Lectura del deseo

 

Lectura del deseo

 

 

hacer de un alma un cuerpo,

hacer de un cuerpo un alma,

hacer un tú de una presencia.

 

Inmaculada o los placeres de la inocencia cumple 30 años. Lo sencillo es decir que se trata de una novela erótica de Juan García Ponce. Pero una afirmación así se nota simplona a primera vista: ¿qué novela de García Ponce no es erótica? O mejor: ¿qué es lo erótico en la obra de García Ponce? Pero no es momento de ofrecer una visión panorámica del erotismo del autor; si acaso tal visión es posible. Además, las elaboraciones eruditas sobre lo erótico no necesariamente muestran el erotismo específico de la obra literaria, mucho menos el de una novela como Inmaculada. Creo, más bien, que ha de hablarse de Los placeres de la inocencia desde la propia experiencia de la lectura, intentando mostrar lo que el autor permite experimentar al lector a través de las páginas; incluso si lo permitido es una reflexión erótica. Permítaseme intentarlo.

         Antes de reflexionar sobre la experiencia de la lectura de Inmaculada o los placeres de la inocencia quisiera señalar lo intempestivo de la obra. En nuestros días inflamados de corrección política y en los que se va consolidando una dictadura moral, la novela no podría ser publicada. Treinta años después de la publicación de Inmaculada, la ranciedad moral censuraría la obra desde el primer hasta el último capítulo. ¿Qué buena conciencia no se perturba con una escena paidolésbica? ¿Qué hombre de moralidad intachable resiste leer con tanto detalle tantas escenas orgiásticas? ¿Cómo evitar que la falsa altura moral de la corrección política entorpezca nuestra lectura de la obra? Tras treinta años en que, dice la propaganda progresista, la revolución sexual nos ha hecho más libres, quizá los lectores están peor dispuestos a leer una novela erótica. Treinta años de buenas conciencias también han cultivado más hipocresía. Y la novela de García Ponce nos lo permite ver. Es más, aventuro mi tesis: Inmaculada o los placeres de la inocencia está escrita de tal modo que el lector puede reconocer su propia incapacidad para el juicio moral sobre el deseo. Permítaseme mostrarlo.

         Comencemos por el título. Inmaculada no sólo es un calificativo central en una tradición moral, también es el nombre de la protagonista de la novela, la primera y la última palabra de la misma. En tanto calificativo, el lector ha de reflexionar qué podría significar su pertinencia. ¿En verdad un moralista puede creer que algo es susceptible de la calificación “inmaculada”? ¿No es precisamente el moralista quien de antemano niega la posibilidad de calificar a alguien de “inmaculada”? Para que el moralista sostenga su pretendida altura moral, los enjuiciados no han de ser nunca libres de manchas. Para que haya moral, lo inmaculado debe ser imposible. —“Por eso es milagro”, me objetaría un moralista cristiano. “Tú no entiendes los milagros”, le contestaría y cambiaría de tema—. De hecho, el autor nos permite ver a lo largo de la obra el fundamento de nuestro juicio moral. Inmaculada o los placeres de la inocencia permite al lector juzgar su propio juicio moral, reconocer las anticipaciones del juicio y examinar las bases de las mismas. Por decirlo de un modo suficientemente inexacto: el lector de Inmaculada va descubriendo en cada página sus propias máculas.

         La segunda parte del título no deja de ser inocentemente juguetona. Los placeres de la inocencia suena inminentemente a pornografía, o bien incontinentemente a Sade. Nuevamente, el comprometido aquí es el lector. ¿Qué tipo de juicio moral supone el lector de libros pornográficos? ¿No es el libertino (véase la explicación de la historia del término al inicio de La llama doble de Octavio Paz) quien cree tener una cierta altura moral para poder disfrutar desprejuiciadamente a Sade? El libertino, igual al moralista, supone conocerse más profundamente que los demás, y funda en dicho supuesto la posibilidad de su aserto. Así como el moralista cristiano no entiende de milagros, el libertino no puede captar los placeres, pues es bastante inocente —inocente en la acepción más insultante del término. La novela permitirá al lector reconocer su propia disposición a los placeres, distinguir que su incomprensión de la inocencia exhibe la inexperiencia del placer.

