El entusiasmo del concierto

Te concedemos, pues, lo más bello: que enalteces a Homero no por ser un experto,
sino por estar poseído por un dios.

La guitarra siguió sonando mucho tiempo más, pero él seguía escuchando los ecos de ese momento recién pasado aún moviéndolo como si los compases se hubieran vuelto circulares y nada fuera a cambiar nunca más. Miró a los demás de la audiencia y todos estaban tan pasmados como él. Eso le parecía, por lo menos. Las bebidas estaban quietas en las mesas, desatendidas, y los cigarros se consumían en los ceniceros o en los dedos. Se preguntó si cada uno de los que escuchaba esta hechizante música estaba viviendo esta clase de burbuja de tiempo que él experimentaba, pero no había modo de saberlo sólo mirando sus rostros. Todos en silencio, escuchando, embelesados. La luz se había vuelto puro accidente. Siguió observando la cadencia en su interior. Ya había escuchado estas mismas palabras antes, la misma canción; pero nunca había sido de este modo tan peculiar. No parecía haber motivo, pero sonaba todo mejor que en las otras ocasiones, todo en su lugar. Todo era apropiado. No era la sorpresiva presencia, ni tampoco la cercanía al cantor, ni el envolvente volumen; esto sólo ayudaba a que se diera cuenta de la maravillante interpretación, pero no era la fuente de la maravilla. Era tal vez que ni el instrumento, ni la textura de la voz, ni las imágenes gigantescas, ni el paso justo del pulso tenían sentido solos. Se habían encontrado como si siempre hubieran estado esperando ser descubiertos en este modo, ansiando combinarse. Es más, ansiando confundirse. La suavidad de esta mezcla sólo era posible olvidando que era una mezcla. La voz y los tensos rasguidos de las cuerdas se habían convertido en la misma cosa, y no podía ser coincidencia. La audiencia había sido embrujada con el curioso olvido de que cada sonido es uno por sí mismo, y abrasada a la vez por el candor de una memoria que no solamente retiene sino que espera y se complace mirando lo que ya estaba completo: anticipando cada nota en su exacto lugar, cada palabra con la convicción exacta. «Esta pieza debe escucharse así», pensó.

Terminó el encanto por fin. Los presentes aplaudieron casi despalmándose y se levantaron de sus asientos los pocos que aún permanecían sentados. Como cede poco a poco la lluvia al terminarse, el ruido espantoso de los vítores cesó. Después de que todos los demás partían ya del recital, él se acercó al músico, absorto en sus pensamientos. No podía ser que cada detalle hubiera simplemente ‘ocurrido’, que los cambios perfectos se dieran solos mientras que lo que debía mantenerse permaneciera por sí mismo. Ésta era evidencia del inmenso y prodigioso arte del compositor. Tenía que conocer el secreto de esta canción, así que le preguntó a su autor. Estaba entusiasmado y emocionado. Preguntó todo lo que se le venía a la cabeza, pero cuestión tras cuestión se frustró más y más. No podía creerlo, pero sobre lo más importante, sobre las claves sospechadas que habían hecho esta pieza maestra, sobre la grandeza que había ocurrido allí y de la que todos eran testigos, el músico no le pudo decir absolutamente nada.

Armonía

“The way of the creative Works through change and transformation,

                                                  so that each thing receives its true nature and comes into permanent

                                            accord with the great harmony: this is what furthers and what perseveres”

 I Ching (traducido por A. Pope)

 

Buen oído nunca he tenido. Sé algo así como nada de teoría musical. Instrumentos musicales, además del triángulo, evidentemente tampoco sé tocar. Alguna vez quise aprender, alguna vez comencé a saber. Pero de eso hace ya mucho. Aunque amarillo,  aquél es ya un recuerdo borroso. No entiendo de notas, escalas, silencios, de negras, ni blancas. No distingo el “do” del “re”, mucho menos el “bemol”. No sé de círculos, tonalidades, ni nada por el estilo…Pero aquél día nada de eso importó. Era un concierto, no sabía cuál. Pero era Stravinsky, según me dijeron. Comenzó. Cerré mis ojos y la sinfonía corrió. Cerré mis ojos y nada importó. Entró por mis oídos, pero luego se me perdió. Se fue allá, bien allá, no sé muy bien a dónde. Muchos más sonidos a diario escuchaba –mi  voz, la licuadora y la molesta aspiradora-, todos iban y venían. Pero éste era más especial, éste había entrado y no sé cómo se había quedado. Aunque nada sabía yo, como tú y como aquel presumido que se cree maestro de las melodías, también la había sentido. Sentía y se sentía bien. Tú, yo y él, todos –aunque no les gustara Stravinsky- la reconocíamos.  Había entrado como sinfonía. Me cayó bien porque no era una erudita sangrona y selectiva. Era la armonía. Yo no distinguí ni una sola nota, pero a ella mi alma la distinguía bien. La reconoció como los grandes y viejos amigos luego de siglos sin verse. Como, dicen, una madre a su hijo.  Como dos gotas de agua  al chocar. Como cuando algo vuelve a su lugar natural. Esa armonía, pienso yo, no fue cosa inventada. Por eso todos, sabios o no, pudimos sentirla. No es, como tantas cosas, construcción humana. Se reconoce y se siente precisamente porque aunque se esconde, está  y ha estado siempre ahí detrás.   Nos guste o no bailamos al son que ella nos quiera tocar. Es la armonía ese orden padrísimo. Es por ella que hay Ontología y no sólo Epistemología.

