Los ríos del hombre

 

Los ríos del hombre

 

Porque quizás algún día alguien nos leerá y nos rescatará del olvido. Porque quizá nuestras almas amanecerán de la noche solitaria. Porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino, ni quien cultive hierbas en la boca del muerto. Hoy revisito a un desconocido. Buscando un artículo en viejas revistas estudiantiles de Estados Unidos, encontré un breve poema que me gustó. No tiene título. Se publicó en la primavera de 1983. El autor es John S. Carnes, quien al parecer nació en 1956. Probablemente es abogado y comenzó a ejercer tres años después de que escribió este poema. Podría vivir ahora en el condado de Chester, en Pensilvania. Va la revisitación.

 

Incómodos los silencios

—el tiempo tartamudea lento

cuando de mi amor te hablo.

No quiero ser llano o vago.

Por la espesura el deshielo

va corriendo veloz y puro:

—y nuestro amor, te lo aseguro,

es feliz por los arroyuelos.

Y si tardo tartamudeando,

es por nuestro común esfuerzo

—la necesidad de pensar.

Al final me alegra no encontrar

discurso fácil, palabra lista;

ya vendrá cuando la llame,

cuando oiga a quien me ame.

Námaste Heptákis

 

Coletilla. “La belleza que se marchita por la soberbia es vergonzosa”. Clemente de Alejandría

Soledades de alto vuelo

Soledades de alto vuelo

 

A Menón le gustaban las respuestas de alto vuelo, por ello no podría aceptar una explicación sencilla sobre los colores. Cuando abrir los ojos no es suficiente para ver, algunos creen en la necesidad de mantenerlos cerrados mientras se fragua el discurso adecuado para asegurar que sí se está viendo. Y no sólo es cruel la ceguera voluntaria, lo es más cuando roza lo terrible, cuando cuenta cuentos cruentos que obligan a cerrar los ojos. Así son los malos trágicos, los que no aprendieron de los buenos a presentar lo noble, los que sólo saben aderezar lo vil.

         Algunos malos trágicos han escrito elogiosamente sobre La soledad de los números primos [2008], primera novela de Paolo Giordano [Turín, 1982]. Entre las explicaciones de alto vuelo con que promueven la novela predominan dos lugares comunes: que la novela es un prodigio en la composición de la psicología de los personajes y que a partir de la imagen matemática enunciada desde el título ―y, lo que no suelen observar, que un personaje expone en el capítulo central― se ofrece una representación adecuada del problema de la soledad, pues los solitarios nunca se encuentran. El predominio de ambos lugares comunes en la descripción de la novela oculta el auténtico logro literario de Giordano.

         Volvamos a Euclides. En la proposición 20 del noveno libro de los Elementos, el Geómetra demuestra la infinitud de los números primos. La demostración tiene dos implicaciones importantes para cualquier uso literario posible. Primero, que el conocimiento de la definición de número primo no determina el conjunto posible de los mismos, lo cual quiere decir que al usarse como metáfora de la soledad sólo se está representando un caso típico que de ningún modo agota las condiciones posibles en que la soledad aparece; es decir, la soledad metaforizada en números primos ofrece siempre una representación aproximada de las causas de la soledad, nunca una causalidad definitiva. Segundo, que la determinación de toda compañía posible, en tanto contraria a la soledad, se realiza a partir de la metáfora (proposición 31 del séptimo libro: todo número compuesto es medido por algún número primo), es decir, que la presentación poética de la soledad involucra la anagnórisis de la propia disposición a la vida en común. La teoría de los números primos poetizada por la novela es, por tanto, una teorización sobre las condiciones de la vida en pareja, sobre aquello que, ya no en el plano geométrico, podría reconocerse como amor.

         Sin embargo, la tendencia a la explicación de alto vuelo hace que la mayoría confunda la proposición 20 del noveno libro con el postulado quinto del libro primero. ¿O no es digno de sospecha que en casi todas las reseñas del libro se confunda a los números primos con las paralelas? Quien entienda la novela reconocerá que las paralelas son una mala metáfora de la soledad: la vida en paralelo no permite el conocimiento de la propia soledad, sólo motiva la envidia. En cambio, la teoría de los números primos permite conocer las condiciones de la propia soledad. Si pensamos, por ejemplo, la definición del número primo de Aristóteles (96a37: lo que no se deja medir por número alguno), podemos reconocer en la imposibilidad de entrega, en el egoísmo, la causa de la soledad. Quien sólo se mide por sí mismo no podría nunca vivir en la compañía de alguien más. Quien sólo se mide por sí mismo es tan evidente para sí como desconocido para los demás. Quien no puede amar sólo sabe de sí mismo.