         No está de más atender a la disyunción del propio título. ¿La disyunción pone en oposición a lo inmaculado y lo inocente? ¿O bien la disyunción anuncia la reunión de lo inocente y lo carente de mácula en el placer? A mi juicio, además de referir al clásico teatro moralista, el título con disyuntiva muestra la condición necesaria para el juicio de la acción: el moralista no tiene que elegir sobre su juicio; quien piensa la acción sabe que juzgar siempre es disyuntivo. De modo tal que, por la disyunción, la guía para entender Inmaculada o los placeres de la inocencia es la protagonista. ¿Quién es Inmaculada?

         Inmaculada es la protagonista de la novela. Y la afirmación lleva mucho de falsedad. Inmaculada protagoniza no tanto por lo que hace, sino por lo que se deja hacer. A excepción de sus huidas, todo lo que le pasa a la protagonista exalta su pasividad. La novela nos narra lo que pasa Inmaculada y en la narración nos hace imperativo preguntar quién es ella, por qué le pasa lo narrado, si los sucesos son evitables o consecuencias… Inmaculada es el espejo del que juzga las acciones. Por lo que hace Inmaculada uno se conoce a sí mismo. Por lo que sabe Inmaculada, uno… no, uno no necesariamente sabe de sí mismo.

         En medio de las peripecias, ante la casi desesperante pasividad de Inmaculada, cuando el lector no sabe si hay límite alguno a lo que ella se deja hacer, a lo que la creatividad produzca como camino de placer, a la imaginación sexual, ella sólo mantiene una claridad: desea, y su deseo siempre es una determinación ajena. Inmaculada vive deseando que otro paute su deseo, le dé sentido, lo ordene. Para Inmaculada el deseo es el motor de su vida en lo azaroso de la existencia. Sin embargo, es un motor carente de fin. No desea poseer, sino ser poseída. No desea hacer, sino ser hecha. No desea descubrir, sino ser descubierta. El deseo como motor de la vida no es la persistencia en el propio ser, sino la entrega total a otro que nos haga ser en plenitud. El deseo, para Inmaculada, siempre es ser el deseo de otro.

         ¿Qué hace el lector ante el deseo de despersonalización de Inmaculada? Aquí entra la genialidad insuperable de Juan García Ponce. Cualquier escritor sectario tomaría posición sobre la despersonalización; alguno juzgará enajenación, otro una perversión, uno más una violación de la dignidad de la persona… no García Ponce, pues él produce una obra que hace del lector el determinante paulatino de cada deseo de Inmaculada. Por su modo de narrar, el autor logra que el lector vaya avanzando los capítulos sorprendiéndose siempre de la ordinariez de su juicio moral. Uno descubre a cada instante que lo considerado imposible o inaceptable torna, casi naturalmente, posible, aceptable, necesario… quizá bueno. Uno se descubre señalando moralmente la falta, pero deseando inmoralmente su cumplimiento. Juan García Ponce logra que el lector contraríe en sí mismo su juicio moral y su deseo inmoral.

         Sin embargo, ahí no acaba la excelencia de Inmaculada o los placeres de la inocencia. Una vez que el lector se da cuenta del efecto contrariante de la producción garciaponceana, el autor nos introduce en una experiencia más complicada. El lector se descubre cómplice de quienes hacen a Inmaculada, pero en el descubrimiento también se reconoce testigo, interesado en lo que le hacen a Inmaculada. Y en la medida en que el reconocimiento propicia la reflexión, uno no puede evitar preguntarse por qué le interesan todos esos detalles de la explosión sexual de Inmaculada, por qué está dispuesto a testimoniarlos, por qué se mantiene tan atento a lo que afirma indignante. A través de cambios en la narración de la obra, el autor nos va haciendo lo mismo simples espectadores de la orgía, que voyeristas esforzados en el escrutinio de cada hecho, o estetas comprometidos con el prodigio de la sensualidad del arte, hasta hacernos personificar a aquel que paga a Inmaculada para enterarse a detalle de sus experiencias sexuales. A través de ello, insisto, García Ponce hace del lector un cómplice del desenfreno, un cuestionador de la moral, un inspector de la hipocresía, un secuaz de los deseos, un desconocido de sí mismo.

