el hombre al ser por el que tanto se espera. No obstante, ahora nos preguntamos si es la existencia es la condición de posibilidad para que el ser se manifieste, o ¿es acaso independiente de ella?

Llevemos este discurso a un ejemplo que lejos está de ser fantasía, como puede ser el discurso de Hamlet sobre “ser o no ser”. Con él podremos discernir sobre la relación entre el ser y el existir.

Ser o no ser: esa es la cuestión. Si es más noble sufrir en el ánimo los tiros y flechazos de la insultante Fortuna, o alzarse en armas contra un mar de agitaciones, y, enfrentándose con ellas, acabarlas: morir, dormir, nada más, y, con sueño, decir que acabamos con el sufrimiento del corazón y los mil golpes naturales que son herencia de la carne […][3]

Cuando Hamlet nombra al ser para empezar su discurso, no hace diferencia alguna entre ser y existir, es decir, parece que su pregunta es “vivir o no vivir”, pues se orienta a qué es aquello que permite que el hombre viva dignamente, y si no se vive de tal manera, es mejor no vivir, no ser.  Parece que esta dignidad radica en enfrentar todo aquello que incluso nos haría desear la muerte. De esta manera, se vuelve esencial el encuentro con una visión de lo trascendente, dando sentido así a dicho enfrentamiento.

Lo que hace la diferencia, a nuestro parecer, entre el ser nombrado por Hamlet, y el que es nombrado por Heidegger,  es qué entienden por existir. El primero no puede separar el ser de la existencia, siendo que todo ser que vive valiente y noblemente siente la obligación moral de existir, de ser. El ser aquí no tiene ni cercanía ni lejanía en el hombre, simplemente el que vive, existe y es, y esto implica el cómo se piense la trascendencia, pues en Hamlet se vive con la responsabilidad o no de nuestros actos, y este es el peso que se carga en la existencia.  Mientras que en el segundo lo que hace que el hombre exista es el pensar, y es precisamente él el único que puede pensar al ser, por lo tanto, la existencia le es propia sólo al hombre, no a los otros entes, los cuáles sólo son útiles. La cercanía del ser en el hombre radica en que éste puede pensarlo y develarlo mediante su obra, en especial la obra de arte. Así, aunque la condición de posibilidad de existencia del hombre sea el pensar, esto no lo hace sinónimo de ser, esto es, según Heidegger, el error de la metafísica, confundir a los entes en seres. Pero, ¿cómo pensar en un Humanismo cuando se da por hecho que no todo lo que está en el mundo existe, y que no todos los hombres piensan al ser?

“Humanismo significa ahora, en el caso de decidirnos a retener la palabra: la esencia del hombre es esencial para la verdad del ser, pero de modo que en consecuencia, no sea lo de mayor monta precisamente el hombre sólo en cuanto tal.”[4]

Los que se busca es un humanismo que sobre pase lo humano, pues la lejanía del ser deja en un estado incompleto al hombre, lo deja en la espera de que aquello que lo sobre pasa lo ilumine. Es así que el humanismo resulta significar la cercanía con el ser, esto es: el pensar.

Aquí la visión de Hamlet y la de Heidegger se unen, pues en las dos se toma en cuenta aquello que no se nombra, que no se ve, pero que aún así nos mantiene ligados a él.  Se toma en cuenta al misterio. Y hacen posible que dicho misterio se haga presente en el mundo en donde nos encontramos. Sin embargo, nos parece que la visión del Humanismo de Heidegger no ayuda al hombre para desenvolverse en el mundo en donde está inmerso. La lejanía del ser, al diferenciarlo tajantemente de la existencia, parece negar como base del humanismo a la ética misma, pues al ser el pensar lo que hace posible que el hombre esté cerca del ser, y afirmar que no todos los piensan, entonces no hay una apertura a la acción humana, al actuar incluso a nuestro pesar.


[1] Heidegger, “Carta sobre el humanismo”, México, Ediciones Peña Hermanos, 1998. P. 85-86.

[2] Íbidem, p. 92

[3] Shakespeare, Hamlet, Barcelona, RBA Editores, 1994,  p. 43.

[4] Íbidem, p. 102.