         Precisamente es en el saber de uno mismo, en la posibilidad del autoconocimiento, donde la teoría de los números primos se vuelve una teoría psicológica. La celebrada composición de la psicología de los personajes de la novela pasa por alto dos elementos fundamentales para cualquier intimidad literaria: los personajes nunca saben lo suficiente de sí mismos, por ello parece que las cosas les pasan; el pasado de los personajes los define al modo en que las cicatrices marcan el cuerpo, pero sin que los hechos hirientes se hinquen en el alma. Los personajes principales de la novela no conocen el olvido, sólo la negación. Quien nunca sabe lo suficiente de sí mismo, quien sólo puede negarse a sí, no hallará nunca el perdón, pues es como los números: carente de interioridad. La evidencia de sí que puede tener todo número es necesariamente inconsciente, como quien nunca formó el carácter a pesar de las heridas del pasado, como quien asume que el destino alguna vez puede ser evidente. El poeta nos ofrece personajes representables matemáticamente porque enseña la imposibilidad de la vida feliz para quien cree que la propia vida se explica con suficiencia mediante palabras de alto vuelo. Comenzar a entender la opera prima de Paolo Giordano pide mantener los ojos abiertos para reconocer que asumimos la soledad cuando nos negamos al amor. Lo esforzado es que el amor no sea un lugar común, que el amor sea vida en común.

 

Námaste Heptákis

 

 

Escenas del terruño. Y la clerecía timagógica se lanza contra Christopher Domínguez Michael en cinco, cuatro, tres…

Coletilla. Podemos anotar un corolario a la teoría de los números primos. Siguiendo a Aristóteles, el número 2 no es únicamente el primero entre los números, sino el primer número primo y el primer número compuesto: el 2 es el único número que es medido como compuesto por aquello mismo que lo compone. ¡Debe ser el número del amor!

Razones para sonreír

¡Ah! No me desampares, Señor Dios mío; no te apartes de mí.

Sal. 38,22

Mis faltas son tantas… sólo por recordarlas me duele el alma, si trato de enumerarlas mi lengua acaba pegada al paladar; y si contemplo lo que de mí ha resultado con esta vida de pecado, no veo más que huesos raídos y secos.

No es difícil darse cuenta de la necesidad que tengo: necesito el agua que da la vida, pero mis pesquisas son infructuosas, y no logro dar con el manantial. He caído en el pozo del pecado, y en mi soberbia intentado levantarme, sin más éxito que el de caer nuevamente y perder toda esperanza cifrada en mis fuerzas: la ausencia de palabras que me den consuelo, es lo peor de este infierno, el silencio es aterrador y la búsqueda de confort para mi ánimo sólo me ha dado sinsabores.

Despúes de mucho meditarlo: comprendo que no puedo sostenerme en pie por mí propio esfuerzo y veo que sólo de rodillas es posible mantener el equilibrio en medio de la obscuridad de este abismo. Sólo de rodillas alcanzo a ver hacia arriba, y mi sorpresa es grande… veo la mano del amigo, tendida y dispuesta para auxiliarme, veo sus labios sonrientes, capaces de reconocer mi miseria y de perdonar mi falta, veo al fin que todavía hay razones para hablar y sonreir.

Maigo.

A Ciegas

— ¿Y las religiones?… ¿Y cuál es la mejor?  —Verá usted, la mía.
Como te digo una co
, Joaquín Sabina.

Tenemos una adicción como hombres modernos (tal vez sea solo de mexicanos, o incluso solo en mi colonia, pero si hablo del hombre moderno me siento más chido a pesar de estar copiando a los que sí saben de lo que hablan cuando dicen eso) de la cuál no estamos del todo al tanto como la mayoría de los adictos. Creo que el primer paso de los alcohólicos anónimos consiste en aceptarse a uno mismo como alcohólico, no sé para qué sirva esto o qué ventaja traiga, pero los psicólogos dicen que hay que encarar los problemas para dar el primer paso hacia la sanidad, que es algo así como lo bueno, pero sin esa carga tradicional que tanto escozor les causa en la psique que ya no significa alma (porque eso dicen) sino otra cosa que ni siquiera se parece. Bueno, pues quiero que demos los primeros pasos juntos hacia el reconocimiento de esta adicción que todos tarde o temprano llegamos a adoptar. El hombre moderno es adicto a la originalidad (tal vez porque piensa o la confunde con la Verdad, a mí me parece que es esta la causa, aunque yo no sabría distinguir una de otra si alguien me lo preguntara seriamente). Desde niño recuerdo a mis amiguines de la cuadra emocionarse por comprarse sus tenis Jordan originales, ni más ni menos, las copias de Jordan o los tenis Mike que vinieron a hacer la delicia de las burlas en mi adolescencia, no tenían ese valor que solo posee la verdad, digo lo original, ya tiempo después, esta tendencia se extendió a otro tipo de cosas, como ropa, libros, videojuegos, obras de arte, mujeres (porque, ¿quién va a preferir a un travesti como pareja sexual, pudiendo tener una mujer?), la idea de que lo original siempre es mejor, la portamos orgullosos como bandera, ¿verdad?