         Y cuando la novela hace del lector un desconocido, cuando el lector no encuentra base firme para su juicio moral, el lector se descubre deseando la determinación de su deseo. ¿El lector podría entregarse tan planamente a otro? ¿El lector descubre tan vivamente sus deseos como para identificar el camino de la entrega? En los mejores casos, parece, Inmaculada o los placeres de la inocencia produce lectores inmaculados que pueden recorrer las excitaciones del libro inocentemente. Y aquí, nuevamente, nos sorprende el autor. ¿O no es raro, lector, que para ese momento las escenas de un psiquiátrico sean tan semejantes a las escenas de la vida corriente? La inocencia es un placer maniático. Pero en Juan García Ponce la manía de eros no es daimónica.

         La novela termina en una escena que podría parecer indigna tras la explosividad sexual de todas las páginas anteriores. Sin embargo, el final casi rosa de Inmaculada o los placeres de la inocencia debe leerse desde la inocencia placentera de saberse inmaculado. La clave, obviamente, proviene de la irónica sonrisa de un psiquiatra, quien testimonia la determinación de los deseos humanos como la búsqueda de un final feliz. ¿O no aspiran todos a conocer sus deseos a tal grado que al final de su vida puedan decirse felices? ¿No aspira la mayoría a conocer sus deseos de modo tal que pueda administrar la entrega? ¿No es la moral, finalmente, la que despersonaliza los deseos? La novela de Juan García Ponce nos permite reconocer los autoengaños tras esa aspiración. El genuino placer de la inocencia radica en saber que no se sabe.

 

Námaste Heptákis

 

 

Escenas del terruño. 1. Recordé la sentencia de Tiresias, «terrible es el saber», al leer: «Fui una de las últimas personas que lo vio con vida. «Todavía está respirando», me dijo uno de los curiosos. Me acerqué a él, y aún no descubro para qué». 2. 83 años después identificaron el cadáver de su madre. Ella acudió a su ejecución con una sonaja de su niño de 9 meses. La ejecutaron los fascistas en la guerra civil española. Aquí la nota con el huérfano de 83 años y su hermana mayor de 94. Conmovedor. 3. No me explicaba el encono de la dramaturga contra el Colegio Nacional. «Quizá no le gustó alguna crítica de Christopher», pensé. «O realmente es muy feminista», supuse. «O quiere formar parte del CN», especulé. Cuando hace unas semanas intentó hacer pasar por suya una anécdota ajena me dije: «seguro sólo son cuestiones personales». Pero cuando insistió en que Enrique Krauze se estaba plagiando a sí mismo no pude más que suponer que algo estaba mal. ¡Ahora todo es claro! Sabina Berman a la 4T.

Coletilla. «Leer es el hermoso diálogo de siglos que no dependen del tiempo». Jorge F. Hernández

La explicación persistente

La explicación persistente

 

Pallas, quas condidit arces,

ipsa colat…

 

La ciudad es el lugar de las palabras. Por ello, la reacción romántica contra la civilización moderna enaltece al campo. Si la ciudad moderna se construye a partir de la razón instrumental, será la sólida muralla del silencio la que circunde el panorama romántico del campo. Y la música –a media luz entre el silencio y la palabra- se presentará como la frontera de la civilización y la naturaleza. ¿Acaso la música requiere explicación? ¿Acaso el campo nos libra de explicar? ¿Qué es una ciudad donde ya no se explica nada?