*PARA APUNTARLE BIEN: “…Y acerca de la voz y el oído, otra vez el mismo razonamiento: nos fueron concedidos por los dioses por las mismas razones y con la misma finalidad. Pues el lenguaje tiene la misma finalidad, ya que contribuye en su mayor parte a lo mismo y, a su vez, cuanto de la música utiliza la voz para ser escuchado ha sido dado por la armonía. Ésta, como tiene movimientos afines a las revoluciones que poseemos en nuestra alma, fue otorgada por la Musas al que se sirve de ellas con inteligencia, no para un placer irracional, como parece ser utilizada ahora, sino como aliada para ordenar la revolución disarmónica de nuestra alma. También nos otorgaron el ritmo por las mismas razones, como ayuda en el estado sin medida y carente de gracia en el que se encuentra la mayoría de nosotros.”   – Platón. Timeo 47 c-e.

*MISERERES: El pleito entre el gobierno y normalistas en Michoacán continúa. Muchos normalistas que protestaron siguen en prisión. . Las autoridades –SEP y gobierno-  argumentan que los normalistas se niegan a ser evaluados y a aprender inglés. Los normalistas, por otra parte, dicen estar en contra de la Reforma a la Educación. Entre otras cosas, dicen que no protestan por aprender inglés, sino que  protestan que en el nuevo plan se quitaran materias formativas en español y se sustituyeran por la enseñanza de inglés. Dicen, además, que no están en contra de ser evaluados, sino del tipo de evaluación –cuantitativa y no cualitativa- al que serán sometidos. Finalmente, protestan porque se redujeron las especialidades que hay en la escuela Normal: ya no habrá, por ejemplo, la preparación para enseñanza rural e indígena. Sabrá Dios la razón de qué lado esté. Y en EU, Obama y Romney están con empate técnico (de 47%). El resultado de este tercer debate dirá.

Pensando en la Sinfonía

La vida está llena de contrastes: entre que tenemos días movidos y atareados, y otros plenamente aburridos, o entre alegrías y enconos, o entre cientos de otros ejemplos que vienen en parejas, hacemos de los recuerdos de nuestros días redes de contrarios sujetos por la misma experiencia. Nosotros mismos somos así un poco, no podemos evitar que salga de nuestra supuesta congruencia alguna opinión que nos traiciona, o alguna actitud incomprensible; no tenemos carácteres de caricatura cuya única particularidad resaltable pinta todas nuestras acciones de un mismo tono.

Estas diferencias son fuente constante de imitación en la poesía y el arte en general porque causan gran maravilla cuando nos parece que están bien representadas. La música sería imposible sin nuestra capacidad de atender esos contrastes, para empezar, entre lo errático y lo estático, y para continuar, entre lo breve y lo largo, lo fuerte y lo quedo, lo agudo y lo grave. Toda teoría harmónica se basa en el movimiento que reconocemos en el sonido cuando pasa (de innumerables maneras distintas) del reposo a la tensión y de vuelta, porque nuestros instrumentos musicales nos dan la posibilidad de mezclar en infinitos modos todas estas caras del sonido.

Pensaba hoy por la mañana que la causa de que la que la sinfonía sea probablemente el modo más completo de hacer música es que, de todas las formas, es la que mayormente posibilita que se den todos los contrastes imaginables que le corresponden (digo que le corresponden porque, obviamente, no son de la música las características de otras formas de arte como la pintura o la escultura). No solamente incluye los más numerosos colores entre tantos instrumentos que se agrupan, sino que puede mejor que ninguna otra hacer cualquier cambio: por velocidades no tiene límites más allá de los que los escuchas se permitan; tampoco por tonos, o por texturas, o por motivos, o por cualquier otra cosa. En general, no hay matiz acústico que la sinfonía no pueda producir. Obviamente, hablando sólo de la forma no estoy opinando sobre ninguna pieza en particular ni afirmo que cualquier sinfonía sea mejor que cualquier otra cosa de música en el mundo. Simplemente eso: que por sus posibilidades, es la que más ofrece al compositor.

Otra cosa es pensar en la musicalidad de las palabras y su relación con la sinfonía. Confesaré que es ésta la segunda causa que me motivó a pensar en la preeminencia sinfónica: la canción bien podría estar en su máximo esplendor en el poema sinfónico. No todo poema está pensado como canción entre instrumentos, y no toda presentación de la voz tendría por qué ser incluida en una asociación orquestal; pero en cierto modo las mismas razones por las que la obra sinfónica tiene toda la capacidad de hacer lo mejor posible por la música incluirían al canto, en el poema sinfónico (o en algo parecido a él).