Cinemex se ha encargado de meternos bien adentro del alma que la piratería es cosa mala, porque termina por devorar a los hombres de los pueblos que asalta, digo, porque es como robar y robar es como malo. No es piratería de a verdad la piratería de la que habla Cinemex o las industrias musicales o Metálica que como la quinceañera del cuento ése de José Revueltas hizo berrinche por perder el Virgo. La piratería que nos venden las compañías del entretenimiento es pirata, ¡quién lo diría! Bueno, a decir verdad es como pirata, pero no es pirata como los piratas originales y eso me basta. Pero eso no importa, lo que importa es que nosotros valoramos la originalidad con más fuerza de lo que valoramos el agua (que es original siempre aunque venga embotellada). El amor por lo original nos ha llevado a muchos extremos, como por ejemplo buscar el amor verdadero a la hora de relacionarnos como pareja (y a muchos dolores de cabeza por tanto reproche femenino al respecto), teniendo por presupuesto que el primer amor es el verdadero (siempre). Nos ha llevado a buscar nuestra vocación original, nuestro verdadero ser. Esas cosas raras orientales que ahora aceptamos como si nada, que consisten en encontrarse a uno mismo, no tendrían tanto éxito si no fuéramos adictos a la originalidad. Buscamos la experiencia genuina, primera, la experiencia verdadera y no viles copias chinas hechas con un montón de arte y poco presupuesto. Exigimos que nuestro maíz sea venido del mismísimo Centeōtl, y no de las inexpertas manos torpes de científicos que no salen de sus laboratorios artificiales para conocer la naturaleza original. Mucho se dice sobre las comidas transgénicas, que causan cáncer (del original, no una copia barata) que causan infertilidad o que a la larga van a causar mutaciones en los seres humanos (porque lo igual engendra lo semejante y los maíces transgénicos son mutaciones de lo original). Vaya, esta adicción nos ha llevado chistosamente a buscar originales hasta en nuestras raíces prehispánicas (que son más nuestras que las de nuestros padres, que por suerte no fueron prehispánicos), y a su vez, un forzado e infértil esfuerzo por adoptar (por no decir copiar) tradiciones genuinamente occidentales como lo es la filosofía a estas raíces salvajes. Vaya, que el príncipe poeta haya hecho filosofía de verdad como la de Nietzsche y que necesite ser anunciada (para darle veracidad, originalidad) por una niña tocando una concha de mar para yo enterarme de que esa es la verdad; no le quita la piratería al asunto.

Pero la copiadera no para ahí, digo, la propagación de la originalidad, porque si seguimos ese asunto nos llegamos a estampar con el problema de si hay cosas más originales que otras (en un principio diríamos que sí, los tenis Nike son más Nike que los Mike), como que las tradiciones de la antigua dinastía Tokugawa son más tradicionales que las que se enseñaban en el Calmecac, o que dar el grito de Independencia en el zócalo en la actualidad. Y podemos expandir este problema a los nórdicos, a los franceses, a los peruanos (que según nos cuenta Locke, devoraban a sus hijos bastardos copiando la moda contemporánea bárbara europea), a las danzas y al amor. Porque, eso de que el amor francés es más amor que el mexicano pues como que no me cuadra, no sé por qué. Vaya, hay que establecer un límite a la originalidad, y hay que marcar desde dónde inicia tanta copiadera, para poder así conservar y reproducir lo que en un principio fue original. Bueno, suficiente con tanta enmarañadería, no vengo a hablar hoy acerca de los problemas de ser más iguales que otros, o ser más distintos que aquestos. No, lo que vengo a hacer en el texto presente, es a platicarles por qué vengo a platicarles sobre lo original.