         El silencio del civilizado extraña, pues es una renuncia a la explicación. De igual modo, cuando la música deja de ser concierto en la ciudad, el ruido es lo que permea. ¿Quién quiere vivir en el ruido? Incluso allí donde la palabra parece ya imposible, la explicación no es del todo un inútil combate. Podríamos explicarnos el ruido que circunda para entender al menos si todavía hay lugar para las palabras. Persistir en la explicación no es siempre un acto vanidoso, que a veces la vanidad del autor está en su renuncia a explicar.

         Alexis, o el tratado del inútil combate es una obra literaria que nos permite pensar en la persistencia de la explicación. Por un lado, Alexis podría ser considerada una novela cuasi-autobiográfica: el drama del despertar sexual de un escritor que se hipostasia en su personaje como mecanismo de ocultamiento. Por otro lado, y más acertado, El tratado del inútil combate podría ser considerado como una carta extensa en que se explican en primera persona las acciones de un personaje fabulado. Sin embargo, Marguerite Yourcenar logró mucho más que eso con su obra: logra una novela epistolar biográfica que da razón silenciosa del autoconocimiento erótico. ¿Razón silenciosa?

         Considerada como carta, el autor es el personaje principal de la novela. Pensada como novela, Alexis es el personaje principal de la carta. Sin embargo, no es sencillo identificar a Alexis con el autor de la carta, ni a alguno de los dos con la autora de la obra, ni a la destinataria con el lector, la autora o quien originalmente pedía la explicación. Alexis, el autor de la carta, la destinataria de la carta, la autora de la novela y el lector de la novela se encuentran en torno al silencio que origina toda la obra. El silencio está tanto en la periferia como en el centro de la obra porque es la continuación del viejo lamento de un pastor que es cervatillo, es la respuesta de quien alejándose protege, es la explicación persistente del silencio en la segunda Bucólica de Virgilio.

         Virgilio presenta a Corydon lamentándose porque su amor por Alexis no le es correspondido. A lo largo de la égloga, el pastor muestra la sinceridad de su pasión amorosa y su distanciamiento de la sencilla armonía natural. El epicureísmo virgiliano permite notar que el amor, aun cuando sea sincero, es siempre una perturbación, un desequilibrio de lo natural. No es antinatural la pasión homosexual, sino que su oposición a la naturaleza se origina en la perturbación originaria: todo amor es contrario a la naturaleza. Corydon se lamenta porque al amar ha perdido la tranquilidad y no ha ganado a Alexis.

         Alexis, en cambio, no tiene voz en el poema virgiliano. El silencio de Alexis motiva la creación yourcenariana: parece que la novela pretende dar voz al que en el poema calló. Sin embargo, la voz de Alexis sólo sonará a través de la voz de quien redacta la carta: un hombre que confiado en la comodidad de la costumbre evitó el autoconocimiento y en ello ha reconocido la razón de su infelicidad. El redactor de la carta escribe a su esposa para explicarle por qué ha huido, por qué la ha abandonado, por qué ella es la única que podría entenderlo. Huye porque él nunca sería feliz en la relación burguesa que el matrimonio le permite; él ama de otro modo. Abandona porque no puede exponerse a la tentación de la ciudad, de los citadinos, de los jóvenes de la ciudad. Y la esposa es la única que lo entenderá porque es la única que sabe por qué su amor es realmente imposible: sólo la esposa aquilatará el silencio de la explicación nunca plenamente dada. El esposo se va de la ciudad sabiendo que en el campo tampoco podrá hablar Alexis.

