Jornada a las Tierras donde Nace el Sol (3)

Cuando mi amigo me pasó la taza, me pidió de manera delicada y serena que primero disfrutara de su aroma. Al tomarla con ambas manos me percaté de su temperatura y de la extraña sensación de la porcelana caliente. La acerqué lentamente a mi nariz sintiendo la tibieza del vapor, que exhalaba, en mi rostro e inhalando profundamente llené mis pulmones con el aroma de aquel líquido verduzco que me inspiraba tranquilidad y serenidad a la vez que reverencia. Imágenes de antiguos y olvidados senderos polvorientos llenaban mi cabeza, senderos otoñales desgastados por el tiempo y cubiertos con el oro tributado por los árboles marchitos que en alguna primavera remota volverían a enverdecer. Y me veía a mí mismo en medio de aquellos caminos, milenario, viejo y empobrecido, decidiendo direcciones.

Pero algo en la visión de ese anciano empezó a perturbarme; algo en su mirada; algo familiar. Una especie de intranquilidad comenzó a nacerme en la boca del estómago mientras la imagen del anciano se volvía cada vez más nítida; podía observar la textura de su barba, las llagas de la sed que carcomían sus labios, las arrugas que el tiempo había trazado en su piel como extraños ideogramas de una sabiduría perdida que, de alguna manera, contaban toda su historia, y lo más terrible de todo era su mirada: opaca y difusa como de quien ha dejado de ver sin perder la vista; mirada extraviada de quien ha olvidado el rumbo y no sabe ya qué camino tomar ante una encrucijada de cien direcciones; mirada que comprendí era la mía, y cuya angustia cayó sobre mí en ese instante con todo el peso de la realidad. De pronto, la intranquilidad nacida en la boca del estómago se desató recorriéndome por completo y paralizando cada fibra de mí ser. Mis sentidos se bloquearon y un millar de preguntas y pensamientos se arremolinaron en mi cabeza en una lucha a muerte por la supremacía. Me encontraba de nuevo sin dirección ni propósito, con una tensión interna tal que incluso respirar se me dificultaba y cada latido de mi corazón retumbaba en mi interior estremeciendo la cristalinidad toda de mi ser.

“Bebe”, escuché de pronto tan intensamente que no supe si era la voz de mi amigo o de alguna parte de mi interior.

Al primer sorbo un intenso calor recorrió mi cuerpo, cimbrándolo. Desde mi lengua hasta mi estómago comenzó a ramificarse por mis extremidades y mi cabeza como un río desbordado en poderosos caudales que barren con todo lo que encuentran a su paso. Un escalofrío me invadió y sentí claramente como si algo se quebrara en mil pedazos dentro de mí. En ese instante abrí los ojos todo lo que pude mientras llenaba mis pulmones de aire en un movimiento violento en involuntario. Me aferré desesperadamente a la taza y empecé a beber sin parar. Lo bebía todo: el calor hirviente que me quemaba las entrañas, la amarga serenidad que este néctar de oriente me producía, la necesidad de algo que por fin clamara la sed por tantos siglos padecida… y a cada sorbo me invadía una extraña sensación de purificación, como si el caudal que me estaba bebiendo barriera con los pedazos de un terrible naufragio dejándome solo y a la deriva en la inmensidad del océano.

Paradójicamente, entre más líquido ingería más vacío me sentía; vacío de todo: vacío de sentido, vacío de dirección, vacío de soledad, vacío de deseo, vacío de anhelos, vacío de vida, vacío de tiempo… y adentrándome en este vacío se fue terminando el contenido de la taza hasta no quedar ni una sola gota, y en ese instante pude sentir claramente cómo el tiempo en su totalidad se detenía, mientras una especie de oscuridad me envolvía obnubilándome la vista.