Hace ya varios otoños, me encontraba jugando póquer con un buen amigo cuyo nombre no mencionaré aquí, pero que la mayoría de los lectores de este blog conocen, y al que le gustan esos problemas de la mímesis. Jugábamos con fichas falsas, bueno, ni eran fichas, eran cartas de otra baraja que representaban fichas de cierta denominación la cuál dictaba el color al reverso de las barajas. Ocupábamos dos, una baraja roja que valía el doble de la baraja azul y jugábamos con la baraja del reverso verde. La partida tuvo la peculiaridad de que en algún momento olvidé quemar una de las cartas de la baraja de juego. Se dice quemar, cuando a la carta superior del mazo se retira para revelar la que le sigue, dando cierta fe de legalidad al juego mostrando que las cartas no están acomodadas de cierta manera que terminará por favorecer a alguno de los jugadores. Bueno, mi amigo protestó porque yo no había quemado una carta en esa ocasión, yo le respondí que eso no importaba porque no había acomodado las cartas y de todos modos yo estaba vencido ya con el as revelado en el river. En tono burlón le comenté que no afectaba la suerte que yo quemara o no las cartas, a lo que él respondió que sí, que a lo mejor no lo podía probar pero que se sentía incómodo sabiendo que al no quemar, la carta revelada no era la que debía revelarse. Seguimos jugando sin más reflexión sobre esto, pero sí con harta incomodidad de su parte porque yo seguí negándome a quemar las cartas correspondientes solo por molestarlo. Vaya, no estoy muy seguro de cómo abordar esto, tal vez se note en la introducción que rebota en muchos sentidos y que no supe encausar bien, pero, desde entonces tengo la duda de si hay modo de hacer más azaroso un juego. Vaya, ¿es cierto que es más azaroso quemar una carta que no quemarla? En aquella ocasión tocamos el tema pero no pasó de unas cuantas risas, porque a decir verdad el problema nos supera.

Bueno, hoy, me volví a topar un problema similar, y es que me parece increíble y chistoso al mismo tiempo, es por eso que quise compartirlo. Pero antes, todavía me resta otro preámbulo que me parece conveniente. A la fecha (no de publicación, sino de cuando escribí esto) llevo jugando póquer tres meses sin perder, más de 20000 manos y tengo más dinero del que tenía cuando comencé. No quiero alardear, lo digo porque me parece pertinente. Cuando uno está aprendiendo a jugar, lo primero que debe saber es que en el Texas Hold em cuando recibe un par de ases por mano, tiene un ochenta porciento de probabilidad de ganar esa mano. Ok, seguro los matemáticos, los ingenieros y los actuarios me resuelven el problema con una mano en la cintura y la otra en una cerveza, pero en lo personal me parece absurdo creer que un par de ases tiene un ochenta por ciento de probabilidad de ganar. La manera que conozco de demostrar que esto es cierto, es sencilla, tomas una muestra de todos los pares de ases que has jugado y verás que has ganado un número cercano al ochenta por ciento, de no ser así, necesitas una muestra más grande, pero es seguro que con cincuenta mil manos como las que yo he jugado es suficiente para demostrarlo. El problema que yo veo es que no para ahí el asunto, y que cuando un juega póquer, no tiene cuándo acabar, las manos que va a jugar serán limitadas, sí, porque la muerte terminará ganándole a uno la partida, pero son un número infinito porque no sabemos cuánto vamos a jugar antes de morir. Una vez dicho esto, puedo mostrar que me parece absurdo creer que hay tal cosa como ochenta por ciento de infinito. El problema se complica cuando jugamos póquer en línea, donde podemos ser omnipresentes y jugar más manos de las que jugaríamos originalmente. Nanonoko es un jugador japonés que se volvió famosito por jugar al mismo tiempo en cincuenta mesas, algo que de ser posible en la vida real, tardaría mucho tiempo en realizarse. Gracias a la tecnología que tenemos en la actualidad, esto es posible.