         El epicureísmo del poema nos permite ver al amor como perturbación. Alexis, si correspondiese a Corydon, se perdería en el silencio de los lamentos. El yourcenarismo, en cambio, comprende al silencio de otro modo. Piensa el redactor de la carta que entre una ejecución musical y otra sólo permea el silencio, la continuidad musical de la vida. Los lamentos de Corydon continúan en el silencio de Alexis. El esposo que abandona a su pareja, sabedor de la imposibilidad de amarla, deja una carta en que da razón del silencio en que terminará su relación. Mientras en el epicureísmo no hay solución para el amor, en el yourcenarismo la falta de solución es una renuncia a dar razón. Mientras los cantos virgilianos enaltecen el campo, la música yourcenariana nos acompaña en la ciudad.

         Persistencia en la explicación de uno mismo es el camino por el que Marguerite Yourcenar presenta el autoconocimiento erótico de Alexis y del personaje de Alexis, o del combate inútil. Negarse al autoconocimiento, negarse a dar razón de sí mismo, obliga a un silencio contrario a la razón, a un silencio forzoso, a la infelicidad más sencilla y más imbécil. Dar razón de la propia pasión erótica no necesariamente conduce a la felicidad, pero al menos sí nos aleja de imbecilidad. Cuando es imposible el sencillo amor del campo, cuando se es moderno, cabe detenerse a escuchar la música antes de partir. Cuando es imposible el amor de la ciudad, cuando se es romántico, cabe detenerse a explicar las razones del silencio. La explicación es solución, aunque no sea efectividad. A la oposición entre modernidad y romanticismo, Yourcenar presenta el valor de las palabras: el silencio revalora las palabras acalladas por la razón instrumental, así como las palabras revaloran el silencio de la simplificación romántica del campo. Las palabras valen cuando aquilatan los silencios. Los silencios suenan cuando prueban las palabras. Palabras y silencios se entretejen en toda explicación. Conocerse es, quizás, una explicación persistente.

 

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. No nos engañemos: la alianza del Frente Nacional por la Familia con Mikel Arreola no significa que la gente del Frente sólo esté en el PRI, sino que el asunto está muy bien arreglado. Hacia el fin de semana circuló en los centros de activismo de derechos LGBTTTI una declaración en que se denunciaba la discriminación de Morena en la repartición de candidaturas. Para preparar terreno, el Frente convenció a Mikel de hacer una declaración escandalosa en domingo. La carta se hizo pública. Y el nuevo distractor fue la divulgación de la alianza del Frente con Mikel. ¿Por qué esforzarse tanto en dar la impresión de que Morena y el Frente no están de la mano?

Coletilla. “No hay mundo exterior para los amantes, pero todo es exterior en ellos”. Juan García Ponce

Psicología sin alma

Psicología sin alma

Ningún psicólogo, y casi ningún hombre, se niega a aceptar que el amor es algo necesario. La pedagogía contemporánea trata de dejar la rudeza como práctica del amor familiar. Los sexólogos alienan el amor del sexo para dar terapia de algo que acompaña al cuerpo por naturaleza. Moldean las costumbres íntimas del concubinato, el matrimonio y el noviazgo para ofrecer conocimiento ilustrado de la materia (el alma es una abstracción que nunca se alcanza a entender en ellos). Son puritanos del cuerpo. En una u otra medida, todos parten del supuesto de que el amor es necesario, como algo que la vida requiere para ser tal. Desde que el sexo puede controlarse (ciencia anticonceptiva, planificación familiar) su represión ya no es un problema, sino un obstáculo. El aburguesamiento nos reduce a la lujuria. La pedagogía confunde la naturaleza amorosa con la vanidad del egoísmo.