Al final, creo que es importante tener claro que en cualquiera de los dos ámbitos, si es verdad lo que aquí especulo como posibilidades para la composición, aún se necesita un talento excelente para hacerlas valer en toda su amplia extensión.

La Primera Sinfonía

Frío es el mundo de las bestias

que no pueden reconfortar su corazón

con el calor de una bella melodía.

Al-Fahayut

Por A. Cortés:

Cualquier dios que haya inventado la música debe de haber tenido un profundo amor por el orden y un aprecio bien medido de todos los sonidos. Debe de haber sido de oídos muy finos, de muy entrenada voz y profundos pulmones. Debe haber platicado muchísimo y con casi todos los otros dioses, y debe haber encontrado en las diferencias de los timbres enorme inspiración. “Una sola vocal, debió pensar, una sola debe bastar para mi designio: sólo debo mantenerla”. Seguramente entrenó por eones los diversos modos en que las resonancias de su garganta podían quedarse sonando. Cuando por primera vez entonó, estaba ya tan sólo a un paso de moldear el viento para transformarlo, de un translúcido flujo calmo, en un carruaje divino.

El tono es una cosa simple: un sonido que se mantiene siendo el mismo por un tiempo. Las ropas rasgadas y los golpes en el suelo difícilmente pueden entonarse, porque los sonidos que de allí se desprenden son, o muy cortos, o muy irregulares. Ellos no se mecen uniformemente. El tono se mantiene como cuando uno sopla a la boquilla de una botella con la misma intensidad. Seguramente antes no existían esas cosas ni era el sonido como lo conocemos hoy, ni había más que un solo tono uniforme y constante. No debe haber sido otra cosa en la que se fijara este dios que en el tono primigenio, probablemente calmo y dulce hecho por una flauta, o quizá marcado y rasposo de su propio pecho. “Mantener un sonido es un poder noble y alto, se dijeron los demás dioses, has hecho de esta ocurrencia tuya un prodigio”. Pero el dios sólo quería entonar porque tenía en mente algo aún más augusto. El secreto de la música está allende lo trivial del soplo a solas, sólo hacía falta encontrar exactamente dónde.

Me imagino a este dios de gran ímpetu, considerando largo rato qué era necesario para lograr su propósito: hacer que la belleza pudiera ser escuchada. Un buen día, escuchando la caída del agua en un río se dio cuenta de que no podría lograrlo sin pagar un alto precio. Levantándose, caminó cabizbajo por largo rato hasta que se topó con algún otro dios. “No puedo hacerlo, hacer del sonido una de las cosas bellas es demasiado peligroso”. “¿A qué te refieres?, le preguntó el otro dios, ¿que no habías ya creado con tus suaves manos un modo hacer el sonido permanente? Nada hay que haya yo escuchado que sea bello además de esto”. “No, contestó el otro, un solo sonido no basta para hacer que la belleza pueda escucharse. Si hemos de encontrar la belleza en el sonido, necesitamos crear más tonos, combinarlos y mezclarlos en orden”. Esto debió ser muy extraño para el otro, pero su común amor por la conversación y su deseo de placerse en la belleza logró convencer al dios de la música de que hiciera el esfuerzo y depusiera el temor. “¡Venga, entonces, la harmonía! Gocémonos en las sinfonías que nunca antes habían sido compuestas, y también en las que nunca ningún hombre atinará componer”, dijo al fin. Hizo que de un tono se extendieran varios, como si crecieran de un tronco cientos de ramas separadas por espacios en los que siempre pueden crecer más ramas. En la justa combinación podría desplegarse exactamente la belleza del orden al oído. Nos regaló la variedad del sonido para que en ella pudiera hacer audible la belleza como espejo del alma que la había concebido.

Entonces hizo que el tono se amplificara, que se extendiera en variedades altas y bajas, en gravedad y agudeza (levedad sería más apropiado) suficiente para que la combinación fuera posible. Después de ello ninguno de los dioses dejó de escuchar atentamente las combinaciones de sonidos en el viento. Esta multiplicación, sin embargo, estuvo confinada desde el principio a legarle grandes males a los oídos de hombres y dioses: no había modo de hacer que los tonos pudieran ordenarse bellamente de una manera, sin hacer con ello que hubiera otras infinitas de ordenarlos mal. No hay límite al número de tonos entre uno y otro, y el dios sabía bien que ésa era la consecuencia de ampliar lo que era posible sonar. Porque sólo de acuerdo al bello orden del dios, la multitud se halla bien estando junta, pero ésta puede combinarse además de todas las otras maneras. Por eso es tanto menos la música entre las cosas que suenan, y también tantos más los hombres que, aún siendo lo que naturalmente pueden ser, viven en el desorden.