Ya, sin más preámbulos, escuchaba a otro buen amigo mío lloriquear porque ha perdido con par de reyes (que tienen algo así como setenta por ciento de probabilidad de ganar) veintiocho de treinta manos jugadas. Me decía que era imposible porque no cuadraba con las probabilidades que debía tener dicha mano y por lo tanto el software que usamos para jugar póquer en línea está alterado. Bueno, ahora que saben que pienso que es absurdo confiar en las probabilidades, no les extrañará que le diga a mi amigo que la sala de póquer en la que jugamos no está alterada y que funciona correctamente. Su respuesta es lo que me trajo a escribir este choro interminable, me dijo “ya no aguanto más por ir a sentarme una mesa real donde las probabilidades funcionan como deben”. Nuevamente me encuentro con el problema original de la carta quemada, o si no lo es, es una copia muy parecida. El problema es que mi amigo cree que hay tal cosa como un azar artificial, vaya un azar pirata que nos vende Pokerstars para quitarnos nuestro dinero. Mi intención no es exhibir las creencias de un jugador, mucho menos contarles un choro mareador o tratar de convencerlos de que el póquer en línea es legal y no hace trampa. No, quiero abordar el problema de que distinguir lo original de lo copiado se agrava (al menos para mis luces) a la hora de querer distinguir el azar original del que es su copia (o para a final de cuentas cualquier cosa, bajo nuestras condiciones culturales). ¿Cómo uno puede siquiera llegar a comenzar a explorar tan tremendo problema? Si logro al menos señalarlo aquí, me daré por bien servido. Podemos admitir, como yo, que en cuanto al azar es una y la misma cosa no importando si es generado por la computadora o por la naturaleza, o puede suceder que lo que hacen las computadoras no sea nada parecido al azar y nomás sea un chocho que nos vendieron los matemáticos y que aceptamos porque no sabemos nada sobre el azar, pero eso no pasa porque las matemáticas no mienten; o también podemos meternos al problema de lleno y no dejar a un lado que hay un supuesto tremendo donde recargamos nuestra cabeza y creemos que una máquina puede reproducir tal cosa como el azar (o el caos si se me permite la extensión, porque si algo conocemos con tal minucia como para poder ser reproducido, eso es el azar). Las páginas que generan números al azar (RNG por sus siglas en inglés) parecería que hacen la misma labor que hace el Mar cuando decide devorar un buque de pesquero, o el que hace el subconsciente al dictarnos nuestras vidas cotidianas, o el que hace el psicólogo al diagnosticarnos, o el que hace cupido al flecharnos (disculpen la blasfemia). No estoy seguro de si se puede tomar demasiado en serio el problema, ya que basta con decir que sí es el mismo azar a la hora de barajar las cartas con las manos que el que influye en las máquinas del RNG. Es sencillo dar esta respuesta porque vivimos en una época contradictoria donde distinguir se vuelve un crimen, ¿¡Qué podemos esperar de un mundo donde la discriminación es el peor de los insultos!?. No, no, no, en nuestro tiempo, no queremos discriminar, es mejor aceptar contradicciones como la que nos dicta el dogma de realizarnos como un individuo a su vez que buscamos todos (por mandato de los sacerdotes del azar llamados psicólogos) a ser integrales (es decir, hacer una comunión con un montón de cosas, hablando muy en general). A su vez, aceptamos que todas las culturas tienen el mismo valor, de la misma manera en que todos los seres humanos son igual de especiales, al tiempo en que nos despedazamos por agarrar un hueso en un sistema macabramente capitalista que nos obliga a sobresalir o ser dominados (a pesar de nuestra igualdad). Como buen adicto contemporáneo que soy, me alejo de las distinciones, me bastará con decir que son una y la misma cosa el azar natural y el creado sintéticamente y me saldré a la calle tranquilo a adoptar a un perro callejero (porque ellos también tienen derechos); a su vez diré que todos somos igual de excelentes (incluidos los perritos) porque de ese modo me libro del pesar de pensar que hay muchos hombres mejores que yo; a su vez haré como que un montón de salvajes caníbales tenían una rica cultura y yo la heredé, de ese modo me libraré de aceptar la realidad de que mi cultura es ecléctica desde su más profundo principio, y por lo tanto es una especie de maíz transgénico del que Centeōtl se avergonzaría llorando atole cien por ciento puro. Me gusta pensar que mi cultura es tan original como la griega, mi política tan justa como la de Estados Unidos, mi azar tan oscuro como el caos, y mi adicción a la soberbia tan genuinamente falsa como la de cualquier psicólogo de mi tiempo

Diarias contracciones V

En el principio era Dios, y como Dios que es, ha sido y será podía nombrar lo que aun no estaba creado.

¿Por qué si yo no aspiro a ser Dios me exigen nombrar lo que siendo creado no conozco?

Tal exigencia, tal acto de soberbia, que voluntariamente atormenta a mi alma, me duele y contraria más que los movimientos involuntarios a los que se ve sometido mi  cuerpo.

Maigo.