Nuestra naturaleza, como lo muestra la metáfora platónica del carro alado, enseña que el amor es algo que está en nuestro ser. Que ser y amar son uno en el animal que es el hombre. No es esa metáfora un mito de la idealidad del hombre. Es alegoría de su vida. Cree que el erotismo es sólo algo que enciende con el deseo amoroso, pero en realidad está en el deseo mismo. Por eso el mito da un número de almas. Hace falta algo de sapiencia para ver en cada acto esa naturaleza. La necesidad del amor radica únicamente en que el hombre no es tal sin él. En que su alma es erótica. Hay quienes ven en ello una justificación de la lujuria. El cristianismo, mucho más sabio, nos enseñó a distinguir a Eros de la lujuria al concebirnos como carne, sin olvidar la enseñanza platónica. Supo mostrar que lo erótico no es deseo sexual, y sugirió, lo que parece inexplicable para los sexólogos, a la castidad como la mejor manera en que ese erotismo se logra, sin sojuzgar la carne, sin separar burdamente al sexo del amor. No la puso (a la castidad) como regla conductual, ni como moral personal. Por eso lo mantiene como un don. La naturalidad del sexo no es necesidad más que en el sentido en que se requiere para mantener la vida. Eso no obliga a todo mundo, hasta donde veo, a la culpabilidad criminal que todo mundo atribuye a los cristianos que buscan la castidad. Eso es más bien maniqueísmo de la dualidad alma cuerpo, que no existe para el cristiano. No es posible la castidad entendida como dominio del deseo.

Se requiere inteligencia para pensar la lujuria como pecado, no así para el prejuicio del sexo como acto despreciable del cuerpo en favor del alma, como se requiere sabiduría para entendernos en todo momento. La educación requiere de conocimiento del alma y, por tanto, del amor, para saber guiar, para entender los límites de la palabra, la perfección de una retórica posible. Porque ella no sirve si no sabe aprovechar el deseo de saber, si no templa y conduce a lo mejor en el intercambio de la palabra. Por eso la educación requiere iluminar la naturaleza, en la medida en que es iluminación de la humanidad propia, de los dilemas y problemas propios que siempre abarcan un problema recurrente. Por eso las modas son la manera más torpe de abordar cualquier cuestión: no buscan la verdad, sino el despliegue del yo. El pecado no es mantenerse siendo cuerpo, despreciando la recompensa de la vida eterna. El pecado es seductor porque está velado con nuestros propios prejuicios. El pecado en la lujuria nos confunde con respecto al amor, que es confundirnos sobre nosotros mismos. La razón hace falta ante el pecado no como un dominio de sí, sino como un deseo de la verdad cuyo resultado milagroso es la caridad, no el idealismo.

 

Tacitus

Perorata de un salvaje

Perorata de un salvaje

…este chiquillo parece bastante reacio a unirse en el juego erótico corriente […] empezó a llorar y…  Aldous Huxley

 

Una vez que se llega a la conclusión: “Todo está permitido”, parece una burla inocente andar hablando de castigos. Si todo está permitido, es decir, si no hay límites, ¿por qué se habría de indicar uno? Los castigos, las reprimendas, son precisamente la muestra de que si se actúa liberalmente, habrá un cerco que nos impida reintentar el camino. Mejor es hablar de una rehabilitación, que no de un castigo. La rehabilitación permite, entre otras cosas, introducir en el pensamiento de los hombres, la escurridiza idea de que necesariamente no hay límite alguno, lo que hay es una mala decisión de cómo se quiere llegar al fin deseado. Lo que se debe es rehacer el camino, no obstruirlo, ni satanizarlo.

Castigar, es de hecho, una muestra desmesurada de la fuerza y el salvajismo que aún ronda nuestras vidas. El que castiga es un asesino de la libertad, y el que asume el castigo, un mártir del que hay que aprender la paciencia; pero sobre todo, al que hay que apoyar una vez que salga, para que retome su camino, siempre y cuando lo haga por otra vía que no coercione su libertad. Pues, de hecho, es la autenticidad del hombre ingenioso o talentoso la que se necesita conservar y alentar antes que nada. El hombre de talento es el que muestra el camino de la originalidad siendo transgresor de las costumbres apocadas que en nada ayudan al desenvolvimiento de la naturaleza humana. Ser libre y autentico es aquello que se ve impedido por la justicia.