De humildes y mojigatos

Hace algunos días hablé sobre una actitud humana de la que se dice es la madre y raíz de todos los vicios, me refiero a la soberbia, la cual fundamenta a cada acto en el cual el hombre pretenda ser más que los demás, ya sea porque sea mejor en hacer algo o más bien porque sienta que lo es.

Ahora, en un intento por esclarecer la idea de que un acto conduce al hombre a muchos más, me aventuro a hablar sobre aquella virtud que siendo contraria a la soberbia, es considerada por algunos pensadores como la madre de todas las demás virtudes, me refiero pues a la humildad, esa virtud muchas veces confundida con la mojigatería o con una debilidad que ha causado innumerables daños al hombre que busca ser verdaderamente virtuoso al superar lo que ahora es.

Así pues veamos de cerca a la humildad para ver en primer lugar si merece el nombre de madre de todas las virtudes, y en segundo, si es o no nociva para el hombre, en tanto que exige la moderación del apetito desenfrenado de la propia excelencia.

Cuando hablamos de humildad, por lo general entendemos dos cosas, que humilde es aquel que no posee muchos recursos económicos, de modo que se ve limitado en lo que se refiere a la obtención y disfrute de bienes materiales y de lujos; y que humilde es aquel que no presume sus méritos al tiempo que es capaz de reconocer sus defectos y errores, es decir, que no se presupone como superior a los demás debido a que ve que al igual que los otros puede errar.

Debido a que la humildad se relaciona con la carencia, ya sea de recursos materiales o de presunción, es que ésta se puede llegar a confundir con aquello que es poco elevado y hasta insignificante, al grado de que el humilde no es digno de nuestra más mínima atención, contrario a lo que ocurre con el soberbio, pues éste no sólo cree ser digno de nuestra atención, sino también de todo nuestro tiempo.

Esta confusión entre lo humilde y lo insignificante, nos puede conducir a perder al humilde de vista y a colocar en su lugar al mojigato, el cual exagera sus limitaciones al grado de justificar su inactividad bajo una capa de modestia, así pues mientras que el humilde reconoce que no puede escuchar música y freír un huevo al mismo tiempo, el mojigato afirma que no puede hacer ninguna de las dos actividades antes mencionadas hasta que no cuente con un espacio liberado mediante una revolución, llevada a cabo por los demás, para poder escuchar música y otro espacio que sirva para freír sus huevos.

Pero, dejemos a un lado la mojigatería y regresemos a la humildad, viendo de cerca cada una de las dos acepciones que tenemos respecto a esta virtud, podemos reconocer que ambas tienen como punto de contacto el reconocimiento de las propias limitaciones, aquel que es humilde porque no tiene, sabe que es lo que sí posee, y también es consciente de aquello a lo que puede aspirar; de la misma manera aquel que no presume sus méritos y es capaz de reconocer sus defectos, sabe qué es lo que sí puede hacer, pero al mismo tiempo reconoce que no es todo poderoso como para crear todo el mundo con tan sólo pensarlo.

Este reconocimiento de los límites, necesariamente exige el conocimiento de los mismos, conocimiento que no se presenta cuando no hay interés en ver lo que realmente somos y dónde estamos parados, por ejemplo, un cristiano conoce sus límites, de modo que es capaz de reconocer que no es Dios, y puede vivir sin la búsqueda constante de alabanzas, títulos y recompensas. Por el contrario, alguien que se siente el Rey de todo el mundo, no puede reconocer sus errores sin hacer una tragedia de ello.

Así pues, considerando que el humilde lo es porque se conoce al grado de reconocer sus limitantes, y junto con ello lo que sí puede hacer, es que nos conviene aventurarnos a explorar si la humildad es o no la madre de todas las virtudes. Como hemos venido hablando de pecados capitales y de aquellas virtudes que les son contrarias, limitaré la breve exposición que hago ahora a aquellas virtudes que se conocen como espirituales, para ver si éstas son o no independientes de la humildad.

Las virtudes espirituales son, además de la humildad, la castidad, la templanza, la generosidad, la diligencia, la paciencia y la caridad, y estas seis no pueden hacerse presentes si no se ha reconocido que Dios es mayor que el hombre, es decir, si no se reconocen los límites que tiene éste en tanto que es una creación divina, al igual que los demás, por ejemplo, si alguien no es capaz de reconocer que el otro también tiene dignidad como ser humano nunca podrá ser generoso, caritativo, o paciente con los demás, además si hay desconocimiento respecto a los límites de la propia acción, tampoco hay posibilidad de que se presente la castidad, la templanza o la diligencia, además de que se corre el riesgo de que la generosidad devenga en despilfarro de lo poco que se tiene.