El castigo, piensa el hombre talentoso, es el límite entre el bien y lo que debe hacerse para romper estigmas éticos, que malogran la grandeza del hombre que posee un ingenio superior. Por eso en las utopías no puede haber castigos, sino rehabilitaciones, pues todos son libres de gozar de la naturaleza humana en todos sus sentidos, siempre y cuando se respete la vida. La vida, siendo el sostén del talento y el placer, no puede ser tan pobre de tiempo y sensaciones… pero eso ya lo resolverán los científicos y neurólogos.

Pero acaso las utopías que ofrecen lujos, placer a flor de piel, vida eterna, poder ser auténtico, se olvidan de un pequeño detalle llamado Dignidad. La dignidad tiene que ver con la libre y plena realización del hombre como ser bueno y feliz. Es decir, la originalidad desde la postura de la dignidad humana, también apoya lo auténticamente humano, pero pone como fin a la felicidad, y no al placer infinito. El salvajismo al que hacía referencia hace un momento y que aún ronda en nuestras cabezas, es precisamente la furia que se siente cuando se nos intenta restar o aniquilar la dignidad propia o de algún hombre o pueblo. Este salvajismo nos ayuda a mantener los pies en la tierra. Y precisamente se pierde el terreno cuando no se muestra lo perverso del mal, lo inadecuado, lo tortuoso de las malas acciones. Cuando se muestra al mal, como algo deseable, perdemos vida. Castigar no es, por todo esto, un salvajismo, sino la más alta muestra de dignidad ante lo que está mal en el mundo. Es un intento por no dejar que el mal gane terreno. Es una muestra de cuánto amamos el bien. Es el buen salvaje gritando, ¡no me mates! ¡No me denigres!; o bien, es el niño que llora porque le da miedo el mal y se avergüenza de ser partícipe de este grotesco juego.

Javel

Cubrirse

Cubrirse

¿Será de verdad el pudor un modo correcto de conducirnos al desentrañar el pecado original? Las ventajas pedagógicas de ese método pueden ser en verdad útiles para los hombres modernos, que creen que el pudor se asocia inmediatamente con la vergüenza que cubre los genitales y los miembros casi enteros. La salida del paraíso puede ser así retraída a las versiones antropológicas de la historia humana (todas hijas del contrato y el Estado moderno) No obstante, hay una imposibilidad que, en dicha senda educativa, obstruye inevitablemente el paso firme. Tanto para el estado de naturaleza de los románticos como para los maquiavélicos realistas, el pudor es necesariamente convencional, porque es fruto psicológico de los choques entre las doctrinas morales; de ahí que Nietzsche pueda radicalizar esa visión con su idea del nihilismo y la voluntad de poder.

Para el hombre moderno no hay posibilidad del pecado original. Porque para saber gobernar como príncipes no necesito saber si la desobediencia a Dios o la seducción del pecado son en verdad males, sólo necesito saber aprovecharme de esa seducción. Acaso la importancia que la fuerza tiene para el pensamiento político moderno pueda asociarse muy bien con esa oscuridad en torno al pudor y al pecado original. Cuando la fuerza es la columna del pensamiento político, el pudor degenera hacia la administración publicitaria del líder. Ningún político moderno puede mostrarse vulnerable, pero sí inútil y funesto.

Los modernos no carecen de vergüenza. Ni siquiera los admiradores del deseo y el cuerpo. No distinguen bien el pudor. No carecen de vergüenza porque tienen un orgullo, por más ridículo que les parezca a los críticos posmodernos. Adán y Eva se taparon tras la caída, y así conocemos al hombre desde entonces. El vestido parece la marca que separa al paraíso del mundo lleno de trabajos, partos y sudores. ¿Qué pasa si esa deja de ser una versión sexual de la vergüenza? O, mejor dicho, si tomamos en justa medida la dimensión sexual de la revelación en torno a la caída.

Ha de ser así si no queremos hacer del deseo una cuestión trivialmente vergonzosa. Ha de serlo si el conocimiento moral es algo distinto a la naturalidad de la necesidad de cubrirse. Y es que el pudor, más que temor a la exposición, puede ser una manifestación de la corrección del deseo y el pensamiento. La moda sí puede ser convención, pero ella no existiría sin la educabilidad del deseo. La educabilidad no es la posibilidad de ser condicionados. El temor ante los gays sería rescate del pudor si aceptamos que el pudor repele la vulgaridad sexual. La virtud no se escandaliza ante el desnudo. Para las versiones modernas del pudor siempre existirá la tensión que los psicoanalistas ponen entre la sexualidad y la represión, en tanto expliquen el erotismo de manera trivialmente conservadora para el pudor. Es decir, en tanto apelen a la ética como esperanza técnica. Tanto el romanticismo como el realismo lo hacen.

Tacitus

 

Eros y lo gay

Eros y lo gay

Hay quien dice que la homofobia es una especie de temor hacia lo desconocido. Eso sería cierto si el homoerotismo fuera una conducta meramente sexual. Sería cierto si, como dice ese gran porcentaje de nuestro homofóbico país, los gays fueran una excepción a la regla. Nótese que, al tiempo que hablamos de normalidad en la conducta sexual, no hablamos bien de la depravación que en ella puede haber. Nótese que nos indigna que los gays y los transexuales sean discriminados, y que las mujeres sean ultrajadas, pero que no sabemos decir en dónde está la anormalidad en el deseo sexual. En la sexualidad no existen anormalidades, a excepción de la disfunción eréctil y cosas parecidas.

Somos tan realistas, que pecamos de ingenuos. El deseo amoroso no puede ser explicado coherentemente por la teoría del sexo. Uno no se enamora siempre para tener descendencia. El hombre puede reproducirse, pero puede llegar a vivir bien sin ello. Por eso, la “normalidad en el placer” amoroso no es una explicación. El homoerotismo no es una disfuncionalidad biológica. El placer se da en el acto carnal de cualquier manera. En dado caso, el placer es una consecuencia evidente que nos nubla el acto amoroso, así como el deseo. No hay placer en ausencia del amado, y eso es lo importante. El deseo carnal es sólo una chispa en la brasa que el erotismo enciende en nosotros. Una chispa que puede no existir, sin que el amor por ello disminuya. La carne no es un nombre fantástico para hablar de esa experiencia desiderativa: en ella lo importante no son los sexos.

Si uno puede amar bien, entonces, la carnalidad está relacionada u opuesta con la bondad en el amor de manera distinta, y no según el criterio sexual. El homoerotismo no es una anormalidad, porque sigue siendo amor, tan natural como el amor “normal”. No hay alguna falla pedagógica que produzca amanerados, pues esa explicación supone que el hombre impetuoso, el machito, es la única y mejor posibilidad del ser del hombre. La naturalidad del amor va junto con la naturalidad del deseo. Uno no necesita explicaciones psicoanalíticas para la existencia de lo homoerótico, así como no puede explicar satisfactoriamente, de manera absolutamente racional, las razones por las cuales se enamora.

La reflexión sobre el homoerotismo nos enseña que lo normal es el amor. Si, en la experiencia del amor, la carnalidad es sucedánea, pero sólo como posibilidad, quiere decir que la unión entre sexos distintos es sólo un momento, un ejemplo de ello. Lo homoerótico no puede romper con la naturalidad, porque al amor, como he dicho, no lo define del todo la diferencia de género. Eros puede hacernos vislumbrar la belleza en lo finito, en lo pasajero; el gusto por las mujeres o los hombres no es algo aprendido. La unión entre hombre y mujer, así como entre hombre y hombre tiene modo de ser igualmente viciosa o virtuosa. Por eso la experiencia de la carne nos abre a incluir en ella a la homosexualidad, y no a excluirla.

Tacitus

Gazmoñerismo #78

La deseaba con tanto ardor que hubiera podido penetrarla con la mirada, poseerla con el olfato, degustarla con el recuerdo, pero ella, reacia, lo seguía condenando a la humedad de su ausencia.

Gazmogno