Por otra parte, pensando en la humildad como una acción que depende del conocimiento de uno mismo, en tanto que el hombre puede reconocer sus límites, vemos que tampoco pueden presentarse las otras virtudes antes mencionadas, pues aquel que no sabe qué es lo que sí puede hacer se ve arrojado hacia el abismo de los excesos, pues la generosidad puede devenir en despilfarro, o la diligencia en el deseo exagerado de trabajar aún a costa de la propia salud o la templanza bien puede confundirse con el matarse de hambre, la paciencia y la caridad también pueden confundirse con excesos que no sólo hagan daño a quien se cree paciente o caritativo sino a la comunidad por entero, pues de la paciencia en exceso puede devenir la indiferencia respecto a ciertos actos, y de la caridad puede desprenderse el solapar a la flojera de otros tantos.

Tomando en cuenta lo anterior, podemos ver que la humildad es una virtud que permite una vida saludable en comunidad, pues al contrario de lo que ocurre con el soberbio, el humilde trabaja tomando como punto de partida el conocimiento que tiene de sus límites, el cual lo lleva a reconocer la valía de los demás, no tanto porque los necesita para vivir, sino más bien porque de alguna u otra forma son sus iguales.

Este reconocimiento de la igualdad entre humildes es lo que hace que esta virtud sea catalogada como una muestra de debilidad, pues tal parece que aquellos que pueden tener más valía que el resto de los demás se ven sumergidos en la mediocridad que implica reconocer al otro como alguien igualmente digno; pero, lo que no han visto aquellos que critican a la humildad de esta manera es que la igualdad que reconoce el humilde en los otros no obliga al que se destaca por hacer mejor lo que hace, a dejar de ser mejor, al contrario, pues dejar de hacer más que humildad es soberbia, porque el humilde reconoce la importancia de su acción para el bien de la comunidad, el soberbio, en cambio, puede llegar a considerar que no lo merecemos, así como tampoco merecemos lo que él pueda hacer.

Maigoalida de Luz Gómez Torres.

Soberbio…

SOBERBIO…

“Es más fácil escribir contra la soberbia que vencerla”

Francisco de Quevedo y Villegas.

La soberbia es considerada uno de los siete pecados capitales, y en algunos casos es vista como la raíz y madre de todos los pecados, se dice que el primer pecado, el cometido por Adán y Eva, fue el resultado no sólo de la tentación de la serpiente, sino de la soberbia de quienes accedieron a comer el fruto prohibido, esperando con ello ser como dioses y conocer el bien y el mal[1]. También se dice que la soberbia es, de entre todos los pecados, el que más atenta en contra de la vida comunitaria, la comunidad puede perdonar al ladrón, pero el soberbio queda condenado por su carácter a una vida aislada y solitaria, teniendo, a final de cuentas, que aguantarse a sí mismo.

Todo esto que se dice sobre la soberbia, y el resto de los pecados capitales, tiene sentido cuando se acepta abiertamente la creencia en un Dios creador, cuando la virtud consiste en una disposición habitual y firme a hacer el bien, misma que emerge de la guía que dan a nuestros actos la razón y la fe[2]. Pero, en un mundo sin fe, o más bien sin la capacidad para aceptar dicha fe, ¿todavía cabe reflexionar en torno a la soberbia?

Lo más seguro es que sí, pues aun pensando en la soberbia como algo que se da independientemente de la fe en un Dios creador, ésta no deja por ello ser una actitud humana, y como tal, algo que repercute de alguna manera en la vida de la comunidad. Teniendo esto en mente, tratemos de decir qué es eso a lo que llamamos soberbia y cuáles son las implicaciones que tiene la presencia de la misma en la vida comunitaria.

La soberbia es normalmente definida como la altivez o el apetito desordenado de ser preferido a otros, lo cual conlleva a la satisfacción y envanecimiento por la contemplación de las propias prendas con menosprecio de los demás, es decir, es la altivez y arrogancia del que por creerse superior desprecia al resto[3]. Fundamental para entender qué es la soberbia es que nos detengamos un momento en el último aspecto enunciado en la definición común, la soberbia es la arrogancia de quien se cree a sí mismo superior a los demás.

Quien se cree superior a los demás, bien puede hacerlo por dos causas, porque efectivamente lo sea, un carpintero es mejor que un aprendiz en la ejecución de su arte, o porque no es capaz de ver sus propios límites, es decir, no reconoce en qué puedan ser mejores que él los demás y no tiene la más mínima disposición para hacerlo, su principal característica es su terrible apetito por alabanzas, apetito que conduce al soberbio a sentir envidia de aquellos que son alabados en lugar de él.

Respecto a estas dos posibles causas, tal pareciera que la primera tiene razón de ser, pues tiene derecho a presentarse como mejor el que es efectivamente mejor para hacer aquellas cosas en que destaca, sin embargo, el problema con aquel que se sabe mucho mejor que los demás en la realización de algo, radica cuando ese conocimiento deviene en el desprecio de los demás, por ejemplo, el Universitario que se sabe mejor que el resto de los mortales porque ha reflexionado respecto a lo que es lo justo y lo injusto y desprecia a todos aquellos que no demuestran mediante miles de títulos que ellos también han reflexionado, claro suponiendo que el primero efectivamente sea el mejor reflexionando.

En este caso, el desprecio que muestra el soberbio sobre lo que los otros puedan llegar a aportar en la elaboración de su arte, conduce al mismo a su vez a ser despreciado por la comunidad, ésta lo toma en cuenta, pero sólo para obtener lo que necesita de él, y nada más, el soberbio es incapaz de tener amigos virtuosos, porque para la amistad se requiere de igualdad, y esta no es posible en la mente del soberbio, un excelente universitario no podrá ser jamás amigo de sus vecinos no-universitarios, porque estos no son iguales que él en la más excelsa de las virtudes, la posesión del conocimiento.

Por otro lado, encontramos a quien es soberbio porque no es capaz de reconocer sus propios límites, de modo que sólo cree que es mejor que los demás sin realmente serlo, este modo de ser del soberbio, más parece vanidad que soberbia, pues es una gloria vacua de todo lo glorificable lo que alimenta la altivez del soberbio, en este caso el vanidoso siente que el mundo no lo merece sin tener merito alguno, este vacío respecto a lo que es presumido por el vanidoso, hace mucho más insoportable al soberbio, el primero al menos aporta algo a la comunidad, su hacer en lo que es mejor, el segundo, no da nada, y al ser insoportable e inútil es confinado a las soledades de su ser vacío, cayendo con esto en un terrible infierno en vida, donde no queda nada más que el llanto silencioso.

Ante este panorama, tal pareciera que la soberbia efectivamente es, fue y será algo bastante nocivo para la comunidad, sin embargo, aún no hemos considerado que en su origen la soberbia (superbǐa) también es un orgullo noble, es decir, es el orgullo de saberse mejor en algo, sin que ello implique necesariamente el menosprecio de los demás en otros ámbitos de la vida, así pues, la soberbia era el orgullo que sentían los patricios de serlo, orgullo que los distinguía siempre de los plebeyos y que les impedía mezclarse con ellos para ciertas cosas, pero que no los hacía olvidar lo necesario de los mismos para otras.

Aún cuando estuviera presente el orgullo noble, que es la soberbia, en el campo de batalla, no hay lugar para distinciones, el que es valiente destaca del resto sin que importe su origen noble o plebeyo; sin embargo fuera del campo las distinciones entre ambos condujeron a que los patricios se consideraran siempre mejores que el resto para gobernar y decidir sobre lo que convenía a toda la ciudad, lo cual siempre trajo diferencias entre los miembros de la misma, y junto con ello bastantes guerras intestinas.

De lo anterior se desprende que, ya sea como un apetito desordenado o como un orgullo noble, lo que sí es claro es que la soberbia impide el sentimiento de igualdad, tan necesario entre los miembros de una comunidad, en especial cuando se pretende que ésta lleve una vida en la cual efectivamente el trabajo de todos los miembros sea llevado a cabo en función del bienestar del todo al que estos pertenecen, es decir, si se pretende tener una comunidad que funcione con la unidad que caracteriza al cuerpo humano, la soberbia es una actitud que impide que se de dicha unidad.

Después de todo, bien podríamos concluir por el momento, que la soberbia sí es raíz y madre de otros tantos vicios que conducen a la destrucción de la vida comunitaria, independientemente de si la comunidad es capaz o no de aceptar que cree en un Dios creador, aceptación que deja ver que contra la soberbia se enfrenta la virtud de la humildad, la cual no exploro aquí porque sale de los límites planteados para la presente reflexión.


[1] Cfr. Gén. 3, 5.

[2] Cfr. Catecismo de la Iglesia católica. 1803 y 1804

[3] Cfr. La entrada del DRAE para soberbia.